webnovel

El encuentro IX. Confinados

Otro día más aquí. Otro nostálgico amanecer. Otros pájaros, ya no los mismos de aquella vez. Estas son nuevas aves en reemplazo del viejo coro de las cinco. Deben haberse esfumado, motivo de alguna jubilación o por ahí vacaciones en alguna isla paradisíaca.

Esta vez no hay sol que ilumine el rostro de mi aspecto cadavérico de una mañana terrible de cansancio. Las nubes cubren el cielo en tono gris y por lo que parece una lluvia se avecina.

Ni bondad ni intención de despertar. Ya no ocurre un sueño con la visita de heterónimos que te despierten en medio de la noche para decirte algunas pequeñas y grandes verdades.

Ocurre también que luego de las lluvias, en un día exactamente se pondrá la luna radiante y todos nos volveremos como lunáticos en reunirnos con el maestro. Claro está, si don Antonio nos guía a él. Y no veo razón alguna para que ese hombre semicordial y con pocas luces de cordura no desee, ya que él lo busca y lo encuentra, solo que a diferencia nuestra lo sigue queriendo encontrar, aunque lo tiene delante de él en esas noches en que dice hallarlo desde esa vereda empedrada si un faro de luz ilumina el rostro de ese que lentamente se acerca y coloca una mano en su hombro. Pobre de don Antonio que continúa solitario en querer algo que nunca tuvo y todo porque fue creado a imagen y semejanza de lo que el maestro dispuso y nada, absolutamente nada más para ese cuerpo y esa mente. Nada más.

Y todo y cada y uno de sus engendros salidos de su imaginación pasan por el mismo proceso. Un idéntico poema de cada uno. Una personalidad que solo una mente locuaz y maquiavélica podría crear. Hay un solo Víctor Frankenstein. Uno. Único. No es ficción. Es real y se llama Fernando Antônio Nogueira Pessoa o como con don José y otros lo llamamos: el maestro.

Bien es pensar que era el gran poeta. Ahora no hay explicación de porqué dar vida a él mismo con otra esencia. Otros cuerpos, sensaciones, vidas y pasiones y todos con el don del sufrimiento. Un axioma de elección del ser humano.

Y axioma propio de su persona. Y sin embargo los trajo al mundo como una madre a sus hijos. Lo que ocurre es que luego no supo controlar ese don de ser padre y al irse de este mundo sin llevar sus almas consigo solo logró que un grupo de fantasmas materializados vaguen por Lisboa sin saber qué hacer, mientras su padre y mentor no logra descansar, producto de su intolerante curiosidad a lo

desconocido. Y pagó un saldo por metiche. Hay bosques, dicen los que saben, en los que es mejor no adentrarse porque nunca más se logra salir, al maestro le pasó eso.

Y tarde se lo ve por ahí quién sabe a qué. Y esperando por dos reales mortales. Un historiador y un redactor. Hombres que como él no saben dar dirección a sus vidas y juegan a ser detectives de un fantasma; arqueólogos de un poema y antropólogos de un grupo de fenómenos inusuales nacidos en Lisboa y el único ser real porque ya ni siquiera sé si yo, o don José lo somos, el único ser real es una mujer. Un milagro que Dios me puso en el camino y el cual no logro quitar de mi mente. Precisamente de extraño es el amor cuando a la noche se siente una cama solitaria sin el calor del cuerpo femenino apretando fuerte su corazón el pecho de una persona abandonada hasta dar conexión con aquel músculo gastado y viejo. Otro corazón más para salvar.

Don José revisa unos trabajos. Este fulano no suele dormir como suelo hacerlo yo. Se prepara un té inglés para levantar los ánimos matinales. La pava está casi a hervir y él sigue viendo sus trabajos. Escritos propios de su autoría que fueron quedándose en el olvido para ser transmitidos al mundo algún momento de la vida. Aquel hombre desde hace tiempo escribe y escribe, aparte de ser un gran redactor. Hacía un tiempo largo atrás, muy atrás que decidió publicar una obra, pero la editorial como todas se la denegaron y nuevamente lanzó la idea y esta con excusas le manifestó en una simple misiva pútrida:

Hemos recibido su texto. Desde ya le agradecemos, lo estaremos analizando y daremos nuevamente aviso sobre su obra.

Atentamente… Editorial.

Como redactor él no tenía influencias en su trabajo, tampoco como para que ella publicara su obra. Era una pequeña empresa y él es un redactor externo de simples textos. En su momento habló con varios peces gordos por ese motivo. Es un sueño ser un escritor y un fiasco el no poder exponer al mundo su literatura por burocracia y capitalismo desmedido y salvaje, sobre todo por ser un pobre pueblerino de campo que viajó con sus padres de muy joven a Lisboa para un futuro digamos de carácter digno en tiempos de pobreza extrema.

Y hoy un hombre separado con una soledad que solo puede aplacarse con sus escritos, textos, cuentos, y otras historias de fantasía en la sociedad europea. La idea de ser un comunista para vencer a esa sociedad, ese gobierno, esas empresas, esa burocracia maldita.

La pava ya hirvió, y don José vuelca el agua en una taza mediana para su té inglés. Toma de a sorbos, mientras sigue leyendo. Tiene nuevas ideas sobre su

visita al consultorio de aquella persona de ficción: don Ricardo Reis. Una idea genial para una obra. Toma su anotador ahora y otro sorbo de la taza de té. Algunos apuntes simples para marcar el contexto histórico y la idea de que su personaje tendrá una misión devuelta a Portugal, tal vez también en búsqueda del maestro.

Qué tal si también fue un viaje esta vez desde Río de Janeiro. Qué tal si, también como un don Armando que ha viajado desde la Argentina, se instala en un hotel de la parte céntrica de la ciudad. Qué tal si conoce a una mujer de la cual se enamora. Qué tal y otras tantas cosas que pueden agregarse a esta historia que daría pie a una novela excelente tal vez si la burocracia de una empresa no impidiera que un sueño que puede alentar a la felicidad quede trunco por un puñado de dinero dado por obras de índole comercial. El comercio en definitiva mueve al mundo y lo seguirá moviendo, por las personas que detentan los llamados medios de producción y se afanan de ser líderes mundiales explotando a otros y otros y esos otros explotan a otros y una cadena de producción aparece en la tierra desde el taylorismo, hasta las megamineras y petroleras con precios inflados y la máquina sigue su camino de destrucción y creación de pobreza. Don José lo creía así, como muchos comunistas amigos y por eso le valió estar fichado en los expedientes de la policía de Salazar. Ante el menor descuido sería visitado en su casa o en la de otros parientes donde se escondía o en lo de algún amigo. Es la razón por la que en Lisboa todos son amigos. De alguna manera hay que ayudarse y protegerse de tal régimen de persecución de ideas.

