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Amnesia

Una ligera llovizna caía aquella tarde en la capital nipona. Pese a que no era el clima ideal para pasar un momento agradable, para Hideki era perfecto. Después de todo, la extraña conexión que sentía con la lluvia le daba la oportunidad de tener un momento a solas consigo mismo y esa tarde en particular no era la excepción. Sólo permanecía en quietud, observando soñoliento las gotas de lluvia caer sobre la ventana.

"Otra vez…", pensaba. Una extraña sensación le invadía y que llegaba de forma tan súbita que ni él mismo podía comprenderla. "Otra vez ese mismo sentimiento…".

Por su mente pasaban cortas secuencias de recuerdos; recuerdos muy difusos en los que él veía un templo japonés en medio de un paisaje apacible y campestre, pero aún cuando cerraba los ojos para tratar de concentrarse mejor, sintonizando el sonido de la ligera lluvia que caía con tales difusos recuerdos, todo era un caos dentro de su cabeza y ante la impotencia, respiraba agitado haciendo un esfuerzo para recordar de forma más clara.

Al final, lo único claro era que aquella tarde de lluvia le era inexplicablemente familiar; sabía que algo derivaría de ahí en más recuerdos que esclarecieran su indudable estado de amnesia y en efecto, pudo visualizar escasamente un automóvil fuera de control, pronto a tener un accidente fatal en medio de gritos y llanto que le generaban un profundo vacío en el pecho.

—¡Oye, Yoshida! —le llamó alguien repentinamente.

La primera reacción del chico no fue otra que haberse sobresaltado ante el profundo estado de concentración en el que se encontraba y que, de no haberse visto irrumpido, probablemente habría recordado algo clave. El caso era que reconocía la voz que le había llamado; sabía de quién o, en aquel caso, de quiénes se trataba y al voltear lo confirmó. Tres de sus compañeros de orfanato estaban parados en la puerta de la habitación y por alguna razón lo miraban con burla y malicia.

—¿Qué quieren? —preguntó asustado.

El chico huérfano más alto de los tres, el mismo que lo había llamado y quien al parecer era líder de los otros dos, se acercó y lo tomó de un brazo. Los ojos del muchacho de dieciséis años se desorbitaron.

—Acompáñanos —le dijo—. Tienes que venir con nosotros.

—No voy a ir con ustedes a ninguna parte —se negó soltándose—. ¿Qué pretenden ahora?

—¡No te lo estoy pidiendo con formalidad, imbécil! —dijo con severidad el chico tomando a Hideki del kimono que usaba—. Sino vienes en una buena actitud va a ser peor para ti. ¡Sujétenlo de los brazos! —le ordenó a sus dos amigos.

Los otros dos huérfanos subordinados tomaron cada uno de un brazo a Hideki y lo obligaron a caminar rápidamente.

—Déjenme, por favor. ¿A dónde me llevan? —preguntó desconcertado al tiempo que soltaba un leve sollozo.

—¡Cállate! —le gritó el mismo chico pegándole una palmada en la cabeza—. No quiero llamar la atención de ningún maestro, así que guarda silencio y limítate a obedecer.

Hideki sentía un profundo temor por lo que sus compañeros planeaban hacerle. No era la primera vez que una situación de ese tipo sucedía, aún cuando hacía lo posible por esconderse de ellos o evadirlos. ¿Pero qué podía hacer? Para él, más que un lugar donde sentirse protegido, el orfanato era una auténtica cárcel.

Llevado forzosamente por ellos, a través de un pasillo largo y solitario, sólo los miraba y permanecía en silencio como se lo habían ordenado. Bien sabía que también era inútil salir corriendo y las veces que lo había intentado era peor.

—¿Hacia dónde vamos? —fue lo único que se atrevió a pronunciar.

Ninguno de sus compañeros le respondió, pero con prontitud llegaron a los baños públicos del orfanato donde finalmente lo soltaron.

