El cielo comenzaba a oscurecer, enrojecido por el reflejo de las llamas que todavía consumían algunas de las chozas. Un humo denso y cargado de cenizas flotaba por las calles como una neblina venenosa. Cassian caminaba en silencio, con el cuerpo tenso y la mirada fija en el camino, mientras Lyana se aferraba a su brazo, temblando ligeramente. Sentía los dedos finos y fríos de ella, como un ancla en medio de la destrucción. Aunque él no decía nada, el simple hecho de sentir su tacto era suficiente para mantenerlo enfocado.
A medida que avanzaban, tomaban los caminos más oscuros, menos transitados, esos donde el silencio y el eco de los últimos alientos agonizantes aún flotaban en el aire. Pero incluso allí, el rastro de la barbarie era inevitable: cada esquina parecía contar una historia de horror, de muerte y violencia. El suelo estaba cubierto de charcos de sangre que se mezclaban con el barro, formando una pasta pegajosa que se adhería a sus botas. En algunos tramos, cuerpos yacían dispersos, retorcidos en posiciones antinaturales; algunos sin cabeza, otros con miembros cercenados y rostros congelados en una mueca de terror. Los ojos de Cassian evitaban detenerse en esos detalles, pero cada tanto, su mirada caía inevitablemente sobre uno de ellos, y un escalofrío le recorría la espalda.
A su alrededor, algunos mercenarios pasaban riendo y bromeando como si todo aquello fuera un juego. Las miradas lujuriosas de los hombres se posaban en Lyana sin disimulo, y ella bajaba la cabeza, intentando ocultarse detrás de Cassian. Él sentía cómo su cuerpo se tensaba cada vez que uno de ellos se acercaba, pero mantenía el semblante impasible, conteniendo la rabia. Probablemente, los mercenarios asumían que ella era "suya", el premio que él había reclamado en medio del caos, y esa suposición parecía bastar para mantenerlos a raya. Sin embargo, Cassian podía notar cómo sus ojos los seguían, deseosos, expectantes, como si estuvieran esperando el momento justo para arrebatarle todo lo que tenía.
—¿Qué tan lejos está la casa, Lyana? —preguntó, sin detener su andar, su voz apenas un murmullo en el ambiente cargado de tensión.
—No… no muy lejos… mira, ahí está —respondió ella, señalando con un gesto tenue y tembloroso hacia una estructura al borde del pueblo.
Cassian entrecerró los ojos para distinguir la casa que Lyana señalaba. A simple vista, no se diferenciaba de las demás, una estructura de piedra y madera de dos plantas, con ventanas estrechas y un tejado a punto de derrumbarse. Sin embargo, mientras se acercaban, notó que había algo extraño en la construcción: aunque las paredes eran grises y toscas, la puerta era de madera oscura, casi negra, y no mostraba los signos de desgaste de las demás viviendas. Parecía que alguien había cuidado de ese lugar, al menos hasta hace poco, y eso bastaba para hacerle pensar que tal vez la historia de Lyana sobre el comerciante tacaño era cierta.
Cassian suspiró y, con la fuerza de sus hombros, empujó la puerta, tratando de no hacer demasiado ruido. Con un último movimiento Cassian retrocedió y con un ultimo empujón la puerta abrió, pero sin aliento por el impacto de la puerta al derrumbarse. Apenas podía enderezarse cuando un grito agudo desgarró el aire. Antes de que pudiera reaccionar, sintió el peso ligero y feroz de alguien abalanzándose sobre él. Instintivamente, alzó los brazos para protegerse, y sus ojos se toparon con el brillo acerado de un cuchillo que se dirigía con precisión hacia su garganta. Forcejeó, sintiendo la desesperación en los movimientos rápidos y descontrolados de la atacante. Era un intento desesperado, torpe y casi infantil, pero había una furia en su expresión que lo hizo mantenerse alerta.
Cassian logró contener sus movimientos con facilidad, sintiendo que la atacante no tenía ni la fuerza ni el peso suficiente para inmovilizarlo. Sujetó su muñeca con firmeza y, aprovechando su ventaja, la empujó contra el suelo, inmovilizándola mientras le arrancaba el cuchillo de las manos. Fue entonces cuando se detuvo, y la observó con detenimiento, sus ojos fijos en el rostro de aquella extraña mujer que acababa de intentar apuñalarlo.
Era… hermosa, una belleza desconcertante, casi irreal en medio de la devastación que los rodeaba. Su rostro era delicado, de contornos suaves y simétricos que parecían esculpidos con una precisión que desafiaba la crudeza de ese lugar. La piel de la mujer era clara, casi translúcida, como si nunca hubiera sido tocada por el sol o por el aire áspero del mundo exterior. Su belleza resultaba inquietante, demasiado perfecta, demasiado ajena a todo el horror que había a su alrededor.
