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capítulo 10:Abriendo las cicatrices

Torres fue llevado a la mansión donde Margery y su círculo de curanderos luchaban por enhebrar los hilos de su vida de vuelta al tejido de los vivos. Vidal se desvaneció entre la oscuridad, mientras que González, partió rumbo al calabozo a verificar que nuestros compañeros se encontraran bien.

Nuevamente en medio de la tormenta, me encontraba expectante, inmovilizado, mientras todo mi alrededor se mueve con violencia. Sentía con más fuerza aquel zumbido revivido a escasos metros de la muralla María; el mismo provenía del lamento de aquellos a quienes Torres decidió sepultar tras sellar el portón, solo que esta vez, el autor fui yo... Sepultando a los guardias y al explorador en la morgue.

El zumbido, poco a poco, se dejaba escuchar; eran gritos de lamentos, de quienes dejamos atrás, almas que encontraron su trágico final. Recordaba sus rostros, los rostros alegres de aquella noche antes de adentrarnos al país; todos reían y estaban tan despreocupados, mitigando el peso del futuro con alcohol barato... Vázquez y López, sus voces alegres se distorsionaban en lamentos.

En este punto no sé qué tanto el pasado, presente y futuro se entremezclan en mis recuerdos, porque veo caminar a todos los que murieron y no los puedo detener; ellos ríen, lloran, suplican, pero, no los puedo detener. Veo a Taveras, a Vásquez, a Martínez, a Burgos... veo a tantos que me atormenta la pregunta, ¿valió la pena sacrificar a tantos para salvar el futuro?

El viento ululaba a través de los árboles, quejidos de un pasado, a punto de quebrarse por las fuertes brisas del futuro. La mansión parecía un espectro en la penumbra, sosegada por la desgracia vivida de la expedición. Margery, nos recibió con ojos cansados y manos hábiles. Su suave voz, como el roce de las hojas florecientes de la primavera, nos guio hacia la habitación donde yacía Torres.

La luz de la bombilla danzaba sobre su rostro pálido, delineando las líneas de dolor y fatiga. Margery, con su bata de lino y amuletos colgando del cuello, se inclinó sobre él, sus dedos expertos palpando las heridas. El capitán, aún inconsciente, respiraba con dificultad, su pecho vendado y su piel ardiente al tacto. Las heridas y mordeduras de los Carroñeros eran profundas y muy probablemente... mortales.

— Pudimos estabilizarlo, pero, desconozco si está infectado —dictaminó Margery—. Habrá que esperar los análisis de los médicos.

— Gracias... yo...

— Torres estará bien, Larel. No tienes que castigarte.

Vidal, quien había regresado de su paseo, se encontraba pie junto a la ventana, observaba la luna que se alzaba en el cielo. Sus ojos, siempre alerta, reflejaban la tormenta que rugía en su interior; Duarte, por su parte, se mantenía en silencio, sus pensamientos ocultos tras su mirada taciturna;

La silenciosa atmósfera fue interrumpida por la llegada de González, quien venía de ver al grupo de científicos.

Aquella pequeña habitación se convirtió rápidamente en un diario compartido de todas las penurias que sufrimos en el nosocomio. Vidal y yo relatamos lo ocurrido después de separarnos de González. Por su parte, González nos contó lo sucedido con Dalfy y cómo este le había arrojado la pequeña libreta que mostraba números encriptados.

La tormenta arreciaba, y con cada relámpago, la mansión parecía cobrar vida, sus sombras danzaban como si fueran espectros del pasado. La habitación, iluminada por la tenue luz de la bombilla que titiritaba al rugido de la tormenta, se llenaba de confesiones y penurias. Margery continuó su trabajo, su concentración inquebrantable, mientras los demás compartían sus temores y esperanzas.

— Dalfy siempre fue un enigma, incluso antes de que comenzara esta expedición —comentó González, su voz apenas se dejaba escuchar debido al sonido de la lluvia golpeando los cristales—. Esos símbolos...

Me dirigí hacia la libreta, mis dedos trazaron los números y símbolos, intentando descifrar su significado.

— Quizás sean coordenadas o tal vez un mapa... o un mensaje —sugerí, mi mente trabajaba a toda velocidad—.

Precisábamos de alguien que entienda de criptografía. Vidal se giró hacia la ventana, su silueta recortada contra la luna llena. El tiempo se nos acaba, pensé, y con cada minuto que pasa, el peligro se acerca más.