—¿Por qué me trajeron aquí? No entiendo —dijo, pero seguidamente sus ojos se abrieron de sorpresa al escuchar la orden que de forma tan contundente el "chico líder" les dio a sus dos acompañantes.

—¡Quítenle la ropa!

Los dos subordinados se acercaron inmediatamente a Hideki, rodeándolo e intimidándolo con sus miradas para acto seguido comenzar a rasgarle el kimono.

—¿Qué hacen? ¡Déjenme! —gritaba Hideki desesperado—. ¡Suéltenme!

Aunque intentaba soltarse y salir huyendo, sus verdugos lo tomaban entre todos y lo golpeaban fuertemente. Dos de ellos se encargaban de retenerlo, mientras otro fue a abrir una de las  duchas hacia donde lo llevaron y lo obligaron a mojarse. Las burlas de su parte no se hicieron esperar; se mofaban y se placían al ver a Hideki comenzando a tiritar por el agua helada.

—¡Basta! ¡Basta, por favor! ¡Suéltenme! —pedía sollozando.

Pero parecía que por más que Hideki les suplicara, más les daba la oportunidad de demostrarles a sus compañeros de orfanato cuán débil era; tan indefenso y falto de determinación que ni él mismo, siendo consciente de ello, podía entender.

—Cierren el grifo —ordenó el "chico líder" en medio de carcajadas que se hacían menos intensas gradualmente. Le comenzaba a perder la gracia a aquella ridícula, pero a sus ojos divertidísima escena de abuso.

En efecto, uno de los subordinados cerró el grifo de la ducha y soltaron a Hideki, quien se derrumbó en el piso semidesnudo, derramando lágrimas. La vergüenza, el sentimiento de humillación y la impotencia ante lo que era sometido le hacía formar un nudo en la garganta.

—Te vamos a advertir algo —le dijo el "chico líder" de los tres, acercándosele en una actitud intimidante—. No te atrevas a abrir la boca para acusarnos con el director. No quiero tener que ser más rudo la próxima vez contigo, así que espero haber sido claro.

Hideki no dijo nada; tampoco le parecía necesario. Sus compañeros, por su parte salieron de los baños, dejando bajo llave la puerta para evitar que el chico intentara salir. Al percatarse de ello, Hideki se levantó adolorido y se dirigió hasta la puerta, intentando inútilmente abrirla.

—¡Abran! ¡No me dejen encerrado aquí, por favor! —les pedía a viva voz, azotando la puerta—. ¡No me hagan esto! ¡No me quiero quedar aquí! ¡Abran!

Pero lo único que alcanzaba a escuchar a lo lejos eran las risas de sus compañeros alejándose y el eco de su voz retumbando por todo el cuarto de baño.  La idea de quedarse allí encerrado no le gustaba para nada.

Paralelamente, en la ciudad de Osaka, una mujer joven llamada Anna se encontraba dentro de su oscura habitación en la lujosa casa de la familia Takanaga, susurrando frenéticamente un tipo de rezos difíciles de entender. Estaba arrodillada, con los ojos cerrados y sosteniendo en las manos un talismán, en medio de aquel ambiente pesado y negativo de la habitación apenas iluminada por las velas puestas en varios puntos.

La mujer de apariencia europea estaba siendo observada a través de la puerta entreabierta por Nanase, el ama de llaves. La expresión confundida de ésta última era más que evidente.

—¿Qué clase de ritual horrible es este? ¿Qué pretende la señorita Anna? —se preguntó en voz baja, llevándose las manos a la boca.

De repente, Anna dejó de rezar y volteó a ver hacia la puerta con unos aterradores ojos carmesí. Nanase al verse descubierta, no dudó en salir corriendo sin contar con que alguien le interpuso el paso estando cerca de las escaleras.

—¡Harue! —exclamó la mujer.

Ese alguien no era más que una jovencita de cabello negro largo y lacio, que además poseía una extraña e inquietante mirada; sin razón aparente, no tardó en tomar con brusquedad de un brazo al ama de llaves.

