Mi relación con Sabrina, tan pronto se sumó a nuestra experiencia la confianza de la intimidad, se afianzó hasta un punto en que nos sentimos inseparables. Nos enamoramos mucho más el uno del otro, e incluso ya les insinuábamos a nuestros padres que, al cumplir la mayoría de edad, nos casaríamos.
Tuvimos la suerte de vernos todos los días en el colegio, de compartir fines de semana tanto en su casa como en la mía, de disfrutar de bellas citas y de resolver con madurez esos momentos en los que discutíamos.
No había duda de que Sabrina, a mi parecer, era mi chica perfecta. Con ella idealicé mi futuro, por eso no dudábamos a la hora de planificar lo que sería de nuestras vidas, la universidad en que estudiaríamos, las carreras a las que optaríamos y la ciudad en la que viviríamos.
Debido a ese gran detalle, al de adelantarnos hacia un futuro incierto, en vez de gozar de nuestro maravilloso presente, es que nos estrellamos contra una dura realidad.
Una mala noticia nos impactó recién iniciado el mes de junio del 2010, cuando llegamos a su casa después de tener una cita en el cine. Habíamos pasado una tarde espectacular en la que prácticamente nos pasamos el tiempo a oscuras besándonos y manoseándonos, incluso nos llamaron la atención por irnos a la parte solitaria de la sala.
Reíamos mientras recordábamos lo que hicimos, ya la intimidad, más allá de ser placentera, nos divertía en gran medida, pero esa alegría pasó a ser intriga al notar a un grupo de personas que recibieron a Sabrina en medio de llantos y lamentos.
Al principio, nos extrañamos con los repentinos pésames que le dieron a Sabrina, por lo que fue fácil deducir que alguien había fallecido, pero la cuestión era quién.
—Habrá sido la abuela, hace meses que viene mal de salud —comentó Sabrina.
No sabía qué responder. Enfrentar a la muerte era lo único que me dejaba sin palabras cuando se trataba de alguien a quien apreciaba.
—Ahí está mi tío, preguntémosle —dijo.
Nos acercamos hacia la figura de un señor de canosa cabellera; era alto y elegante, vestía de traje negro y mostraba una apariencia cansada. Sus ojos estaban rojos y vidriosos, se le notaba el dolor de haber perdido a un ser querido. No supe qué decir al estar frente a él, y menos cuando me vio con recelo.
—Tío, ¿qué pasó? Me extraña que mamá no me haya avisado de algo tan delicado, aunque supongo que no le resulta fácil afrontar la muerte de la abuela —inquirió Sabrina.
—Sabrina, tenemos que hablar a solas, preferiría que el joven nos diese tiempo —respondió el señor con voz entrecortada.
—Él es mi novio, tío, y aunque sea un asunto familiar, tiene derecho a saber lo que pasó. Cuento con su consuelo —replicó ella, que no mostraba aires de tristeza a pesar del momento que enfrentaba.
—Supongo que lo toleraré, pero de igual manera acompáñenme —ordenó.
Nos dirigimos al estudio de Sabrina para aprovechar que era el único lugar en el que no había familiares ni allegados. Ahí nos sentamos en un cómodo sofá mientras su tío caminaba de lado a lado sin parar.
—Tío, ¿qué sucede? Me estás poniendo nerviosa —preguntó Sabrina. Su semblante ya había cambiado, por eso tomé su mano a modo de apoyo.
—Hoy el alcalde fue víctima de un atentado al salir de la alcaldía —reveló—. Fue una balacera repentina, se presume que fueron radicales del partido comunista, aunque eso no viene al punto tratándose de una joven como tú.
—¡Entonces ve directo al grano! —exigió Sabrina, quien, intuyendo lo que le iban a revelar, había empezado a llorar.
—Tu mamá fue herida de gravedad y hace media hora, me informaron de su fallecimiento —dijo con la voz quebrada, y de pronto, rompió a llorar.
El tío de Sabrina cayó de rodillas y dejó escapar un llanto que me llegó al alma. Fue imposible contener las lágrimas ante semejante escena, era un hombre derrotado que golpeaba el piso con furia y vociferaba maldiciones contra aquellos que asesinaron a su hermana.
Sabrina, en cambio, aunque de sus ojos no dejaban de brotar lágrimas, estaba completamente en estado de shock, ni siquiera con mi consuelo fue capaz de reaccionar.