— Mañana iré en busca de información —declaré con voz firme a pesar de la incertidumbre que anidaba en mi ser—. Buscaré a alguien que pueda ayudarnos con la libreta.

La decisión estaba tomada, y aunque el miedo acechaba en los rincones de sus mentes, había una chispa de esperanza. Quizás, en las páginas encriptadas de esa libreta, yacía la salvación o la perdición de todos.

La noche avanzaba, y mientras Torres luchaba por su vida, el grupo se enfrentaba a sus propios demonios. La mansión, con sus secretos y memorias, los envolvía en un abrazo gélido, recordándoles que, aunque el futuro era incierto, el pasado siempre encuentra la manera de regresar.

— ¡¿Intentan eludir la decisión que se ha de tomar con respecto a Torres?! —interrumpe Duarte, quien se mantuvo en silencio hasta ese momento—. Oswald no tomará la decisión por nosotros, y la verdad no sé cuantos de nosotros podemos intervenir en la decisión.

— Como siempre, Duarte, no tienes ni una pizca de empatía por otros —ataca Vidal—. Torres se encuentra frágil, no es necesario tomar una decisión en estos momentos.

— Duarte tiene razón —rebate González, su semblante turbado, tan elocuente como sus palabras—. Si de mí dependiera, permitiría que Torres encontrara su fin. Sería un cierre merecido para alguien de su vileza, aunque también lo considero un sacrificio necesario por el bien común.

— Pareces olvidar que él es nuestra única defensa ante la incertidumbre que esas cosas y Martínez representan —advierte Vidal, su mirada incisiva escudriñando a los presentes—. Aunque sea un maldito y no se merezca la salvación, es el único que es plenamente consciente de lo que importa, así tenga que dar su vida y las de sus hombres a cambio.

— Vidal, tiene razón, todos aquí hemos infligido sufrimiento. Duarte, fuiste el primero en aplaudir la sentencia de Torres contra los guardias y Vásquez; González, permaneciste impasible mientras los guardias ardían en la torre; Vidal, rehusaste auxiliar en Cartjun; y yo... yo también soy culpable. Encerré a esos desdichados, tratándolos como meros objetos, y ahora, el arrepentimiento me devora el alma —no pude sortear todo aquello que me carcomía por dentro, esos lamentos que resonaban en mi cabeza.

La tensión se corta con la llegada de Héctor Muñoz, médico de la CM, quien trae noticias sobre Oswald y la inesperada aparición de Almánzar.

— Ante todo, lamento profundamente haberles pedido entrar en ese lugar maldito conocido como el hospital de San Nicolás de Bari. Era imperativo que lo experimentaran por sí mismos —explica Oswald, su semblante fatigado evidencia su conocimiento de lo que acecha en el hospital—. Soy consciente de las bajas y me temo que una vida entera no bastaría para expresar mi pesar.

— ¿Eras consciente de la presencia de esas criaturas? —presiona Vidal, sujetando a Oswald con firmeza.

— No tenía conocimiento de su presencia, pero sí de su existencia —se defiende Oswald, extrayendo un libro y mostrando ilustraciones de las criaturas denominadas "carroñeros" por Dalfy y los cuervos—. Estas entidades descompuestas, antes humanas y ahora vacías, son el resultado de la evolución de la enfermedad de la podredumbre, una sinergia de varios hongos que colaboran para controlar un anfitrión tan complejo como el ser humano.

— Los informes previos a la incursión no mencionaban estas aberraciones —replico Duarte, incrédulo a pesar de haberlas visto.

— Esto se debe a que la enfermedad que devoraba y debilitaba a sus anfitriones ha avanzado a una segunda etapa. Los cuerpos se han convertido en títeres de una familia de hongos, específicamente de los cordyceps y otros aún no identificados.

— ¡Eso es imposible! Los hongos son organismos saprófitos, se nutren de materia orgánica en descomposición y no generan calor. Por ello, se adaptan a temperaturas más bajas, alrededor de 25-30° centígrados, a diferencia de los 37° que mantenemos los humanos —argumenta Vidal.

— En solitario, no representan una amenaza, pero estamos ante hongos desconocidos, mutaciones y la cooperación entre distintas especies; así como un aumento exponencial en el calentamiento global. Es probable que tuvieran que adaptarse a tales condiciones climáticas.

