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Capítulo 8

Con el paso de los días, Paul comprobó que cada vez estaba más a gusto en la villa de las telas que en la fábrica. Eso le inquietaba porque antes iba todas las mañanas con mucho ímpetu y subía la escalera del edificio de administración deprisa y corriendo para llegar a su despacho, donde le esperaban sus dos secretarias con el correo matutino. Ahora se quedaba más tiempo del necesario en el comedor, desayunando, y tenía que obligarse a dejar el periódico. El motivo era que la vida en la villa seguía un ritmo establecido que proporcionaba paz y seguridad a sus habitantes, condiciones que ya no era fácil que se dieran fuera, en el país y en la fábrica. En la villa, en cambio, algo había cambiado. Hacía tiempo que ya no se reunían todos para el desayuno. Paul y Marie aparecían hacia las siete en el comedor, también Leo y Dodo, que debían irse al colegio. Sebastian rara vez estaba presente porque tenía el turno de mañana en la fábrica. Renunciaba al desayuno para no hacer uso de los empleados tan temprano. Alicia, que antes daba tanta importancia a la puntualidad de toda la familia para la primera comida del día, ahora prefería desayunar hacia las ocho y media con Lisa y los niños.

—A mi edad puedo permitirme cierta relajación —comentó con una sonrisa—. Y es una alegría tener a estas preciosas criaturas cerca. Ojalá el bueno de Johann hubiera podido vivirlo.

—Papá vivió con sus nietos Leo y Dodo y disfrutó de ellos —comentaba Paul en esas ocasiones.

Le molestaba un poco que su madre apenas prestara atención a los gemelos de catorce años y concentrara todo su amor y mimo en los pequeños. Sobre todo en Kurti, que era su debilidad. Ese tercer hijo que había llegado de forma tan inesperada supuso una experiencia especial para Paul y Marie. Su matrimonio ya había superado duras pruebas, las sombras del pasado estuvieron a punto de destruirlo, pero al final su amor fue más fuerte que todo lo que los separaba. El niño, que crecía sin problemas y al que, para gran alegría de Paul, le encantaba jugar con coches de latón y la vieja máquina de vapor, se había convertido en un símbolo de su felicidad conjunta.

De repente, los últimos días les hicieron ver lo fugaz que era esa felicidad, que la desgracia podía irrumpir en un segundo y arrebatarle a uno lo más querido.

A Paul le había afectado mucho el asunto de Kurti. Recibió la llamada telefónica de Marie en plena negociación importante con tres clientes, reaccionó demasiado tarde y dejó a su secretaria la búsqueda de un médico. No se dio cuenta hasta después de lo cerca que había estado su hijo de la muerte. Para colmo, luego Leo se desmayó. Gracias a Dios, no resultó ser nada grave, se vio superado por los nervios y el susto. Por la noche, cuando Kurti ya estaba bien atendido en la clínica, se quedó allí un buen rato sentado con Marie, Lisa y su madre, comentaron lo sucedido con todo lujo de detalles y agradeció la intervención divina, que hizo aparecer a Tilly en su casa en el momento de mayor necesidad. Cuando se acostaron, Marie perdió la compostura que tanto le había costado mantener y lloró largo rato apoyada en su pecho.

Si algo había entendido durante los últimos días era lo siguiente: todas las preocupaciones por la fábrica, por los créditos en peligro, por el mercado estancado, por el futuro económico de la villa de las telas y su familia no eran nada en comparación con ese miedo aterrador por su hijo. Lo habría sacrificado todo por la vida de su hijo.

Al día siguiente Paul apareció, como tantas otras veces, el primero en la mesa del desayuno y saludó a Humbert, que le sirvió el café y preguntó por Kurti con empatía.

—Va mejorando, por suerte. Mi mujer está hablando ahora mismo por teléfono con la clínica y espero que traiga buenas noticias.

Sabía que sus fieles empleados temieron por la vida del niño, Hanna aún tenía lágrimas en los ojos la noche anterior cuando volvieron de celebrar el cumpleaños de Gertrude.

