Humbert se habría dado de tortas. A derecha e izquierda. Además de una patada en el trasero. ¿Cómo podía ser tan burro? Hacerle el saludo militar al mayor. Con ímpetu, como le habían enseñado.
—Claro que sí —dijo el mayor Von Hagemann, que no apartaba la vista de su cara—. Humbert. ¿O debería llamarte Humbertine?
Esbozó una sonrisa extraña que Humbert nunca le había visto en la villa de las telas. Astuta. Viciosa. Maligna. Humbert pensó si no sería más sensato recogerse la falda y salir corriendo todo lo rápido que le permitieran las piernas, pero no se decidió y se quedó inmóvil.
—¿Qué haces aquí, eh?
El mayor seguía sonriendo. Lo observó de arriba abajo como si estuviera deseando arrancarle la cofia a «la chica». Sin embargo, no lo hizo. Podrían verlos desde las ventanas del palacio y sacar conclusiones equivocadas.
Humbert optó por decir la verdad. Nunca había tenido en mucha estima a Klaus von Hagemann, pero era pariente de los Melzer. Tal vez solo por eso mostrara clemencia.
—Yo… me he vuelto loco, mi mayor. He perdido la cabeza. Querían enviarnos al frente, a las trincheras, y yo me desmayo solo con notar el impacto de la granada.
Von Hagemann escuchó su tartamudeo con calma mientras deslizaba la mirada por la fila de ventanas de la primera planta, como si buscara algo. O a alguien.
—… no es culpa mía, mi mayor. Me pasa y punto. Es el ruido. Ese estruendo, el estallido. El ruido sordo cuando un proyectil impacta en la tierra. Las explosiones… Me voy, sin más. Ya no soy yo. Los compañeros tienen que cargar conmigo, al principio creían que estaba muerto.
Cuando Von Hagemann encontró lo que buscaba, se le dibujó una sonrisa triunfal en el rostro. Se pasó una mano por el gorro, ladeó un poco la cabeza, saludó a alguien, no fue un saludo militar, sino cariñoso y encantador, un saludo masculino dirigido obviamente a una dama.
—… casi me matan de una paliza, mi mayor. Porque creían que fingía, pero no es cierto. Es así, no sirvo para la batalla. Soy demasiado sensible. Sobre todo con las ratas, no puedo con ellas.
Quien fuese que estuviera en la ventana debió de retirarse, porque la sonrisa encantadora se transformó en una expresión de impaciencia.
—Has desertado, ¿no?
Qué palabra tan malintencionada. Humbert sabía que a los desertores los esperaba la pena de muerte. La soga. Un tiro en la nuca. Punto y final.
—No, no, mi mayor —dijo exaltado—. Se lo repito: no estaba en mis cabales. No sé qué me pasó cuando me vestí con esta ropa.
—Ah, ¿de verdad? —repuso Von Hagemann con ironía—. Pensaba que ya habías coqueteado otras veces con la idea de vestirte de mujer.
De nuevo aquella sonrisa hiriente. Maligna y viciosa. ¿En qué tipo de persona acababa de confiar?
—Disculpe, mi mayor, pero jamás se me había ocurrido. Se lo juro. No soy lo que tal vez cree.
Von Hagemann levantó un poco las cejas, molesto, pero decidió no incidir más en esa idea. Le importaba mucho más otro asunto.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Desde anoche, mi mayor. Pero no me descubrieron hasta esta mañana a primera hora.
El mayor aguzó la vista, parecía que iba a perforarle la frente a Humbert con los ojos. Empezaba a dar miedo.
—¿Y los señores? ¿La condesa te ha contratado?
—Claro que no, mi mayor. De momento ni siquiera he visto a los señores.
—Pero con el servicio sí que has hablado, ¿verdad?
—Con las mujeres de la cocina.
Von Hagemann hizo un gesto de duda, miró rápido hacia la ventana en cuestión y luego ordenó en voz baja:
—Venga. A mi coche. Y nada de teatro, ¿entendido?
Humbert tenía la sensación incierta de haber cometido un error fatal, pero no entendía dónde estaba la trampa. No tenía alternativa, estaba en manos de aquel hombre, para bien o para mal.
—Espera —susurró Von Hagemann, autoritario—. Quédate quieto. Haz como si me contaras algo.
