Cassian despertó de golpe, sofocado por el terror que seguía latiendo en su mente como un golpe constante. El sueño se aferraba a su memoria con la misma violencia que lo había atrapado: una visión vívida de la noche en que perdió a su familia, de la sangre cubriendo la tierra y de la desesperación en los ojos de su madre mientras la vida se le escapaba frente a él, el cuerpo destrozado. En el recuerdo, el Talento despertaba dentro de él como un demonio dormido que se arrastraba desde las entrañas de su propia desesperación; sentía los tatuajes púrpura cubriéndole la piel, ardiendo y resplandeciendo en el combate con un odio oscuro, devastador.
El corazón le latía con fuerza, retumbando en su pecho como si quisiera romperse y escapar. Cayó de la cama, atrapado entre la pesadilla y la realidad, sin darse cuenta de las lágrimas que surcaban su rostro hasta que notó el frío sobre sus mejillas. Sollozaba en silencio, el sonido roto de su respiración entrecortada rebotando en las paredes de la habitación oscura y cerrada.
Aldira y Lyana, aún adormiladas, se despertaron, y al ver a Cassian en el suelo, temblando, no dudaron en acercarse. La primera en mover una mano hacia él fue Aldira, con su delicadeza que parecía ser habitual en ella, que apenas alcanzaba a rozar su hombro, como si temiera quebrarlo con el más leve contacto. Lyana, con su ternura que había demostrado, se agachó a su lado, mirándolo con compasión y tristeza en sus ojos grandes y oscuros, llenos de una inocencia que él no podía soportar. Cassian apartó la mirada, avergonzado, tratando de contener el temblor de su cuerpo, de enterrar el dolor que sentía, pero esa noche las murallas de su voluntad parecían no servir de nada.
—¿Estás… bien? —susurró Aldira, su voz un hilo frágil, apenas un murmullo. No había reproche en sus palabras, solo un deseo de ayudar, de compartir el peso de lo que fuera que lo atormentaba.
Cassian trató de decir algo, pero su voz salió quebrada, ahogada por la rabia y la pena que le carcomían por dentro. Solo logró soltar un suspiro entrecortado, los ojos ardiendo aún de la furia acumulada que no lograba dejar ir. Vio a Aldira y Lyana observándolo, sus rostros llenos de compasión pura, esa misma compasión que él había intentado rechazar tantas veces y que ahora sentía como una puñalada directa al corazón.
—Solo… —murmuró Cassian, la voz rasposa, tratando de apartarlas, de hacerlas entender que no buscaba consuelo ni quería su piedad. Pero las palabras se desvanecieron antes de formarse por completo.
Lyana, sin embargo, no se apartó. La joven lo miró a los ojos, con una suavidad que desarmaba cualquier intención de rechazo, sus manos temblorosas acercándose al rostro de Cassian, secando sin prisa las lágrimas que él mismo no había notado. El contacto de sus dedos era leve, pero su toque irradiaba una calidez que lo anclaba a la realidad, alejando las sombras de su mente. Cassian cerró los ojos, rindiéndose a la vulnerabilidad que lo embargaba, sin tener fuerzas para negarla más.
—No estás solo —murmuró Lyana, su voz tan tenue que parecía parte del susurro del viento fuera de la habitación. Era una afirmación simple, sin promesas ni juramentos, y tal vez por eso mismo le llegó tan hondo.
Cassian trató de ahogar las lágrimas, de borrar la debilidad que sentía expuesta en ese momento, pero los sollozos seguían escapándosele, como un torrente imposible de contener. La respiración entrecortada y el peso aplastante de todos esos recuerdos le quemaban por dentro, y la vergüenza le atenazaba al saberse visto así, desmoronado y vulnerable ante estas dos mujeres. Jamás había querido mostrar este lado suyo a nadie, ni admitir el dolor que lo corroía como una enfermedad silenciosa.
—Yo… perdónenme… —susurró, su voz rota, apenas un murmullo entre suspiros irregulares—. No quería que me vieran… no así… no quería que vieran lo verdaderamente patético que soy.
Aldira y Lyana intercambiaron una mirada de silenciosa comprensión, y sin necesidad de palabras, cada una colocó una mano sobre sus hombros. No intentaron forzarlo a hablar ni darle falsas palabras de consuelo, sino que se mantuvieron ahí, en un gesto simple y poderoso de apoyo silencioso. El toque de sus manos era firme pero suave, y Cassian sintió que esa pequeña muestra de compasión tenía un efecto que no podía negar: disipaba, al menos un poco, la sombra de amargura que llevaba dentro.
—Cassian… —dijo Aldira, su voz apenas un susurro, cargado de ternura—. Todos tenemos heridas que nadie ve. No hay nada de patético en eso. En el fondo… creo que eres más fuerte de lo que piensas.
Él apartó la mirada, sin poder soportar la intensidad de esos ojos llenos de comprensión y paciencia. El peso de la armadura emocional que siempre llevaba empezaba a tambalearse bajo la presión de esas palabras. No sabía cómo responderles, ni siquiera estaba seguro de querer hacerlo; pero el calor en sus hombros y el tono sincero de las dos mujeres rompían sus defensas como una lluvia persistente que erosiona la roca más dura.
—No estoy acostumbrado a esto —admitió, con la voz aún temblorosa—. A que alguien… se quede, a que alguien me mire y no vea solo… lo que tengo que ser para sobrevivir.
Lyana se inclinó un poco más hacia él, y su toque en el hombro se volvió más firme, casi como un ancla. Los ojos de ella, grandes y oscuros, brillaban con una ternura que parecía infinita, como si fuera capaz de absorber todo el dolor y odio del mundo sin perder esa suave compasión que Cassian encontraba tan incomprensible... era como su madre.
—No tienes que estar solo —dijo Lyana con voz firme, aunque su tono seguía siendo dulce—. Te seguiremos, no porque tengamos que hacerlo… sino porque queremos. Porque confío en ti, Cassian. Sé que no eres como los otros.
Esas palabras le calaron hondo. Su mente regresó a esa última noche en que su mundo se desplomó, cuando él mismo sintió que algo dentro de él despertaba, una furia descomunal que lo llevó a matar sin piedad. Desde entonces, había tratado de esconder esa parte de sí mismo, de vivir una vida fría y dura, negándose a dejar que alguien se acercara. Pero aquí estaban ellas, viendo esa debilidad y extendiéndole la mano sin exigir nada a cambio, aceptándolo incluso en sus peores momentos.
Cassian se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, luchando por recomponerse. Tomó una respiración profunda y, por primera vez en mucho tiempo, permitió que su cuerpo se relajara un poco. No había enemigos en esa habitación, ni miradas de desprecio. Solo estaban ellas, sentadas junto a él, sosteniéndolo de una manera que no necesitaba explicaciones ni palabras adicionales.
—Gracias… —murmuró finalmente, su voz suave y casi inaudible. No había palabras que pudieran expresar lo que sentía en ese instante, pero supo que no era necesario decir más. Ellas asintieron y, en silencio, se acomodaron junto a él, compartiendo esa misma quietud.
Cassian miró a Lyana con sorpresa al sentir el suave roce de sus brazos rodeándole. No recordaba la última vez que alguien le ofreció un abrazo, ese simple acto de consuelo que parecía un lujo en el mundo cruel y despiadado en el que vivían. La fragilidad de su gesto le llegó hondo, como un bálsamo inesperado en su alma endurecida. Ella lo abrazó con suavidad, casi temerosa, como si temiera que él se apartara o la rechazara; sin embargo, Cassian se quedó inmóvil, dejando que ese momento lo envolviera como una manta cálida en una noche helada.
Aldira, observando en silencio, se aproximó también, sentándose junto a ellos. Sus manos se posaron en el hombro de Cassian, un gesto sutil, pero lleno de una ternura silenciosa que parecía emanar de ella como un susurro en la penumbra. En su rostro había un brillo casi maternal, una gentileza que hacía eco a los recuerdos que él guardaba de su propia madre, esos momentos fugaces de ternura que ahora parecían pertenecer a una vida lejana y ajena. Los ojos de Aldira eran grandes y oscuros, con una bondad que parecía casi antinatural en un lugar donde la crueldad era moneda corriente. Ella no decía nada, pero el peso de su mirada era suficiente, transmitiéndole algo que hacía tiempo había olvidado: la capacidad de ser visto como alguien digno de compasión.
—Gracias… —repitió Cassian, su voz apenas un susurro. No estaba seguro de a quién iba dirigido ese agradecimiento: si a ellas, por su inusual bondad, o al destino, por haberle permitido experimentar, aunque solo fuera un instante, algo parecido a la paz.
Sus palabras eran vagas, pronunciadas con una torpeza que traicionaba la costumbre de mantener a todo el mundo a una distancia segura, de protegerse tras una coraza de silencio y desinterés. Pero esa noche, las palabras no parecían suficientes para expresar lo que sentía. Había una amargura atrapada en su pecho que, en ese instante, parecía disolverse con cada latido, como si las barreras que había construido comenzaran a desmoronarse lentamente. Era un alivio doloroso, una vulnerabilidad que dolía tanto como sanaba.
—Esto… me recuerda un poco a mi madre —dijo, con una sonrisa cansada que apenas lograba dibujarse en su rostro, una sonrisa que hacía meses no se permitía. Se sentía torpe, casi patético al admitirlo, pero no podía contener esa pequeña confesión. Lyana y Aldira le ofrecían algo que había estado ausente de su vida desde aquella noche sangrienta, un resquicio de calidez que él había asumido perdido para siempre.
Aldira asintió, sin palabras. Su mano temblaba un poco al acariciar el hombro de Cassian, y aunque su gesto era casi infantil en su sencillez, había en sus movimientos una ternura contenida, un intento desesperado de darle un fragmento de paz en medio del caos. Cassian sintió que, de alguna manera, ellas también cargaban sus propias heridas, marcas invisibles de un pasado que no necesitaban mencionar para que él supiera que también habían sufrido. En ese instante, sintió una conexión silenciosa, una cadena invisible que los unía por encima de todo lo que habían perdido.
Cassian sintió el temblor en el cuerpo de Lyana, una fragilidad que contrastaba con la fuerza inesperada de su abrazo. La forma en que ella se aferraba a él era más que un gesto; parecía un ancla, un refugio improvisado en una realidad que ambos sabían demasiado hostil. Cassian sintió cómo sus propios temores se desvanecían lentamente, como si cada segundo en esa cercanía se llevara un fragmento de su carga, de las cicatrices invisibles que arrastraba desde aquella noche trágica. Cerró los ojos un instante, hundiéndose en esa paz precaria, permitiéndose sentir el calor de Lyana, ese calor humano que había sido tan esquivo.