Los ojos de la mujer, grandes y oscuros como pozos sin fondo, lo miraban con una mezcla de desafío y terror. Aunque el miedo la embargaba, algo en su mirada parecía desafiarlo, como si hubiera una chispa de dignidad en ella que se negaba a doblegarse, pese a la evidente vulnerabilidad de su situación. Su cabello, negro como la noche y liso como el agua tranquila, caía sobre sus hombros en un manto oscuro, enmarcando su piel pálida y dándole un aire etéreo, casi fantasmal.
Mientras la mantenía inmovilizada, Cassian notó cada detalle en el rostro de la mujer. Sus labios, de un rosa natural y carnosos, estaban apretados en una línea tensa, temblando apenas. El contraste entre sus labios y su piel clara le daba un aire sofisticado, casi como una pintura que de alguna forma había cobrado vida. Era inquietante, una presencia que, de algún modo, parecía fuera de lugar en ese entorno de violencia y muerte.
La mujer vestía un sencillo pero ajustado vestido negro, de tirantes finos, que moldeaba su figura con una elegancia despojada de adornos innecesarios. El escote pronunciado, rodeado de un bordado de encaje oscuro, le daba una apariencia elegante y provocadora a la vez. Cassian notó un collar ajustado alrededor de su cuello, una gargantilla negra con un pequeño colgante en el centro, una pieza que parecía tener un significado especial, capturando la escasa luz de la estancia y atrayendo su mirada hacia el delicado contorno de su cuello expuesto.
Finalmente, la mujer dejó de forcejear, respirando con dificultad. Cassian la soltó, retrocediendo ligeramente pero sin bajar del todo la guardia, mientras ella lo miraba con una mezcla de humillación y rabia contenida.
—¿Quién eres tú? —preguntó, con un tono frío y contenido, aunque dudaba de que ella respondiera sinceramente.
Antes de que la mujer pudiera contestar, Lyana se apresuró a intervenir, su voz llena de nerviosismo.
—Es… es Aldira, una… amiga mía —dijo, su voz apenas un susurro.
Cassian no respondió de inmediato. Observó a Lyana con una mirada dura, tratando de descifrar si la muchacha estaba mintiendo o si simplemente había cometido un error impulsivo al traerlo hasta aquí. La pregunta surgió de sus labios casi sin pensarlo, pero con la dureza de un juicio.
—¿Me engañaste para que viniera aquí? —gruñó, su voz baja y amenazante, mientras su mirada seguía fija en Lyana.
Lyana dio un paso atrás, visiblemente afectada por la dureza en sus palabras. Sus labios temblaron y sus ojos se llenaron de lágrimas, parpadeando rápidamente para evitar que cayeran. Tragó saliva, y cuando finalmente habló, su voz era apenas un murmullo, entrecortada por el miedo y el arrepentimiento.
—N-no… no quise… perdóname, Cassian, solo… solo quería que ella también pudiera estar a salvo. No… no quería engañarte. Pensé… pensé que podrías ayudarla también. Ella está sola, y yo… no podía abandonarla —respondió, sus palabras quebradas y entrecortadas, su rostro teñido de culpa y desesperación.
Cassian miró a Lyana con una mezcla de dureza y algo indefinible que luchaba por emerger desde el fondo de su alma. Las lágrimas que se deslizaban silenciosas por las mejillas de la muchacha le recordaron a una criatura asustada, un ser frágil que, a pesar de todo, había encontrado el valor para confiar en él, en un hombre endurecido por la vida y curtido por la violencia. Lyana parecía pequeña, perdida, como si la culpa y el miedo fueran el peso que sus delgados hombros apenas podían sostener. En su rostro, podía ver el rastro de las emociones reprimidas, el miedo por ella y por su amiga, la necesidad de alguien a quien aferrarse. La compasión, un sentimiento extraño que no se permitía sentir a menudo, comenzaba a abrirse paso dentro de él, apagando la rabia, suavizando los bordes afilados de su temperamento. Apretó la mandíbula y desvió la mirada, tratando de ahogar ese impulso, ese leve atisbo de humanidad que detestaba dejarse ver.