La taza de té inglés está casi vacía. Toma su carpeta y va a realizar unos trámites, donde su amigo Raimundo Silva lo espera. Nuestro querido redactor que nos dio la pista para llegar a él. Aquel amigo. Es consciente de que los papeles que lleva fueron recibidos de un colega, que un colega tenía de otro colega. Y ahora los pasaba a otro colega. Unos documentos propios con información secreta sobre el gobierno que un atrevido infiltrado en el régimen logró tomar sin que lo descubrieran, a fin de dar a conocer la verdad sobre la corruptela del sistema dictatorial de Salazar. De pasar de manos en manos, tras allanamientos policiales, era difícil que descubriera quién los tiene, sobre todo si la nómina del Partido Comunista tenía integrantes anónimos que todavía la policía no había podido detectar. Células infiltradas en la ciudad. Ellos eran conocidos, pero de Raimundo pasaría rápido a otras manos. De todas maneras, era un peligro mantener más de tres o cuatro días estos papeles. Dictaduras si las hay.

Hoy está nublado y unas gotas de lluvia se hacen presentes. El Tajo está ¿cómo

decirlo? Áspero en sus aguas. No lo había visto tan enfadado. Las diferencias, al recordar el Río de la Plata cuando se enfada, se transformaron en similitudes y los barcos parecen dar vueltas y vueltas ante su cólera, produciendo el terror en un golpe que los derribe. Puedo expresar con razón que Lisboa y Buenos Aires tienen algunos parecidos. El fado y el tango. Rodolfo y don José, y en este instante el Tajo y el Río de la Plata, que eran la calma y el nerviosismo para darse la mano y ser el fastidio de Poseidón.

Me pregunto qué estará haciendo Rodolfo. Tal vez preparando desde su trabajo de periodista alguna nota maquiavélica contra el régimen de Onganía. Hace tiempo prepara un libro especial sobre aquella masacre ocurrida en José León Suárez, en 1956, tras la caída del gobierno del general Perón. Juan José Valle, líder de la llamada resistencia peronista, se sublevó ante la dictadura de Pedro Aramburu e Isaac Rojas y la tragedia ocurrió en los basurales de José León Suárez en el partido de General San Martín. Qué cuestión que fuera en el lugar donde se lo nombró con el apellido del Libertador. Si este supiera que una masacre se produjo en su partido estaría revolcándose en su tumba por estos malvados que tomaron el poder en esos tiempos. Mucho se contó que algunos sobrevivieron y entre ellos con insoportable sensación de pesadilla, parecían asustados en un café comentando sus testimonios. Familias, amigos, a cada uno hizo una serie de preguntas. En torno a lo sucedido su libro está ahí, pero él es un hombre marcado por su entusiasmo a la lucha.

–Sabés, Armando, nuestro país no va a cambiar nunca. Desde que nací he visto las tragedias griegas de nuestra realidad. De mis obras me di cuenta de que la miseria de los poderosos que hasta de moscas se llenan atraídas por el olor y van y van a apoderarse siempre de nuestras vidas y quien se atreva a pensar diferente será fusilado como esos hombres.

–No digas eso. La historia es revolución: Cuba, Nicaragua, México, América Latina misma.

–Vos sos historiador, sabés mejor que yo lo que sucede en esta tierra de engaños e hipocresía. De todas maneras, voy a seguir escribiendo y quejándome y luchando.

–Somos dos, mi amigo, pero a mí me apasionan otras cuestiones, otros hechos, otras vidas.

–Hacés bien. En ese mundo por lo menos donde vos habitás no existe el mal, pero donde estoy yo, hay persecuciones, matanzas, y la muerte de una ideología de libertad.

Rodolfo era años más grande que yo, yo solo era un joven universitario cuando

hablamos estos temas y siempre temí por él. Siempre como un prócer libertario estaba tocando la puerta de la casa de la parca para cantarle las cuarenta. Y no cualquiera le canta las cuarenta a la parca. Por mi parte decidí ser más cuidadoso, no me importaba la lucha, era joven e individualista. Un historiador más de las fuentes oficiales y del revisionismo que solo queda enterrado en nuestra memoria por decisión de los tres poderes gubernamentales que quieren que la historia sea lo que ellos digan. Rodolfo fue más historiador que mi persona, él no quería que la historia fuera lo que ellos dicen, sino lo que realmente es y esa empresa me correspondía a mí en la batalla. Años después me di cuenta de eso.

Ahora solo me interesa un tema en especial: don Fernando Pessoa y nada más por el momento.

El portugués llega a la casa de su amigo Raimundo Silva. Toca el timbre y espera. Las lluvias son intensas y se refugia en su paraguas. Don Raimundo observa por la rendija de la puerta y se percata de que sea él al sentir el ruido del timbre. Abre la puerta y al ver al hombre empapado, ya que los vientos junto con las lluvias cubrieron todo su cuerpo, cuestión que el paraguas no pudo evitar, desiste de un abrazo fraternal con lo que solo estrecha su mano al estilo romano tomando casi el antebrazo ambos.

–¿Cómo te ha ido?

–Bien, camarada, aquí dejo los papeles que me pediste para el partido. No olvides pasar al agente X. Ya sabes.

–¡Perfecto!, él ya sabe. ¿Algo de la policía? Últimamente están aplacando nuestros intentos de marchas.

–Aquí podemos lanzar algunas notas y panfletos sobre nuestros emprendimientos. Solo que los oficiales nos tienen marcados a todos, por lo que solo pueden ser anónimos para ganar adeptos.

–El anonimato no sirve. Si el régimen no se va, no podemos hacer nada. Es lo mismo de siempre.

–Tranquilo, mi amigo, un día se va a acabar este asunto y terminarán las represalias.