Pero finalmente, con una exhalación pesada, se separó de ella con un gesto suave, casi temeroso de romper algo frágil e irremplazable. Con delicadeza, tomó a Lyana por los brazos, ayudándola a ponerse de pie. Sus manos grandes y callosas contrastaban con la piel suave de ella, y Cassian, por un momento, sintió que tocaba algo demasiado puro para el mundo en que se encontraban. La observó en silencio, intentando no dejar ver la mezcla de emociones que pasaban por su mente: gratitud, miedo y esa inconfundible sensación de vulnerabilidad que hacía tanto había olvidado.
—Vuelvan a la cama —murmuró, con un tono casi paternal. No quería sonar autoritario, pero tampoco había dulzura en sus palabras; la vida le había enseñado que no debía permitirse esas indulgencias. Aldira y Lyana asintieron sin protestar, sus gestos obedientes y dóciles. Había en ellas una dependencia casi infantil, una devoción que parecía venir no de la costumbre sino de la desesperación. Cassian sintió una punzada de incomodidad al verlas así, tan dispuestas a seguir sus indicaciones sin cuestionar.
Ambas mujeres se recostaron en la cama, acomodándose una al lado de la otra con movimientos suaves, casi ceremoniosos. Lyana, con esos ojos grandes y profundos, lo miraba desde la almohada, aún con la esperanza silenciosa en su expresión, como si él fuese más que un simple compañero en su miseria, como si él fuese alguien capaz de ofrecer algo de seguridad en ese mundo despiadado. Aldira también lo observaba, con su rostro delicado y su sonrisa tímida, que destellaba en la penumbra como un parpadeo de luz tenue.
Cassian se dejó caer junto a ellas, pero mantuvo su distancia, colocándose de espaldas. Sintió el peso de sus cuerpos ligeros acomodarse detrás de él, el calor de sus presencias pegándose a su espalda. La oscuridad de la habitación parecía densa, casi palpable, pero la suavidad de los brazos de ambas mujeres rodeándolo le ofrecía un extraño alivio. Cassian respiró profundamente, y sus exhalaciones parecían encontrar eco en el ritmo pausado y delicado de los corazones de Lyana y Aldira, sincronizándose en una armonía frágil, casi surreal.
Hubo un momento en que Cassian sintió que debía romper el silencio, decir algo que pudiera expresar la mezcla de emociones que lo embargaban, pero las palabras se le quedaban atrapadas en la garganta. Su vida había sido una serie de golpes, pérdidas y batallas; no había espacio para momentos de paz, y esta quietud inesperada se sentía como un lujo prohibido, un resquicio de humanidad que no sabía si podía permitirse. Sin embargo, la calidez de Lyana y Aldira a su lado era suficiente para mantener a raya las sombras que constantemente lo acechaban.
Una pequeña sonrisa cansada se dibujó en sus labios. Era un gesto apenas visible, pero era más de lo que había permitido en mucho tiempo. El cansancio acumulado de noches sin descanso y días de combate parecía ceder ante el simple acto de estar ahí, en compañía de esas dos mujeres cuya dependencia y fragilidad de algún modo habían logrado traspasar su coraza endurecida. Cassian, con los ojos cerrados, se dejó llevar por la fatiga y el suave susurro de sus respiraciones a su lado, permitiéndose, por primera vez en años, entregarse al descanso sin miedo, abandonado a un sueño que, por un instante, parecía casi libre de pesadillas.
El sol filtrado por las ventanas de la habitación caía sobre el rostro de Cassian, un calor matutino que lo hizo parpadear con pesadez. Aún entre los resquicios del sueño, sintió algo suave y cálido presionándose contra él. La suavidad era casi reconfortante, envolviéndolo en un calor que, sin darse cuenta, lo hacía buscar acercarse más. Sintió la presión de su propia erección contra algo que cedía a su contacto, una piel suave y elástica que lo envolvía, y un leve gemido escapó cerca de él, un sonido apenas audible que lo hizo abrir los ojos, aún somnoliento y confundido.
Lo primero que vio fue el rostro de Aldira, a tan solo unos centímetros de su propio rostro. Su expresión era un desconcierto profundo mezclado con un rubor evidente; sus mejillas estaban teñidas de rojo, y sus ojos, fijos en los de Cassian, se desviaron de inmediato, incapaces de sostener la intensidad del momento. Cassian miró hacia abajo y se dio cuenta de que su mano, aún pesada y tosca, estaba posada en el pecho de Aldira, sobre esa curva delicada que él no había buscado, pero de la que ahora era demasiado consciente. Se sintió torpe y fuera de lugar, su mente aún tratando de procesar la situación. La suavidad de la piel de Aldira bajo sus dedos lo devolvió a la realidad con una sacudida, y al apartar la mano con algo de torpeza, notó cómo ella bajaba la vista, casi escondiéndose detrás de sus propios mechones de cabello.
Cassian parpadeó, confundido y a la vez consciente de una sensación que hacía tiempo había ignorado o reprimido. Sin atreverse a mover la mano de inmediato, sus pensamientos comenzaron a correr, intentando asimilar la situación en la que se encontraba. Apenas separó los dedos, Aldira apartó la vista, visiblemente avergonzada, aunque no intentó alejarse de él.
Fue entonces cuando sintió otro cuerpo pegado al suyo. Miró hacia abajo de el y vio a Lyana, encogida contra él, con sus suaves curvas apretadas contra su torso y su trasero firmemente acomodado contra él, justo donde sentía su erección matutina latir con una intensidad incómoda. Lyana, que siempre se mostraba tan tímida y mansa, ahora tenía los ojos cerrados y un rubor profundo en sus mejillas, aunque sus labios entreabiertos parecían insinuar una vulnerabilidad diferente, algo que casi se confundía con una especie de tímida entrega.
Cassian tragó saliva, sintiendo cómo se tensaban los músculos de su cuerpo, tratando de reprimir la oleada de calor que subía por su pecho y se concentraba en su abdomen. Los pensamientos en su cabeza eran una mezcla de confusión, culpa y deseo reprimido, una combinación que hacía mucho tiempo no experimentaba. Se sintió atrapado entre el deseo de separarse y el impulso casi instintivo de acercarse más, de dejarse llevar por ese contacto que tanto le recordaba algo de humanidad que creía perdida.
Aldira notó la incomodidad en su rostro y, sin hablar, llevó su mano temblorosa hasta el brazo de él, apretándolo con suavidad. Sus ojos estaban bajos, con una expresión de vulnerabilidad que parecía pedir algo, aunque sus labios no se atrevieran a pronunciar ninguna palabra. Lyana, por su parte, permanecía quieta, aunque sus dedos parecían aferrarse al borde de la manta, temblando ligeramente, y sus mejillas enrojecidas dejaban entrever una mezcla de vergüenza y expectativa.
Cassian respiró profundamente, tratando de controlar los latidos erráticos de su corazón. Aunque una parte de él deseaba rendirse a esa paz fugaz y olvidarse de los horrores y responsabilidades que lo aguardaban fuera de esa habitación, también sabía que cualquier paso en falso podría romper la confianza tácita que se había formado entre los tres. Lentamente, y con un esfuerzo visible, retiró su mano del pecho de Aldira y la deslizó hacia abajo, mientras su mirada buscaba algún tipo de confirmación en los ojos de ambas mujeres, que parecían debatirse entre el pudor y un deseo tímido.
—Lo siento… —murmuró Cassian con voz ronca, apartando la mirada con algo de esfuerzo mientras trataba de apartarse, a pesar de la resistencia de Lyana, quien aún se aferraba a él con los ojos cerrados.
Pero Aldira, quien parecía más atrevida de lo que había imaginado, sacudió la cabeza suavemente y susurró con voz baja, casi inaudible:
—Está bien, no te preocupes… Estábamos aquí para acompañarte. No tienes que disculparte.
Lyana asintió, sin atreverse a mirarlo, pero su mano pequeña buscó la de él, tímidamente entrelazando sus dedos en un gesto suave, casi infantil. Cassian sintió una punzada de ternura y, con un suspiro resignado, aceptó su cercanía, dejando que el peso de su propia vulnerabilidad compartida se asentara sobre ellos.
Permanecieron así unos minutos más, compartiendo el silencio y el calor que emanaba de sus cuerpos. Cassian cerró los ojos, tratando de encontrar algún tipo de paz en ese extraño momento de intimidad. Sabía que, en cuanto salieran de esa habitación, el mundo volvería a exigir lo peor de cada uno, y él tendría que retomar el papel de protector y luchador que había adoptado.
Cassian rompió el silencio con una voz que intentaba sonar firme, aunque un tono casi tembloroso delataba su incomodidad.
—Voy a... —carraspeó, tratando de encontrar el hilo de sus pensamientos—, voy a buscar algo para que coman… y para mí también. Quédense aquí. Yo volveré pronto.
Aldira y Lyana lo miraron con una mezcla de confusión y aceptación. Ambas asintieron sin una sola pregunta, como si el mero hecho de escuchar su voz fuera suficiente. No estaban acostumbradas a recibir promesas, pero las pocas palabras de Cassian parecían tener el peso de algo valioso. Él no las miró directamente; sus ojos, cansados y aún algo turbios por las emociones revueltas de la mañana, parecían enfocados en el suelo de madera y en la tarea que se había impuesto.
Cassian se apartó con una incomodidad palpable, como si el calor compartido que había tenido con ellas le resultara a la vez necesario y prohibido. Aldira, con un movimiento casi inconsciente, dejó que su mano rozara la suya antes de que él se levantara por completo. Su toque era tímido, ligero como una brisa, pero Cassian sintió la suavidad de sus dedos, el contacto frágil que llevaba escondido un peso de anhelo y dependencia. Algo en ese gesto lo hizo detenerse por un segundo antes de alejarse finalmente, como si esa leve presión le hubiera recordado que ellas lo esperaban.
A medida que se incorporaba y se alejaba, observó de reojo a Lyana, quien permanecía acurrucada, como si temiera que al levantarse pudiera romperse algo invisible entre ellos. Sus ojos lo seguían con una expresión mezcla de adoración y temor; era una mirada que había visto en los ojos de los más jóvenes en su aldea, un gesto lleno de dependencia y casi sumisión. Algo dentro de él sintió un peso incómodo al reconocerlo, pero la urgencia de salir y darles algo de lo poco que podía ofrecerle alivió el momento.
