Tercera parte 03 - LOS ALCALDES (02)
Yohan Lee se había levantado
bruscamente durante el párrafo anterior y
había salido de la habitación. Acababa de
regresar, y cuando Hardin terminó de
hablar, se inclinó junto al oído de su
superior. Se intercambiaron unos susurros
y después un cilindro de plomo. Luego,
con una corta mirada de hostilidad hacia
la delegación, Lee ocupó de nuevo su
puesto.
Hardin dio vueltas al cilindro en sus
manos, mirando a la delegación a través
de las pestañas. Y entonces lo abrió con
un chasquido duro y seco y sólo Sermak
tuvo el sentido común de no lanzar una
rápida mirada al papel enrollado que cayó
de él.
—En resumen, caballeros —dijo—,
el Gobierno opina que sabe lo que está
haciendo.
Leyó a medida que hablaba. Había
líneas de una clave intrincada e
ininteligible que cubrían la página y tres
palabras garabateadas a lápiz en una
esquina del mensaje. Lo leyó de una
ojeada y lo lanzó casualmente por la
ranura del incinerador.
—Esto —dijo entonces Hardin—
termina la entrevista, me temo.
Encantado de haber hablado con ustedes.
Gracias por venir. —Estrechó las manos
de todos con indiferencia, y se fueron.
Hardin casi había perdido la
costumbre de reír, pero en cuanto Sermak
y sus tres silenciosos compañeros se
hubieron alejado lo suficiente, se
permitió una risita seca y dirigió una
mirada divertida a Lee.
—¿Le ha gustado esta batalla de
fanfarronadas, Lee?
—No estoy seguro de que él
fanfarroneara. Trátelo con miramientos y
es muy capaz de ganar las próximas
elecciones, tal como ha dicho —contestó
Lee.
—Oh, es muy posible, es muy
posible… si no pasa nada antes.
—Asegúrese de que esta vez no pasa
en la dirección equivocada, Hardin. Le
digo que este Sermak tiene seguidores.
¿Y si no espera a las próximas
elecciones? Hubo una ocasión en que
usted y yo tuvimos que recurrir a la
violencia, a pesar de nuestro lema sobre
lo que significa la violencia.
Hardin alzó una ceja.
—¡Qué pesimista está hoy, Lee! Y
singularmente belicoso, también, o no
hubiera hablado de violencia. Nuestro
pequeño pronunciamiento se llevó a cabo
sin derramamiento de sangre, no lo
olvide. Fue una medida necesaria
ejecutada en el momento preciso, y se
realizó suavemente, sin dolor, y sin
ningún esfuerzo. En cuanto a Sermak, se
rebela contra una proposición distinta.
Usted y yo, Lee, no somos
enciclopedistas. Estamos preparados.
Ponga a sus hombres tras esos jóvenes de
una forma delicada, compañero, que no
sepan que les vigilamos…, pero con los
ojos bien abiertos, ¿entendido?
Lee se rio con amarga diversión.
—La habría hecho buena si llego a
esperar sus órdenes, Hardin. Sermak y
sus hombres están bajo vigilancia desde
hace un mes.
El alcalde sonrió.
—Cayó primero en la cuenta, ¿no?
Muy bien. Por cierto —observó, y añadió
suavemente—: El embajador Verisof
vuelve a Términus. Temporalmente,
confío.
Hubo un corto silencio, débilmente
horrorizado, y después Lee dijo:
—¿Era esto lo que decía el mensaje?
¿Es que las cosas vuelven a complicarse?
—No lo sé. No puedo saberlo hasta
que oiga lo que Verisof tiene que
decirme. Sin embargo, es posible. Al fin
y al cabo, es necesario que se compliquen
antes de las elecciones. Pero ¿por qué
tiene ese aspecto de medio muerto?
—Porque no sé en qué acabará todo
esto. Es usted demasiado profundo,
Hardin, y está jugando demasiado cerca
del fuego.
—Tú también, Brutus —murmuró
Hardin. Y en voz alta—: ¿Significa esto
que piensa unirse al nuevo partido de
Sermak?
Lee sonrió contra su voluntad.
—Muy bien. Usted gana. ¿Qué le
parece si fuéramos a comer?
2
Hay muchos epigramas atribuidos a
Hardin —consumado epigramista—,
muchos de los cuales son probablemente
apócrifos. No obstante, se recuerda que
en cierta ocasión dijo:
—Procura ser claro, especialmente si
tienes fama de ser sutil.