Finalmente, miró a Aldira, quien permanecía en el suelo, inmóvil, con la mirada fija en algún punto invisible del suelo como si ahí pudiera encontrar refugio. Era una mujer de una belleza apagada, sofocada por el dolor y el miedo, pero con una suavidad que parecía destellar incluso en medio de su miseria. Su cuerpo, ahora quieto, irradiaba una docilidad que contrastaba brutalmente con el arma que había intentado clavar en su garganta apenas unos instantes antes. Había algo en su quietud que le recordaba a un animal herido, atrapado, sin más opción que someterse. Sus ojos oscuros, humedecidos por lágrimas que no se permitía soltar, parecían mirar hacia el abismo de su propia derrota, y en ellos Cassian pudo vislumbrar una súplica silenciosa, una súplica que pedía simplemente… no ser destrozada.
Aldira levantó la mirada lentamente hacia él y murmuró, apenas en un susurro que era casi un lamento.
—Lo siento… —su voz era frágil, entrecortada, impregnada de vergüenza y humillación—, no debí atacarte… pensé que eras uno de esos… de los que vienen de afuera. —Su voz temblaba como una hoja, y sus palabras parecían brotar de entrecortadas en sus labios, incapaces de ocultar el miedo que la asolaba—. Creí… creí que venías por… por lo mismo que los otros, y temí que… —bajó la mirada, el color de la vergüenza pintando sus mejillas pálidas—, temí que me lastimaras, que me…
Su voz se ahogó en un silencio pesado, y Cassian sintió el peso de esas palabras, de ese miedo primitivo que ella cargaba, un miedo que, por más que él quisiera, no podría borrar. La vulnerabilidad de ambas mujeres, sus miradas cargadas de miedo y dependencia, comenzaron a rozar una parte de él que hacía mucho había dejado en el olvido. Ambas, cada una en su propia forma, parecían criaturas frágiles, rotas, que habían encontrado en él un refugio improbable. No podía evitar sentirse atrapado por la forma en que sus miradas buscaban en él algo más allá de su protección; era casi como si esperaran de él algún tipo de salvación que nunca les había prometido.
Cassian suspiró, forzándose a recordar quién era, a recordar que no era un héroe, y mucho menos un salvador de almas en pena. Su voz, cuando finalmente habló, salió en un tono áspero y contenido, un recordatorio para ambas y para sí mismo de que él no era la respuesta a sus plegarias.
—No soy ningún héroe, ni tampoco su maldito salvador —gruñó, su voz gélida, recortando el aire cargado de la habitación. Clavó su mirada en ambas mujeres, Lyana con su expresión temblorosa y Aldira, ahora completamente sumisa, casi encogida bajo el peso de sus palabras—. No estoy aquí para protegerlas, no voy a arriesgar el cuello por ustedes a menos que me den una razón de peso. Si me mintieron sobre ese oro o si no hay nada en esa casa que valga el riesgo, entonces lo sabré pronto. Pero entiendan algo: esto no es por caridad ni por compasión.
Las palabras flotaron en el aire, densas y tajantes, como un juicio inapelable. Cassian las observaba en silencio, sus ojos pasando de una a otra con una mezcla de desconfianza y, tal vez, una leve compasión que él mismo se negaba a reconocer del todo. No quería que Aldira ni Lyana lo miraran como si fuera un salvador, como si detrás de su fachada endurecida habitara una bondad que ni siquiera él sabía si poseía. Endureció la expresión, los labios apretados, y luego apartó la vista, como queriendo ignorar la dependencia que empezaba a percibir en los gestos y miradas de ambas.
—Carajo, al menos díganme que si hay algo de valor en esta choza —murmuró con firmeza, sus palabras sonando como una orden más que una petición—. No quiero que les hagan nada, y… —hizo una pausa, tragándose las palabras que estaban a punto de salir sin que él mismo lo quisiera, controlando la leve compasión que asomaba desde lo más profundo de su ser—. Siento compasión por ambas, aunque no debería.
Cassian dejó que el silencio llenara el espacio después de sus palabras. La tensión en la pequeña cabaña era densa, casi palpable, mientras ambas mujeres lo miraban, primero con los ojos muy abiertos y luego bajando lentamente la cabeza, como si temieran que incluso sus miradas pudieran disgustarlo. La dureza de su rostro y la firmeza de sus palabras parecían haber asentado en ellas una mezcla de miedo y sumisión, casi como si esperaran una reprimenda que finalmente no llegó.
Respiró profundamente, sintiendo el peso de sus propias palabras en su pecho. Había lanzado sus advertencias como piedras en un estanque, y observó cómo ambas mujeres absorbían la seriedad de su discurso sin chistar, sin rebelarse, con una obediencia casi resignada. En algún lugar de su mente, esa pasividad le generaba incomodidad, pero al mismo tiempo, le otorgaba una extraña sensación de poder, una calma fría que no lograba decidir si le gustaba o le inquietaba.