Tres criadas habían salido al patio por una puerta lateral. Llevaban alfombras enrolladas y sacudidores de rejilla. ¿Aquella no era la guapa de ojos azules y rizos pelirrojos? Pasaron por su lado riendo y charlando, hicieron una reverencia al mayor alemán, que permanecía impasible, y siguieron el camino de adoquines que llevaba a la parte trasera del palacio. Seguramente ahí había un prado donde secaban la ropa y sacudían las alfombras.
—Camina. ¡Vamos, vamos! Sube detrás. Túmbate en el asiento. Hazlo. ¡Abajo del todo! ¡Y quítate esa ridícula cofia!
Humbert obedeció las instrucciones dadas a media voz. El motor del vehículo se negó dos veces a arrancar, y al tercer intento lo hizo. Von Hagemann tenía un estilo de conducción brusco. El coche daba brincos y bandazos. Cuando pasaban por un charco, el agua salpicaba y golpeaba la carrocería. Humbert iba de un lado a otro, entre todo tipo de paquetes y cajas. Hizo varios intentos fallidos de desatar las cintas de la cofia, hasta que al final se la arrancó sin más. Extrañamente, se sintió aliviado. Al cabo de un rato, se atrevió a mirar por el borde del asiento. Iban junto a un río de color marrón amarillento, y en algunos puntos la corriente había inundado la carretera. Humbert vio dos gabarras que avanzaban con esfuerzo por la marea sucia, y a lo lejos una vela, tal vez un bote de pescadores. Por lo demás, el paisaje era monótono, prados y campos, unas cuantas vacas. Al otro lado del río, un pueblecito. Tejados rojos y grises, en medio una torre de iglesia puntiaguda. Cuando el sol aparecía entre las nubes, brillaba en las corrientes turbias como si hubiera esquirlas de cristal. Solo veía los hombros y la nuca de Von Hagemann. Si se movía un poco a un lado atisbaba también las manos al volante. Llevaba unos guantes de piel marrón. Luego vio su mirada furibunda en el retrovisor y oyó su voz chillona. Humbert no entendía lo que decía por el estruendo del vehículo, pero por si acaso se volvió a tumbar.
El viaje no fue demasiado largo. El coche se subió a un bordillo y Von Hagemann frenó de forma tan brusca que Humbert resbaló entre los asientos.
—¡Eh! ¿Dónde te has metido? ¡Maldita sea!
—Aquí…, aquí, mi mayor.
Cuando Humbert se incorporó a duras penas por detrás de una caja de cartón, Von Hagemann le explicó aliviado que temía que hubiera saltado del coche. En ese caso tendría que haberle disparado.
—Fuera. Rápido. Con esas pintas vas a ser el chiste del día.
Humbert descubrió horrorizado que el coche estaba rodeado de soldados. Rostros de asombro, sonrientes, incrédulos, dedos índices que lo señalaban. Risotadas que el mayor al principio toleró pero luego cortó de golpe.
—A la despensa. Y la puerta cerrada con cerrojo.
—¡A sus órdenes, mi mayor!
Caminó entre el lodo hasta un edificio bajo que, por el olor, solo podía tratarse de una vaqueriza. Tras él había un sargento mayor con dos soldados que lo apuntaron con sus fusiles. Por un instante vio en aquel espacio en penumbra una vaca con manchas, también terneros atados, luego lo invadió el hedor de excrementos de vaca que tan repugnante le había resultado siempre.
—Dejadlo. ¡Es un truco! —oyó que gritaba alguien.
Acto seguido todo a su alrededor desapareció en un remolino oscuro que lo arrojaba de forma inexorable al abismo. Conocía la sensación, sabía que no tenía sentido luchar contra el desmayo, simplemente tenía que dejarse llevar hasta que el suelo se hundiera bajo sus pies y esperar a que la mala fortuna, que había decidido atormentarlo sin fin, lo devolviera al mundo.
Cuando abrió los ojos de nuevo tras dormir cien años, vio un rayo de luz dorada donde infinidad de seres diminutos escenificaban una animada danza de elfos. Estuvo un rato contemplando la estimulante escena, el subir y bajar de los puntitos, los rápidos círculos, el ligero deslizarse, hasta que comprendió que era una nube de mosquitos lo que bailaba contra la luz de la ventana del establo. Se sentó con cuidado, se frotó la frente, vio su extraña disposición y poco a poco recordó. Lo habían encerrado en aquella sala, era un desertor y probablemente lo ahorcarían.