–¿Y el asunto de la escritura?

–Sigue ahí relegado, sin ton ni son. No hay editorial que quiera una historia de sus coterráneos, ni nada que no sea comercial.

–Es una pena. Tan buen escritor y por causas externas no poder editar nada.

¿Probar en otro país?

–Mi camarada, las editoriales son iguales en todos los países, naciones y continentes.

–¡Qué mal! Sé que nuevamente estás estudiando el asunto Pessoa.

–Sí, casi estamos con Armando. Es un buen amigo. Tenemos varias pistas, importantes pistas, mi camarada.

–¿Pero realmente puede que des con él? Es decir, puede que exista.

–Existe, mi amigo. No comprenderías si te lo cuento, pero existe. Es muy largo de expresar y tendrías que estar preparado. Pero han sucedido hechos que no pueden explicarse a la ligera a la mente humana normal.

–Es muy poco lo que logro entender, solo déjame con estos papeles sobre nuestra actividad partidaria, ya habrá tiempo para contar. Solo espero que tu búsqueda del poeta no llegue a una farsa o caiga en desgracia.

–No caerá, mi amigo. Te aseguro: estas historias, leyendas, llámese si se quiere, son reales. Él está aquí.

De esa plática de amigos bebieron unas tazas de café preparadas por el mismo Raimundo. Luego de tratar otros asuntos, que no tendrían que ver con Pessoa, sino con el Partido Comunista, don José se despidió. La lluvia torrencial seguía su curso en Lisboa.

Todo continuó su curso. Aguardamos, cada uno en nuestros recintos que las lluvias pararan y nuevamente a la tarde fuimos a la iglesia, el lugar donde nos esperaba don Antonio. Ya con la caída del sol no había vientos fuertes, solo una brisa y una pequeña garúa insignificante. Sentado con su paraguas don Antonio nos vio y nos llamaba con un gesto.

–Ahí está don Antonio. Parece que está apurado, ¿no?

–Así es, raro que diga esto, pero parece más nervioso que de costumbre.

–¿Qué estará tramando este tipo? Quizás hayas nuevas pruebas de Pessoa. ¿En qué día estamos? ¿En los cielos y en la transformación de la noche lunática?

–Aparentemente en el día de mañana a las 12 horas.

–Qué gusto verlos, señores.

–Lo mismo –comentamos.

–Siento que algo extraño ocurrirá, ¿no lo es? –agitado con sus cinco sentidos metidos en uno sol. Un sexto sentido. Don Antonio parecía palpar con sus manos la pared y de ella la tierra, y de aquella oír el canto de la misa eclesiástica, las voces y murmullos de las personas, ladrido de perros, y pitillo de pájaros. Fuertes motores de autos que se aproximan, policías que vienen y van. El quejido de las nubes, y rayos del aguacero que se avecina–. Pienso que podemos encontrar al maestro en cualquier momento, pero algo trabará el asunto, siento esa vibración en mí.

Otra vez en el mecanismo de nunca acabar, las sorpresas aparecían y

sorprendidos quedábamos, sin respuesta. Era esa pérfida locura de la alerta que presentaba todo en un enredo. Dos signos de interrogación éramos con aquel colega. Lo cierto es que de tantas locuras que habían sucedido, no nos extrañaba en el fondo que pasaran los hechos más raros de la historia de este país. ¿Qué estará queriendo decir? Esa era la nueva pregunta que nos hacíamos y punto. No analizar tanto la situación.

–No lo entiendo, don Antonio. ¡Sea un poco claro!

–Digo que tengo la certeza de que el maestro aparecerá en una noche de estas con la luna ya radiante. Con la alunización de nuestras mentes, él aparecerá, solo que no lo siento así en mi interior. Como les dije la noche anterior en la cena. El encuentro se producirá pronto. Pueden acompañarme, debemos irnos de aquí, hay como un peligro que nos acecha.

–¿Peligro? ¿Aparición? –me quedé helado sin decir palabra y sin comprender lo que quería explicar tan engorrosamente don Antonio.

–Sí, ¡peligro!, vamos.

Nos fuimos caminando por la calle más próxima a Rua Do Carmo. Una calle en la cual comenzó una persecución por don Antonio que por poco destroza físicamente a dos personas como don José y su servidor que narra. Hemos dicho que no somos los mejores atletas. Lo inquietante es que don Antonio parecía apurado y nervioso. La ciudad se volvió silencio en un tramo y rompió con el ruido ensordecedor de un vehículo que nos perseguía.

Seguimos nuestro trayecto cada vez más rápido. Doblamos en la Rua 1 de Dezembro y luego dimos en Praça dom Joao da Cámara derecho a la intersección de varias calles. No teníamos la menor noción de por qué íbamos en aquella dirección de tantas calles.

–¿A dónde nos lleva don Antonio? –le pregunta don José interesado en las intrigantes palabras de aquel personaje locuaz de inentendibles frases.

–Adonde no escuche ese sollozar en mis oídos de lo que va a suceder. –Todas las ventanas de las casas se cerraban, las puertas cumplían su mérito y de a poco la calle se convertía en desierto de arena. Cada cual en su casa. Fachadas deformadas de encierro. Los techos tenían empañadas sus claraboyas y terrazas en la cual volaban en brusco movimiento atuendos de ropas mojadas colgadas tras el viento que se hizo potente del norte. El viento norte. Suenan las campanas del convento. Un alarido súbito de un recinto que podía estremecer a cualquiera. Las perspectivas desafiaban a tres hombres que iban en dirección a las nubes que se movían por ayuda del aire.

–Algo puede suceder.

–¿Suceder? –le pregunto.

–Sí, vean. Ustedes no se percataron, pero un contingente de la policía nos está siguiendo.

En efecto, era verdad, la policía nos seguía los pasos. Eran uniformados y no se encontraba entre ellos aquel hombre de sombrero y saco que fumaba, aquel con el que tuve que esconderme, estos eran oficiales. Me pregunto qué habría ocurrido.

–¡Don José! –pregunta Antonio dirigiendo la vista–, usted ha visitado a su amigo, ¿no? Y ha dejado unos papeles que tienen implicancia política.