—¿Qué estás haciendo, muchacha? ¡Suéltame! —dijo totalmente desconcertada. Un mal presentimiento con respecto a lo que había observado la invadía y aunque intentaba soltarse, la fuerza de Harue era superior y casi que sobrenatural.

—¿Qué quiere que haga con ella, mi señora? —preguntó la muchachita.

Nanase se desconcertó por la pregunta de Harue. Miró hacia atrás y se encontró a Anna, por lo que la pregunta iba dirigida para ella.

—No debiste meterte en donde nadie te había llamado, Nanase —le dijo Anna—. Has visto demasiado y no me conviene.

—No sé a qué se refiere, señorita Anna, se lo juro.

—Lo que descubriste fue más que suficiente para que entiendas a qué me refiero y no pienso correr el riesgo de que abras la boca.

—Miré por accidente, pero no fue mi intención, no va a volver a suceder…

—Por supuesto que no va a volver a suceder.

Nanase alcanzó a ver cómo los ojos de Anna se desviaron a mirar a Harue al tiempo que un breve brillo rojo e intenso le acompañaba en ellos, tan intenso que parecían contener auténtico fuego. Harue no había soltado a Nanase ni un solo momento y permanecía en quietud.

—Mátala —le ordenó fríamente Anna a la muchacha.

—¡No, Harue! ¡No lo hagas! —suplicó Nanase—. Le ruego que no me haga daño, señorita Anna. ¡Por favor!

Pero tanto Anna como Harue hicieron caso omiso a las súplicas del ama de llaves y jalándola del pelo, Harue la arrojó violentamente por las escaleras sin pestañear. Nanase cayó de escalón en escalón, golpeándose la cabeza hasta llegar al final, inconsciente y dejando un cierto rastro de sangre producto del impacto de cada golpe, por lo que Harue bajó y se inclinó, poniendo sus dedos frente a la nariz de su víctima para verificar si estaba muerta. Contrario a eso, aún respiraba.

—¿Qué debo hacer ahora, mi señora? —le preguntó Harue a Anna, quien desde el segundo piso observaba todo—. Aún sigue con vida.

—Termina con lo que empezaste y deshazte de ella sin levantar sospechas.

—Como ordene.

Anna se retiró, mientras que Harue, conservando aquella misma mirada fija e inquietante, se inclinó, tomó el cuello de Nanase entre sus manos y acabó por torcerlo.

La noche ya había caído. En Tokio, Ichiro Takanaga, su hijo adoptivo Haku y Raikou estaban en la sala de la mansión Sakurai, perteneciente a la familia de éste último. Los dos primeros se encontraban sentados. Haku cruzaba las piernas y fruncía el ceño, haciendo notable el aburrimiento como también la incomodidad que sentía.

—Me honra su visita a mi mansión, Ichiro–sama —dijo Raikou sonriendo, quien acto seguido inclinó la cabeza de forma respetuosa a modo de reverencia.

—Tenía asuntos políticos por entender en Tokio y quise venir a verte Raikou, a pesar de que no he estado en buenas condiciones de salud.

—Supongo que por ese motivo Haku le acompañó.

Haku, guardando silencio, miró muy serio a Raikou. Éste le sonrió con una sutil burla; parecía que entre ambos había una mala relación.

—Efectivamente. No me sentía en la capacidad de viajar solo y le pedí a Haku que me acompañara —replicó el anciano.

—Entiendo. Sin que más que decir, por favor pónganse cómodos —les invitó Raikou a ambos—. Ya mismo doy la orden para que pongan dos lugares más en la mesa.

—No, gracias —declinó Haku y se levantó—. No hace falta que siempre estés mostrando esa careta de tipo intachable y servicial.

—¡Haku! ¿Qué clase de actitud descortés es esa? —le regañó Ichiro.

—No me interesa ser cortés con un tipo como Raikou Sakurai, ni mucho menos aceptar sus ofrecimientos hipócritas.