Poly Verisof había tenido ocasión de
actuar más de una vez basándose en este
consejo, pues ya hacía catorce años que
ocupaba su doble puesto en
Anacreonte… un doble puesto cuyo
mantenimiento le recordaba a menudo lo
desagradable de un baile realizado sobre
metal ardiendo con los pies descalzos.
Para el pueblo de Anacreonte era un
gran sacerdote, representante de la
Fundación,
que,
para
aquellos
«bárbaros», era la cima del misterio y el
centro físico de esta religión que había
creado —con la ayuda de Hardin—
durante las tres últimas décadas. Como
tal, recibía un homenaje que había
llegado a ser horriblemente molesto, pues
despreciaba con toda su alma el ritual del
cual era el centro.
Pero para el rey de Anacreonte —el
viejo que lo había sido, y el joven nieto
que ahora estaba en el trono— era
simplemente el embajador de un poder a
la vez temido y codiciado.
En general, era un empleo incómodo,
y su primer viaje a la Fundación en un
período de tres años, a pesar del molesto
incidente que lo había hecho necesario, se
parecía mucho a unas vacaciones.
Y puesto que no era la primera vez
que se veía obligado a viajar con absoluto
secreto, volvió a hacer uso del epigrama
de Hardin sobre el empleo de la claridad.
Se puso su traje civil —unas
vacaciones por este solo hecho— y se
embarcó en una nave hacia la Fundación,
como viajero de segunda clase. Una vez
en Términus, se abrió camino entre la
multitud que llenaba el puerto espacial y
llamó al Ayuntamiento por un visífono
público.
—Me llamo Jan Smite —dijo—.
Tengo una cita con el alcalde para esta
tarde.
La joven de voz apagada, pero
eficiente, del otro extremo hizo una
segunda conexión e intercambió unas
cuantas palabras, diciendo después a
Verisof en un tono seco y mecánico:
—El alcalde Hardin le recibirá dentro
de media hora, señor. —Y la pantalla se
emblanqueció.
Entonces el embajador de Anacreonte
compró la última edición del Diario de la
ciudad de Términus, se dirigió paseando
hacia el parque del Ayuntamiento y,
sentándose en el primer banco vacío que
encontró, leyó la página editorial, la
sección deportiva y la hoja cómica
mientras esperaba. Al cabo de media
hora, se metió el periódico bajo el brazo,
entró en el Ayuntamiento y se personó en
la antesala.
Al hacer todo esto había conseguido
pasar totalmente desapercibido, pues
como se conducía con absoluta
naturalidad, nadie le dirigió una segunda
mirada.
Hardin levantó la vista hacia él y
sonrió.
—¡Tenga un cigarro! ¿Cómo ha ido el
viaje?
Verisof cogió un puro.
—Muy interesante. Había un
sacerdote en la cabina vecina que venía
para un curso especial de preparación de
sintéticos
radiactivos…
para
el
tratamiento del cáncer, ya sabe…
—Seguro que ahora no lo llama así.
—¡Me imagino que no! Para él eran
Alimentos Sagrados.
El alcalde sonrió.
—Siga.
—Me complicó en una discusión
teológica e hizo todo lo que pudo para
elevarme sobre el sórdido materialismo.
—¿Y no reconoció a su sacerdote
superior?
—¿Sin su traje carmesí? Además, era
de Smyrno. Sin embargo, ha sido una
experiencia interesante. Es notable,
Hardin, la importancia que ha adquirido
la religión de la ciencia. He escrito un
ensayo sobre el tema… únicamente para
diversión propia; no sería conveniente
publicarlo. Tratando el problema
sociológicamente, parecería que cuando
el viejo imperio empezó a desintegrarse,
se podría considerar que la ciencia, como
ciencia, había decepcionado a los mundos
exteriores. Para que volvieran a aceptarla,
tendría que presentarse como algo
distinto, y esto es justamente lo que ha
hecho. Todo funciona a las mil maravillas
cuando se usa la lógica simbólica para
solucionarlo.
—¡Interesante! —El alcalde se puso
las manos en la nuca y dijo súbitamente
—: ¡Hábleme de la situación en
Anacreonte!
El embajador frunció el ceño y se
sacó el cigarro de la boca. Lo miró con
disgusto y lo dejó a un lado.