—El señor Winkler se ha ido hacia las seis a la fábrica —informó Humbert—. Me ha pedido que le diga que tiene una reunión con el comité de empresa y que a lo largo de la mañana le comunicará el resultado.

La noticia no le gustó nada a Paul. Otra vez los banales fastidios del día a día, y comprobó disgustado que le resultaban desagradables. La actividad de Sebastian en el comité de empresa cada vez le parecía más molesta, incluso ofensiva; Paul opinaba que cuidaba mejor de sus trabajadores que muchos otros fabricantes de Augsburgo y alrededores. Por supuesto, habían tenido que reducir personal, pero sin llevar a cabo despidos reales. Con el número de trabajadores y empleados que se jubilaron por edad fue suficiente. Tampoco había impuesto limitaciones sociales. Seguía existiendo la cantina, que servía comida caliente una vez al día, aunque habían eliminado el postre y reducido las raciones. Sebastian, ferviente defensor de los derechos de los trabajadores, no se contentaba con eso. Exigía turnos de seis horas en vez de ocho por el mismo sueldo, bebida gratis y dos semanas de vacaciones pagadas para los obreros, igual que para los empleados. Además, era el momento de reformar las viviendas de los trabajadores, exigió. Faltaba lo básico, sobre todo la higiene dejaba mucho que desear, y se necesitaban con urgencia baños modernos.

—Hay que fijarse objetivos —afirmó sonriente en la última reunión con su cuñado Paul—. Sin objetivos no hay lucha.

—¿Qué te parecerían objetivos factibles? —contestó Paul, enfadado—. Con utopías no ayudas a nadie. Sabes perfectamente que con la situación actual paso apuros para pagar todos los salarios.

Además existía otro problema que superaba con creces todo lo anterior. Habían aparecido en la fábrica octavillas del Partido Comunista, y el portero Alois Gruber, que pese a sus sesenta y cinco años seguía trabajando, ayudado por un joven compañero, aseguraba que el señor Winkler era quien había repartido los panfletos. No quedaba claro si era cierto, el viejo Gruber no soportaba a Sebastian porque le había propuesto que aceptara una merecida jubilación.

—Buenos días, papá. ¿Hay novedades de Kurti?

Dodo lo arrancó de esos pensamientos sombríos con un abrazo impetuoso, así que estuvo a punto de caérsele la mitad del panecillo mordido sobre el mantel blanco.

—Mamá está hablando ahora por teléfono con la clínica. ¿Dónde está Leo? Espero que no se haya dormido otra vez.

Su hija retiró la silla de golpe y se sentó.

—Nada de cacao, Humbert. Café, por favor. Con mucha leche y un terrón de azúcar. No, papá, Leo está en el baño. Se está arrancando los dos pelos de la barba que le ha crecido en la barbilla.

—¿Pelos de la barba?

Dodo soltó una risita satisfecha y se sirvió de la cesta de panecillos que le ofreció Humbert.

—Ya le he dicho que solo es pelusilla que no se ve. Pero se planta delante del espejo y no para de toquetearse la barbilla… ¿Puedo coger el periódico?

—Lo estoy leyendo yo, Dodo.

—Solo la sección de internacional, por favor.

Mientras se cumplía el deseo matutino de Dodo, por fin llegó Marie para desayunar. En su rostro se leía el alivio cuando besó en la mejilla a su hija.

—Está bien, gracias a Dios. Ayer por la noche incluso pudo comer un poquito, la herida se le está curando y, lo más importante, respira bien. A las dos iré a visitarlo.

—Entonces tienes que llevarle sus coches, mamá —exclamó Dodo—. Y la locomotora roja que le regaló la tía Lisa por su cumpleaños. ¿Puedo ir contigo? Termino las clases a las doce…

—Claro, luego te pasas por el atelier y vamos juntas —decidió Marie.