— ¿Estás sugiriendo que los hongos operan como una sociedad humana? —inquiere Duarte, visiblemente asustado.

— Me temo que la realidad es aún más compleja. Este libro es el diario de un médico que sirvió durante el reinado de Desmond I.

— ¿Quieres decir que estos seres infernales existen desde hace casi 1500 años? —interroga Almánzar, estremecido ante la revelación de Oswald.

— No exactamente. Los textos describen cómo, cuándo y dónde surgió el primero de estos seres. La ciudad de Santos no anticipó que la situación se descontrolara tanto, ni que hubiera tantas víctimas. Según este registro, el caos fue contenido, pero ahora alguien ha desatado nuevamente el pandemónium en nuestro tiempo —concluye Oswald.

Los presentes intercambian miradas de incredulidad y temor. La idea de que estas criaturas hayan existido durante siglos y que alguien las haya liberado nuevamente es aterradora. ¿Quién o qué podría estar detrás de semejante acto?

— ¿Qué clase de mente retorcida podría desear esto? —pregunta González, quien se encuentra sumido en los recuerdos de lo acontecido dentro del nosocomio.

— Oswald, ¿existe alguna manera de poner fin a esta pesadilla? ¿Podemos revertir este despertar? —Vidal, con su pragmatismo característico, busca respuestas en la crisis.

— Ignoro si hay salida. El tomo es críptico; habla de un caos aprisionado en tiempos antiguos, más no revela el método. Nuestra única esperanza yace en desentrañar el misterio, en hallar cualquier indicio que nos revele la esencia de estas abominaciones y su talón de Aquiles —responde Oswald, su voz teñida de desolación.

— ¿Y si la solución nos elude? ¿Si la plaga se extiende sin cesar? —Duarte, presa del nerviosismo, lanza la pregunta al aire.

— Me temo que nos aguarda una contienda desesperada por nuestra existencia —profetiza Oswald, desviando la mirada hacia un abismo invisible.

—A propósito de todo esto —González exhibe el enigmático libro carmesí—. Un misterio más en nuestras manos. No sabría decir si es un aliado o un adversario en esta trama.

Vidal, cegado por la ira, se lanza sobre González, propinándole una serie de golpes hasta que Almánzar interviene.

— ¡Calma, Vidal! No podemos convertirnos en enemigos de nosotros mismos, no en estos momentos críticos —implora Almánzar.

— ¡Suéltame, Almánzar! Este desalmado se burla de la muerte de Taveras.

— Dalfy no fue el perpetrador de Taveras, ¡ya lo había dejado claro! Ahorra energías para cuando lo encontremos —advirtió González.

— No puedo confiar en tus palabras, has demostrado ser un traidor. Nada garantiza que no estés coludido con ellos; los viste en Pontos, al pie de la muralla María, y callaste. Luego, en el bosque Cayo Oscuro, descubriste la brecha y guardaste silencio. Ocultas todo lo que ves, González, ¿cuál es tu juego?

—¿Qué brecha? —inquiere Almánzar confundido por las palabras de Vidal,

— Lamento decirlo, Almánzar, pero esa mañana, cerca de donde yacía Taveras, encontramos una fisura. Era vasta, lo suficientemente amplia para permitir el paso de los desdichados que abandonamos tras la muralla María. Si tan solo hubiéramos buscado un poco más, ellos estarían aquí con nosotros —relate con pesar.

— Estás bromeando, Larel, ¿verdad? —Almánzar, incrédulo ante la calamidad recién revelada, busca confirmación—. Me están diciendo que las vidas de esos hombres, la vida de Vasquez no significó un sacrificio justo e importante para nuestra supervivencia, ¿eso me quieres decir?

— Perdón, Almánzar... Al igual que a ti, no...

— Basta, Larel. No digas más —Almánzar se desploma, abrumado por la noticia.

— Por eso guardé silencio, porque algunas verdades son demasiado lacerantes para ser compartidas —González intercede—. Esas vidas se perdieron en vano, al igual que las de los hombres en la morgue. Nuestra expedición se ha convertido en una matanza sin sentido; decidimos quién vive y quién muere sin buscar alternativas. Y ahora... es el turno de Torres.

— No, González, esta vez no. No permitiré que más vidas se apaguen sin motivo, solo para que unos pocos sobrevivamos —repliqué con firmeza votando por dejarlo vivir.

— Esta muerte es necesaria, Larel, pero debemos ser unánimes en decidir su destino.

