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capitulo 2

Había pasado una semana desde que Javier decidió convertirse en un viajero universal y visitar el mundo de *Game of Thrones*. Durante ese tiempo, había logrado establecer una rutina básica, sobreviviendo al gélido invierno de Invernalia sin morirse de frío ni de hambre, lo que ya consideraba una gran victoria personal. Al principio, gastar **5 lunas plateadas** y **2 ciervos de plata** en hospedaje y comida le pareció un precio desorbitado, pero al menos había conseguido calor y un techo seguro donde dormir.

Después de unos días comiendo sopa de venado y pan duro, Javier se sintió lo suficientemente animado como para explorar los alrededores. El **mercado de Invernalia** fue su primer destino, un lugar lleno de ruido, bullicio y el inconfundible aroma a pieles de ciervo y carne curada. Era un espectáculo en sí mismo: comerciantes gritando precios, mujeres vendiendo hierbas secas y niños correteando entre puestos con una agilidad digna de acróbatas.

—¡Pieles de lobo! ¡Pieles de ciervo! ¡Las mejores para el invierno! —gritaba una señora robusta, envuelta en un abrigo que parecía hecho con veinte zorros diferentes.

Javier, que apenas podía sentir sus propios dedos, pensó que no le vendría mal una piel nueva. Pero antes de gastar más dinero, tenía una misión más importante en mente: encontrar información sobre **comprar un terreno**. Aunque la idea de tener una casa en un mundo tan brutal como Westeros sonaba descabellada, Javier estaba decidido. "Si voy a quedarme aquí un tiempo, no voy a ser un vagabundo. Necesito una base."

—Disculpe, señora —dijo Javier, acercándose a la mujer de las pieles.

—¿Qué quieres, chico? —respondió la mujer sin levantar la vista, enfocada en plegar una piel de ciervo.

—Estoy buscando información sobre terrenos. Quisiera comprar uno… para construir mi casa.

La señora finalmente lo miró. Sus ojos, grises como el cielo nublado, lo escanearon de arriba abajo. Durante un momento, Javier pensó que lo iba a echar a carcajadas. Pero en lugar de eso, frunció el ceño, como si no estuviera segura de si hablaba con un loco o con alguien verdaderamente serio.

—¿Comprar un terreno? —dijo lentamente—. Nadie compra tierras en Invernalia así como así. Los terrenos pertenecen a los Stark. Tendrías que hablar con el mismísimo **Lord Eddard Stark** para que te dé permiso.

—¿Lord Stark? —repitió Javier, tragando saliva. "Claro, nada más fácil que pedirle un pedazo de tierra al señor de todo el norte. Genial.

—Si tienes oro de sobra y una razón lo suficientemente buena, podrías intentarlo. Pero te advierto, forastero, Ned Stark no es un hombre que se impresione fácilmente.

Javier asintió y agradeció a la mujer. Mientras se alejaba, reflexionaba sobre la conversación. Había llegado a un mundo donde los títulos y el poder significaban todo, y él no era más que un extraño con unas pocas monedas y una sonrisa torpe.

**"¿Qué diablos le voy a decir a Ned Stark? 'Hola, señor, soy un viajero de otro universo y quiero construir mi casita en su jardín'. Sí, seguro me cuelga de las murallas como decoración navideña."**

Sin embargo, Javier también sabía que no tenía muchas opciones. Necesitaba un lugar propio. Si eso significaba hablar con uno de los hombres más importantes de Westeros, entonces que así fuera.

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Al día siguiente, después de muchas vueltas y una noche de insomnio, Javier decidió presentarse en el **castillo de los Stark**. La fortaleza de Invernalia era aún más imponente de cerca: torres altísimas, muros gruesos cubiertos de nieve y una sensación de que todo allí era tan antiguo como el tiempo mismo. Cada piedra parecía susurrar historias de guerras, sangre y lealtad.

Al llegar a la entrada principal, dos guardias lo detuvieron.

—¿Quién eres y qué asunto tienes en el castillo de lord Stark? —gruñó uno de ellos, un hombre alto con una barba que podría competir con la de un oso.

Javier se aclaró la garganta, intentando sonar seguro de sí mismo.

—Soy Javier, un… comerciante. Vengo a solicitar una audiencia con Lord Stark para hablar sobre un asunto importante.

Los guardias intercambiaron una mirada, claramente confundidos. "Sí, Javier, un comerciante que no vende nada y no tiene ni idea de cómo negociar. Excelente impresión."

—¿Y qué asunto es tan importante que requiere la atención de nuestro señor? —preguntó el segundo guardia con evidente desconfianza.