El enfado por Sebastian había desaparecido, Paul observó con una sonrisa cómo Marie removía el azúcar en el café y cogía la mermelada de fresa. Qué guapa estaba otra vez, su Marie, las ojeras oscuras bajo los ojos casi habían desaparecido, tenía la mirada nítida y su voz sonaba tranquila y segura. Le acarició la mejilla con suavidad, donde se le había soltado un mechón del pelo recogido. A él le gustaba que llevara el pelo suelto y no imitara la absurda moda del pelo corto. En cierto sentido era un marido a la antigua, seguía viendo en ella a la chica delicada de ojos grandes y oscuros de la que se enamoró perdidamente cuando era un estudiante.

Poco después de su madre apareció Leo con dos manchas rojas en la barbilla, el cuello de la camisa sin abrochar y la cartera del colegio abierta y a medio llenar. Por lo que vio Paul, contenía más partituras que libros de texto. Saludó a sus padres con un gesto de cabeza fugaz; desde hacía un tiempo le daba vergüenza dar besos o hacer carantoñas parecidas.

—Un café, por favor, Humbert. Gracias, nada de azúcar… Creo que me he dejado arriba el atlas.

Humbert subió presuroso a la segunda planta a buscarlo, entretanto Dodo le dejó a su hermano dos mitades de un panecillo untadas con mermelada y miel en el plato, que él engulló ensimismado.

—¿Vendrás a las dos a la clínica? —preguntó ella—. Después del colegio hemos quedado en el atelier de mamá.

—Tengo clase de piano con la señora Obramova —masculló—. No puedo hasta las cuatro…

—Para entonces ya habrá terminado la hora de visita —le explicó Marie.

—¡Por el amor de Dios! —se lamentó Dodo—. Podrías renunciar a una hora de piano por tu hermano pequeño.

Leo no contestó, estaba ocupado masticando y bebiendo café. Cuando apareció Humbert con el atlas, se levantó de un salto para guardar el grueso volumen en la cartera.

—Gracias, Humbert, tenemos que ir a recoger a Walter… Mamá, hay que afinar mi piano, además la capa de fieltro es demasiado fina en algunos tonos.

—No me extraña, si no paras de aporrearlo —bromeó Dodo.

Paul se indignó; a su juicio, Leo estaba tomando el camino de llevar una vida licenciosa de artista, como la que llegó a llevar Kitty. Con el tiempo había aceptado que Leo recibiera clases de piano, pero no le gustaba que se concentrara casi en exclusiva en la música y descuidara el colegio. Justo lo que siempre había temido.

—Me gustaría que por la mañana fueras puntual en el desayuno, Leopold —ordenó con dureza—. Con la cartera preparada. ¿Cuándo os dan las notas?

—La semana que viene, papá.

La Pascua estaba a la vuelta de la esquina, terminaba el curso escolar. En otoño Leo llevó a casa unas notas parciales lamentables. «El paso de curso está en peligro», decían las notas de las asignaturas individuales, así que Leo tuvo que aguantar una buena reprimenda de su padre.

Humbert liberó a Leo de la desagradable situación al anunciarle que el coche estaba frente a la escalera de la entrada. Leo cogió la cartera a toda prisa, miró de nuevo con timidez a Paul y asintió con la cabeza a su madre.

—Hasta luego, entonces. Saluda de mi parte a Kurti, mamá. Iré mañana a visitarle, no tengo clase de piano.

Paul miró a su hijo y sacudió la cabeza.

—Eso no me gusta, Marie.

—A mí tampoco —admitió ella con un suspiro—. Se exige demasiado con ese concierto de piano y practica como un poseso, y no me da la sensación de que progrese.

—Quizá deberíamos hablar con su profesora —propuso Paul—. La rusa. ¿Cómo se llamaba?

—Obramova —intervino Dodo en tono despectivo—. Sinaida Obramova. ¡Conocida como la mariscal de campo!

—Ah, ¿de verdad? —Marie arrugó la frente—. Creo que voy a tener una conversación con ella uno de estos días.