Caminó hacia la puerta en silencio, casi sin mirar atrás, tratando de recomponerse mientras sentía el peso de su propia humanidad despertando de un letargo que se le hacía extraño. Su paso era rápido y decidido, pero el calor del abrazo de Aldira y la presión de Lyana en su espalda aún lo envolvían, dejándole un rastro de emociones que se debatían entre la culpa y una efímera paz. Salió al frío aire matutino y cerró la puerta detrás de él, permitiéndose un suspiro largo que lo devolviera a la realidad brutal que lo esperaba afuera. Sabía que la tregua que había encontrado en ese cuarto era solo temporal; allá fuera el mundo seguía siendo un lugar despiadado que no perdonaba debilidades ni momentos de paz.
Cassian caminó por la casa que habían utilizado como base, un antiguo refugio de madera desgastada y paredes de piedra, cuyo interior olía a humo y a la descomposición de días de combate y desesperanza. La luz filtrada por las rendijas iluminaba los rostros de los mercenarios atados en el suelo, con miradas vacías que hablaban de la derrota y el cansancio. Algunos estaban completamente desnudos, sus cuerpos marcados por la guerra y el tiempo, y otros llevaban solo una túnica raída que no les ofrecía protección alguna contra el frío del amanecer.
Al salir de la casa, el aire exterior le golpeó la cara como un recordatorio de la crudeza de su realidad. Miró a su alrededor: el pueblo había sido reducido a un campo de ruinas humeantes, con las cenizas que aún flotaban en el aire como un sombrío recordatorio de lo que había sido. Las pocas casas que quedaban en pie estaban siendo ocupadas por otras bandas, quienes se movían con la arrogancia de aquellos que recién llegan a un territorio despojado de su vida. Al fondo, un grupo de hombres se apiñaba alrededor de una fogata, su calor contrastando con el ambiente helado de la mañana.
Cassian se acercó a la fogata, guiado por un leve olor a comida que rompía la monotonía del lugar. En el caldero que burbujeaba sobre el fuego, el contenido parecía ser una mezcla de lo que probablemente eran restos de carne y algunas raíces, todo ello cocido en un caldo oscuro y espeso que emitía un vapor denso. La carne, en su mayoría, se veía medio cruda, con hilos de sangre que se escapaban a la superficie. No era el manjar más apetitoso que había tenido en su vida, pero la necesidad de alimentarse era más fuerte que cualquier asco que pudiera sentir. Se acercó lo suficiente para notar el sabor a humo que se había impregnado en el caldo, un recordatorio de la destrucción a su alrededor.
Ninguno de los mercenarios de la banda de los Ojos del Cuervo era un buen cocinero, así que Cassian esperaba que al menos el guiso estuviera comestible. Aun así, el estómago vacío no era un buen juez, y cuando uno tiene hambre, cualquier cosa que sirva para llenarlo se convierte en un festín. Con una rapidez calculada, tomó tres platos de madera que estaban apilados al lado del fuego, notando la textura rugosa del material bajo sus dedos. Con cuidado, se sirvió el caldo, asegurándose de conseguir un par de trozos de carne que flotaban en la superficie, y luego se sirvió un poco más para las mujeres, sabiendo que ellas también necesitarían algo de alimento.
Mientras servía, observó a los mercenarios alrededor de la fogata. Algunos compartían bromas y risas, como si la vida cotidiana y la muerte no estuvieran a su alrededor, mientras que otros simplemente se sentaban en silencio, mirando las llamas danzarinas que iluminaban sus rostros cansados.
Con un movimiento firme, se llevó los platos hacia la casa, decidido a compartir la comida con Aldira y Lyana. Al entrar y al verlas, sentados juntas en el borde de la cama, Cassian sintió una punzada de ternura. Sus miradas lo recibieron con curiosidad, y él, al ver sus ojos brillantes, sintió que, al menos por un momento, había algo más que simple supervivencia en sus vidas.
—He traído algo para comer —anunció, tratando de sonar más optimista de lo que se sentía realmente. Las chicas miraron los platos con interés, sus ojos iluminándose a medida que el aroma del guiso alcanzaba sus sentidos.
Aldira se inclinó hacia adelante, una expresión de sorpresa en su rostro.
—¿Qué es? —preguntó, con esa voz suave que siempre tenía, como si no quisiera romper la calma que los envolvía.
—Es... bueno, no sé si es lo mejor que he comido —dijo Cassian con una ligera sonrisa—, pero es algo.
Lyana, le sonrió tímidamente, como si estuviera acostumbrada a ver el mundo a través de una ventana empañada.
—Gracias, Cassian —dijo, sus palabras llenas de una calidez que lo tocó de manera inesperada.
Se sentaron juntos en el suelo, las piernas cruzadas y los platos en las manos. Mientras comenzaban a comer, Cassian observó cómo Aldira probaba un trozo de carne con cautela, como si cada bocado pudiera contener un riesgo oculto. La forma en que sus labios se curvaban en una pequeña sonrisa al saborear la comida le recordó la fragilidad de la felicidad, y no pudo evitar sentirse un poco más ligero al verlas disfrutar de lo poco que tenían.
El caldo era rústico, un simple brebaje de ingredientes escasos, pero el sabor que llenaba la boca era una combinación de ahumado y un toque salado que despertaba los sentidos. Cassian, con cada cucharada, se dejaba llevar por la necesidad de alimentarse, sintiendo cómo el calor del caldo se extendía por su cuerpo. Aunque la carne estaba un poco dura, su hambre lo convertía en un manjar exquisito, casi olvidando el esfuerzo que había requerido conseguirlo. El silencio compartido entre los tres era un bálsamo en medio de la brutalidad que los rodeaba, y los suaves murmullos que surgían de las mujeres eran como melodías suaves que llenaban el ambiente, dándole un matiz de intimidad a la situación. En aquel refugio desgastado, donde las paredes tenían cicatrices de batallas pasadas, había un rincón de paz que se sentía casi como un hogar. Sabía que ese momento no duraría, pero por un instante, la calidez de la compañía y la comida le parecían suficientes para seguir adelante.
Después del desayuno, Cassian se levantó con un suspiro, sintiendo el peso de la realidad sobre sus hombros. Se dirigió a su rincón, donde había dejado su gambesón y la armadura de cuero que había robado el día anterior. La tela era gruesa y áspera, llena de manchas que contaban historias de combates y sangre, y mientras se la ponía, sentía su rigidez abrazar su cuerpo. El ajuste le resultó incómodo, pero había aprendido a ignorar esas molestias. Con esfuerzo, se ató el cinto, asegurando su hacha de guerra y la espada básica que había conseguido. En ese instante, cada pieza de armamento era un recordatorio de su nueva realidad, de la lucha que se avecinaba.
Mientras se preparaba, la voz de Fenrik resonó desde el exterior, un grito autoritario que penetraba la atmósfera tranquila. —¡Prepárense! —dijo, y la urgencia en su tono era inconfundible. El comandante de la casa Valakar los había llamado para marchar nuevamente, y Cassian sintió cómo la adrenalina comenzaba a fluir por sus venas. Se dio cuenta de que debía apurarse; la inminente marcha nunca traía buenas noticias.
Volvió su mirada hacia Aldira y Lyana, quienes apenas habían tenido tiempo de prepararse. La luz de la mañana iluminaba sus rostros, acentuando la fragilidad que las caracterizaba. Ambas se movían con una timidez que reflejaba su entorno, como si cada ruido de los mercenarios en el exterior las asustara. Aldira, con su cabello deshecho y una expresión de determinación en sus ojos, intentaba organizar algunas de sus cosas. Lyana, por su parte, apenas se había movido, con su capa enrollada entre los brazos, observando a Cassian con una mezcla de admiración y preocupación.
—No tenemos mucho —dijo Aldira con voz suave, rompiendo el silencio que había invadido la habitación—. Solo la capa que Lyana llevó y eso es todo.
Cassian asintió, sintiendo que su propia carga emocional se hacía más pesada. Se acercó a ellas, consciente de que no podían quedarse atrás. Las hizo subir al único carromato que tenía la banda, una estructura de madera robusta y desgastada por el tiempo, que chirriaba con cada movimiento. Mientras las ayudaba a acomodarse, se sintió protector, un nuevo instinto que había surgido en él a medida que se aferraba a su nuevo papel en este mundo cruel.
El carromato se encontraba junto a un grupo de mercenarios que se preparaban para la marcha. Con un gesto firme, Cassian se unió a las mujeres, asegurándose de que estuvieran bien acomodadas. No podía evitar mirar a su alrededor mientras los hombres comenzaban a formar una línea. Había algo casi ceremonioso en la forma en que se movían, como si cada uno de ellos supiera que la vida y la muerte eran dos caras de la misma moneda en el camino que estaban a punto de recorrer.
A medida que el grupo se organizaba, Cassian sentía la tensión en el aire. Había murmullos entre los mercenarios, conversaciones sobre lo que podrían enfrentar, rumores de encuentros con otras bandas y la inquietante posibilidad de un conflicto inminente. El sonido de armaduras chocando y las palabras de los hombres se mezclaban en un ruido de fondo que se sentía ominoso.
Cassian tomó una respiración profunda y ajustó su hacha y espada en su cinto, asegurándose de que estuviera lista para usar. El peso del metal contra su cadera era un recordatorio constante de su nueva vida. Mientras miraba a su alrededor, se dio cuenta de que no solo era él quien debía sobrevivir, sino también Aldira y Lyana. Eran vulnerables en este mundo, y la responsabilidad de protegerlas se estaba convirtiendo en un peso que ya no se le hacia tan molesto.
—Manténganse cerca de mí —les dijo, su voz firme a pesar de la incertidumbre que sentía en su interior. Ambas asintieron, sus ojos reflejando una mezcla de confianza y dependencia. En ese instante, se convirtió en su protector, un rol que le parecía tan extraño como necesario.
Cuando los mercenarios comenzaron a moverse, el carromato avanzó a su lado. Cassian caminó junto a él, sintiendo cómo el polvo del camino se acumulaba en sus botas. Cada paso resonaba con el latido de su corazón, un recordatorio de que estaba vivo, de que aún tenía un propósito. Miró hacia adelante, sintiendo el aire fresco que le golpeaba la cara, un alivio momentáneo en medio de la tensión creciente. La marcha había comenzado, y con ella, una nueva serie de desafíos se presentaba ante él. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no estaba solo.
Los días pasaron lentamente, cada uno cargado de un agotamiento que parecía acumularse en sus huesos. Durante una semana, marcharon incansablemente por las tierras de la casa Kravonn, atravesando paisajes áridos y pueblos desiertos donde el olor a ceniza y sangre aún impregnaba el aire. A medida que avanzaban, el paisaje parecía fundirse en una sola imagen: colinas despojadas, árboles quemados y campos donde solo quedaban espinas secas que crujían bajo sus botas. La tierra, alguna vez fértil, se mostraba ahora como una herida abierta que dejaba ver la miseria y el dolor de quienes la habitaban.