—Es… sobre la compra de tierras. —Javier notó cómo ambos hombres alzaban las cejas casi al unísono.

—¿Tierras? —preguntó el primero con una mezcla de burla y sorpresa—. ¿Crees que puedes simplemente comprar tierras de los Stark como si fueran granos en el mercado

—¡No, no! —respondió Javier rápidamente—. No lo estoy dando por sentado, pero vengo con respeto. Tengo recursos y… un propósito. Solo quiero hablar con él.

Los guardias permanecieron en silencio por un momento, antes de que uno de ellos resoplase.

—Espera aquí. Veremos si Lord Stark decide escucharte.

Javier sintió cómo el frío calaba hasta sus huesos mientras aguardaba fuera del castillo. "Si logro salir vivo de esto, debería darme una medalla a mí mismo."

Finalmente, uno de los guardias regresó.

—Ven conmigo. Lord Stark ha accedido a escucharte.

Javier tragó saliva, sintiendo que un nudo se formaba en su estómago. Mientras lo guiaban a través de los pasillos de piedra oscura, el eco de sus pasos resonaba como si el castillo mismo estuviera juzgándolo.

Finalmente, llegó al **Gran Salón**, donde Ned Stark lo esperaba sentado en el **Trono del Norte**. La imagen del lord de Invernalia era aún más intimidante en persona: cabello oscuro, mirada severa y una presencia que podría doblegar a cualquier hombre. Javier respiró hondo y dio un paso al frente.

—Lord Stark —dijo con una reverencia torpe—. Gracias por concederme esta audiencia.

Ned lo observó en silencio por un instante que pareció eterno, como si estuviera escaneando cada rincón de su alma.

—Me han dicho que deseas tierras en mis dominios. —Su voz era grave, solemne, como el crujir de un árbol en invierno—. ¿Por qué?

Javier apretó los puños, sabiendo que esta era su única oportunidad.

—Porque quiero construir un hogar —respondió con sinceridad—. No soy noble, no soy un caballero. Pero puedo aportar. Tengo recursos, ideas y manos dispuestas a trabajar. Solo necesito una oportunidad para empezar.

Ned Stark mantuvo su mirada fija en él, evaluándolo. Finalmente, habló:

—Eres un forastero, y en tiempos como estos, la confianza es un bien escaso. Sin embargo, valoro a los hombres que buscan ganarse su lugar con esfuerzo. Te concederé un terreno pequeño, cerca del borde del bosque de los lobos. A cambio, aportarás con trabajo y recursos al pueblo cuando sea necesario.

El alivio inundó a Javier, aunque también sintió el peso de la responsabilidad que acababa de aceptar.

—Gracias, mi señor. No lo decepcionaré.

Mientras abandonaba el salón, Javier no pudo evitar sonreír. Contra todo pronóstico, lo había conseguido.

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El sonido del martillo golpeando el acero retumbaba en la pequeña forja, donde el calor del fuego era un contraste reconfortante contra el frío helado de Invernalia. Javier entró tambaleándose bajo el peso de sus nuevas adquisiciones del mercado: semillas, cuerdas y otros bártulos. Detrás del yunque, Maximilian, un hombre robusto y de barba chamuscada, ni siquiera alzó la vista cuando escuchó los pasos.

—Si vienes a pedirme otra daga o un cuchillo, tendrás que esperar —gruñó Maximilian, concentrado en un pedazo de hierro al rojo vivo.

—No, no —respondió Javier con entusiasmo—. Necesito algo más… específico.

Maximilian dejó el martillo con un ruido seco y lo miró con ceño fruncido, pasándose un trapo por las manos ennegrecidas.

—¿Específico? Ya me estás empezando a preocupar, muchacho. Suelta de una vez qué quieres.

Javier tomó aire y sacó un pequeño pedazo de carbón de su bolsillo. Se agachó junto a una mesa polvorienta y comenzó a dibujar apresuradamente sobre la madera.

—Primero que nada, quiero tres ollas: una grande, una mediana y una chica. Y esta… —señaló con el dedo un círculo más grande—. También necesito un sartén. Pero no cualquier sartén; quiero que tenga los bordes más planos y el fondo algo curvado, así.

Maximilian cruzó los brazos y se inclinó sobre el dibujo, sus cejas levantándose ligeramente.

—¿Un sartén con bordes curvos? ¿Para qué demonios quieres algo así? Lo único que puedo decirte es que no servirá para freír tocino como es debido.

—Confía en mí, funciona mejor —respondió Javier con una sonrisa confiada.