Aldira tragó saliva, y Cassian notó el temblor sutil en sus manos cuando las juntó en su regazo, como si intentara ocultar el nerviosismo. La mujer parecía abrumada, pero a pesar del miedo en su mirada, su voz salió en un murmullo respetuoso, casi reverencial.
—S-si… hay… bueno, mi padre tenía un cofre… guardaba algunas de sus riquezas… pero, bueno, no es que haya demasiado… aunque podríamos utilizarlo para sobrevivir —tragó saliva y continuó—. Está… escondido, bajo la cama… en una de las habitaciones. Hay algo de oro y… y algunas joyas. Puedo mostrarle, señor… si eso le ayuda a decidir quedarse… incluso podría decirle… dónde encontrar más cosas valiosas si alguna vez decide escapar de aquí con nosotras… —su voz se fue apagando, como si temiera que hasta esa súplica fuera demasiado atrevida.
Sus palabras parecían deslizarse lentamente, cada sílaba cargada de un dolor apenas contenido, y Cassian pudo ver cómo el peso de aquellos recuerdos caía sobre ella. Su voz se rompió al final, y alzó la mirada, con un brillo de esperanza vacilante, como si implorara sin palabras que él no la despreciara por su debilidad. Al lado de ella, Lyana, más joven y claramente más inexperta, permanecía en silencio, los ojos fijos en el suelo, sin atreverse a interrumpir la conversación. Parecía una sombra, esperando pacientemente su turno, obediente y fiel, con una devoción casi infantil que contrastaba con la cruda dureza de la situación.
Cassian observó sus rostros, estudiando cada línea, cada mirada de dependencia que ellas proyectaban sobre él. En algún rincón de su mente, la posibilidad de abandonarlas cruzó fugazmente, y casi le pareció lógico. Pero el dolor evidente en sus rostros, el miedo desdibujado en sus gestos, despertó en él una compasión que detestaba reconocer.
—No me deben nada —gruñó, con voz profunda, intentando aclarar su postura. Miró a ambas mujeres, casi como si quisiera apartarse de la posibilidad de significar algo más para ellas—. Lo que encuentren aquí es para ustedes; yo solo estoy aquí porque no quiero que terminen en las manos de algún bastardo que no tenga reparos en hacerlas sufrir. —Se encogió de hombros con una indiferencia fingida—. Si hay algo de valor, lo tomamos y salimos de aquí. No necesito su gratitud, solo que sigan con vida.
Aldira asintió, apretando los labios, y la gratitud en sus ojos era ahora más clara, pero aún temerosa, como si temiera ofenderlo. Al escucharla susurrar un "gracias" apenas audible, Cassian no pudo evitar una leve exhalación, como si quisiera disipar la tensión de esa devoción muda que ambas le estaban dedicando. Dio un paso hacia el umbral de la puerta y las miró, indicándoles que lo siguieran. Ellas se levantaron de inmediato, obedientes, como si cada movimiento estuviera destinado a asegurar que no lo disgustaran, caminando detrás de él con pasos ligeros y casi silenciosos.
Bajaron por un estrecho pasillo hacia la habitación que Aldira había mencionado. La oscuridad en el lugar era densa, sofocante, y la única luz provenía de las escasas velas que Lyana había encendido en los rincones, iluminando sus rostros con sombras inquietas. Cassian observó cómo Aldira se arrodillaba junto a una cama desvencijada y deslizaba una mano temblorosa bajo el colchón de paja hasta encontrar una pequeña caja de madera gastada. Con el rostro tenso y la respiración contenida, la sacó lentamente y la sostuvo entre sus manos, como si en ese simple objeto estuviera la esperanza de sobrevivir un día más.
Cassian se agachó junto a ella y tomó la caja, abriéndola sin ceremonias. Dentro, encontró un pequeño pero significativo alijo de monedas y algunas joyas desgastadas, probablemente reliquias familiares, tal vez las últimas posesiones de valor que quedaban de una vida ya lejana y desmoronada. Sentía el peso de la miseria en esos objetos, y aunque él mismo había aprendido a no dejarse arrastrar por el sentimentalismo, no pudo evitar una ligera punzada de incomodidad.
Aldira observaba con nerviosismo sus reacciones, sus manos temblaban levemente mientras esperaba, temiendo cualquier señal de desaprobación. Cassian volvió a guardar los objetos y cerró la caja con un gesto tranquilo, devolviéndosela.
—Esto es suficiente. Podemos venderlo en algún momento, pero por ahora, guárdenlo —dijo, sin mirarlas, intentando sonar práctico y despojado de cualquier muestra de afecto. Observó cómo Aldira cerraba los dedos alrededor de la caja, sujetándola contra su pecho como si fuera la última salvaguardia de su dignidad.