Es aquel espacio temporal en que veo un poco sobrecogido a mi amigo, aquel portugués comunista, un tanto detallista en sí, y ahora un tanto perplejo de las palabras del heterónimo de la locura.

–Sí, ¿qué ocurre?, son solo afiches.

–¿Afiches y nada más?

–Bueno, algunos programas de nuestro partido para marchas y protestas y alguna que otra información prioritaria para nuestra campaña.

–¿Esa información es por utilización de fondos públicos?, ¿ información que implica al gobierno? –con extrañeza le comenta don Antonio.

–Malversación de fondos –le digo–. Amigo, ¿en qué está metido usted?

–Sí –responde don Antonio.

–Sí, hace unos días que tengo información sobre el uso de fondos públicos por parte del régimen. Dinero que jamás ha sido utilizado para su fin y ellos trataban de averiguar quién podría tener estos papeles. Han pasado de varias manos. Los tenía un colega y luego otro y ahora los tengo yo y se los pasé a Raimundo para ser dirigidos a otro agente X. Son unos papeles que precisamos. El gobierno esconde todo lo que ha realizado bajo la mano dura y la corrupción. Los medios de información han sido manipulados y no tenemos más bandera que la de hacer pública nuestra propia información sobre la verdad ¡y que no nos mientan! No tenemos libertad de actuar, ni de pensar.

–Ellos posiblemente al vernos con usted, don José, quieran hacernos una serie de preguntas. Preguntas y otras cuestiones.

Seguimos camino.

–Es tarde, nos tienen –dice don Antonio.

–Como sabes, a la vuelta hay dos policías, sumados a los tres que están detrás de nosotros.

Giré mi cuello dentro de un ámbito de ciento ochenta grados, una operación que el portugués también realizó, no captábamos la situación. En efecto, un

oficial a la vuelta de la calle nos paró y luego los otros tres se acercaron. Faltaba uno que estaba en su patrullero.

–Alto ahí, ¡identificaciones por favor! –nos dice el oficial a cargo.

Les dimos cada uno de nuestros documentos. Y no se hicieron preguntas de ningún tipo. Solo el policía hablaba. Llegó el otro oficial que estaba en el patrullero.

–Acompáñennos, señores. –Los tres no dijimos palabra alguna.

–¿Por que, señor, hicimos algo malo? –le comenté– Estábamos en la calle dando unas vueltas.

–Es por cuestión de averiguación de antecedentes. Por favor.

Los oficiales son de pocas respuestas y en lo posible evaden todo tipo de preguntas que se les haga sobre su actuar. La policía castrense tiene ese estilo de hablar de forma escueta.

Nos esposaron a cada uno y nos subieron en el patrullero para ser trasladados a la comisaría más cercana y quedar demorados ahí hasta que se resuelva todo.

El viaje al edificio de la policía fue en silencio puro. No habíamos emitido vocablo alguno los tres y los dos oficiales que nos acompañaban murmuraban entre ellos. Los otros tres se quedaron en sus sectores tal vez requisando a otras personas que consideraban comunistas y anarquistas.

Al llegar nos ingresaron en un pasillo lúgubre, sin luz. Tomaron nuestras huellas digitales. Luego prosiguieron a realizar una serie de preguntas sobre nuestras vidas. Don Antonio parecía explicar todo con suma ligereza. La policía lo conocía y sabía que era un hombre de poca luz, por lo cual no podría acotar mucho; la persona que querían era don José, ya que era y es un individuo no grato ante su participación en el Partido Comunista.

El interrogatorio consta de las siguientes preguntas:

–¿Quién es usted?

–¿Dónde vive?

–¿Quién son su padre y su madre? Hermanos, tíos, primos, toda la línea de consanguinidad.

–¿Qué está haciendo con las personas tal y tal?

–¿Por qué estuvo en tal lugar y qué hacía? Ellos saben todos los datos sobre nosotros.

En mi caso el motivo de llegada al país. ¿Vacaciones?

¿Dónde se conocieron con el señor (José Sarachago) y…? –señala el presunto insano don Antonio.

Y otras tantas preguntas capciosas.

Nos sacaron unas fotos en un cuarto de paredes color crema. Un cuadro de un oficial retirado, un escritorio pequeño y la cámara delante de aquel escritorio. Uno a uno, nos colocaron contra una pared frente a la cámara. Luego las huellas digitales de una plancha de tinte que había sobre el escritorio. Todo estaba bien y nos enviaron a la celda más próxima. Nos dirigieron por una escalera que descendía a un pasillo extenso con una celda única. ¿Qué será ahora de estas tres personas? La celda en la que nos metieron tenía unos contornos gastados, paredes húmedas, y barrotes oxidados. El oficial nos encerró y con suma agresión pidió silencio golpeando con la macana el barrote de fierro áspero. Momento en que me enfadé y traté de decir algo a ese desalmado, pero don José puso su mano en mi hombro y negando con la cabeza me pidió que me callara con un gesto táctil.

–Es inútil, mi amigo. No diga nada, si no, será peor. Tenemos que aguardar. Posiblemente nos liberen.

–¿Usted cree? –le digo– ¿Qué piensa, don Antonio? ¿Usted que lo percibe todo?

–Veo muchas cosas y muchas otras también.

–Genial –le digo con poco humor.

El único que nos podía decir algo y estaba nuevamente en su estado de incordura. Don José se quedó pensativo y se apoyó contra la pared húmeda. Todo se oscureció. Ya era de noche. La celda era un poco grande y no nos percatamos de que dentro de la caja tenebrosa una voz salió del asiento del fondo.

Ante los nervios de ser encerrados y terminar presos sin saber por qué. Tan solo verificar lo ocurrido con don José.

–Ustedes están aquí, y parecen perros asustados. La libertad siempre que se ve coartada ante el peligro de los barrotes se aterroriza. Nadie merece ser encerrado sin motivo real y existente –dice la voz de fondo.

–¿Quién habla?

Don Antonio esbozó una leve sonrisa sin ver ni saber. Con don José preguntábamos quién o qué era lo que nos hablaba. Ya a esta altura todo era posible.

–Digamos que soy uno más del clan. Soy uno más que…

…en la noche terrible, sustancia natural de todas las noches, la noche de insomnio, sustancia natural de todas mis noches, Recuerdo, velando en modorra incómoda,

Recuerdo lo que hice y lo que pude haber hecho en la vida. Recuerdo, y una angustia

Le comento al portugués.