—¡Basta! ¡No admito que te expreses así! Raikou nos ha recibido muy bien como para que tengas esa clase de comportamiento.

—Si de eso se trata, no hace falta que me reciba bien, como tampoco pienso quedarme más tiempo aquí. Prefiero irme.

Haku salió de la sala y se chocó de hombro intencionalmente con Raikou, quien seguía sonriendo con esa misma burla sutil.

—Haku —le llamó Raikou.

Haku se detuvo justo en el umbral de la puerta; ambos estaban dándose la espalda entre sí.

—Si tienes algo contra mí, no deberías ir por las ramas. Dímelo de frente, aquí mismo frente a tu padre.

Haku no dijo nada, pero volteó a ver fulminante a Raikou. Éste, por su parte, también se dio la vuelta y ahora ambos se miraban cara a cara.

—¿Qué pasa? ¿No tienes la misma valentía para decírmelo directamente? —le preguntó acercándose a él y poniéndose serio.

Haku apretaba los puños, intentando controlar las ganas que tenía de golpear a Raikou. Ichiro, por su parte, veía incómodo la situación.

—Por lo que veo, tu respuesta a mi pregunta es no —continuó hablando Raikou—. Tu silencio lo dice todo y los celos te hacen ver patético.

—¿Celos? —preguntó Haku en tono irónico.

—¿Acaso no te sientes inferior a mí a pesar de que llevas un apellido influyente? Porque supongo que hasta tú mismo debes saber cuán patético te ves tratando de ser un descendiente digno de los Takanaga.

Haku desencajó el rostro y apretó más fuerte los puños; miraba con bastante furia a quien al parecer era su oponente. Raikou quería provocarlo y sabía que de cierta forma lo estaba logrando, por lo que seguidamente, para darle justo donde más le dolía, agregó:

—De hecho, si no me equivoco, tú no eras más que un huérfano analfabeta que mendigaba comida en las calles hasta que Ichiro te recogió por lástima.

—¿De qué tanto hablan ustedes dos? —les preguntó Ichiro desconcertado a lo lejos.

De repente, Haku perdió los estribos y no dudó en lanzarle un puño a Raikou, quien por la potencia del golpe perdió el equilibrio y se sostuvo de una mesa.

—¿Cómo te atreves? —balbuceó Raikou furioso, pero Haku no dio espera y lo tomó de la ropa, arrinconándolo contra la pared.

—¡No voy a permitir que me humilles de la forma en la que se te antoje! ¿Entendiste? —le dijo Haku iracundo—. No eres nadie más que yo como para que sienta celos de ti o de tu "apellido".

—¡Haku! ¿Qué crees que estás haciendo? ¡Suéltalo! —le ordenó Ichiro a su hijo, quien se puso de pie y se dirigió hacia los dos hombres para intervenir.

—Ya oíste a tu padre. Quítame las manos de encima.

Pero Haku no lo hizo. Trataba de controlarse para no continuar golpeándolo.

—¿Acaso no me escuchaste? —dijo Ichiro bastante enojado—. ¡Te dije que lo sueltes! ¡Ahora!

Ante las órdenes de Ichiro, Haku soltó despacio a Raikou, quien sangraba en el labio superior resultado del golpe propinado. Ichiro, abochornado por lo sucedido, se acercó a su hijo y sin darse a la espera, le lanzó una bofetada con el dorso de la mano.

—Padre —pronunció apenado el joven.

—¿En qué demonios estabas pensando al golpear a Raikou? ¿Fue esta la educación que yo te di?

—Lo siento. Discúlpeme —dijo y agachó la cabeza—. Yo sólo quería…

—¡No necesito disculpas! De hecho, no soy yo con quien debes disculparte sino con Raikou.

Haku abrió sorprendido los ojos por la petición de Ichiro.

—¿Qué estás esperando? ¡Hazlo! Discúlpate y asume tu error como un hombre.