En ese instante, Lyana dio un paso hacia él, con una expresión que reflejaba la misma sumisión y dependencia emocional de su amiga. Cassian se dio cuenta de que, para ellas, él era más que una simple protección; representaba la única seguridad en un mundo lleno de incertidumbre. Lyana bajó la mirada, los ojos brillando con una mezcla de respeto y una lealtad que parecía haber nacido de la desesperación.
—Gracias, señor —murmuró ella, en una voz suave, casi infantil. Su tono dejaba entrever la profunda necesidad de aprobación que sentía, como si anhelara ser merecedora de la ayuda que él les brindaba—. Haré lo que me pida, y prometo que no le causaremos problemas…
Su voz se fue apagando, y Cassian observó cómo su rostro se sonrojaba ligeramente, casi avergonzada por su propia fragilidad. A pesar de su dureza, él sintió algo en su interior ablandarse, como una pieza de hielo que, bajo el calor de una llama diminuta, se volvía cada vez más pequeña y menos fría. Pero se obligó a reprimir ese impulso de compasión que apenas empezaba a florecer.
—Me llamo Cassian. No soy ningún héroe ni un caballero de cuentos. Así que dejen de mirarme como si fuera su salvador, como si de verdad pudiera cambiar lo que les ha tocado vivir. Van a tener que hacer lo que sea necesario, y van a tener que aprender a cuidarse. Solo… asegúrense de no morir. —Su voz se apagó en un murmullo áspero y cansado, y apartó la mirada, sin querer ver sus reacciones.
Aldira y Lyana lo miraron en silencio. Aldira tenía los ojos fijos en él, grandes y brillantes, con una mezcla de sumisión y algo parecido a la adoración, como si sus palabras, por duras que fueran, le dieran una especie de consuelo. Ambas permanecían inmóviles, asimilando sus palabras en silencio, y Cassian sintió un peso creciente en el pecho, como si sus miradas y su dependencia lo ahogaran.
Suspiró y dirigió la vista hacia la puerta, incómodo por la atmósfera de devoción silenciosa que se había instaurado entre ellos.
—Si tienen ropa más cubierta, póngansela. —Les indicó, sin mirarlas—. No quiero que llamen la atención, y tampoco que se lastimen en el camino. Si tienen algo decente que les sirva, úsenlo. Las esperaré afuera.
Las palabras fueron un mandato más que una sugerencia, y ambas asintieron de inmediato, como si la idea de contrariarlo fuera algo impensable. Aldira murmuró una pequeña afirmación, mientras Lyana simplemente asintió con la cabeza, moviéndose con rapidez hacia el fondo de la cabaña, obedientes, sumisas, sin atreverse a cuestionarlo. Cassian las observó un segundo más antes de salir de la pequeña choza. Afuera, el aire era pesado, denso y frío, cargado de un silencio inquietante que lo rodeaba todo, como si el mismo bosque mantuviera la respiración.
Apoyó la espalda contra el muro exterior, encendiendo un cigarro improvisado con un pedazo de tabaco que había robado de los cargamentos de otros mercenarios. No podía ignorar que la presencia de esas mujeres, tan frágiles, tan rotas, comenzaba a pesarle, como una carga que había asumido sin realmente quererlo. No sabía cuánto tiempo podrían durar juntas, ni cuánto tiempo podría él protegerlas en un mundo tan implacable. Para él, la vida siempre había sido una lucha constante, una carrera por sobrevivir a cada golpe, a cada traición. Y ahora tenía a dos seres dependiendo de él, como si se aferraran a la esperanza de que él fuera algo más que un tipo endurecido por las miserias de la guerra.
La puerta crujió detrás de él, y cuando se giró, vio a Aldira y Lyana, ambas vestidas con ropas más simples y menos llamativas. Aldira llevaba un vestido largo que la cubría mejor; Lyana, en cambio, había logrado encontrar una capa vieja que le cubría hasta los tobillos. Se veían aún más frágiles, si eso era posible, y la expresión en sus rostros mostraba una obediencia resignada, como si estuvieran preparadas para cualquier cosa que él les ordenara.
Cassian avanzó con pasos firmes, el sonido de sus botas pesadas resonando en la tierra polvorienta mientras las mujeres lo seguían como sombras. No hacía mucho había dado con Fenrik, un bastardo sin honor y sin ley al que debía ahora su lealtad. Cassian no sentía más respeto por Fenrik que el que se le tiene a un animal rabioso, pero sabía que hasta los perros tenían sus usos, y Fenrik no era la excepción.