Cassian, en un intento de proteger a Lyana y Aldira de la dureza del camino y de la mirada hambrienta de los otros mercenarios, decidió negociar con Fenrik. Entregó parte de su propio botín, monedas y algunas joyas de dudosa procedencia, como una ofrenda para ganarse un mínimo de espacio seguro. Gracias a esto, Fenrik accedió a concederles una tienda de campaña desvencijada pero lo suficientemente resistente para brindarles algo de refugio en las noches frías. Aunque pequeña y maltratada, la tienda ofrecía un mínimo de intimidad que escaseaba en un grupo de mercenarios.
Cada noche, Cassian se aseguraba de que Lyana y Aldira se acomodaran primero dentro de la tienda, mientras él permanecía afuera, montando guardia con un ojo vigilante sobre los hombres que rondaban. Sabía lo que pasaba por sus cabezas, lo veía en las miradas que lanzaban hacia la tienda cuando creían que nadie los observaba. En más de una ocasión, algunos se acercaron, murmurando comentarios oscuros entre risas ahogadas, pero un gruñido bajo de Cassian o el simple peso de su mirada lograban disuadirlos. Aprendió rápidamente que la mayoría de ellos solo entendían el lenguaje de la violencia, y no dudaba en mostrarles, en silencio, que estaba dispuesto a usarla.
La vida en el campamento era dura y cruda. Cada mañana, Cassian salía de la tienda antes del amanecer y, si tenía suerte, encontraba una fogata con el suficiente calor para calentar un poco de agua y preparar una especie de té amargo. El sabor era repulsivo, una mezcla de hierbas silvestres que había encontrado, pero al menos ayudaba a despejar el letargo y a preparar el cuerpo para otro día de marchas interminables. Con el tiempo, incluso Lyana y Aldira parecieron acostumbrarse al sabor, aunque cada sorbo era acompañado de una mueca involuntaria.
Cassian observaba cómo las mujeres se adaptaban al entorno, mostrando una resiliencia que nunca había esperado. Aunque mansas y delicadas en apariencia, tanto Lyana como Aldira demostraban una capacidad sorprendente para soportar las miserias de este nuevo mundo. Por las noches, cuando él finalmente se despojaba de su armadura y se recostaba cerca de la tienda, a veces escuchaba sus susurros. Eran palabras suaves, intercambios de recuerdos o plegarias silenciosas. Él no decía nada, pero la melodía de sus voces, aunque débil, le ofrecía una especie de consuelo, un recordatorio de que aún había algo humano en medio de tanta brutalidad.
Durante los descansos, Cassian a menudo salía a explorar los alrededores en busca de algo comestible, cualquier cosa que pudiera variar el menú de carne salada y pan rancio que llevaban semanas masticando. En una ocasión, encontró unas bayas oscuras y ácidas que compartió con Lyana y Aldira, arrancándoles una sonrisa fugaz que le hizo sentir una chispa de satisfacción. Era un logro pequeño, pero en un mundo donde cada día podía ser el último, cada detalle importaba.
Una noche, mientras el campamento reposaba en un claro oculto entre colinas, el silencio fue interrumpido por un grito lejano. Cassian se incorporó al instante, la mano sobre la empuñadura de su espada. Alrededor, el campamento comenzó a agitarse, los mercenarios despertando de su sueño inquieto y lanzando miradas al vacío. La tensión era palpable, y Cassian sintió cómo el latido de su corazón se aceleraba mientras escudriñaba la oscuridad. No había indicios claros de peligro, pero en ese entorno, la amenaza nunca estaba lejos.
—Debe de ser algún animal —murmuró Fenrik al pasar junto a él, pero su tono no sonaba del todo convencido. Aun así, ordenó a los hombres que se dispersaran y reforzaran las guardias. Cassian decidió no volver a dormir esa noche, manteniéndose alerta mientras el murmullo del campamento moría y sus compañeros volvían a sus sueños intranquilos. En esos momentos de silencio, cada sombra parecía un enemigo acechante, y cada ruido le recordaba lo frágil que era la vida en esas tierras.
A la mañana siguiente, la marcha continuó. A medida que avanzaban, Cassian notaba cómo el paisaje comenzaba a cambiar, tornándose aún más hostil, si eso era posible. Los caminos eran más abruptos, las colinas más empinadas, y el suelo se llenaba de rocas que complicaban el paso de los carros. Los hombres empezaban a mostrar señales de cansancio; sus rostros estaban endurecidos y sus pasos, antes firmes, ahora tambaleaban ligeramente. Pero no había quejas. En un grupo como ese, la debilidad era algo que no se perdonaba. Los mercenarios sabían que el agotamiento los haría vulnerables y que nadie se detendría a ayudar a quienes se quedaran atrás.
Al final del séptimo día, cuando llegaron a un claro amplio, Fenrik ordenó montar el campamento nuevamente. Cassian ayudó a Lyana y Aldira a salir del carromato, cuidando de que no tropezaran en el suelo accidentado. Ambas estaban visiblemente cansadas, sus rostros pálidos bajo la tenue luz del crepúsculo, pero aun así, intentaban mantenerse erguidas y dignas. Cassian las observó con una mezcla de admiración y compasión, preguntándose cuánto tiempo más podrían soportar esa vida antes de que el peso de la realidad las quebrara.
A la distancia, Cassian podía ver a otros mercenarios encendiendo fogatas y organizando el suministro de comida. Con paso lento, se dirigió hacia una de las hogueras, donde un hombre robusto y de mirada dura revolvía un caldero humeante con expresión indiferente. El olor era fuerte, una mezcla de carne cocida con hierbas que lograba abrir el apetito, aunque la apariencia de la mezcla dejaba mucho que desear. Cassian se acercó con cautela, observando el contenido del caldero: un guiso espeso, en el que flotaban trozos de carne de color indefinido, algunas raíces, y una especie de verdura marchita que daba al caldo un tono amarronado.
No era precisamente una visión apetecible, pero después de días de caminar y con el estómago vacío, parecía casi un banquete. Sin pensarlo demasiado, tomó tres platos de madera desgastados que encontró cerca y se sirvió. La carne era dura y fibrosa, claramente de un animal viejo o enfermo, pero el calor y el sabor del guiso, aunque simples, ayudaban a olvidar su aspecto desagradable.
Cuando volvió a la tienda, encontró a Lyana y Aldira acurrucadas, sus cuerpos tensos y sus rostros marcados por el cansancio. Les tendió los platos con un gesto serio, sin decir una palabra, y ambas lo aceptaron con tímidas sonrisas de agradecimiento. Aunque la comida no era gran cosa, compartían en silencio el momento, llenando el ambiente de una calma extraña y reconfortante, como si, por un breve instante, pudieran olvidar la realidad brutal en la que vivían.
Cassian se sentó junto a ellas en la penumbra de la tienda, masticando en silencio el guiso tibio y dejando que el calor del estofado le llenara el estómago. Había algo reconfortante en aquella escena, como si por un breve instante pudiera olvidar la realidad que los rodeaba. Sentía el leve crujido de la madera bajo él, el susurro de las respiraciones de Lyana y Aldira, y el tenue aroma del guiso que flotaba en el aire. Era una paz frágil, casi irreal, que sabía no duraría.
Terminó de tragar un bocado y alzó la mirada, observando los rostros de Lyana y Aldira. Ambas estaban sumidas en sus pensamientos, su apariencia frágil y delicada destacando aún más en aquel entorno brutal. Sus manos temblaban levemente al sostener los platos de madera, y Cassian notaba la forma en que sus dedos se cerraban nerviosamente, aferrándose a la comida como si fuera lo último seguro que les quedaba.
Respiró hondo, preparándose para lo que iba a decir. Las palabras le pesaban en la lengua, difíciles de pronunciar, pero sabía que no podía dejarles una falsa ilusión de seguridad. La crudeza de la situación exigía franqueza, y aunque le doliera, tenían que entender lo que podría pasar.
—Mañana... es probable que me manden a pelear —comenzó con voz ronca, sin apartar la mirada del plato vacío frente a él. Hizo una pausa, pensando en cómo formular las siguientes palabras, pero al final decidió ser directo—. Por el movimiento de algunos de los jefes de las bandas mercenarias y por la ausencia de tropas de la casa Valakar, parece que vamos a ser el primer golpe, una especie de... sacrificio antes de una batalla mayor.
Notó cómo el color desaparecía de los rostros de ambas mujeres al escuchar sus palabras. Aldira bajó la mirada, mordiéndose el labio, mientras Lyana lo observaba con una mezcla de miedo y desesperación en sus ojos. Cassian podía ver el temblor en sus manos, la tensión en sus hombros, como si una parte de ellas quisiera implorarle que se quedara, que no fuera a esa batalla, pero sabían que era inútil. La guerra no daba lugar a deseos ni esperanzas.
—Es probable —continuó Cassian, su voz sonando más áspera, como si las palabras mismas le rasgaran la garganta— que me pongan en la primera línea. No sé si volveré. Si eso pasa, si no regreso... quiero que escapen. Aprovechen cuando los hombres estén borrachos celebrando o cuando las cosas estén confusas. Si ganamos la batalla y el caos se extiende, es su mejor oportunidad para huir.
Las miradas de las mujeres estaban fijas en él, cada palabra parecía golpearlas como una piedra lanzada a sus corazones. Cassian vio cómo sus labios temblaban, y por un momento, sintió un nudo en el estómago. No quería abandonarlas, no quería dejarlas a merced de aquel grupo de mercenarios despiadados, pero sabía que, si él caía en batalla, tendrían que aprender a valerse por sí mismas.
—Y si perdemos —agregó con voz más baja, inclinando la cabeza hacia ellas—, entonces vayan con los que sobrevivan. Los hombres tomarán solo lo necesario y comenzarán a huir. Síganlos, mezcladas entre ellos, y cuando sientan que están lo suficientemente lejos, aléjense. Encuentren un lugar seguro, tan lejos como puedan.
Aldira y Lyana lo miraron en silencio, cada una reflejando su miedo de manera distinta. Lyana parecía querer decir algo, pero las palabras se ahogaban en su garganta. Apretaba el borde de su capa con fuerza, sus nudillos pálidos bajo la presión. Aldira, en cambio, simplemente bajó la cabeza, sus hombros hundiéndose levemente, como si la esperanza se le escapara en ese instante. Cassian sintió una punzada en el pecho al verlas así, tan frágiles y desamparadas, atrapadas en una situación que ellas nunca habían elegido.