Haku se quedó en silencio unos segundos y volteó a ver resignado a Raikou. Aunque lo dudaba, no le quería causar un disgusto mayor a Ichiro; se sentía presionado, pero sin opción, se paró de frente a Raikou y le inclinó la cabeza. Éste sonreía disfrutando de la humillación; sabía que para Haku era difícil hacerlo pese al gran recelo que le guardaba.

—Te pido que me disculpes. Yo… cometí un error grave y lo asumo. Prometo que no va a volver a suceder.

—Está bien. Levanta la cabeza —dijo Raikou limpiándose la sangre del labio con delicadeza—. Es mejor que olvidemos este asunto y lo dejemos pasar.

—Yo también me disculpo por lo que pasó, Raikou —intervino Ichiro—. Es mejor que Haku y yo nos vayamos. Ya tendremos oportunidad de cenar juntos después. Gracias por el ofrecimiento.

—Pierda cuidado Ichiro–sama. La semana que viene es probable que viaje a Osaka y pase a visitarlo.

—Espero que así sea. Sabes que eres bienvenido en mi casa. Hasta pronto.

—Hasta pronto —se despidió Raikou haciendo una reverencia un tanto inclinada—. Tengan buen viaje de regreso.

Ichiro se retiró primeramente. Haku, que había permanecido con la cabeza inclinada, la levantó y miró con odio a Raikou.

—Hasta pronto, Haku —le dijo con su típica sonrisa burlona.

Haku, sin embargo, también se retiró sin decir nada. Una vez que Raikou se quedó a solas, fue hasta una mesa, tomó una botella de licor y se sirvió en una copa para después beberla toda de un sorbo.

—No falta mucho para llevar a cabo el plan —se dijo a sí mismo tocándose el labio con cuidado—, pero primero debo buscar la forma de deshacerme de ese idiota que a la larga será un estorbo para ir después por el viejo.

Entretanto, en medio de un amplio y extenso campo abandonado, Harue estaba terminando de cubrir con tierra y usando una pala el hoyo donde enterró el cuerpo de Nanase. La muchacha sudaba aparatosamente.

—No voy a permitir que nadie le haga daño a mi señora —se dijo—. Nadie, sea quien sea.

La mirada de Harue, por alguna razón, no cambiaba. Parecía estar en una especie de trance, un trance en el que no le importó acabar con la vida de aquella mujer que durante tantos años la cuidó como una madre.

En contraste, Hideki, quien aún estaba encerrado en los baños públicos del orfanato, comenzaba a adormecerse gimoteando; se había puesto nuevamente su kimono pese a que estaba rasgado. La escasa luz de la luna apenas entraba por una ventanilla en lo alto de la pared y es que, la lluvia que había caído durante la tarde había dado paso a una noche particularmente bonita.

Louis, el director del orfanato, pasaba cerca de allí. Era un hombre de origen inglés algo mayor y su cabellera de color blanco lo confirmaba. Poco antes de las diez, siempre acostumbraba a darse una pasada por los pasillos con el fin de verificar que todo estuviera en orden, pero le desconcertó escuchar los gimoteos de Hideki aquella noche.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó el director, quien luego tocó la puerta.

Hideki se sorprendió al oír la voz de Louis e hizo silencio para no ser oído. Louis, sin embargo, sacó del bolsillo de su pantalón un manojo de llaves y no tardó en entrar al baño, sin darle tiempo al muchacho de esconderse en alguna de las duchas.

—¡Yoshida! —exclamó sorprendido—. ¿Qué está haciendo aquí en el baño a esta hora de la noche? Debería estar en los dormitorios.

Hideki se puso de pie y avergonzado, inclinó la cabeza y se limpió los ojos.

—Lo siento, director, yo…

—¿Sucedió algo? ¿Por qué está golpeado en el rostro?

El director Louis acarició la mejilla de Hideki, quien incómodo se echó para atrás apartándose de él. Recordó que, aunque el director pareciera tener una actitud formidable y benevolente con los huérfanos de su orfanato, corría el rumor de que acostumbraba a sobrepasarse con ellos.