El grupo del desayuno se dispersó. Paul se fue a su despacho a recoger unos papeles, y Marie y Dodo acudieron presurosas al vestíbulo, donde las esperaba Hanna con los abrigos y los bocadillos. Marie llevaría a Dodo en coche hasta el atelier en Karolinenstrasse, y de ahí iría andando a St. Anna, el colegio femenino. Fuera, en el patio, Humbert arrancó el coche para llevar a Leo y a Walter al colegio St. Stefan, lo que significaba que Paul Melzer tendría que ir a pie a la fábrica. Daba igual, así lo había hecho su padre durante toda su vida mientras se fumaba su cigarrillo matutino. Su hijo seguía sus pasos, solo que sin cigarrillo.

Esa mañana lluviosa de abril los edificios de la fábrica le parecieron especialmente grises y descuidados. Vio desconchones en el revoque de las paredes, había que limpiar las piezas de cristal de la cubierta en forma de sierra, un trabajo peligroso que le daba miedo. En general le iría bien una buena capa de pintura clara a los tristes edificios, algo que en ese momento era un puro lujo que no podían permitirse.

—¡Buenos días, Gruber! —saludó al portero, que salió presuroso de su caseta para abrirle la puerta.

—¡Buenos días, señor director! —contestó Gruber, que saludó con la gorra mientras hacía una reverencia—. Vaya tiempo de perros hoy, ¿eh? Aún lloverá durante unos días, lo han dicho en la radio.

El receptor de radio era la última hazaña de Gruber, que había conseguido permiso para instalar ese valioso objeto en su caseta de portero, pagaba la tarifa de su propio bolsillo y proporcionaba con gusto a los empleados las últimas noticias de la emisora local de Augsburgo, el parte meteorológico y los resultados deportivos.

Arriba, en la zona de despachos, había calefacción porque la vieja herida de guerra de Paul en el hombro le causaba molestias cuando tenía frío. Las dos secretarias se ocupaban de que el despacho estuviera caldeado. Ottilie Lüders se estaba lavando el polvo de carbón de las manos en el lavamanos cuando entró, y Henriette Hoffmann ya estaba sentada frente a su máquina de escribir.

—¡Buenos días, señor director! —exclamaron al unísono.

—¡Les deseo una maravillosa mañana, señoras! —contestó, y dejó que Hoffmann le ayudara a quitarse el abrigo.

Las secretarias le preguntaron por su hijo pequeño y se alegraron al oír que Kurti estaba mejor. Paul se interesó por si Ottilie Lüders había superado bien el resfriado, y ella se lo confirmó.

—Infusiones de salvia y caramelos de eucalipto —le explicó—. Se lo recomiendo. Y por la noche unas friegas de manteca en el pecho.

Esto último Paul no quiso ni imaginarlo, se fue a su despacho donde se había sentado su padre muchos años antes y se dedicó al correo. El montón que Hoffmann le había dejado sobre el escritorio incluía, además de facturas, varias solicitudes de obreros cualificados que habían sido despedidos en la zona de Múnich por motivos relacionados con la falta de actividad. Además, tres anulaciones de grandes pedidos a la vez, un nuevo golpe que a la fábrica le costaría resistir. Entretanto vivían de las rentas, y tendría que pagar parte de los sueldos con el dinero que había pedido al banco para inversiones. Si la situación no mejoraba pronto, no le quedaría más remedio que parar de momento la hilandería. Aún no sabía qué pasaría con los trabajadores. A una pequeña parte la podría colocar en la tejeduría y en la estampación de tejidos, por supuesto no con las mismas condiciones. Los que se quedaran sufrirían reducciones del sueldo, pero al resto tendría que despedirlos. Lo único que podía hacer por ellos era dejar que se quedaran en las viviendas propiedad de la fábrica.

—El señor Winkler desea hablar con usted —le anunció Ottilie Lüders con el rostro avinagrado.

—Que espere en el despacho de al lado, ahora voy.