Aldira y Lyana caminaban justo detrás de él, silenciosas, con la sumisión grabada en sus rostros como una máscara inquebrantable. Cada tanto, Cassian sentía la mirada de Aldira sobre él, expectante, como si esperara alguna señal de aprobación o consuelo. Pero él mantenía la mirada fija al frente, endurecida, ignorando deliberadamente esos ojos que parecían pedirle algo que él no estaba dispuesto a dar. Después de unos minutos, vio que varios mercenarios comenzaban a fijarse en ellas, acercándose con miradas lascivas y sonrisas depravadas. Sin dudarlo, desenvainó su hacha mermada y agarró a Aldira y Lyana de las manos, tirando de ellas con un gesto posesivo y desafiante, dejando claro a los demás que, si querían ponerles un dedo encima, tendrían que enfrentarse a él primero.
—No se atrasen —les dijo, sin molestarse en girarse, consciente de que ambas lo seguían con obediencia absoluta, como si el simple acto de alejarse de él significara un riesgo mortal.
Caminaron por lo que pareció una eternidad, sus pasos resonando en la tierra seca y polvorienta, rodeados de cadáveres esparcidos y restos humeantes del último saqueo de la banda de Fenrik. El hedor a carne quemada y sangre coagulada impregnaba el aire, tan denso que Cassian sentía el sabor metálico en su lengua. Había cuerpos carbonizados entre las ruinas de las casas, y a su paso, Lyana apretaba los labios, reprimiendo el impulso de llorar, mientras Aldira temblaba, sus manos tensas en un gesto de rezo silencioso.
Aldira se acercó un poco a él, dudando, pero al final apretó su mano con fuerza, como si necesitara ese pequeño contacto para encontrar algo de valor. Cuando habló, su voz era apenas un susurro tembloroso:
—Señor Cassian… Gracias por dejarnos venir con usted. Le prometo que… haremos todo lo que nos pida, y no seremos una carga. De verdad queremos ayudarle.
Cassian la miró de reojo, notando la reverencia en su voz, la dependencia que parecía impregnada en cada palabra que le dirigía. Le resultaba incómodo, como si de pronto tuviera un peso que no había pedido, pero tampoco era capaz de soltar esa carga. Sin embargo, no podía permitirse mostrarse afectado; no había lugar para la compasión ni para la debilidad.
—No me deben nada, ya se los dije —respondió, en un tono seco y directo—. No espero lealtad ni agradecimientos. Solo quiero que mantengan la cabeza baja y no hagan tonterías. No vine aquí a ser el salvador de nadie.
Aldira asintió de inmediato, bajando la mirada al suelo y apretando los labios, obediente y sumisa, aceptando sus palabras sin cuestionarlo. A su lado, Lyana, más joven e inocente, lo miraba con una mezcla de respeto y miedo, como si él fuera una figura inalcanzable, una última esperanza en medio de un mundo podrido y caótico.
El silencio se extendió mientras seguían su camino, hasta que divisaron el estandarte rojo ondeando sobre una de las pocas casas grandes que aún se mantenían en pie en el pueblo. En la tela sucia, un cuervo rodeado de ojos rojos parecía observar todo con una mirada ominosa, marcando el territorio de la banda de Fenrik. Cassian reconoció de inmediato la escena en el interior de la casa: un grupo de mercenarios reía y bebía sin control, sus cuerpos cubiertos de sangre y polvo, con las ropas desgarradas y las caras deformadas por la lujuria y la embriaguez. Al fondo, algunos abusaban de una mujer que apenas tenía fuerzas para resistirse, su cuerpo inerte, una muñeca rota bajo los gruñidos y carcajadas de los hombres.
Fenrik, un hombre de complexión robusta y barba rala, se encontraba al centro de la sala, sentado en un trono improvisado de cajas y barriles. Al ver entrar a Cassian, esbozó una sonrisa burlona, mostrando unos dientes amarillentos y mal cuidados.
—Oh, pero si es mi más reciente adquisición —rió, alzando su copa en un saludo burlón—. Dime, bastardo, ¿qué tal te fue en tu primer saqueo?
Fenrik desvió la mirada hacia Aldira y Lyana, observándolas con una mezcla de diversión y desdén. Se inclinó hacia adelante, relamiéndose, y su tono se volvió más sarcástico.
—Veo que eres insaciable… dos mujeres. Dime, bastardo, ¿planeas compartirlas o eres celoso?
Cassian sostuvo su mirada, sus ojos fríos y calculadores, sin dejarse intimidar. Sentía el peso de las miradas de los otros mercenarios sobre él, pero mantuvo la cabeza alta, sosteniendo las manos de las mujeres con una firmeza posesiva.