Tomó un último bocado del guiso, sintiendo cómo se enfriaba en su boca, el sabor ahora casi amargo. Observó el plato vacío, como si en él pudiera hallar respuestas o consuelo, pero todo lo que encontró fue una sensación de vacío. La guerra no ofrecía lugar para los sueños ni para las promesas, y si quería asegurarse de que ellas tuvieran una oportunidad de escapar, tendría que ser claro y brutal en sus palabras.
—Escúchenme bien —dijo finalmente, con una firmeza en su voz que no admitía contradicciones—. Esto no es un juego, no esperen que alguien las proteja. Si tienen una oportunidad de salir, tómenla. No duden, no miren atrás. Huyan y no se detengan hasta que estén seguras.
Cassian se levantó con un suspiro, dejando el plato a un lado y asintiendo lentamente. Sabía que, aunque sus palabras les dieran pocas esperanzas, era lo único que tenía para ofrecerles en un mundo donde la verdad era el único refugio seguro, cruel pero tangible. Las miró una última vez antes de salir, fijándose en los ojos apagados de Lyanna y Aldira, en sus expresiones de súplica silenciosa, una especie de esperanza rota que luchaba por sobrevivir, tan frágil como una flor marchita en el barro. El peso de la promesa muda que dejó en el aire le oprimió el pecho, y aunque no lo dijo en voz alta, en su interior juró que intentaría regresar.
Una vez afuera, el frío le golpeó el rostro, haciéndole recordar la áspera realidad de su entorno. La noche envolvía el campamento con una oscuridad pesada y sofocante, rota apenas por el brillo rojizo de la luna, como si el cielo mismo estuviera manchado de sangre, presagiando la violencia que se avecinaba. Los mercenarios se movían entre las sombras, algunos bebiendo de manera desenfrenada, otros entregados a placeres que prefería no mirar demasiado de cerca. Las risas vulgares y el sonido de las jarras chocando llenaban el aire junto a los murmullos de las mujeres que habían recogido en su camino, víctimas y prisioneras de la guerra y el salvajismo. Cassian sintió un desprecio involuntario al ver la deshumanización en los rostros de sus compañeros, y apartó la mirada.
Se acomodó en el suelo, dejando caer su cuerpo con un cansancio acumulado en sus huesos que se había vuelto constante. Comenzó a revisar su equipo en silencio, observando el estado de su armamento. El gambesón que llevaba, heredado o saqueado de algún desafortunado, tenía manchas de sangre seca y desgarrones en los bordes, como cicatrices de una batalla ajena. Se preguntó quién habría llevado esa prenda antes que él, qué pensamientos, miedos o esperanzas habrían quedado impresos en el tejido ahora cubierto de suciedad y mugre. Pero descartó rápidamente la idea; esos pensamientos solo lo distraerían de la tarea que tenía enfrente. Sin más, ajustó las correas de su armadura de cuero y revisó cada hebilla y costura con movimientos metódicos, precisos. Era una rutina casi mecánica, pero no por eso menos importante; si quería salir vivo de la próxima batalla, debía confiar en su equipo.
Tomó su hacha y examinó su filo bajo la luz mortecina, observando cómo el metal reflejaba un brillo opaco y mortal. Con un gesto decidido, afiló el arma con una piedra que llevaba consigo, dejando que la tarea lo envolviera, alejando por un momento el miedo latente. Sin embargo, el sonido de la tienda abriéndose detrás de él rompió su concentración. No había oído los pasos ni el leve crujido de la lona al moverse, y el toque repentino en su hombro le hizo reaccionar instintivamente, tensándose y poniéndose en guardia.
Al girarse, se encontró con la mirada suave y tímida de Lyanna, que le sonreía con una dulzura que se sentía fuera de lugar en un entorno tan brutal. Detrás de ella, Aldira le observaba con un leve temblor en las manos, como si reunir el valor para acercarse hubiera requerido de un esfuerzo inmenso.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Cassian, en un tono más brusco de lo que pretendía, pero era su manera de lidiar con la incomodidad que aquella escena le producía.
—Venimos… para que puedas descansar —respondió Lyanna, en voz baja, mientras su mirada se desviaba tímidamente hacia el suelo—. No necesitas hacer guardia esta noche. Nosotras... estamos seguras contigo.
Cassian frunció el ceño, escéptico ante la idea de dejar su vigilia y descansar realmente. Había pasado las últimas noches en vela, pendiente de cada sonido, de cada movimiento en el campamento, siempre alerta, siempre preparado para lo peor. Pero antes de que pudiera responder, Aldira dio un paso adelante, sus ojos reflejando una mezcla de determinación y vulnerabilidad.
—Ya has hecho mucho por nosotras —interrumpió suavemente, con un tono que, aunque frágil, mostraba una resolución inesperada—. Sabemos que no duermes bien por nuestra culpa. Por eso… te pedimos que duermas con nosotras esta noche. Que descanses.
Cassian abrió la boca para protestar, pero las palabras no llegaron a salir. Lyanna se acercó un paso más, apoyando una mano suave y cálida sobre su brazo, como un gesto de súplica.
—Por favor —susurró, su voz apenas audible en la noche. Sus ojos se encontraron con los de él, y Cassian vio en ellos una mezcla de miedo y gratitud, una esperanza tímida que parecía tan delicada como una llama al borde de extinguirse.
Cassian sintió que una extraña mezcla de emociones lo abrumaba, un peso diferente al de la responsabilidad que había estado cargando. Por primera vez, algo en su interior le decía que, quizás, bajar la guardia por una noche no significaría una derrota. Sus hombros se relajaron un poco, y con un suspiro, asintió lentamente, permitiéndoles guiarlo de regreso a la tienda.
Dentro, el aire estaba impregnado de la calidez de sus cuerpos y del aroma tenue de la comida que habían compartido. Se acomodaron juntos en el suelo, cada uno ocupando un lugar en el espacio reducido de la tienda. Lyanna y Aldira se acurrucaron a su lado, buscando refugio en su proximidad, sus respiraciones entrelazándose en el silencio nocturno. Cassian notó la fragilidad en sus movimientos, cómo sus cuerpos se acercaban a él, en busca de una seguridad que sólo su presencia parecía ofrecerles. Con una mezcla de resignación y alivio, dejó que sus párpados se cerraran, permitiéndose un instante de vulnerabilidad, sabiendo que esa noche no estaría solo en la oscuridad.
Afuera, el campamento continuaba su alboroto nocturno, pero en el pequeño refugio de la tienda, el mundo se sentía lejano, irrelevante. Cassian cerró los ojos, y por primera vez en días, el sueño llegó lentamente, envolviéndolo en una paz inquietante, mientras sus pensamientos se desvanecían, y el peso de la guerra se difuminaba, al menos hasta el amanecer.
Cassian despertó de golpe, arrancado del sopor por el grito áspero y autoritario de Fenrik, que resonaba con crudeza desde afuera de la tienda, rompiendo el débil refugio de paz que había encontrado en aquella madrugada.
—¡Levántate, bastardo! Quiero verte listo en menos de un minuto.
El tono imperativo lo golpeó como un balde de agua fría. Con esfuerzo, apartó los brazos de Lyanna y Aldira, quienes se aferraban a él como si en aquel abrazo silencioso hallaran una seguridad que Cassian sabía que no podía prometerles. Al separarse de ellas, sintió cómo una sombra de decepción y miedo se reflejaba en sus rostros. Esa mirada, ese miedo, le trajo un recuerdo punzante de su otra vida, una escena que creía perdida en el olvido. Se vio a sí mismo, en sus peores momentos, atrapado en el torbellino de drogas y alcohol, cuando su hermana pequeña lo miraba con ojos llenos de tristeza y miedo cada vez que lo llevaban a otro centro de desintoxicación, cada vez que su padre descargaba la furia sobre él. Era la misma mirada, esa mezcla de impotencia y dolor, la que veía ahora en Lyanna y Aldira.
Con un esfuerzo, les ofreció una sonrisa suave, una que intentaba transmitir una seguridad que él mismo no sentía, como solía hacer con su hermana en los momentos más oscuros. Extendió las manos y, con delicadeza, tocó sus rostros. La piel de ambas se sentía cálida y suave bajo sus dedos, tan frágil que por un momento temió romper esa quietud.
—No se preocupen, volveré —dijo en un susurro, tratando de sonar seguro, intentando imitar el tono amable de otra época, otra vida—. Cuando regrese, buscaremos algo bueno para comer. Solo espérenme.
Lyanna y Aldira lo abrazaron entonces con fuerza, aferrándose a él como si en ese gesto pudieran retenerlo para siempre. Sus cuerpos temblaban apenas, y sus voces, apenas un susurro en la penumbra, alcanzaron a decirle:
—Vuelve, por favor.
Cassian asintió, sin palabras, incapaz de decirles algo que traicionara la aparente seguridad que intentaba ofrecerles. Finalmente, se apartó de ellas y salió de la tienda, sintiendo cómo el frío le golpeaba el rostro con una dureza que lo devolvió a la realidad brutal de su situación.
El sol todavía no había salido, y el cielo era una inmensa extensión de nubes oscuras que parecían presagiar una tormenta de sangre. El campamento estaba en movimiento, los mercenarios se reunían en sus respectivas bandas, preparándose para la batalla que los esperaba. Cassian se ajustó el gambesón sobre los hombros, sintiendo el peso de la prenda llena de desgarrones y manchas de batallas pasadas, como una segunda piel marcada por cicatrices que no le pertenecían. Encima, se colocó la armadura de cuero, ajustando cada correa con movimientos rápidos y calculados. Se ciñó el cinto donde colgaban su espada bastarda y el hacha.
Mientras se preparaba, escuchó las palabras de Fenrik, quien gritaba para que todos los hombres de la banda se acercaran. La voz del líder de los Ojos del Cuervo resonaba con la autoridad de un veterano de cientos de combates, un hombre curtido en la brutalidad que no dejaba lugar para las dudas.
—Escuchen, bastardos —rugió Fenrik, dirigiéndose a su grupo con una sonrisa cruel—. Hoy atacaremos uno de los tres campamentos del ejército de la casa Kravonn. Si la suerte está de nuestro lado, nos tocarán tropas de leva, campesinos con lanzas que no sabrán cómo empuñarlas. Pero si no… —Fenrik dejó que sus palabras flotaran en el aire, pesadas, como una advertencia silenciosa—. Más les vale estar despiertos y listos para luchar, y si llega el momento, para correr como endemoniados.
La risa de algunos mercenarios resonó entre las filas, pero en sus ojos había un brillo de nerviosismo, una tensión que hablaba de miedo y expectativa. Cassian miró a su alrededor, observando a los hombres con los que compartía destino. Algunos tenían el rostro endurecido por la experiencia, cicatrices que contaban historias de supervivencia en cada línea, en cada arruga. Otros, más jóvenes y menos curtidos, miraban a Fenrik con una mezcla de odio, respeto y temor, aferrándose a sus armas como si en ellas hallaran la certeza que no encontraban en sí mismos.