— Lo siento por Torres, pero, prefiero que sea él a que seamos nosotros —vota Duarte a favor de dejarlo morir.

— No pienso ser verdugo de otra víctima más —Vidal, vota a favor de dejarlo vivir.

— Dejen descansar al soldado. Es el último de su pelotón en pies y no me imagino lo doloroso que será para él continuar después de tantas pérdidas —vota González por dejarlo morir.

Los presentes nos enfrentábamos a una encrucijada, debatiendo sobre la vida y la muerte. La decisión sobre el destino de Torres pende en un delicado equilibrio, donde aquellos que alguna vez defendió y protegió con ferocidad ahora juegan a ser su verdugo.

— ¿Qué haremos? —pregunta Almánzar, su voz quebrándose bajo el peso de la responsabilidad.

— No podemos permitir que más vidas se sacrifiquen sin sentido —insiste Vidal, su mirada desafiante.

— Pero tampoco podemos ignorar la amenaza que enfrentamos al dejarlo vivir —añade Duarte, su rostro pálido.

— Quizás no hay respuestas definitivas —interviene Oswald—. Pero debemos actuar con compasión y sabiduría. Si dejamos que el miedo y la desesperación nos guíen, seremos igual de aberrante que la enfermedad que azota a este país.

— ¿Y si no encontramos una solución? —pregunta Duarte, su voz temblorosa.

— Entonces lucharemos hasta el último aliento —responde Oswald, su mirada firme—. Pero no olvidemos que somos humanos, no bestias sin conciencia.

La votación continuaba. Cada palabra, cada gesto, pesaba en la balanza. En esta oscura encrucijada, la supervivencia y la humanidad cuelgan en un hilo frágil.

Éramos 45 personas al entrar a este país, ahora apenas nos alzamos 17 supervivientes de las catástrofes vividas. En total murieron 20 guardias, 4 exploradores, un transportista, un doctor y un científico. Ahora la vida del capitán Torres, cuelga en los votos de los 13 supervivientes que nos encontramos en la mansión.

Habíamos votado 6 a favor de la salvación de Torres, pero, también había 6 en contra de que viese el amanecer. El último voto, recaía en los hombros de Almánzar, quien se encontraba indispuesto a dar su voto tras la impactante noticia que supuso saber acerca de la fisura.

Almánzar, con el peso del último voto sobre sus hombros, se retiró a la biblioteca junto a Oswald, buscaba refugio entre los tomos polvorientos y las palabras de un sabio. El silencio fue testigo de los recuerdos y voces de aquellos que ya no estaban. El silencio era un grito en su mente, un recordatorio de la fisura que habían encontrado y de las vidas que se habían perdido en vano.

Mientras tanto, en la habitación donde yacía Torres, Margery terminaba su labor. Su concentración era tal que parecía ajena a la tormenta que azotaba el exterior y a la que se libraba en los corazones de sus compañeros. La vida del capitán pendía de un hilo, y con ella, la posibilidad de redención para todos ellos.

Vidal, incapaz de quedarse quieto, recorría los pasillos de la mansión. Cada paso resonaba en el vacío, un eco de la lucha interna que enfrentaba. No podía dejar de pensar en las criaturas que habían encontrado, en la enfermedad que las había transformado y en la posibilidad de que no hubiera salida a la pesadilla que vivían.

Duarte, por su parte, se había encerrado en su cuarto. Las palabras de Oswald sobre la humanidad y la compasión lo habían afectado más de lo que quería admitir. ¿Era posible mantener la humanidad en un mundo que parecía haberla perdido? ¿O acaso la supervivencia exigía sacrificar aquello que los hacía humanos?

La oscuridad de la noche se cernía sobre la mansión, y con ella, la urgencia de un veredicto se hacía palpable. Almánzar emergió de las sombras de la biblioteca, su decisión sellada en el silencio de su mirada.

Con una petición firme, exigió un encuentro privado con Torres. Al cruzar el umbral de la estancia, giró la llave con determinación, sellando su destino junto al de su adversario. La pistola, fría al tacto, se cargó con un propósito mortífero mientras sus pasos resonaban en el silencio hacia Torres.

— Tal vez mis palabras sean para ti un susurro en la penumbra —murmuró Almánzar, sus ojos destellando con el fuego de la cólera—. Pero ha llegado la hora de que mis palabras calen en tu alma, Torres...