—Son mi botín —respondió con una voz dura y cortante—. No se tocan. Pero traje algo que puedes quedarte. —Sacó las bolsas con las gemas y se las arrojó a Fenrik, quien las atrapó con una sonrisa ansiosa, abriéndolas para inspeccionar el contenido con codicia.
Fenrik se rió mientras examinaba las gemas, dejando que la luz diera un brillo rojo y profundo a las piedras que sostenía entre sus dedos. Tras un largo sorbo de vino, asintió, complacido.
—Buen botín, bastardo. Ve y toma alguna habitación, diviértete si lo deseas. Te lo has ganado.
Cassian asintió con frialdad, ignorando la oferta implícita en las palabras de Fenrik. Se giró hacia Aldira y Lyana, indicándoles que lo siguieran mientras salía de la sala principal. Los pasos de ambas mujeres eran apenas un susurro detrás de él, sus miradas vacilantes y obedientes, como si estuvieran dispuestas a seguirlo a donde él quisiera llevarlas. Sin mediar palabra, las condujo hacia una pequeña habitación en la parte trasera de la casa, un cuarto oscuro y apenas amueblado, pero lo suficientemente aislado para estar lejos de las risas y gritos de los mercenarios.
Cassian miró a Aldira y Lyana en el silencio de la pequeña habitación, donde la penumbra apenas era rota por un tenue rayo de luz que se colaba por la única ventana, sucia y agrietada. Las paredes de piedra eran frías, desnudas, con un leve olor a humedad que se mezclaba con el de la sangre y el fuego que aún se percibía desde la distancia. Aquel lugar, como todo lo que Fenrik y sus hombres habían tocado, se sentía impregnado de desesperanza. Las dos mujeres permanecían de pie frente a él, con una calma que parecía frágil, como una flor que se balancea al borde del abismo, esperando a que el viento la arrastre.
Cassian les hizo un gesto para que se sentaran. La reacción fue inmediata: Aldira, obediente y dócil, se dejó caer lentamente en el borde de la cama, alisando con las manos la tela gastada de su falda. Lyana la siguió, sentándose junto a su amiga con una mirada ansiosa en dirección a Cassian, esperando instrucciones, una señal de que él estaba allí para protegerlas, aunque él había dejado claro que no era ni su héroe ni su guardián. Él, sin embargo, permaneció en silencio, observando sus gestos. La forma en que sus dedos temblaban al entrelazarse en su regazo, los ojos que apenas podían mantenerse fijos en los suyos, como si temieran que su presencia pudiera disiparse de un momento a otro. Era una obediencia rota, moldeada por el miedo y la resignación, una sumisión que parecía querer pedir algo que ellas no sabían poner en palabras.
—Pueden descansar aquí —murmuró finalmente, con una voz que sonaba más dura de lo que pretendía—. Esta noche, al menos, estarán a salvo. Pero no se confíen. Aquí no hay lugar seguro.
Aldira inclinó la cabeza en un asentimiento respetuoso, como si sus palabras fueran un edicto inapelable. La mujer, aún temblorosa, se acostó en la cama, su cuerpo delgado y frágil apenas ocupando espacio en el colchón gastado, sus movimientos controlados y reservados, como si temiera romper algo en aquella intimidad forzada. A su lado, Lyana se deslizó en silencio, envolviendo a su amiga en un abrazo protector, buscando calmar el temblor en sus manos y, de alguna forma, consolar el peso del miedo que ambas compartían. Lyana, la más joven y dulce de las dos, levantó la vista hacia Cassian, su expresión suave y pura, sin rastros de resentimiento, solo una dulzura tan incongruente en aquel mundo que a Cassian casi le resultaba dolorosa.
—Si quieres... puedes dormir con nosotras. No nos molesta —murmuró Lyana, sus palabras apenas un susurro que flotaba en el aire. Su tono, sin malicia, era casi infantil, como si realmente creyera que una simple invitación pudiera hacer que la presencia de Cassian allí fuera menos pesada, menos amenazante. Sus grandes ojos se fijaron en él con una mezcla de compasión y ternura que Cassian apenas podía entender, pero que lo golpeaba en su interior, recordándole algo que había querido enterrar hacía tiempo: la idea de que había cosas por las que aún valía la pena preocuparse.
Se apoyó en la pared, cruzándose de brazos, tratando de mostrarse imperturbable. No podía permitirse el lujo de la cercanía, no con ellas ni con nadie, pero la mirada de Lyana hacía tambalear su determinación. Había visto el horror en sus ojos, el miedo reflejado en sus gestos, pero aún así, ella lo miraba con una dulzura inquebrantable, como si aún quedara algo humano en él, algo que ella podía ver aunque él mismo hubiera renunciado a ello.