La formación comenzó a avanzar lentamente, el sonido de las botas sobre el barro y la tierra resonaba como un tambor de guerra. Cassian se encontraba en el grupo central, avanzando junto a los demás, sintiendo la creciente tensión que precedía a la batalla. El silencio pesado de los primeros momentos fue roto por susurros nerviosos y respiraciones contenidas. Cada paso que daban los acercaba a la realidad brutal de lo que significaba estar en primera línea, enfrentar la muerte cara a cara sin posibilidad de escape.
Mientras marchaban, Cassian sintió una extraña calma descender sobre él. Recordó las palabras de su padre, en esa vida que ya no era la suya, cuando le decía que la vida era una batalla constante, que el miedo era natural, pero que la verdadera fortaleza estaba en aprender a caminar junto a él sin que lo dominara. Ahora, mientras avanzaba hacia lo desconocido, esas palabras parecían cobrar un nuevo sentido.
El claro se extendía frente a ellos como un terreno de caza, silencioso y oscuro, roto solo por las primeras luces del amanecer que insinuaban formas a través de las sombras. El campamento enemigo, soldados de la casa Kravonn, descansaba sin sospechar lo que se avecinaba. Algunos hombres, envueltos en mantos y cubiertos de tierra, dormitaban junto a sus armas aún envainadas; otros, apenas despiertos, se desperezaban, aún desarmados, sin la menor idea de que en cuestión de minutos cada uno de ellos pelearía por su vida.
El oficial de la casa Valakar levantó una mano en un gesto imperioso, los mercenarios se detuvieron. Con el mismo sigilo con el que se agazapa una bestia antes de atacar, los hombres se prepararon, las respiraciones contenidas y el sonido de las capas agitadas por el viento creando un ritmo constante, casi un susurro siniestro que llenaba el aire helado de la madrugada. Cassian, sintiendo la tensión en cada músculo, se aferró a sus armas: en una mano el mango áspero de su hacha, en la otra el frío metálico de la espada bastarda. La adrenalina inundaba su cuerpo como un veneno que quemaba en sus venas, cada latido en su pecho un recordatorio de la crudeza y la urgencia de lo que estaba a punto de suceder.
Cuando el oficial finalmente bajó la mano, el grito de guerra estalló como el rugido de una tormenta, un estruendo incontrolable y feroz que salió de las gargantas de cada mercenario, resonando como un eco brutal que parecía clavar una daga en el silencio. Cassian corrió junto a sus compañeros, sintiendo cómo el peso de su cuerpo se sincronizaba con los pasos de la banda, un aluvión de carne y acero que avanzaba hacia el enemigo con el hambre despiadada de aquellos que solo conocen la ley de la supervivencia.
La primera línea de soldados de la casa Kravonn, apenas conscientes de lo que sucedía, intentaron levantarse y alzar sus lanzas y escudos, pero muchos no llegaron ni a sostener sus armas. El caos estalló cuando los mercenarios arremetieron con la fuerza de un alud; Cassian, sin pensarlo, se lanzó contra el primer hombre que tuvo al alcance. Era un joven de mirada aterrorizada que intentó levantar su lanza, pero fue demasiado lento. Cassian descargó su hacha con toda su fuerza, hundiéndola en el hombro del soldado, que soltó un gemido agónico cuando el filo cortó tela, metal, carne, hueso y músculo. La sangre brotó en un chorro caliente, salpicando las manos y el rostro de Cassian. Aún en el suelo y entre espasmos, el hombre gimió antes de que Cassian, sin un segundo de vacilación, desenvainara su espada y acabara con su vida de un tajo certero en el cuello, silenciando sus últimos estertores.
No hubo tiempo para pensar. Cassian apenas retiró la espada cuando otro enemigo se abalanzó sobre él, empuñando un escudo de cometa que impactó contra su pecho, empujándolo hacia atrás y haciéndolo trastabillar. El hombre, protegido con un yelmo con visera y un gambesón cubierto de cota de malla y placas de acero, avanzó con una furia contenida, descargando un tajo de su espada que Cassian apenas logró bloquear con su propia hoja. El impacto retumbó en sus brazos, los músculos temblando por el esfuerzo.
El soldado Kravonn avanzó sin darle tregua, lanzando una serie de ataques meticulosos, cada golpe calculado y preciso. Cassian sintió cómo el peso de la batalla lo aplastaba, el sudor y la sangre mezclándose en su rostro mientras desviaba un golpe tras otro. En un instante de desesperación, desvió la hoja enemiga con un movimiento brusco de su espada y, con un grito de esfuerzo, embistió al soldado, lanzándolo hacia atrás lo suficiente como para recuperar el equilibrio.
Cassian avanzó, el rostro endurecido en una mueca de pura determinación, y lanzó su hacha en un arco descendente hacia la cabeza del enemigo. El soldado levantó su escudo justo a tiempo, pero el golpe resonó con un crujido sordo, y aunque la placa resistió, la fuerza del impacto lo hizo retroceder unos pasos, tambaleante. Sin perder un segundo, Cassian volvió a la carga, descargando una andanada de golpes sobre el hombre, atacando con la furia de alguien que sabe que una fracción de segundo de vacilación puede significar la muerte.
El soldado, cada vez más acorralado, intentó lanzar un contraataque, pero Cassian lo anticipó, esquivando apenas el filo de la espada que pasó junto a su mejilla, dejando un surco ardiente en su piel. Sin detenerse, aprovechó la abertura y lanzó un tajo directo a las piernas del hombre. El filo de la espada bastarda se hundió en el muslo del soldado, atravesando la cota de malla y carne. El hombre gritó, un alarido de dolor puro, y cayó de rodillas, aferrando su pierna ensangrentada mientras su rostro se contorsionaba en una mueca de agonía.
Cassian, jadeando, observó al soldado caído por un instante, la respiración pesada llenándole los pulmones, y, sin un ápice de piedad, enterró su espada en el pecho del hombre, acabando con su vida. En aquel campo de batalla, no había lugar para la compasión.
A su alrededor, el caos continuaba. Los mercenarios y los soldados de la casa Kravonn se enredaban en combates brutales, cada enfrentamiento una danza de violencia y desesperación. Cassian apenas tuvo tiempo para recuperarse cuando otro enemigo lo atacó por la espalda. Sintió el filo de una espada rozar su costado y, girando con la rapidez de un animal acorralado, bloqueó el siguiente golpe con su hacha. El impacto resonó en sus huesos, y por un segundo sus brazos cedieron ante la fuerza del oponente.
Cassian luchaba con todas sus fuerzas, sus movimientos cada vez más pesados, sus músculos ardiendo por el esfuerzo. El soldado enemigo lanzó un nuevo ataque, pero Cassian logró esquivarlo y, con un movimiento instintivo, clavó su hacha en el costado del hombre. El enemigo retrocedió, jadeando y sosteniéndose la herida que sangraba profusamente, pero antes de que pudiera reaccionar, Cassian lo derribó con un tajo preciso que lo dejó tendido en el suelo.
El campo de batalla era un infierno de carne desgarrada y metal teñido de rojo. Cassian, con el cuerpo agotado y la vista nublada por el sudor y la sangre, se abrió paso a duras penas entre los cadáveres y los soldados moribundos que quedaban tendidos en el suelo. La tierra, convertida en un lodazal resbaladizo por la sangre derramada y el barro pisoteado, hacía traicioneros cada uno de sus pasos. Cada movimiento era un esfuerzo sobrehumano, pero su instinto de supervivencia, afilado por la necesidad de vivir un día más, lo mantenía en pie, luchando como una bestia acorralada.
A lo lejos, escuchó el grito de alerta de demás mercenarios y, levantando la vista, vio la razón de ese grito desesperado. Se había formado una línea de defensa enemiga que no solo resistía, sino que estaba lanzando un contraataque con todo el peso de su fuerza. Guerreros pesadamente armados, hombres de armas y caballeros de la casa Kravonn, marchaban hacia ellos en formación cerrada, cubiertos por imponentes armaduras de placas completas. Sus yelmos brillaban bajo la tenue luz del amanecer, y las pesadas espadas, martillos y hachas que empuñaban parecían amenazas de acero puro, implacables e inevitables. La visión de aquellos hombres, avanzando con precisión militar y sin rastro de miedo, hizo que los mercenarios alrededor de Cassian gritaran de terror y rabia.
Los mercenarios intentaron reagruparse, pero el choque fue brutal. Cassian apenas tuvo tiempo de levantar un escudo del suelo cuando el primer caballero arremetió contra él. El impacto de la espada del enemigo retumbó como un trueno en su brazo, enviando un dolor punzante a través de su cuerpo. La fuerza del golpe lo hizo retroceder varios pasos, resbalando en el barro ensangrentado. El caballero frente a él, una mole de acero con la mirada helada tras la visera de su casco, levantó su espada para lanzar un segundo ataque, sin piedad, como si fuera una máquina de guerra más que un hombre.
Cassian giró a un lado, esquivando el golpe por centímetros, y aprovechó el instante para lanzar un tajo con su hacha. La hoja se estrelló contra la armadura del caballero, rebotando sin apenas causar daño. Cassian maldijo internamente, notando cómo su respiración se hacía más rápida y su corazón latía como un tambor. Sus enemigos estaban protegidos con gruesas placas de acero, casi impenetrables con sus armas de mano. Desesperado, retrocedió de nuevo, buscando cualquier debilidad en el movimiento de aquel monstruo de acero.
El caballero no dio tregua, avanzando con calma, sus pasos resonando en el suelo empapado. Cassian se lanzó hacia adelante, apuntando a la articulación de la rodilla del enemigo, un pequeño punto donde las placas no se juntaban completamente. Su hacha chocó contra la cota de malla, y aunque el impacto no atravesó la armadura, logró desequilibrar al caballero por un instante. Aprovechando el momento, Cassian le propinó un golpe con el escudo, logrando que el gigante de acero tambaleara, pero el caballero rápidamente recuperó su postura, lanzando un tajo descendente con una fuerza bestial.
El golpe fue devastador. El escudo que había tomado salió volando y Cassian apenas tuvo tiempo de desenvainar nuevamente su espada para bloquear el impacto, y la fuerza de la espada del caballero hizo que su propia hoja crujiera. El dolor recorrió sus brazos como un relámpago, y sintió como si los huesos de sus manos se fueran a romper en cualquier momento. En un intento desesperado por sobrevivir, lanzó una patada al costado del caballero, haciendo que su oponente perdiera el equilibrio por un segundo. Cassian no perdió tiempo y se lanzó hacia adelante, apuntando con su espada a una abertura en la axila del caballero. La hoja logró penetrar ligeramente en el punto débil, y un gruñido de dolor brotó del caballero, pero la herida era superficial y apenas disminuyó la amenaza.