Se quedó mirando los insectos bailarines. Esos pequeños mosquitos solo vivían unos días, muchos morirían ese mismo día. Sin embargo, no lo sabían, no sentían miedo al inminente e inevitable final. Qué envidia de seres. Intentó imaginarse cómo sería colgar de la horca y que el peso del propio cuerpo lo desnucara. Era rápido, la mayoría de los ahorcados apenas pataleaban, tras una breve lucha colgaban tranquilos con los brazos y las piernas inertes. Había visto dos veces de lejos cómo ajusticiaban a miembros de la resistencia belga o francesa. Llevaban un pañuelo en la cabeza, y también había mujeres. Las faldas ondeaban al viento; recordaba sus piernas y sus bastos zapatos.
Oyó el ruido metálico de las cadenas de las vacas. Se frotó el hombro dolorido, comprobó que tenía un chichón en la nuca y le sangraba el dedo índice derecho. No sabía cómo se había hecho las heridas, pero no era extraño, no era la primera vez que se quedaba inconsciente. El cuarto donde lo tenían encerrado era estrecho, y el suelo era de barro pisado. Las paredes se habían encalado tiempo atrás, ahora el revestimiento se descascarillaba por todas partes, y se veían ladrillos rojos, aquí y allá un clavo oxidado, un gancho. En un rincón había un cubo metálico, pero Humbert prefirió no pensar en su función. Levantó las rodillas, se las abrazó y se quedó mirando el rayo de luz. Entraba por una ventana cuadrada del establo con los cristales rotos, atravesaba la pequeña estancia y formaba una sombra en cruz inclinada en la pared de enfrente. Humbert fijó la vista en la cruz, que poco a poco se volvió más imprecisa y empezó a temblar. El cielo se nubló, pronto anochecería. Los mosquitos habían terminado su danza extática y vieron que había una fuente de alimento cerca. Estuvo un rato ocupado en dar una muerte prematura a las pequeñas sanguijuelas.
Cuando ya casi era de noche y empezaba a helarse, oyó el motor de un coche. El ruido de la portezuela al cerrarse. Alguien dio una orden breve y otra voz gritó con resolución:
—Sí, mi mayor.
Tuvo tiempo de sacar fuerzas de flaqueza cuando ya chirriaba el cerrojo y la puerta se abrió. El mayor Von Hagemann sujetaba en alto un farol de establo para iluminar el espacio. Con él entró el hedor a vaca.
—¿Has dormido bien? —preguntó malhumorado, y colocó el farol en el suelo, muy cerca de Humbert.
—No he dormido, mi mayor. Estaba inconsciente.
Von Hagemann soltó un bufido de desdén. ¿Acaso también tenía esos días del mes? ¿O sufría migrañas? Estaba en el campo, no en un salón de belleza.
Cerró la puerta tras él y miró a Humbert de arriba abajo.
—Qué desastre. Un muchacho fuerte, ágil, sano y despierto podría ofrecer un buen servicio a Su Majestad el emperador. Pero no. El señor es demasiado sensible y se desmaya con los estruendos. Un cobarde que se pone una falda de mujer mientras otros dan la vida por la patria. ¡Puaj!
Escupió en el pie izquierdo a Humbert, que en ese momento se dio cuenta de que sus zuecos de madera habían desaparecido y estaba en calcetines. Le daba igual. Empezó a sentir una resistencia obstinada. ¿Qué daño hacía al ejército imperial que se fuera alguien como él, que de todos modos no era apto para la lucha? ¿Por qué tenía que morir por eso? ¡No había hecho nada malo a nadie!
El mayor se mordió los labios y se quedó en silencio, con la mirada fija al frente. Humbert esperó, oyó el martilleo de su propio latido, notó cómo los segundos se convertían en minutos. Empezó a albergar en su interior una leve esperanza. Von Hagemann tenía dificultades para aplicar a Humbert Sedlmayer el castigo que se merecía. ¿Acaso quería evitar posteriores disputas familiares? La idea era absurda. ¿Cómo iban a enterarse los Melzer de qué suerte había corrido él?
—¡Escucha, muchacho!
Humbert se estremeció. El requerimiento fue vehemente, en tono autoritario.
—A sus órdenes, mi mayor.