Pese a que movilizaba a todo el personal, los empleados de la administración observaban con desconfianza a Sebastian por estar tan comprometido en el ámbito político, no les gustaba su solidaridad con los obreros que protestaban y les molestaba su conducta inadecuada y su manera de vestirse. Hoy también llevaba su vieja chaqueta azul con el cuello abierto y los pantalones de trabajo sucios de las máquinas de la tejeduría. Henriette Hoffmann se había quejado hacía poco de que el señor Winkler dejaba manchas de grasa en el tapizado de las sillas.

Cuando entró Paul, el presidente del comité de empresa estaba absorto en un expediente que llevaba y alzó un momento la vista hacia él.

—¡Muy buenos días, Paul!

—Buenos días, Sebastian —murmuró su cuñado, que se sentó enfrente—. Acaba pronto con tus peticiones, tengo poco tiempo y también quiero comentarte algo.

Lo observaron unos ojos de color azul violáceo, que detrás de las gafas siempre parecían un poco soñadores e ingenuos. No había que dejarse engañar por ellos: Sebastian Winkler sabía perfectamente lo que quería.

—He elaborado junto con los miembros del comité de empresa una lista de las condiciones en las que viven nuestros obreros y empleados —le informó, y empujó una carpeta sobre la mesa.

Se trataba de una tabla con nombres, direcciones, edades, antigüedad en la empresa, estado civil, hijos, otros familiares a su cargo y los ingresos. También había comentarios sobre el estado de salud, las condiciones de la vivienda, y también si contaban con un seguro médico. ¡Un trabajo considerable!

—Me interesa que, si llegamos a los despidos, ponderemos con precisión qué efectos tendrá el desempleo en los afectados y sus familiares —explicó Sebastian, que hojeó su lista—. La viuda de Gebauer, por ejemplo, tiene tres hijos y dos aún van al colegio, ¡en este caso un despido sería una crueldad que no vamos a tolerar!

Hablaba como si su comité de empresa de verdad tuviera algo que denunciar, pensó Paul, enojado. ¿Acaso no sabía que su jefe era quien mejor conocía a la gente y que, si la situación lo requería, pensaría muy bien qué empleados tendrían que irse? Pero claro, el señor comité de empresa se creía muy listo y sabía más que nadie.

—Bueno —murmuró al tiempo que revisaba la lista. Pese a todo, debía reconocer que esta vez Sebastian no planteaba exigencias utópicas, sino que se había ocupado de aspectos básicos y parecía muy orgulloso de ello.

—Los datos están actualizados —remarcó Sebastian.

Paul asintió y cerró la carpeta.

—Creo que deberíamos recurrir a la lista llegado el momento. Gracias por tu diligente empeño y por esta lista, Sebastian. De todos modos, quería comentar contigo algo desagradable…

Lo interrumpió la señora Hoffmann, que asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

—¿Les traigo un café a los señores?

—Con mucho gusto —comentó Paul.

—Gracias, para mí no —rechazó la oferta Sebastian, y sonrió con timidez a la secretaria, que se retiró ofendida.

Luego Paul sacó el cuerpo del delito del bolsillo de la chaqueta, lo alisó y lo puso delante de él sobre la mesa.

—¡Se trata de estas octavillas, Sebastian!

Su cuñado le lanzó una breve mirada, soltó un leve gemido y se reclinó en la silla.

—Me temía que caerían en manos de la dirección de la fábrica.

A Paul se le ocurrió una maldad, pero se contuvo.

—Entonces ¿las conoces?

Su interlocutor asintió, se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo de bolsillo con las iniciales «JM» bordadas, así que había sido de Johann Melzer, el padre de Paul. No le gustó que Sebastian lo usara.

—Sí, he visto que esas octavillas corren por la fábrica —empezó a explicar Sebastian—. Incluso me las enseñaron y pregunté de dónde salían. Pero no estoy dispuesto a decir el nombre de la persona en cuestión. Solo puedo asegurarte, Paul, que he tenido una conversación con ella y ha sido advertida de que no lleve a cabo más acciones de este tipo.

—Entonces ¿es una mujer?

—Yo no he dicho eso, hablaba de una persona.