—Bueno, está bastante mal.
—Si no fuera así, usted no habría
venido.
—Así es. Ésta es la situación: el
hombre clave de Anacreonte es el
príncipe regente, Wienis. Es el tío del rey
Leopold.
—Lo sé. Pero Leopold alcanzará la
mayoría de edad el año que viene,
¿verdad? Creo recordar que en febrero
cumplirá dieciséis años.
—Sí. —Pausa, y después una irónica
observación—: Si vive. El padre del rey
murió en circunstancias sospechosas. Una
bala-aguja le atravesó el pecho durante
una cacería. Fue calificado de accidente.
—Humm. Me parece recordar a
Wienis de cuando estuve en Anacreonte
al expulsarlos de Términus. Fue antes de
su época. Si no recuerdo mal, era un
jovencito moreno, con el cabello negro y
algo bizco del ojo derecho. Tenía una
curiosa nariz ganchuda.
—El mismo. La nariz ganchuda y el
ojo bizco no han cambiado, pero ahora
tiene el cabello gris. No juega limpio;
afortunadamente, es el mayor loco del
planeta. Se imagina a sí mismo como un
demonio sutil, y esto hace que su locura
sea más patente.
—Es la forma habitual.
—Su idea de cascar un huevo es
dispararle un proyectil atómico. Prueba
de esto es el impuesto sobre las
propiedades del templo que trató de
imponer tras el fallecimiento del viejo rey
hace dos años. ¿Lo recuerda?
Hardin asintió pensativamente, y
después sonrió.
—Los sacerdotes pusieron el grito en
el cielo.
—Gritaron de tal modo que se les
podía oír desde Lucreza. Desde entonces
ha tenido más cuidado en sus relaciones
con el sacerdocio, pero todavía se las
arregla para hacer las cosas de la manera
más difícil. En parte, es una desgracia
para nosotros; tiene una ilimitada
confianza en sí mismo.
—Probablemente no es más que un
complejo de inferioridad compensado.
Como sabe, los hijos pequeños de la
realeza suelen adolecer de él.
—Pero nos lleva al mismo punto. Se
está muriendo de ganas de atacar a la
Fundación. Apenas consigue ocultarlo. Y,
además, está en posición de hacerlo,
desde el punto de vista del armamento. El
viejo rey construyó una flota magnífica, y
Wienis no ha dormido durante los dos
últimos años. De hecho, el impuesto
sobre las propiedades del templo estaba
originariamente destinado a producir más
armamento, y cuando esto falló se
apresuró a doblar los otros impuestos.
—¿Ha habido alguna protesta por
eso?
—Nada
de
importancia.
La
obediencia a la autoridad establecida fue
el texto de todos los sermones del reino
durante muchas semanas. Esto no quiere
decir que Wienis demostrara su gratitud.
—Muy bien. Ya tengo los
antecedentes. Ahora, ¿qué ha ocurrido?
—Hace dos semanas una nave
mercante anacreontiana tropezó con un
crucero de batalla abandonado de la
antigua flota imperial. Debe de haber
estado a la deriva por el espacio por lo
menos durante tres siglos.
En los ojos de Hardin centelleó un
interés repentino. Se enderezó.
—Sí, he oído hablar de eso. La Junta
de Navegación me ha enviado una
petición para que obtenga la nave con
fines de estudio. Tengo entendido que
está en buen estado.
—En demasiado buen estado —
contestó secamente Verisof—. Cuando, la
semana pasada, Wienis recibió su
sugerencia de que entregara la nave a la
Fundación, casi tuvo convulsiones.
—Todavía no ha contestado.
—No lo hará… como no sea con
armas, o por lo menos es lo que él piensa.
Verá, fue a verme el mismo día que yo
dejaba Anacreonte y solicitó que la
Fundación pusiera este crucero de batalla
en condiciones de combate para que
formara parte de la flota anacreontiana.
Tuvo el infernal descaro de decir que su
nota de la semana pasada indicaba un
plan de la Fundación para atacar a
Anacreonte. Dijo que una negativa a
reparar el crucero de batalla confirmaría
sus sospechas; e indicó que se vería
forzado a tomar medidas defensivas.
Éstas fueron sus palabras. ¡Se vería
forzado! Y por eso estoy aquí.
Hardin se echó a reír amablemente.