—Quiero saber cuál es tu unidad. El momento de la huida. Las circunstancias. ¿Habías bebido? ¿Estabas enfermo? ¿Tenías fiebre o algo así?
Humbert podía ser un soñador, pero no era tonto. Lo entendió al instante.
—Vomitaba. Sí, también tenía fiebre. Todo me daba vueltas. Veía cosas que no estaban.
—¿Tenías alucinaciones? Al final creíste que te hallabas frente al enemigo.
Humbert aseguró que había visto uniformes franceses. También rusos, esos eran verdes. Los soldados rusos llevaban barba, helada por el frío. Lo apuntaron con lanzagranadas, y él creyó que debía abalanzarse sobre ellos.
Von Hagemann oyó el relato, sonrió un instante y dijo que no debería exagerar. Pero podría ser una alucinación por la fiebre. Había muchas enfermedades con fiebre, las transmitían los malditos mosquitos.
—Si intento salvarte el pellejo es solo porque considero que Su Majestad el emperador necesita a todos y cada uno de los soldados en esta guerra.
Humbert tragó saliva, nervioso, y asintió varias veces. De pronto le pareció que merecía todo el esfuerzo ir a la guerra por el emperador y la patria. Daba igual dónde. En el peor de los casos, incluso en las trincheras. Cualquier cosa era mejor que llevar un pañuelo tapándote la cabeza y una soga al cuello.
—Yo… le estaré eternamente agradecido, mayor Von Hagemann. Nunca lo olvidaré.
El mayor entornó los ojos, pues tenía que mirar contra el brillo del farol para distinguir su rostro.
—Me lo agradecerás más adelante. Cuando hayas salido indemne. Si la cosa resulta, espero discreción absoluta por tu parte, ¿queda claro?
Humbert asintió de nuevo. Por supuesto. Por su propio interés. Pero sobre todo para no poner en apuros al mayor.
—Discreción absoluta, Humbert —repitió Von Hagemann en voz baja—. Tanto ahora como más adelante. ¿Queda claro?
—Absolutamente claro, mi mayor.
Von Hagemann asintió satisfecho. Le dejó el farol, le deseó que pasara «una noche agradable» y salió. Echó de nuevo el cerrojo, los pasos se alejaron y luego Humbert oyó que arrancaba el coche.
La noche le causó un gran desasosiego, no paraba de caminar de un lado a otro en su prisión. Se apoyaba en la pared y se agachaba delante de la puerta a escuchar los resoplidos y el ruido metálico de las cadenas de las vacas. En algún lugar, a lo lejos, sonaban las campanas de la torre de una iglesia, pero el viento se llevaba los sonidos, de manera que solo podía estimar la hora. Hacia el amanecer, cuando la primera luz mortecina entró por la ventana, estaba tan cansado que se quedó dormido.
—¡Eh! ¡Holgazana! ¡Se ha acabado la siesta matutina!
La habitual patada en la espinilla lo sacó del sueño. Primero notó el dolor en la pierna, luego un pinchazo en el hombro, y finalmente comprobó que le dolía la cabeza y notó un zumbido sordo en los oídos. Parpadeó y vio delante de él un soldado que le dedicaba una sonrisa burlona y le lanzaba un fardo delante de las narices.
—Lávate y vístete. Vas a ir a ver al mayor. Vamos, vamos.
—¿Que me lave? —gimió Humbert.
—Ahora traerán agua y jabón. ¿La señora necesita también perfume y una lima de uñas?
Le dejaron un cubo con agua de pozo y un pedazo de jabón duro, y luego se quedó a solas. Humbert estaba contentísimo. Habría sido bochornoso tener que quitarse la ropa de mujer delante de aquellos tipos. Se levantó con esfuerzo y se despojó de las prendas, sucias y hechas jirones. El uniforme que le llevaron le iba un poco grande, tuvo que apretarse mucho el cinturón, pero la chaqueta le sentaba bastante bien. Las botas eran de su número, como si estuvieran hechas para él, y el gorro también era aceptable. Pensó en el uniforme que solo dos días antes había enrollado y escondido en aquella buhardilla, y meneó la cabeza.