Paul notó que la ira se apoderaba de él. Su querido cuñado conocía al culpable, pero en vez de revelarle el nombre, se había propuesto protegerle. ¿Qué debía hacer? Si presionaba en serio a Sebastian, se arriesgaba a provocar una disputa familiar. Lisa se pondría de parte de su marido y mamá los apoyaría por miedo a que a Lisa se le ocurriera irse de la villa de las telas con los niños.

—Te ruego que te ocupes de que no vuelva a pasar algo así, Sebastian —dijo con dureza.

Luego tuvo que moderarse porque la señora Hoffmann entró con su café.

—El compromiso con un partido político no tiene cabida en mi fábrica —continuó cuando volvió a cerrarse la puerta—. Si pillo a alguien, puede encontrarse con el despido sin previo aviso.

Sebastian aguantó en silencio el arrebato de ira de Paul. No se leía en sus rasgos que le hubiera impresionado. En cuanto su cuñado terminó de hablar, empezó a exponer su opinión, despacio y con todo detalle:

—Ya te he dicho que he advertido a la persona en cuestión. Por supuesto, debido a mi situación personal, comprendo muy bien cuando un trabajador intercede por deseo del Partido Comunista… —Paul hizo amago de protestar, pero Sebastian levantó la mano en un gesto de súplica—. Dado que yo, por así decirlo, me siento cómodo en dos mundos, en la villa de las telas, donde se vive a cuerpo de rey, y también en Mittelstrasse, donde intentamos conseguir que personas enfermas y sin recursos tengan alojamiento y una comida caliente.

—¿Has dicho a cuerpo de rey? —soltó Paul.

—Eso he dicho, querido cuñado. Me temo que no tienes claro que las copiosas comidas que se sirven en un solo día en la villa de las telas podrían saciar a varias familias sin recursos durante semanas. Piensa, por ejemplo, en el pastel de nata de ayer para celebrar el cumpleaños de la señora Bräuer, una señora a la que respeto mucho y que no tiene culpa ninguna del exagerado gasto en la celebración de su aniversario. En todo caso, con lo que cuestan los ingredientes del pastel, la nata, los huevos, la harina, el azúcar, el mazapán y el chocolate, podrían vivir varias familias con hijos durante días.

—Entiendo —le interrumpió Paul con sarcasmo—. Quieres que en la villa no tomemos más que agua y pan y que con el dinero que ahorremos financiemos la casa de los obreros de Mittelstrasse, ¿es eso?

Sebastian hizo un gesto a la defensiva con las dos manos.

—No se me ocurriría nada semejante, Paul. Pero sí se podría ahorrar un poco en la gestión de la casa para dar complementos salariales a algunos trabajadores que tienen familias numerosas que alimentar…

Unas voces en el patio de la fábrica acabaron con el alegato de Sebastian de cubrir las necesidades de los pobres.

—¿Qué pasa ahí? —gritó Paul, que se levantó de un salto para mirar por la ventana.

En la entrada de la fábrica estaba el portero Gruber con su compañero Samuel Knoll, un joven demasiado delgado y moreno con los rasgos afilados. En medio había un hombre barbudo de aspecto harapiento que les hablaba sin cesar y hacía gestos de súplica con los brazos hacia el edificio de administración.

—Un vagabundo —elucubró Paul—.

Querría colarse para robar a los empleados.

La suposición no era infundada, ya que los ladrones habían entrado dos veces en los edificios de la fábrica para llevarse abrigos de invierno, un monedero y varios pares de zapatos. Se acercó a las secretarias y envió a Lüders a preguntar si tenían que avisar a la policía.

—Enseguida, señor director —dijo ella, diligente—. Pero… no sé si la señora Hoffmann es de la misma opinión.

—¿Y de qué opinión se trata, si puede saberse?

Henriette Hoffmann se retorció las manos al ver que podía disgustar a su venerado director Melzer.

—Creemos que conocemos al hombre de ahí abajo. Estuvo aquí hace años como prisionero de guerra ruso.

Paul se acercó de nuevo a la ventana y observó con atención. ¿Un ruso? ¿Un prisionero de guerra que había sido empleado en la fábrica? ¿Era el tipo del que le habló Marie? ¿El que tuvo algo con la pobre Hanna?