–¿Es un poema?

–Sí, es un poema.

–¿Otro heterónimo?

–Posiblemente o tenemos un preso poeta.

–¿Quién es usted?

–Soy un humilde ingeniero venido de Escocia y nacido en Tavira, Portugal. Soy un humilde poeta que por razones desconocidas ha venido a parar aquí. Soy el que toda su vida luchó por ser diferente a esos seres machistas que no aceptan por su homofobia a alguien distinto. Soy quien cree que todas las cartas de amor son ridículas. Soy para expresarles de forma definitiva el que no soy.

No soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada, pero aparte de eso tengo en mí todos los sueños del mundo. Ese soy, aquel que sueña fuera de la realidad

–Señor… Álvaro.

–Álvaro de Campos –dice don Antonio.

–Álvaro de Campos para servirles, señores –nos dice la voz desconocida del fondo que se para y camina hacia nosotros muy lentamente. Hombre de tez normal con modales delicados y refinados.

–Señores, estoy aquí porque pienso que la vida es decadente, los policías no lo saben, ellos me trajeron y punto. Averiguar datos y solo eso, pero la vida es decadente y se los dije y no me darán importancia. Me dicen que soy sensacionalista porque pienso en un futuro de industrias con una dolorosa luz de grandes lámparas eléctricas de fábrica, y las ruedas de engranaje con sus máquinas en furia y yo pesimista pienso que son decadentes en una sociedad en donde soy un incomprendido y aquí me ven angustiado.

–Usted es parte del maestro –le dice don Antonio.

–Soy creación de él. Yo personifico su sufrimiento, su dolor. Estoy aquí para demostrar toda la angustia del maestro Pessoa, mi padre, mi creador.

–¿Él aparecerá?

–Sí, él aparecerá y nosotros estaremos ahí para recibirlo y terminar con el pacto que nos da vida a sus partes.

–¿Y usted ha llegado como una casualidad justo con nosotros? –dice mi colega abrumado.

–No, nada se justifica con casualidades. Por lo menos esta aventura no.

–¿Los policías ya lo han interrogado?

–Sí, una, dos, tres y ahora tal vez cuatro veces. Estoy aguardando sentado y con mucha tranquilidad que los hombres de azul vengan y me sigan haciendo las mismas preguntas y yo siga dando las mismas respuestas. Y sepa que no se cansan y a la vez un golpe de una macana da en mi cabeza o espalda.

Don Álvaro de Campos nos muestra en su espalda una marca roja. Moretón producto del macanazo.

–Pero usted es o no real –le pregunté con inquietud–, ¿usted es un fantasma o no lo es?

–Soy y no soy. Fui creado para desvanecer y no. Fui creado para sufrir y por eso recibo dolor, está en mi esencia. Podría desvanecerme y desaparecer, pero preciso de esos golpes. No tengo otro motivo de vida más que sufrir.

–Tiene razón. Todo concuerda –menciona don José–. Cada heterónimo es un estado de ánimo, de sentir del propio Pessoa. La experiencia en Caeiro, la voluntad en Bernardo, la decisión en Ricardo, la locura pagana en Antonio, la visión paranormal en Raphael y así otros, y de Álvaro de Campos el sufrir y el pensar. Cada uno de ustedes es conforme los poemas del maestro y para mayor comprensión no hay mejor idea que entender sus obras para entenderlos a ustedes y así al mismísimo Pessoa.

–Don José, usted es bastante inteligente, me da la impresión de que la decadencia no es como yo lo pensaba con gente como la que en frente tengo.

–¿Y tiene alguna idea para salir de aquí, señor Álvaro?

–Aguardemos que la llave de la puerta está de nuestro lado.

–¿Qué quiere decir con eso?

–Quiero decir que estamos aquí reunidos por una decisión del maestro. En el mundo del maestro él conduce los hilos de la sociedad a su gusto y si quiso que los oficiales los apresaran por algo fue. Por alguna razón estoy aquí. Tal vez como he dicho, el destino conduce una carreta por los caminos de la nada, pero lo hace por un motivo especial y en eso estamos. De la nada misma se llega a algo, ¿no lo ve así?

–¿Estamos? –le dije.

–Sí, y ustedes recorren una crisis personal, ¿parece? Cada uno debe de alguna forma respetar sus tiempos propios, que les fueron dados. Todos los razonamientos lógicos de ustedes significaban una cosa: ¡la alucinación de una felicidad que no existe! Viven de espejismos deslumbrándose por empleos míseros, rutinas de lugares y dentro de todo eso. Ustedes dos tienen la

combinación perfecta de quienes en el universo logran encontrarse y ser uno mismo. Es por eso por lo que el maestro pidió por ustedes. Son ¿cómo mencionarlo? Una dupla. No puede existir el gordo, sin el flaco, Hércules sin Iolaus, si le gusta a usted, señor César, fierro sin cruz. Y el tiempo, mis amigos, es lo más valioso. Lo que debe aprovecharse cuando dos almas se fusionan en una por la amistad que trazan.

¡Aprovechar el tiempo!

Arrancar del alma los pedazos precisos –ni más ni menos– Para con ellos juntar los cubos ajustados

Que hacen estampas ciertas en la historia

(Y están ciertas también del lado de abajo, que no se ve)

Poner las sensaciones en castillo de naipes, pobre China de las veladas, Y los pensamientos en dominó, igual contra igual,

Y la voluntad en carambola difícil…

–A eso quiero apuntar, ¿me entienden los dos? Ustedes están encerrados en cárceles que no llevan a ningún sitio. No obstante, quieren salir y no saben cómo. Suelo decir estas palabras y si bien soy un hombre cargado de angustia sin anestesia que ayude a aliviarlo, también creo en el consejo a esos terceros que precisan de una mano ajena. No se fijen en lo cotidiano. Es mediocre solo imaginar mundos quiméricos de ficción y no darle un puñado de realidad. Busquen si les apetece el optimismo moderno de estos tiempos, que no es sino el hecho de estar aparte del sistema. Manténganse al margen de este mundo sádico y vil. El éxito consta en otros puertos, pero está ahí esperando. Otras personas, otras hazañas, otros presentes dados por la escritura.