Verisof sonrió y continuó:
—Naturalmente, espera una negativa,
y sería una perfecta excusa —a sus ojos
— para un ataque inmediato.
—Ya lo veo, Verisof. Bueno, por lo
menos tenemos seis meses de plazo, hasta
disponer la nave y devolverla con mis
saludos. Que Wienis lo considere como
prueba de nuestra estima y afecto.
Volvió a reírse.
Y de nuevo Verisof respondió con una
debilísima sombra de sonrisa.
—Supongo que es lógico, Hardin…
pero estoy preocupado.
—¿Por qué?
—¡Es una nave! Sabían construirlas
en aquellos días. Su capacidad cúbica es
la mitad de toda la flota anacreontiana.
Tiene lanzarrayos atómicos capaces de
destrozar un planeta, y un campo que
podría resistir un rayo Q sin ser afectado
por la radiación. Una cosa demasiado
buena, Hardin…
—Superficial, Verisof, superficial.
Usted y yo sabemos que el armamento
que ahora tiene podría derrotar a
Términus fácilmente, mucho antes de que
nosotros reparáramos el crucero para su
propio uso. ¿Qué importa, pues, si
también le damos el crucero? Usted sabe
que nunca llegaría a una guerra real.
—Así lo creo. Sí. —El embajador
alzó la mirada—. Pero, Hardin…
—¿Y bien? ¿Por qué se detiene? Siga.
—Mire. Ésta no es mi provincia, pero
he estado leyendo el periódico. —Colocó
el Diario sobre la mesa e indicó la
primera página—. ¿Qué es todo esto?
Hardin echó una ojeada.
—Un grupo de concejales está
formando un nuevo partido político.
—Esto es lo que dicen. —Verisof
señaló el periódico—. Sé que usted está
más al corriente que yo de los asuntos
internos, pero le están atacando con todo
menos con la violencia física. ¿Son muy
fuertes?
—Fortísimos.
Probablemente
controlarán el Consejo después de las
próximas elecciones.
—¿No antes? —Verisof dirigió una
mirada de soslayo al alcalde—. Hay
muchas formas de hacerse con el control
además de las elecciones.
—¿Me toma usted por Wienis?
—No. Pero la reparación de la nave
llevará meses y es seguro que habrá un
ataque después de eso. Nuestra
complacencia será considerada como un
signo de enorme debilidad, y la adición
del Crucero Imperial doblará la fuerza de
la flota de Wienis. Atacará tan seguro
como que soy el supremo sacerdote. ¿Por
qué arriesgarse? Una de dos: revele el
plan de campaña al Consejo, ¡o fuerce la
salida de esta situación con Anacreonte
ahora!
Hardin frunció el ceño.
—¿Forzar la situación ahora? ¿Antes
de que llegue la crisis? Es lo único que no
debo hacer. Están Hari Seldon y el Plan,
ya lo sabe.
Verisof vaciló, y después murmuró:
—Entonces, ¿está absolutamente
seguro de que hay un plan?
—No puede haber ninguna duda —
fue la severa respuesta—. Yo estaba
presente en la apertura de la Bóveda del
Tiempo y las grabaciones de Seldon lo
revelaron entonces.
—No me refería a eso, Hardin. Es que
no creo que sea posible planear la historia
con mil años de adelanto, quizá Seldon se
sobreestimara a sí mismo. —Se encogió
un poco ante la sonrisa irónica de Hardin,
y añadió—: Bueno, no soy ningún
psicólogo.
—Exactamente. Ninguno de nosotros
lo es. Pero yo recibí algunas enseñanzas
en mi juventud… bastantes para saber de
lo que es capaz la psicología, aunque yo
no pueda explotar sus posibilidades. No
hay ninguna duda de que Seldon hizo
exactamente lo que proclama que hizo.
La Fundación, como él dice, fue
establecida como un refugio científico…
por medio del cual debía preservarse la
ciencia y la cultura del imperio
moribundo a través de siglos de barbarie
ya iniciada, para ser reavivadas al fin en
el segundo imperio.
Verisof asintió, un poco dudoso.
—Todo el mundo sabe que ésta es la
forma en que se supone que marcharán
las cosas. Pero ¿podemos permitirnos el
lujo de arriesgarnos? ¿Podemos arriesgar
el presente por el bien de un nebuloso
futuro?