—Claro, porque un forastero que apenas lleva días aquí sabe más de utensilios que un herrero que ha trabajado toda su vida —bufó Maximilian. Luego señaló otro garabato—. ¿Y esto qué se supone que es? Parece un palo con dientes.

—Ah, sí. Necesito cinco tenedores, cucharas y cuchillos, pero más afilados que lo normal. También quiero un cucharón grande para sopas.

Maximilian resopló y se rascó la cabeza.

—Primero pides una sartén extraña, ahora quieres cucharones y tenedores. ¿Estás abriendo una taberna y no me he enterado?

—No, no, pero es para cocinar. Necesito tener mi equipo básico —respondió Javier, sonriendo—. Y aún no termino. Quiero también un serrucho, un martillo, 500 clavos, dos hachas (una grande y una pequeña), un pico y una pala.

El herrero parpadeó, sorprendido por la lista interminable, pero comenzó a asentir. Al menos esos pedidos le parecían más normales.

—Bien, eso ya es trabajo de herrero y no de artesano de feria. Lo puedo hacer, pero te advierto que no saldrá barato.

—Lo entiendo. Y… —Javier tragó saliva antes de soltar la última petición—. Necesito también una olla gigantesca.

Maximilian entrecerró los ojos.

—¿Qué tan grande?

—Lo suficientemente grande como para que quepan tres adultos dentro.

—¿¡Tres adultos!? —El herrero dejó caer el trapo que llevaba en las manos, mirándolo con incredulidad—. ¿Por qué demonios querrías algo así? Nadie necesita una olla de ese tamaño a menos que planees cocinar a medio pueblo o… —Maximilian entrecerró los ojos con suspicacia—. No pensarás hacer algo ilegal, ¿verdad?

—¡No, no, no! —respondió Javier rápidamente, levantando las manos—. Es para bañarme.

—¿Bañarte? —Maximilian parecía aún más confundido—. ¿Acaso no puedes lavarte en el río como todo el mundo?

—No es lo mismo. Mira, quiero construir una bañera gigante, pero con forma de olla, porque así puedo calentar el agua usando fuego. En mi tierra se llama bañera de leña.

El herrero lo observó como si le hablara en un idioma alienígena.

—¿Bañera? ¿Leña? ¿Por qué querrías agua caliente para meterte dentro? El agua caliente es para limpiar la ropa o cocinar, no para sentarse como un idiota.

Javier suspiró y volvió a agacharse para hacer otro dibujo apresurado en la mesa. Esta vez dibujó una figura humana sentada dentro de una olla, con fuego dibujado debajo.

—Imagínate esto: llegas cansado después de trabajar todo el día. Hace frío, tus músculos están tensos. Entonces llenas esta "olla gigante" con agua, la calientas y te metes. Es como un baño de relajación. Te aseguro que cambiará tu vida.

Maximilian lo miró fijamente por unos segundos. Luego, soltó una carcajada tan fuerte que hizo eco en toda la forja.

—¡Por los Siete! ¡Este muchacho quiere hervirse a sí mismo! —Se inclinó sobre el yunque, golpeándolo mientras seguía riendo—. Una olla para sentarse dentro y "relajarse". Debes haber caído de cabeza en la nieve, chico.

—No es para "hervirme" —protestó Javier, ofendido—. Es como… un lujo. Créeme, en unos años todos van a querer tener una.

—¿Una "bañera"? No lo creo. Pero… —Maximilian finalmente se enderezó, limpiándose una lágrima de risa—. Está bien. Si tienes el oro para pagar por esta locura, te haré tu olla gigante. Solo no me vengas llorando cuando acabes cocido como una sopa.

Javier sonrió satisfecho y sacó una bolsa con monedas de su chaqueta.

—Tienes un trato, Maximilian.

El herrero tomó la bolsa, aún negando con la cabeza mientras comenzaba a calcular los materiales.

—Este va a ser el encargo más extraño que haya hecho jamás. Si los bardos empiezan a cantar historias sobre un loco que se bañaba en ollas gigantes, sabré que fuiste tú.

—Confía en mí, Maximilian. Estás ante el futuro del confort —respondió Javier, con un brillo en los ojos.

Mientras Maximilian volvía a martillar el acero, seguía murmurando entre risas:

—"Bañeras", dice. ¿Qué será lo próximo? ¿Sillas con respaldo acolchado? ¡Este chico me va a volver loco!

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Luego de salir de la herrería de Maximilian —o Max, como le decían sus amigos—, Javier no pudo evitar sonreír al recordar cómo había conocido aquel lugar y al peculiar herrero.