De repente, otro soldado enemigo apareció detrás de Cassian, lanzando un ataque traicionero con una lanza. Cassian, girando apenas a tiempo, esquivó el golpe, pero sintió el filo de la lanza rozar su costado, desgarrando cuero y tela dejando una quemazón en la piel. Se volvió hacia el nuevo enemigo, un soldado con una armadura más ligera, probablemente uno de los lanceros que acompañaba a los caballeros. Sin detenerse a pensar, Cassian se abalanzó sobre él, lanzando un tajo con su hacha que chocó contra el yelmo del soldado, haciendo que el hombre retrocediera aturdido.
Aprovechando su ventaja, Cassian lo sujetó por el cuello y lo lanzó al suelo con un movimiento salvaje, hundiendo su hacha en el pecho del hombre mientras este soltaba un alarido de agonía. Pero apenas había terminado con ese enemigo cuando un tercer guerrero ya lo estaba atacando. Era otro caballero, un gigante con un martillo de guerra que alzó sobre su cabeza antes de lanzarlo en un movimiento letal. Cassian rodó hacia un lado, evitando por un pelo el golpe que estalló en el suelo, levantando una nube de tierra y fragmentos de hueso de los cadáveres cercanos.
El caballero se giró, levantando el martillo de nuevo. Cassian sabía que no podría resistir muchos golpes de esa arma; con un esfuerzo final, y sin pensar en el dolor, cargó contra el caballero, lanzando su peso contra el enemigo y aferrando el mango del martillo con ambas manos. Ambos lucharon en una prueba de fuerza brutal, sus respiraciones entrecortadas y los músculos tensos. En un movimiento desesperado, Cassian levantó su rodilla y usando su peso derrumbo a el caballero, logrando que el hombre soltara una exclamación de sorpresa. Aprovechando esa mínima ventaja, hizo el martillo hacia un lado y sin perder un segundo, hundió la punta de su espada en el hueco entre el casco y la placa del cuello. La hoja penetró profundamente, y el caballero soltó un jadeo ahogado antes de desplomarse, su cuerpo inmóvil en medio del caos de la batalla.
El aire se volvió irrespirable; el humo de las tiendas en llamas se mezclaba con el hedor del metal y la sangre, creando una atmósfera que sofocaba cada respiro. Cassian sentía la garganta seca, cada inhalación le quemaba los pulmones, y el calor en su rostro era tan intenso como si el propio infierno se hubiera desatado en ese campamento. Pero nada de eso importaba; la cólera y el instinto de supervivencia seguían impulsándolo como un animal en medio de la cacería.
Los gritos de guerra de los mercenarios resonaban en el campo de batalla, ahogados entre los alaridos de agonía y el choque ensordecedor del acero. Cassian avanzaba sin detenerse, sus movimientos cada vez más torpes por el agotamiento, pero su brutalidad sólo crecía con cada enemigo que enfrentaba. Un soldado de Kravonn apareció frente a él, un hombre de complexión robusta, cubierto de una armadura pesada que resplandecía bajo la luz de las llamas. La mirada del soldado reflejaba una mezcla de rabia y miedo, y su lanza temblaba en sus manos, como si él mismo dudara de su capacidad para detener a esa bestia que era Cassian.
Cassian no le dio tiempo de reaccionar. Lanzó un grito gutural y se abalanzó hacia él, levantando su hacha en un arco amplio. El soldado intentó bloquear el golpe con la lanza, pero el filo del hacha se hundió con un crujido sordo en la madera, partiendo la lanza en dos. Cassian siguió avanzando, lanzando un segundo golpe directo al pecho del soldado, que apenas tuvo tiempo de levantar su escudo. La hoja del hacha golpeó con fuerza, deslizándose por el borde del escudo y alcanzando el hombro del hombre, que soltó un alarido de dolor cuando el metal cortó carne y hueso. Cassian, con la respiración entrecortada, soltó el hacha clavada en el hombro del soldado y, aprovechando el momento, con su espada bastarda se la hundió en el cuello, terminando la pelea en un baño de sangre.
Sin embargo, no tuvo tiempo de recobrar el aliento. Otro enemigo ya estaba sobre él, un joven soldado con una espada larga que parecía demasiado pesada para él. Cassian sintió una punzada de lástima al ver la expresión de terror en el rostro del muchacho, pero no podía permitirse la compasión. El joven soldado lanzó un ataque torpe, y Cassian lo esquivó con un paso rápido a la izquierda, girando sobre su talón y asestándole un golpe con el pomo de su espada en la cara. El muchacho cayó hacia atrás, sus piernas fallando mientras intentaba levantarse, pero Cassian no le dio oportunidad. Clavó su espada en el pecho del soldado, y el brillo en los ojos del joven se apagó en un suspiro.
El terreno alrededor de Cassian era un amasijo de cuerpos y armas abandonadas. Sus botas se hundían en el barro empapado de sangre, y con cada paso sentía cómo sus músculos se resistían, agotados al borde del colapso. Pero la batalla aún no había terminado. A lo lejos, vio a un grupo de caballeros de Kravonn formando una nueva línea de defensa, reorganizándose para un último intento de rechazar el ataque de los mercenarios. Eran imponentes, cubiertos de armaduras de placas, sus estandartes ondeando en el aire pesado, símbolos de una resistencia inquebrantable.
Los mercenarios, enardecidos por la ventaja momentánea, lanzaron un contraataque feroz, pero la línea de caballeros resistió el embate inicial, repeliendo a los primeros atacantes con una brutalidad implacable. Cassian observó cómo uno de los caballeros, un hombre enorme de hombros anchos y yelmo adornado, derribaba a un mercenario de un solo golpe, su espada ensartando al hombre como si fuera un muñeco de trapo. El caballero se giró hacia él, y Cassian sintió una oleada de adrenalina, sabiendo que aquel era un rival que no podría derrotar como a los anteriores.
Ambos se observaron durante un instante eterno, cada uno evaluando al otro. Cassian respiraba con dificultad, el sudor y la sangre cubrían su rostro, pero no retrocedió. El caballero alzó su espada, y el acero reflejó las llamas circundantes, creando un resplandor fantasmagórico que hacía de su figura una imagen de muerte misma. Cassian, con la espada en alto y el cuerpo tenso, avanzó sin perder de vista cada movimiento de su enemigo.
El caballero lanzó un primer golpe, un tajo descendente con toda su fuerza. Cassian levantó su espada en el último segundo, interceptando el ataque, pero el impacto fue tan violento que sintió cómo sus brazos temblaban por el esfuerzo. El caballero no le dio tregua; lanzó otro golpe y otro más, obligando a Cassian a retroceder, tambaleante, esquivando y bloqueando como podía, mientras sentía cómo cada golpe lo debilitaba. Sabía que no podría resistir mucho tiempo más.
En un momento de desesperación, Cassian se lanzó hacia adelante, acercándose al caballero para evitar el alcance de su espada. El caballero intentó retroceder, pero Cassian fue más rápido; lanzó un golpe directo a la parte baja del abdomen, buscando las uniones en la armadura. Su espada se clavó en el muslo del caballero, y un gruñido de dolor escapó de la visera del yelmo. Cassian retrocedió, jadeando, observando cómo el caballero intentaba mantenerse en pie, tambaleándose ligeramente.
Aprovechando la debilidad, Cassian se lanzó de nuevo, atacando con una furia implacable. Esta vez, su espada encontró una abertura en el hombro del caballero, que soltó un grito de dolor y cayó de rodillas. Cassian lo miró por un momento, viendo cómo el hombre luchaba por levantarse, su orgullo resistiendo incluso cuando su cuerpo ya no podía más. Sin decir una palabra, Cassian levantó su espada y, en un movimiento certero, atravesó la garganta del caballero, terminando con su sufrimiento.
Cassian respiraba con dificultad, su cuerpo temblaba de agotamiento, y cada músculo le ardía como si estuviera al borde de quebrarse. Apenas tuvo tiempo para disfrutar del alivio momentáneo de haber derribado al caballero, cuando el sonido de una trompeta se elevó en el aire, resonando sobre el caos y las llamas. Era un sonido grave y penetrante, cargado de una energía oscura que avivó el ánimo de los soldados de Kravonn, quienes hasta ese momento habían mostrado señales de retirada. Cassian observó con incredulidad cómo los soldados se levantaban, las heridas ignoradas, el dolor desestimado. Era como si la trompeta hubiera encendido una chispa de furia en ellos, una furia que ahora se volcaba contra los mercenarios.
Mientras observaba a su alrededor, intentando medir la situación, sus ojos se posaron en la figura que emergía desde la penumbra del campamento en llamas. Un hombre avanzaba, escoltado por un grupo de guerreros de aspecto imponente y despiadado. Cassian frunció el ceño, estudiando al nuevo enemigo. La armadura del hombre era negra como el abismo, y llevaba el símbolo de una serpiente de plata grabado en su pecho, retorcida y amenazante. La serpiente se deslizaba por la armadura, como si fuera una extensión de su propia esencia, y Cassian dedujo que debía ser algún noble de Kravonn, quizás un bastardo reconocido, pues el escudo familiar de los Kravonn era una serpiente negra sobre un campo de plata, y los colores invertidos indicaban un linaje bastardo.
Los guerreros que lo acompañaban tenían el mismo aspecto siniestro; sus armaduras estaban decoradas con púas y placas gruesas, sus rostros apenas visibles bajo los yelmos oscuros que les daban una apariencia casi demoníaca. Cassian sintió un escalofrío recorriendo su espalda. La presencia de aquel noble y sus hombres era ominosa, como si trajeran consigo la muerte misma. Afortunadamente, Cassian estaba un poco alejado de la línea principal de combate, lo que le permitía tener un respiro antes de verse envuelto en el embate de aquellos guerreros. Sin embargo, sabía que, tarde o temprano, ese descanso se acabaría.
El guerrero de la armadura negra, alzando su espada, se dirigió a sus hombres con una mirada feroz y una voz que retumbaba como un trueno en medio de la noche. Su presencia era imponente, y los soldados de Kravonn se reagruparon, uniendo fuerzas como una ola implacable que se preparaba para arrollar cualquier cosa en su camino. Cassian sintió un escalofrío; el terreno, que segundos antes parecía dominado por los mercenarios, había cambiado de sentido en un parpadeo. Ahora, cada paso hacia el frente se sentía como una sentencia de muerte.