Don Antonio lo observa a don José, mientras don Álvaro de Campos nos habla.

–Don Antonio, ¿qué siente ahora? –habla el ingeniero.

–Siento que se acerca una suerte de final.

–Como usted dice, mi amigo y hermano. Porque somos hermanos de un mismo padre. Somos eso que de carne y hueso aparece y desaparece.

–Interesantes palabras, señor Álvaro –le comenta el camarada–. Usted cree que con estas palabras podremos tratar una salida a nuestras vidas.

–Hace cuánto, señor José Sarachago, ha intentado escribir algo? Y se ha dado por vencido. ¿Veinte o treinta años? ¿Está en un partido luchando con sangre por nada?, algo superfluo, trivial. Admiro de todas maneras su temple de no darse por vencido ante el ideal. En mi carácter daría un giro a estos negocios que lleva en el alma. Algunas palabras tienen dentro de su cárcel que precisan salir, ser

libres. Quizás por eso los asusta tanto el encierro. Yo, Álvaro de Campos, le aseguro que esta vez no habrá vuelta a decepciones si hace el intento, se lo declaro, y no se preocupen ambos. La historia ha de mudar en algún momento y no falta mucho para el final de estas penurias que atacan a nuestras vidas. Ya no habrá que esconderse, que enviar documentos secretos –guiña el ojo don Álvaro–, no habrá que marchar por libertades restringidas ni alteración que de ella se trate.

–Ojalá el señor tome esas palabras como ciertas cuando de jugar a los dados se trata –dice don José–. Ojalá todo sea parte de una mudanza de cambios productivos, ahora solo me preocupa nuestro tiempo aquí dentro.

–No hay que preocuparse. Solo hagan lo que yo –mantengan la calma y sean pacientes.

–Sí, pero ellos nos tienen aquí dentro por mi culpa. Los documentos entregados… a…

–¿A…? Lo sé, no se preocupe, el señor Raimundo estará bien, ya ha dado los papeles al agente X.

Don Antonio asiente con firmeza las palabras. Lo que don Álvaro de Campos sabe, lo sabe don Antonio Moura. Por algo son hermanos. Todo está escrito.

–Señor Antonio –le pregunté–, usted nos llevó a la policía entonces. ¿Nos condujo a ellos por esta razón de vincularnos?

–¡Disculpen! Caballeros –un poco nervioso–, así es, tenía que guiarlos hacia la policía. Sabía de antemano que nos querían llevar y estábamos fuera de su campo de búsqueda. Yo los conduje a ellos.

–Pero ¿por qué aquí?, ¿justamente aquí? En una jefatura. Con uniformados.

¿Reunirnos en un calabozo? Sabiendo que soy un comunista –dice en voz baja don José–, sabiendo que en mis manos tenía documentos con información vital.

–¡Descuide! No ocurrirá nada. Ellos no sospechan de los documentos y su implicancia en la malversación de fondos públicos proveniente de la contribución de impuestos al Estado. La realidad es que estamos aquí porque el maestro quiere un último vínculo que ya vendrá. A este Poeta le gusta jugar. Es un tanto siniestro, cuando de manipular se trata

–¿Quiere decir que alguien más está por venir?

–Sí, así es, señor José Sarachago. Usted lo ha dicho.

–¿Quién se supone que vendrá a nuestra ayuda?

–Trabaja para ellos. Ya lo sabrán.

–Y si trabaja para ellos es porque usted permanece encerrado como un pájaro.

¿Acaso el dolor es más importante?

–Le comenté que mi único sentido es el dolor por un lado y el pensar por el otro. Nuestro par es llamado para situaciones elementales. Hoy se encuentra retirado.

La noche pasó con rapidez. Y el sol se hizo presente. Nos mantuvieron demorados todo el día mientras matábamos el tiempo con algún que otro dialogo. Cada tanto salía uno de nosotros a dar testimonio en nuevos interrogatorios. A don José lo llamaron dos veces y a mí también. Nos tenían catalogados como vínculos entre comunistas de distintos países.

Nos sirvieron una comida típica de cárcel. Una sopa simple y un pan con agua. Esto llegado el mediodía. A la tarde nos pasaron a otra celda un poco más tenebrosa sobre el mismo pasillo. Pregunté si había novedad de poder hacer una llamada. Quería comunicarme con el hotel, pero fue inútil, no hay llamadas por el momento que se puedan hacer. Estaba un poco asustado. No es que no hiciera caso a las palabras de don Álvaro de Campos, de don Antonio. Solo que no me llevaba bien con los azules.

Llegada la tarde me eché en un rincón a descansar. Me sentía sucio, despeinado. Estábamos confinados en un sitio parecido a una mazmorra del medioevo, como el proceso Kafkiano. Faltaría algún roedor corriendo por los pasillos y listo. Aquel redactor amigo también se dispuso a dormir una siesta, mientras trataban de pasar el tiempo don Antonio y don Alvaro de alguna forma con serenidad. Los dos se miraban sin decir palabras. Faltaba más decir que a lo mejor había comunicación telepática entre ellos. Al final de cuentas provienen de la misma cabeza.

Caía la tarde y llegaba la noche. Pasó un oficial pasadas las horas, casi concluyente para darles una comida que termine la jornada. Nuevamente sopa, pan y agua. La gastronomía de la cárcel no suele variar mucho. A pesar de todo era extranjero y no podían retenerme tanto tiempo Puede que sí me pidan ante dudas y faltas de información que vuelva a mi patria y termine aquí mi aventura. En uno de los interrogatorios había escuchado ese titubeo entre el receptor de preguntas y un colega que tenía a su lado en un portugués muy bajo que no llegué a entender. No tenía los oídos muy agudos, producto de dormir poco y mal.

Le comenté a mi amigo sobre lo que me parecía. Él me dijo que puede que me larguen rápido, pero él deberá quedarse. Su expediente dice mucho. No obstante, nuestros colegas seguían tranquilos sin decir nada.

–Muy tranquilos los noto –replica ya impaciente aquel redactor portugués, que

capta que a veces hay que hacer caso a los consejos de quienes aparecen como espíritus y nuevamente preguntó–: ¿No nos llaman a interrogarnos? ¡Raro!