Decidido, abrió las contraventanas, se inclinó hacia fuera y gritó al patio:

—¡Subídmelo aquí!

Dos trabajadores que empujaban un carro lleno de paquetes por el patio dejaron la carga y ayudaron a Alois Gruber a llevar al desconocido a los edificios de administración. Las dos secretarias cuchicheaban entre sí exaltadas, y Sebastian preguntó si en su momento obligaron a trabajar a muchos prisioneros de guerra en la fábrica. Paul hizo un gesto de rechazo.

—Yo estuve en la guerra. Mi padre dirigió la fábrica con el firme apoyo de Marie. No tengo ni idea, así que vamos a ver, quizá las señoras estén equivocadas.

No hizo falta llevar al ruso, él caminaba por voluntad propia delante de los tres hombres que lo acompañaban. Cuando entraron en el despacho, Ottilie Lüders se tapó la nariz. El desconocido llevaba tiempo sin cambiarse de ropa; el pelo oscuro, atravesado por algunos mechones grises, le caía incontrolado y pegajoso, y la barba corta lucía erizada, como si se la hubiera cortado con un cuchillo.

El vagabundo comprendió enseguida que el que tomaba las decisiones era el hombre rubio y bien vestido situado en medio de la sala. Por eso se inclinó ante él y juntó los talones de sus zapatos desgastados en un gesto casi militar.

—Grigori Shukov —dijo, y se señaló el pecho—. Por favor, dar asilo. Soy de Siberia. Preso de Stalin. Gran asesino. Camaradas todos muertos en Siberia. Solo yo huir. Camino hasta Germania. Alemania, Augsburgo… porque aquí está mi Jana.

Se hizo el silencio. Paul notó la mirada de súplica de ese hombre muerto de cansancio clavada en él. Sebastian quiso saber qué quería decir con «Jana».

—Se refiere a Hanna, de la villa de las telas —aclaró la señora Hoffmann, que acto seguido recibió un codazo en el costado de su compañera.

—¡Calla!

Entonces Alois Gruber no aguantó más y tomó la palabra:

—Es verdad que es Grigori, señor director. Lo he reconocido enseguida. Puede preguntárselo a Bernd Gundermann, también lo conocerá. O a Alfons Dinter, por aquel entonces andaba por aquí porque estaba herido.

—Está bien, Gruber —dijo Paul—. Puede volver a su puesto.

—Pobre tipo —dijo Sebastian, compasivo—. ¿Por qué lo enviaron a Siberia? Debió de cometer un delito grave. ¿Un asesinato?

Paul estaba indeciso, y la cháchara de Sebastian solo conseguía ponerle de los nervios.

—Hasta tú deberías saber que el gran Stalin envía a miles de personas inocentes a Siberia. Según dicen, distribuirán de nuevo la tierra. En Rusia lo están haciendo de tal manera que los antiguos propietarios, hacendados y boyardos, son víctimas de brutales asesinatos. ¡Esas son las bendiciones del comunismo, querido cuñado!

Sebastian hizo un gesto de enfado y calló, luego Paul reflexionó un momento antes de tomar una decisión sobre qué hacer con el ruso.

—Por desgracia, tenemos que entregarlo a la policía, señor Shukov. Primero deben comprobar su identidad. Luego pensaremos si podemos conseguirle un alojamiento y un puesto en mi fábrica.

El ruso retrocedió, asustado.

—Niet polizia —suplicó—. Pozhalusta niet, cárcel no… Asilo, por favor.

—Hay que comprobarlo —intentó calmarlo Paul, al tiempo que hacía una señal a las secretarias para que llamaran a la policía.

Shukov dejó de resistirse. Estaba demasiado débil para arriesgarse a huir, se sentó en el suelo y rompió a llorar.

—Dele a este hombre una taza de café —le dijo Sebastian a Ottilie Lüders, que interrogó con la mirada al director, su jefe.

Paul asintió.

—Y algo de comer.