El primer embate fue brutal. Los soldados de Kravonn cargaron con una furia desatada, sus espadas y lanzas cortando el aire como cuchillas implacables. Cassian observaba desde su posición, atrapado entre dos decisiones: unirse a la línea de combate o retroceder y evitar el impacto directo. Pero antes de que pudiera decidir, un grupo de soldados rompió la línea de mercenarios y se abalanzó hacia él. En un segundo, Cassian se encontró rodeado de enemigos, atrapado como un animal en una trampa.
Uno de los soldados, un hombre corpulento con una barba espesa y armadura ensangrentada, levantó su hacha y lanzó un grito que parecía venir de las entrañas mismas de la tierra. Cassian apenas tuvo tiempo de levantar su espada para bloquear el golpe, y el impacto fue tan fuerte que sintió como sus piernas tambaleaban. El soldado no se detuvo; con una rapidez sorprendente, lanzó un segundo ataque, esta vez apuntando a las costillas de Cassian. Él giró sobre sus talones, esquivando apenas el filo del hacha que pasó rozando su costado. El aire alrededor era denso y sofocante, y cada movimiento se volvía una lucha contra el cansancio y el calor.
Cassian retrocedió, respirando con dificultad, buscando espacio para maniobrar. Pero otro soldado ya se acercaba desde su izquierda, un espadachín ágil, cuyos ojos brillaban con una fría determinación. El hombre lanzó una serie de estocadas rápidas, obligando a Cassian a retroceder aún más, su espada parando cada golpe con un esfuerzo que lo estaba desgastando. A cada movimiento, sentía cómo sus fuerzas disminuían; el peso de su armadura, el sudor que le resbalaba por el rostro y el barro que dificultaba sus pasos lo arrastraban al límite de su resistencia.
De repente, el espadachín dio un paso atrás y el corpulento soldado aprovechó el momento para lanzarse hacia adelante con su hacha levantada. Cassian, sin tiempo para pensar, alzó su espada para bloquear, pero el soldado le lanzó una patada en el estómago que lo hizo caer de espaldas, el aire escapando de sus pulmones en un doloroso jadeo. Cassian sintió el sabor de la sangre en la boca, pero no podía detenerse. Rodó por el suelo justo a tiempo para esquivar el filo del hacha que se clavó en la tierra donde segundos antes había estado su cabeza.
Cassian se levantó tambaleante, sus músculos protestando con cada movimiento. Su vista estaba nublada, y el sonido de la batalla parecía distorsionarse en sus oídos. Intentó mantener la guardia en alto, pero sabía que estaba llegando al límite. Su enemigo lo notó también, y se abalanzó sobre él con la confianza de quien está a punto de matar. Cassian intentó lanzar un golpe, pero el soldado lo bloqueó con facilidad y, con un movimiento rápido, lo golpeó en el rostro con el borde de su escudo.
La vista de Cassian se oscureció por un momento, y cayó de rodillas, el mundo girando a su alrededor. Pero, antes de que pudiera recomponerse, sintió cómo una lanza rozaba su brazo derecho, desgarrando la carne y arrancándole un grito de dolor. Apenas tuvo tiempo de mirar a su alrededor cuando otro soldado, un gigante con una maza de guerra, se acercó con pasos pesados, listo para aplastar a Cassian como a un insecto. La desesperación lo invadió, pero el instinto de supervivencia era más fuerte. Con una maniobra desesperada, rodó por el suelo, alejándose apenas lo suficiente para evitar el golpe que estalló contra el suelo y levantó una nube de lodo y sangre.
Cada músculo de su cuerpo gritaba por descanso, pero Cassian sabía que no podía detenerse. Un paso en falso, un momento de debilidad, y su vida se terminaría allí mismo, en ese campo de batalla ensangrentado. De alguna manera, se obligó a ponerse de pie, tambaleándose, con su espada levantada en una última defensa inútil. El soldado de la maza avanzó de nuevo, su sonrisa cruel visible bajo el yelmo mientras levantaba su arma con lentitud, disfrutando el terror en los ojos de Cassian.
Cassian sintió que sus piernas temblaban; el sudor le resbalaba por la frente, mezclándose con la sangre que ya cubría su rostro. El mundo a su alrededor parecía ralentizarse mientras el guerrero bajaba la maza hacia él. En el último momento, Cassian levantó su espada y apenas logró bloquear el impacto, pero la fuerza del golpe lo arrojó hacia atrás, haciéndole soltar su arma. Cayó al suelo, indefenso, sus manos temblando mientras intentaba incorporarse.
La suerte parecía sonreírle brevemente a Cassian. Justo cuando el guerrero de la maza se cernía sobre él como una torre de acero y muerte, un virote de ballesta cruzó el aire y se incrustó en el yelmo del gigante, atravesándole el ojo izquierdo. El impacto fue brutal. El hombre soltó un grito gutural de agonía y, por un momento, su amenaza se desvaneció mientras tambaleaba, llevándose una mano al casco de hierro y retrocediendo un par de pasos, como si la sorpresa y el dolor hubieran roto su invulnerable presencia.
Cassian, sintiendo cómo la adrenalina volvía a inundarle el cuerpo, aprovechó el respiro. Se arrastró hacia su espada, sus dedos temblorosos cerrándose sobre la empuñadura mientras sus oídos se llenaban de los ecos de la batalla que los rodeaba. La escena era un infierno de fuego y metal: los mercenarios se habían lanzado en una segunda ofensiva, intentando recuperar la ventaja perdida. Hombres yacían en el suelo en grotescas posiciones, algunos aún moviéndose, gimiendo, mientras otros eran arrastrados sin vida por la tierra empapada de sangre.
El caos reinaba por todas partes. Los estandartes de diferentes casas y compañías de mercenarios ondeaban confusos, a veces derrumbándose sobre los cuerpos caídos de los hombres que los sostenían. Las tiendas del campamento ardían, el humo espeso cubría el campo de batalla, enrareciendo el aire hasta hacerlo casi irrespirable. Cassian sintió que cada respiración quemaba en sus pulmones, como si estuviera inhalando las brasas de un fuego insaciable.
Unos pasos pesados se acercaron, y al levantar la vista vio al guerrero de la maza, todavía tambaleante pero furioso, el virote aún saliendo de su casco con un rastro de sangre y fluido oscuro deslizándose por su mejilla. La herida en el ojo no lo había frenado por completo; su odio parecía haberlo vuelto aún más salvaje, como si el dolor solo hubiese encendido una furia ciega. Con un rugido que resonó por encima del estruendo de la batalla, levantó su maza y arremetió contra Cassian, su fuerza desatada en cada paso que daba.
Cassian apenas tuvo tiempo de ponerse de pie antes de que el guerrero lanzara un golpe con la maza. La evitó por poco, el enorme peso del arma chocando contra el suelo y levantando un estallido de tierra y piedras. Antes de que el guerrero pudiera volver a levantarla, Cassian lanzó un tajo con su espada, apuntando a las piernas del gigante, intentando encontrar una debilidad. El filo chocó contra el grueso metal de las grebas, resbalando sin causar más que una pequeña mella en la armadura.
El hombre reaccionó con rapidez, girándose con una agilidad sorprendente para su tamaño, y lanzó un puñetazo con su guantelete directamente al rostro de Cassian. El golpe fue como un mazazo; Cassian sintió un crujido en la nariz y cayó de espaldas, el mundo girando a su alrededor en una neblina roja. Por un momento, todo se desvaneció, y solo el rugido de la batalla lo mantuvo consciente. Su propia sangre le corría por la cara, llenándole la boca de un sabor metálico y amargo mientras intentaba enfocar su vista.
Mientras se recomponía, el guerrero volvió a atacar, esta vez levantando la maza con ambas manos, listo para aplastarle el cráneo. En un impulso desesperado, Cassian rodó hacia un lado, escuchando cómo el arma impactaba el suelo donde él había estado. La tierra tembló bajo la fuerza del golpe, y Cassian se incorporó tambaleante, el corazón martilleando en su pecho mientras buscaba una salida. A su alrededor, la batalla continuaba como una tormenta imparable; los gritos de los heridos y moribundos se mezclaban con los choques de espadas y el estrépito de las armaduras, creando una cacofonía de muerte.
Un grupo de mercenarios apareció en el campo de visión de Cassian, arremetiendo contra los soldados de Kravonn en una carga feroz. La llegada de refuerzos le dio un instante de esperanza. Uno de ellos, un hombre robusto y cubierto de barro y sangre, vio la situación de Cassian y lanzó un grito, señalando hacia el guerrero de la maza. Tres mercenarios más se unieron al ataque, rodeando al gigante en un intento de derribarlo. Pero el guerrero, aún con un ojo inutilizado, reaccionó como una bestia acorralada, lanzando golpes a diestra y siniestra. Uno de los mercenarios fue lanzado hacia atrás, su pecho destrozado por el impacto de la maza. Otro intentó apuñalar al gigante por la espalda, pero el guerrero giró y lo decapitó con un brutal giro de su arma.
Cassian, viendo la apertura que los demás habían creado, avanzó, reuniendo cada fragmento de fuerza que le quedaba. Se lanzó hacia el gigante, apuntando esta vez a la brecha en la armadura bajo el brazo, donde el metal no cubría por completo. Con un grito de pura desesperación, clavó su espada en la apertura, sintiendo cómo el filo se hundía en la carne del hombre.
El guerrero rugió de dolor, soltando la maza y tambaleándose. Cassian retiró la espada, su brazo temblando, apenas capaz de sostenerla. Sabía que ese golpe no sería suficiente para matar al gigante, pero al menos lo había herido. Sin embargo, en lugar de caer, el hombre se giró hacia él, sus ojos llenos de odio y locura. Cassian supo entonces que no saldría de esta batalla sin llevar a su cuerpo al límite absoluto.
A lo lejos, una nueva oleada de soldados de Kravonn avanzaba, armados y organizados, rompiendo la resistencia de los mercenarios que trataban de aguantar la línea. La desesperación se hacía palpable en el aire. Cassian apenas tuvo tiempo de recuperar el aliento antes de que otro soldado enemigo se acercara, su lanza apuntando directamente al pecho de Cassian. Con un reflejo casi instintivo, bloqueó el ataque con su espada, pero el impacto le recorrió el brazo como un rayo de dolor.
El guerrero herido, aún tambaleante, avanzaba hacia él, arrastrando su maza, sus ojos inyectados en sangre y sus labios apretados en una mueca de odio. Cassian, atrapado entre ambos enemigos, sentía cómo la adrenalina abandonaba su cuerpo, dejándolo vulnerable y agotado.