Tuvo que vaciar el cubo con el agua utilizada para el baño, uno de los soldados se llevó el jabón. Luego colocaron lecheras llenas en un carro. Iban con prisa, tres kilómetros los separaban de la siguiente granja, donde los oficiales esperaban la leche para el café matutino. Humbert empujó el carro por el camino desigual. Los recipientes de latón entrechocaban con ruido, y de vez en cuando las ruedas se hundían en un charco de fango y tenía que afanarse para seguir avanzando. Notaba un zumbido en la cabeza, le dolían los hombros, pero cumplió con su tarea en silencio, sin llamar la atención.
—Un relevo. Me toca a mí —dijo por fin uno de sus compañeros cuando ya se veía la granja a lo lejos—. Cuando lleguemos, ve a ver al capitán médico. Tiene que vendarte ese dedo.
En el mango de madera del carro había unas manchas rojas. Humbert vio que su dedo meñique tenía la piel levantada y sangraba cuando lo movía.
—No me había dado cuenta —dijo asombrado.
—Podrías acabar fácilmente con septicemia.
No eran malos tipos. Eran ariscos pero no crueles; contaban chistes verdes, pero luego mostraban compasión y echaban una mano cuando alguien lo necesitaba. Humbert se colocó detrás del carro, contento de no tener que seguir empujando, y escuchó su conversación.
—Pero no la vieja, esa está más allá del bien y del mal.
—La vieja no. La joven. Josef Brandl los vio porque el mayor lo llevó al palacio. Una buena novia. A Brandl también le habría gustado.
—¡En qué está pensando! Una condesa. Noble. Envuelta en volantes y atada con un corsé.
—¿Y qué? Debajo de todos esos encajes y volantes tiene lo mismo que las demás mujeres.
—Brandl me ha dicho que está prometida con un francés. Se enteró cuando estaba en la cocina, mientras las criadas le daban de comer.
—Ese Josef Brandl siempre ha tenido potra. Come todo tipo de exquisiteces en la cocina de palacio, y nosotros no catamos más que sopa de guisantes.
—¿La condesa está prometida y tiene una aventura con el mayor? Las mujeres belgas son unas frescas.
—Su prometido es un francés. Para nuestro mayor era cuestión de honor adelantársele.
Se rieron a carcajadas de la broma. Parecían haber olvidado del todo a Humbert. Solo cuando el carro quedó atrapado de nuevo en el lodo y él ayudó a empujar se percataron de su presencia, pero no le dirigieron la palabra. Él se alegraba, pues tenía que asimilar lo que acababa de oír. ¿Von Hagemann tenía una aventura con la joven condesa? ¿Lo había entendido bien? Bueno, eran tiempos de guerra, muchos se olvidaban de guardar fidelidad al matrimonio, sobre todo en territorio enemigo. ¿Por qué no? Uno podía estar al día siguiente desangrándose entre la mugre. Humbert no era un moralista, pero en este caso le molestaba que la mujer engañada fuera precisamente Elisabeth, una Melzer de nacimiento, miembro de la familia de sus señores. Por muy agradecido que se sintiera hacia el mayor, de repente estaba furioso con él. Las siguientes conversaciones también versaron sobre Von Hagemann, y no ayudaron a aplacar la rabia de Humbert. El mayor era «un maldito donjuán». Un sibarita. No le servía cualquier campesina, se quedaba con la mejor parte. Estuvieron un rato discutiendo sobre si las prefería rubias o morenas, hasta que coincidieron en que el color del cabello no era decisivo en su elección. Tenían que ser bonitas y muy jóvenes, delgadas y un poco infantiles. Le perdían las vírgenes.
Poco antes de girar en el patio, uno de los soldados se dio la vuelta y preguntó a Humbert:
—¿A lo mejor él…?
El resto de lo que dijo se perdió con los furiosos ladridos del perro de la granja. Una campesina salió del establo, cogió dos lecheras del carro y las llevó a la casa. Apareció un teniente por un rincón lejano de la granja, donde seguramente se encontraba el retrete. Se abrochó bien el cinturón por encima de la chaqueta del uniforme mientras se acercaba a ellos por el adoquinado cubierto de hierba. Se llevaron las manos al gorro y dieron un taconazo.
—En media hora, llamada con armas y macuto. Luego partimos.
—A sus órdenes, mi teniente. ¿Adónde vamos?
—A Bruselas. Luego seguiremos hacia el sur. ¡Soldado Sedlmayer!
Humbert dio un respingo y se puso firme, como le habían enseñado. El teniente le indicó con el pulgar que fuera a la casa.