–Señor Sarachago, ya le dije, quédese tranquilo, todo está por suceder para buen provecho –responde impávidamente.

–Me habla de buen provecho luego de haberme mostrado un macanazo en medio de la piel.

–Ese golpe no fue propinado aquí dentro. Fue afuera en un hecho confuso. Recuerde que los policías de este régimen no toleran la homosexualidad. Y la homofobia es moneda corriente. Saben de mi postura, y antes de ser llevado, recibí un par de esos golpes fuertes. Como le comenté el dolor no es problema, fui creado para eso. El dolor es solo un amigo más que aparece para que expiremos todo lo malo que nuestro cuerpo encierra y no dejarlo salir.

Mi amigo evita contestar ya cansado y de mal humor. Yo soy más paciente y no digo nada. Tomo la postura de don Antonio que está firme mirando el techo. No sabemos si ha salido de la realidad, y está en su ficción.

Continuamos ahí esperando, ya adentrada la noche. Sabíamos que ya había caído, por nuestros relojes. Sabíamos que en las calles de Lisboa todavía había lluvia. Las lloviznas iban y venían. El portugués estaba ahora mirando al frente tomado de los barrotes golpeteando un tamborileo despacito con sus dedos. Una y otra vez. En un sentido y otro dando diferentes sonidos. El sonido era producto de los nervios. De la espera de estar dentro de esa jaula. De permanecer como cobayos de estudio.

Un oficial pasó con su cara de maldad y observó fijamente. Caminaba despacio sin decir palabra, solo expresión de perro sabueso que disfruta de las penurias de otros. Echó un vistazo de una punta a otra del pasillo. El piso parecía inconforme, incómodo con cada pisada de los zapatos de aquel hombre de azul. Al piso no le gustaba sentir la llegada de aquellas personas. Sabe uno las historias que podrían contar el piso y las paredes si un día se pusieran de acuerdo.

Don Álvaro se acercó a un redactor desanimado.

–¿Está bien, señor Sarachago? Estar inquieto no ayuda en un lugar tan desquiciado como este. Incluso más desquiciado que nuestro amigo allá sentado

–señala a don Antonio que sigue en su limbo.

–Puede que sean ciertas sus palabras. Don Armando y yo somos más existenciales. No pertenecemos aquí.

–¿Y adónde pertenecen?

–A la realidad. Vemos con subjetividad la existencia. En hechos, circunstancias,

eventos, pero somos reales, tenemos una gama amplia de sentimientos. Usted ha nacido para sufrir.

–¿Y usted cree que nosotros no somos tan reales como objeta? También pienso y analizo lo que les ocurre. Están abrumados de tantas historias yuxtapuestas unas con otras. ¿Quieren desistir?

–No, no es desistir –le comento entrometiéndome–, solo que ya hemos recibido demasiada información ininteligible. Sorprendente en un punto, inimaginable en otro. No sabemos qué tanto de cierto puede llegar a ser este mundo.

–Incognoscible –comenta don José mirando al frente mientras sigue apoyado a los barrotes oxidados.

–La ambigüedad se produce ante una falta de entendimiento de la persona al descubrir lo que consideramos fuera de lo normal. ¿No tiene razón alguna?, nos preguntamos –expresa Antonio– y ante tal situación no sabemos cómo actuar. Ustedes creen eso.

Antonio lo comentaba sin mirarnos, observando el cielo como si fuera el único que puede ver las estrellas ante un techo negro y húmedo, con hongos clavados en las esquinas de cada pared. Parte de un revoque que está próximo a caer y unas arañas con sus telas. Recordé el miedo que le tenía a ellas. En un lugar así.

–¡Sabe! Además de lo que les expresé, ustedes con su curiosidad han logrado realizar casi tres cuartos de un viaje misterioso queriendo respuestas a sus interrogantes. Y las están teniendo. Las quieren, pero ¿pueden aceptarlas luego? No pueden resistir la verdad de lo que ocurre y se encierran mentalmente.

–No nos encerramos, solo que parece todo muy difuso. Y ahora quién vendrá,

¿el mismísimo Pessoa?

–Le dije que aguardar es la única opción –habla don Álvaro de Campos–, confíe, don José; confíe, don Armando.

–Esperemos que tal sea nuestra suerte que ya ha sido echada.

–La suerte echada es la mejor manera de atravesar la adversidad, mis amigos, sepan que así es.

Perseverar y nada más en nuestro encierro. Concebir que ya sucederá algún fenómeno que nos libere de la opresión. Ya habiendo cenado, las luces de la jefatura se apagaron. Fuera luces en todo el sector. Y no nos quedaba otra oferta que la de dormir. Nuestros relojes marcaban las once de la noche. Poco a poco me fui durmiendo y miraba el techo a las arañas que ahí estaban esperando que cayera para bajar lentamente con sus cuerdas y atraparme lentamente para llevarme a su madriguera y luego succionar mis jugos con esos colmillos horribles

y tenebrosos. Así de malvados son esos insectos. No paraba de mirarlas producto de mi fobia, hasta que me dormí.

El tic tac continuaba línea por línea. Hasta dar con las doce en punto. Una linterna se vio con una pequeña luz y un humo de cigarrillo que inundaba el recinto de la jaula en donde nos encontrábamos.

La luz de la linterna era un pequeño redondel, círculo perfecto que posaba su mirada en cada objeto de aquella capilla de penitencia castrense. Iluminaba un punto y luego otro. Luego dio con el semblante de don José, que hizo un movimiento con su cara de soñolencia sin captar nada. Después marcó mi rostro. La luz desapareció y quedó todo en silencio y oscuridad. Se escuchaban ruidos del lado de la puerta del pasillo que da a la celda. Luego todo se volvió negro. Podían oírse solamente unos pasos. Me desperté en medio de la noche un poco exaltado, las gotas de transpiración corrían por mi cara y sentí una mano que tocó mi frente.

–Tranquilo, mi amigo, estoy con usted. Nunca me he ido. Era una voz tan calmada y conocida. La voz del guardador de rebaños. Tranquilo. Todo está por verse en este período de sucesos. Es el momento.

–¿Qué ocurre? –me expreso a mí mismo, soy aquel que vive de la incertidumbre, expone la voz.