Fue la segunda vez en que enfrentaba una situación en la que la muerte me tomaba por sorpresa al quitarle un ser querido a alguien que amaba, y al igual que me sucedió con Eva cuando falleció la señora Cecilia, no supe qué decirle a Sabrina.
—Perdón, todo es mi culpa —musité con un profundo arrepentimiento.
Solo de ese modo, Sabrina reaccionó y se asombró cuando me vio llorando, aunque luego mostró un semblante confundido.
—¿Por qué dices que es tu culpa? —preguntó.
—Porque estabas conmigo cuando ella falleció… Disfrutabas un grato momento en vez de ir al hospital para darle tu apoyo —respondí.
De repente, el tío de Sabrina se puso de pies y se me acercó. Su rostro estaba rojo por haber llorado tanto.
—No tienes por qué pedir perdón, jovencito… Mi hermana no iba a sobrevivir de igual manera —dijo, antes de romper a llorar de nuevo.
A partir de entonces, la fuerza que tuvo Sabrina fue impresionante, pues demostró una capacidad que muy pocas personas tienen ante la muerte de un ser querido. Ella comentó que mi compañía y apoyo le permitió comprender que ya no había vuelta atrás por mucho que le doliese esa realidad, por lo que decidió afrontar su pérdida y seguir adelante con su dolor emocional hasta sanar.
—Lamento mucho tu pérdida, puedes contar conmigo para lo que sea —musité.
—Lo sé, eso lo tengo muy claro, pero…
Sabrina se interrumpió a sí misma para romper a llorar sobre mi pecho, no había consuelo para semejante pérdida, no en ese entonces, cuando su mamá tenía toda una vida por delante.
—Sabrina —nos interrumpió su tío—, tenemos que hablar, ahora sí me gustaría que el joven nos dejase a solas.
Tomando en cuenta que era un tema serio, me levanté del sofá y salí del estudio.
Fue fácil intuir que ese tema de conversación trataba de quién se iba a encargar de Sabrina tras el fallecimiento de su madre, pues no podía quedarse a vivir sola siendo menor de edad. Comprender ese detalle me hizo experimentar un desagradable escalofrío, sobre todo cuando recordé que su papá vivía en Brasil.
Sabrina salió del estudio al cabo de unos minutos. Su semblante me mostraba una tristeza inconsolable cuando me encontró. No titubeó a la hora de abrazarme y romper a llorar de nuevo, y a duras penas, me pidió que la acompañase a su habitación, pues no quería que nadie la interrumpiese.
—¿Qué sucede? —le pregunté cuando entramos a su habitación, estaba muy preocupado.
—Mi tío se comunicó esta mañana con papá para decirle que mamá falleció, eso significa una cosa… No me quiero ir, Paúl, ¡no quiero!
Siendo honesto, quería decirle que no se preocupase, que haría lo que estuviese a mi alcance para lograr que se quedase conmigo, pero eso carecía de sentido común.
—Me gustaría decirte lo que quieres escuchar, pero sabes que eso te causará más daño emocional —dije.
—Sí, eso es lo que me desespera… ¿Por qué tuvo que pasar esto? No es justo.
—Lo único que me parece realmente injusto es la muerte de tu mamá, era tan joven y tenía toda la vida por delante.
—¿Puedo preguntarte algo? —inquirió de repente.
—Claro, dime.
—Es evidente que papá me llevará con él a Brasil… Por eso me gustaría saber si me seguirás amando, aun en la distancia.
—La pregunta ofende… Es obvio que te voy a amar por siempre, y en el futuro, tendré un buen trabajo y dinero para irte a buscar y casarme contigo —de repente me interrumpí—, no…, no…, perdóname, Sabrina.
—¿Qué quieres decir?
—No hablaré más del futuro, nunca sabremos qué va a pasar de aquí a cinco o diez años… Solo déjame decirte que siempre te amaré y mantendré la idea de buscarte cuando sea un hombre estable y poder casarme contigo, y espero que en ese entonces también me sigas amando.
—Claro que te seguiré amando, eso no lo pongas en duda.
Si bien esa noche aceptamos el final de nuestra relación, por obvias razones, no dejamos de reivindicar nuestro amor con un beso, aunque en esa ocasión fue amargo y triste.