—No necesito compasión —dijo, su voz un murmullo bajo—. No soy el tipo de hombre que les dará lo que buscan. Y si lo han entendido, saben que no estoy aquí para ofrecer consuelo. Solo… mantengan la cabeza baja y no hagan tonterías.
Aldira miró a Lyana y luego a él, y en su rostro se reflejaba la sumisión tranquila de alguien que no esperaba nada más de la vida, alguien para quien cada orden era una nueva forma de supervivencia. Era una aceptación desesperada que lo golpeaba con fuerza, pero que ella había abrazado con una serenidad inquietante.
—Lo sabemos, señor Cassian —murmuró Aldira, bajando la mirada, su voz impregnada de una obediencia casi reverente, la misma sumisión que él había visto en sus gestos, en cada movimiento cuidadoso. Había algo extraño y doloroso en esa sumisión, en la forma en que se ofrecían sin reservas, sin condiciones, como si ya no les importara lo que pasara después.
El silencio que siguió fue espeso, incómodo. Cassian mantuvo la vista fija en el suelo, tratando de ignorar la presión en su pecho, una sensación que no se atrevía a nombrar. En medio de la oscuridad de la habitación, el leve movimiento de Aldira acomodándose en la cama y el susurro de Lyana, que le hablaba en un tono suave, casi inaudible, le recordaron lo que había perdido y lo que nunca había querido recuperar.
Aldira mantenía la vista baja, sus manos entrelazadas en un gesto de sumisión inconsciente, con la cabeza apenas inclinada en una mezcla de timidez y dependencia. A su lado, Lyana lo miraba de vez en cuando con esos ojos grandes y brillantes que parecían rogarle en silencio. Cassian, endurecido por los acontecimiento recientes en su vida en ese mundo despiadado, casi podía sentir cómo esas miradas trataban de rasgar la coraza que había construido. Pero a pesar de la aspereza en su interior, algo en la inocencia casi infantil de sus gestos, en la forma en que buscaban refugio en él, lo hacía sentir un peso incómodo, una responsabilidad que no había pedido pero que tampoco lograba ignorar.
Finalmente, suspiró, resignado. Descolgó la espada bastarda de su cinto, dejándola en el suelo con un golpe sordo, y siguió con el hacha de guerra, que también dejó junto a la cama, donde podría alcanzarla en caso de necesidad. Se desprendió las correas del desgastada armadura de cuero endurecido que llevaba encima, dejándolo caer al suelo sin importarle el ruido. Con movimientos lentos y mecánicos, se quitó el gambesón raído, sintiendo cómo el frío de la habitación comenzaba a morder su piel a través de la delgada camisa que quedaba debajo. Aligerado de su armamento y armadura, se sentó en el borde de la cama, sin girarse hacia ellas.
Aldira y Lyana lo miraban en silencio, con ese aire sumiso e inocente que rozaba la obediencia ciega. Cassian se acomodó de lado, manteniendo su espalda hacia ellas, marcando una barrera invisible, una distancia que sentía necesaria para protegerse de sus propios impulsos, de esa pequeña parte de sí que, en el fondo, quería ceder al consuelo que ellas, sin darse cuenta, parecían ofrecer.
—Descansen —murmuró, la voz baja y áspera, casi rota por el cansancio—. Intenten dormir un poco. Mañana será un día largo.
Se sintió como si las palabras hubieran sido arrastradas de su boca a la fuerza, como si cada sílaba fuera un peso que no estaba seguro de poder sostener. Sabía que su tono no era suave ni amable; tenía un dejo de frialdad, de resignación, porque estaba convencido de que no podía permitirse ser otra cosa. No en ese mundo, no en esa situación. Pero Lyana, desde atrás, murmuró un "gracias" apenas audible, como si aquellas pocas palabras de Cassian fueran algo que ella atesoraba.
A pesar de la frialdad en sus palabras, sintió el ligero roce de una mano sobre su hombro, cálido y firme, como un recordatorio de que aún no estaba solo. Era la mano de Lyana, quien sin decir nada más, apoyó su cabeza sobre el brazo de Aldira, y ambas se acurrucaron juntas, en busca del calor y la seguridad que parecían haber perdido para siempre.
Cassian cerró los ojos, fingiendo que no sentía nada, tratando de ignorar la cercanía de sus respiraciones suaves y acompasadas, el leve temblor de sus cuerpos al entrar en el letargo de un sueño que él mismo sabía sería frágil y lleno de pesadillas.