—Vaya a ver al mayor.
—A sus órdenes, mi teniente.
Von Hagemann, mayor y, por lo que sabía ahora Humbert, conocido donjuán, estaba sentado con otros dos oficiales a una mesa larga. Entre las tazas de café y los platos había mapas extendidos con las rutas indicadas. Aquella mañana la orden de marcha había llegado de forma inesperada, fue toda una sorpresa. Seguramente se la habían comunicado por teléfono: en territorio ocupado trasladaban cables telefónicos por todas partes porque no se fiaban de las líneas existentes.
Von Hagemann levantó la cabeza cuando entró Humbert, pero no hizo ningún gesto.
—Soldado Sedlmayer, a partir de ahora estará asignado a mi unidad de oficiales. Suba, la criada le enseñará mi alojamiento. Límpiese las botas y cepíllese la chaqueta.
—A sus órdenes, mi mayor.
Humbert se prohibió pensar en su posible destino. No iba a conseguir nada bueno. Había caminado en círculo como un tonto con sus ropas de mujer y había vuelto al punto de partida. Su único consuelo era que no estaba solo.
La primera parte del camino la recorrieron en tren: los oficiales en asientos acolchados; la tropa, hacinada en vagones de mercancías. A partir de Neuchâtel siguieron a pie, bajo el cielo oscuro y una lluvia torrencial, atravesando prados y bosquecillos donde el verde brotaba en las ramas. A lo lejos, Humbert percibió un zumbido sordo y unos estruendos, que fueron aumentado hasta convertirse en los conocidos ruidos de guerra. El «puf» sordo del lanzamiento de una granada, el leve vuelo sibilante del proyectil y luego el impacto; al principio solo el «plop» al penetrar en el suelo, luego la explosión. Bajo la luz del crepúsculo se veía el brillo del fuego, un resplandor amarillo rojizo, la breve luz, la desaparición. En el refugio donde se quedaron hasta el amanecer estaban agachados muy juntos, la mayoría en silencio; solo unos pocos dormían, algunos se emborrachaban. Von Hagemann, el médico y los dos tenientes no tenían un alojamiento mucho mejor que la tropa, pues estaban tumbados sobre paja mojada. El mayor ofreció cigarrillos. Humbert también podía fumar uno.
—Mañana la cosa se pondrá seria, Sedlmayer. Podrás demostrar si eres un hombre o una niña.
Humbert encendió el cigarrillo con un mechero del mayor. Fumaba muy poco, no pudo evitar toser.
Al alba, el paisaje se presentó ante ellos lóbrego y vacío, como si estuvieran en la luna o en un desierto remoto. Los cañones habían enmudecido. Cuando emprendieron la marcha, el enemigo despertó de nuevo, los estallidos aumentaron de tono, los proyectiles abrieron cráteres en la tierra.
Con la salida del sol, el mayor distribuyó a su gente. Se dispersaron, buscaron en varios sitios un camino por donde entrar en el intrincado laberinto para no provocar aglomeraciones innecesarias. Humbert caminaba detrás de Von Hagemann, medio aturdido por las explosiones, los silbidos y siseos; notó la tierra blanda y húmeda bajo las botas; vio ante sí una llanura pelada, con bultos, llena de cráteres; aquí y allá se veían los esqueletos negros de los árboles quemados, más allá restos de paredes que ya no se podían identificar. Reinaba un hedor a tierra mojada, fuego y muerte putrefacta.
—¡Abajo! —oyó que gritaban.
Alguien lo agarró del cuello y lo arrojó al suelo.
Se quedó a gatas, de nuevo en un estrecho sendero cubierto con tablas a los lados y planchas de madera en el suelo. Las trincheras. En vista del horror que imperaba ahí fuera, en ese paisaje lunar negro, aquel agujero en la tierra le pareció un refugio.
—Casi te da —exclamó Von Hagemann—. Vamos, muévete. Nuestra posición está más adelante.
Humbert avanzó a trompicones. Pasó junto a soldados mugrientos, depósitos de municiones, cajas de alimentos, compañeros dormidos, hombres medio desnudos que se buscaban piojos. La tierra temblaba con cada impacto, le atronaban los oídos, los disparos de fusil eran un continuo martilleo. La muerte era omnipresente, caminaba a su lado como una sombra.
Lo más extraño, sin embargo, fue que Humbert no se desmayó.