Todo había comenzado el segundo día de su llegada a Invernalia, cuando aún intentaba aclimatarse a la nueva vida. Se hospedaba en la posada de la Guarida del Lobo, un lugar acogedor aunque rústico, donde los aromas a guiso y cerveza se mezclaban con el crujir de las vigas de madera. Ese día, llevado por el entusiasmo de explorar sus habilidades, Javier se había sentado en su pequeña habitación frente a un mueble viejo de tablas maltratadas. Cerró los ojos, extendió las manos y concentró todo su poder en la madera.

—"Vamos… Vamos…" —murmuraba entre dientes.

Durante varios minutos, luchó por conectar con la energía de la naturaleza que, según él, debía latir en cualquier rincón del mundo. Pero el esfuerzo fue excesivo. La frente se le llenó de sudor, los músculos le temblaban y, justo cuando sintió que su cuerpo no soportaría más, una pequeña ramita de roble emergió tímidamente de una grieta en la madera. Javier lo miró boquiabierto, orgulloso pero al borde del desmayo. La debilidad lo venció, dejándolo jadeante y algo mareado.

—"¿Todo esto… solo por un brote?" —gruñó entre risas amargas mientras se levantaba tambaleándose.

Necesitaba despejarse, así que decidió salir a caminar. El mercado de Invernalia estaba lleno de vida: voces de mercaderes, el aroma de carne asada, el sonido del metal al chocar y de animales que deambulaban. Tras varios minutos deambulando sin rumbo, una señal de madera gastada llamó su atención:

"Herrería de Max".

El nombre, tan simple, despertó su curiosidad. Javier se detuvo frente a la tienda y, tras un instante de duda, cruzó el umbral. Apenas entró, una oleada de calor lo golpeó de lleno, como si hubiera pasado de invierno a verano en un solo paso. El sonido constante del martillo retumbaba por todo el lugar, y en las paredes se desplegaba un espectáculo impresionante.

—¡Dioses! —susurró, quedándose con la boca abierta.

Había espadas largas y cortas, hachas de batalla, lanzas, arcos y ballestas perfectamente pulidas, además de cuchillos, dagas y hollas de todos los tamaños. Cada arma parecía contar su propia historia, reluciendo con la luz rojiza del fuego de la forja. Javier se sintió como un niño en una tienda de dulces.

—¿Qué, nunca has visto una espada antes? —La voz ronca lo sacó del trance.

Giró la cabeza y vio a un hombre corpulento, con brazos tan gruesos como troncos y una barba espesa manchada de hollín. Su cara parecía dura como el acero, pero en sus ojos había un destello amistoso. Llevaba un delantal de cuero chamuscado y sostenía un martillo en una mano y un paño sucio en la otra.

—Lo siento, es que… esto es increíble —balbuceó Javier, señalando las armas.

-Max —respondió el hombre, extendiendo su mano llena de polvo negro—. Herrero de Invernalia.

—Javier. Encantado —dijo, estrechándole la mano con firmeza.

—¿Y qué te trae por mi herrería, Javier? ¿Vienes a admirar o a comprar? Porque te advierto que mirar es gratis, pero llevarte algo no lo será.

Ambos rieron, y así empezó la primera conversación entre los dos. Max era un hombre directo, con un sentido del humor algo sarcástico pero genuino. Javier, a su vez, compartió un poco sobre su interés en las herramientas y los objetos que le serían útiles para su vida en estas tierras.

A partir de ese día, Javier visitaba la herrería cada dos días. Conversaba con Max, aprendía un poco sobre el proceso de forjado y, de paso, pedía algunos objetos pequeños: cuchillos, clavos y utensilios. Max no tardó en acostumbrarse a las visitas del joven forastero, y, aunque al principio le parecían extrañas las solicitudes de Javier —como cucharones, sartenes planos y herramientas peculiares—, terminó por aceptarlas con resignada diversión.

—"¿Qué será lo próximo? ¿Una espada que sirva de cuchara?" —le soltaba en broma cada vez que Javier hacía un encargo nuevo.

Pero hoy, todo fue diferente. Javier había hecho su último pedido, incluyendo la gigantesca olla que tanto desconcertó a Max, y ahora era momento de despedirse. Mañana partiría hacia las tierras que Lord Stark le había otorgado.

Al salir de la herrería, Javier se detuvo por un instante y miró hacia atrás. La chimenea de la forja escupía una columna de humo negro hacia el cielo gris, y el eco del martilleo seguía sonando. Sonrió con nostalgia.

—"Gracias, Max. Nos volveremos a ver… estoy seguro."

Con esa última mirada, Javier siguió su camino hacia la posada, cargado con sus compras y un corazón lleno de expectativa por el futuro.