—¡Hera!
Vicenzo pateó la puerta abriéndola, mirando alrededor de la pequeña y oscura habitación en pánico. Un alivio instantáneo se hinchó en su pecho al divisar una pequeña figura en la esquina.
—Hera —dijo él sofocado, soltando el cuerpo que había estado arrastrando mientras se dirigía hacia su hija—. Oh, gracias a Dios.
La niña levantó lentamente la cabeza, solo para ver a su padre agachándose frente a ella. Había salpicaduras de sangre a través de su mandíbula y ropa, pero sus ojos giraban con miles de preocupaciones genuinas no pronunciadas. Un gran contraste con su violenta actuación antes de encontrar a su hija.
—Papá...
—Princesa, ¿por qué estás —estás lastimada en alguna parte? —preguntó él, al ver el feo ceño fruncido en su rostro—. ¿Esos retardados te lastimaron?
—¡Papito, eres tan ruidoso! —resopló Hera, abrazando al chico en su regazo—. ¿Por qué viniste aquí arrastrando a alguien contigo? ¡Se asustó tanto que se desmayó!
—¿Quién?
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