–¡No ocurre nada! No puede ocurrir nada que no sea designado. Tranquilo y guarde la calma, mi amigo.

Me volví a dormir nuevamente apretando los puños de mis manos por el estrés de seguir ahí dentro. Hasta que mis manos se abrieron y caí en sueño. El portugués roncaba y los otros dos no se oían en ningún sonido que pudiera delatarlos.

Son las doce y media, el reloj marca con sus agujas. Son las doce y media, o para ser específico en tiempo las cero horas y media de otro día. Se siente el toc toc de los pasos. Alguien se está aproximando con pasos muy acotados en ruido tocando celda con celda con una especie de palo. Posiblemente un policía. El ambiente vuelve a infestarse de humo. Los pasos se escuchan con tambaleo del piso, vibraciones que se funden en los tímpanos de oídos que intentan percibir el medio. Los pasos que se oyen cada vez más incesantes hasta detenerse en nuestra celda. Abro los ojos y veo una silueta negra. Una sombra. Con un sombrero y un saco. Se prende la luz de la linterna y un redondel de luz marca mi cara nuevamente como antes había ocurrido y ahora la de don José, que de golpe se despierta. Pensábamos por un momento que la policía estaba jugando con nosotros, pero no.

–¡Ha tardado mucho en llegar, detective!

–Lo siento, un caso me estaba complicando el asunto junto con los papeles.

–¿Está todo preparado?

–Sí. No se preocupen, saldremos por el ala derecha de la jefatura. Los policías ni se enterarán.

Me despierto y pregunto quién es él. En medio de una oscuridad no puede uno entender lo que ocurre. Don José no caía mentalmente aún de lo que pasaba con la llegada de otra persona.

–Perdón, señor Armando César. No me he presentado ni con usted ni con el señor José Sarachago. Soy el doctor Abilio Quaresma.

–¿Quaresma?

–Sí, soy el que lo he estado siguiendo todo este tiempo. No se preocupe, no juego para el bando de Salazar. Soy parte del plan del maestro, mi amigo –y rio jocosamente de tal forma que me parecía que se burlaba–. Tengo que manifestarle que para esconderse es bastante bueno. Bastantes son los dolores de cabeza que me dio tener que perseguir y cuidarlo como su ángel de la guarda. Le aclaro que no soy su ángel. Esos menesteres no son de mi agrado. ¡No trabajo gratis! –Con voz bufona de arlequín, se expresaba, medio en broma sarcástica, medio en serio, transformando su rostro en piedra sin mover las comisuras de sus labios ni tampoco bajando la vista, al contrario, ella era penetrante como si ingresara en los ojos del interlocutor con su mensaje. Muy profundo y fornido que estaba, daba pánico evadir esa mirada. Ambos contrastes, la burla y la seriedad.

–¿Por qué tanta persecución?

–Solo vigilancia, ¡evitar que se meta en problemas! Digamos un ángel de la guarda.

–Usted nos va a sacar de aquí ¿

–Sí, tengo todo preparado. La policía a partir de mañana no recordará nada de lo sucedido.

–Perdón, no comprendo.

–Señor, no deje que la realidad engañe la apariencia. No estamos en su realidad. Estamos en la realidad del maestro y si el maestro quiere puede cambiar a gusto lo sucedido.

–¿Me quiere decir que es una falacia, doctor Quaresma?

–El doctor Quaresma es un detective respetado en la comunidad y en el destacamento –comenta don Álvaro de Campos. ¿Ya ha manifestado sus términos con los oficiales?

–Don Álvaro, sepa que en esta realidad o en otra una dictadura es una dictadura. Convencí al oficial de la entrada al recinto con la treta, una treta tan famosa como la de imponer mis deberes como encargado de la seguridad de la nación salazarista, tomé las llaves de la celda sin que el sereno supiera ya que la confianza es plena. Solo que debemos irnos enseguida de este lugar –nos dice ahora en voz baja apuntando la linterna a la salida.

Inmediatamente abre despacio la celda con sus llaves. Un nimio ruido de la puerta que imploraba por aceite. No hay un solo sonido en aquel pasillo más que la puerta. Nada que pueda hacer diferencia entre el toque rústico de ella. Una vuelta simple y abre la celda muy despacio apuntando con la luz hacia donde iluminar.

–¡Vamos, vamos!

Poco a poco el doctor Quaresma va sacando de la jaula a esos pájaros que ahora eran libres y podían regocijarse ante la mirada de la libertad cantando como se debe. Y la historia no acababa aquí. Algo todavía faltaba. Un ave precisa migrar para con un objetivo. Todas las aves lo hacen con el propósito de renovarse en otro horizonte.

–Señor César, señor Sarachago. Iremos juntos para no perder el rumbo.

–Pero ¿qué pasará si nos rastrea la policía?

–No nos buscarán. Les dije, y préstenme atención al hablar, no me gusta repetir las cosas. Ellas se dicen una vez, y no es mala educación no entender, sí lo es no escuchar. A partir de mañana todo será diferente.

–¿Qué quiere decirnos?

–Venga con nosotros –dice el doctor Quaresma con toda esa personalidad intrépida del valor heroico de un Quinto Sertorio asediado por Roma.

Álvaro de Campos, Antonio Moura y Abilio Quaresma. Estaban ahí esperando por nosotros. Caminamos por aquel pasillo para terminar en otra puerta ya abierta. El suelo guardaría silencio. Subimos unas escaleras que daban a otro pasillo. Salimos de la jefatura velozmente. No había nadie en la calle aparentemente, y utilizamos la puerta del ala derecha del edificio como indicó Quaresma. Al salir los cinco, un oficial que hizo su aparición majestuosa de centinela que se despierta nos interceptó. Quaresma le dijo unas palabras en clave y el oficial asintió y luego emprendieron viaje en un auto negro antiguo Bugatti tipo 41 Royale del año 1927. El doctor sí que tiene estilo para los bólidos. Ya afuera los cinco lejos de por ahí nos dirigíamos sin saber don José y su servidor que narra. Quaresma manejaba. La lluvia que regresaba no quería perder tal

encuentro y se intensificó para hacerse notar, algo que llevó al piloto a activar el parabrisas, ya que no se lograba ver nada en las calles.