—Entiendo. ¿Te amenazaron?

—¿A quiénes se refiere? Nadie me ha amenazado —mintió.

—Tú sabes bien a quiénes me refiero. Tus compañeros de dormitorio. Ellos te volvieron a golpear, ¿no es así?

Hideki inclinó de nuevo la cabeza y guardó silencio por temor a hablar de más; no quería acusar a sus compañeros y sabía que aunque lo hiciera, de nada le serviría. Ante su silencio, el director Louis le alzó el mentón con delicadeza.

—Acompáñame a mi oficina —le dijo—. Tengo algo de ropa que te puede quedar y con eso que traes puesto vas a terminar resfriándote.

Hideki asentó con la cabeza y salió del baño con el director. Minutos después, ambos llegaron hasta la oficina del segundo. Louis cerró la puerta y miró con una notable malicia al chico.

—¿Tienes frío? —preguntó el director—. Aunque la lluvia ya cesó, la temperatura está baja esta noche.

El director Louis se acercó a Hideki y puso sus manos sobre los hombros de éste último. La cercanía a la que el hombre estaba de él no le parecía para nada cómoda, así que se apartó.

—Director Louis, le agradezco su buena intención —dijo Hideki—, pero  siento que lo mejor es que me retire a mi dormitorio.

Haciendo una rápida reverencia japonesa, casi que descortés, intentó irse, pero una pregunta contundente de parte de Louis lo detuvo.

—¿No te gustaría saber cómo paraste en este orfanato?

Para Hideki era inevitable no sentir intriga ante ello. Nunca antes alguien, desde su llegada a ese lugar, le había dicho o tan siquiera mencionado algo que involucrara la gran parte de su vida que no recordaba.

—¿Usted conoce algo relacionado con mi pasado?

—No sé muchos detalles —respondió Louis—, pero sí varias cosas que pueden ayudarte a aclarar tus recuerdos antes de que llegaras aquí totalmente amnésico.

—Si es así, dígame —le pidió Hideki con cierto tono de desesperación—. Necesito saber quién era, mi nombre real, si tengo parientes, personas que me conozcan y me ayuden a saber qué era de mí. ¡Por favor, director Louis!

—Todo eso puedo responderlo si a cambio me complaces como quiero, Hideki.

—¿Complacer? —preguntó desconcertado.

De repente, Louis tomó con brusquedad el mentón de Hideki, cuya mirada confundida y ojos desorbitados hablaban por sí solos.

—Director —pronunció el chico en un hilo de voz. La sensación de peligro y de que algo malo iba a pasar se apoderaba de él, como ya era costumbre.

—Tienes una apariencia muy afeminada —dijo Louis, al tiempo que comenzaba a acariciarle las piernas—. Compórtate como una buena niña, ¿quieres? Y a cambio te diré lo que necesites saber.

Hideki no dudó en soltarse de Louis para salir corriendo, pero fue inútil. El director no tuvo que hacer un gran esfuerzo para alcanzarlo jalándole del pelo.

—¿A dónde crees que vas? —dijo con severidad—. ¿Piensas que te será fácil salir de aquí?

Louis empujó a Hideki contra la pared y lo desvistió con destreza, al tiempo que lo resistía de las muñecas.

—¿Qué está haciendo? Deténgase, por favor.

—¿Detenerme? Desde que llegaste a este orfanato me pareciste un joven muy atractivo —aseguró el director besándolo en la mejilla y en una actitud libidinosa—. Siempre busqué una oportunidad de tenerte a solas y ya que esta noche se me presentó, no creas que la dejaré pasar tan fácil.

—¡No, director! ¡Deténgase! ¡Se lo suplico!

Esas últimas palabras de Hideki pudieron oírse de forma desgarradora. El hecho de verse sometido a tal vejamen lo destrozaba por dentro y rebosaba su paciencia.