Tercera parte 03 - LOS ALCALDES (01)
Tercera parte
LOS ALCALDES
LOS CUATRO REINOS — …
Nombre dado a aquellas porciones
de la provincia de Anacreonte que
se separaron del primer imperio en
los primeros años de la Era
Fundacional para formar reinos
independientes y efímeros. El mayor
y más poderoso de ellos fue el
mismo Anacreonte que en área…
… Indudablemente el aspecto
más interesante de la historia de los
Cuatro Reinos lo constituye la
extraña sociedad forzada
temporalmente durante la
administración de Salvor Hardin…
Enciclopedia Galáctica
¡Una delegación!
Que Salvor Hardin la hubiera visto
venir no la hacía más agradable. Por el
contrario, encontró la anticipación
claramente molesta.
Yohan Lee abogaba por medidas
extremas.
—No veo, Hardin —dijo—, que
tengamos que esperar más. No pueden
hacer nada hasta las elecciones,
legalmente por lo menos, y esto nos da un
año. Despídalos.
Hardin frunció los labios.
—Lee, usted nunca aprenderá.
Durante los cuarenta años que le
conozco, no ha aprendido el amable arte
de actuar solapadamente.
—No es mi forma de luchar —gruñó
Lee.
—Sí, lo sé. Supongo que por eso es
usted el único hombre en quien confío.
—Hizo una pausa y cogió un cigarro—.
Hemos recorrido un largo camino, Lee,
desde que nos las ingeniamos para
derrocar a los enciclopedistas. Estoy
volviéndome viejo. Tengo setenta y dos
años. ¿Ha pensado alguna vez en lo
rápido que han pasado estos treinta años?
Lee resopló.
—Yo no me considero viejo, y tengo
setenta y seis años.
—Sí, pero yo no digiero como usted.
—Hardin chupó perezosamente su
cigarro. Hacía mucho tiempo que había
dejado de desear el suave tabaco de Vega
de su juventud. Aquellos días en que el
planeta Términus había comerciado con
todos los puntos del imperio galáctico
pertenecían al limbo al que habían ido a
parar todos los grandes días de antaño. El
imperio galáctico se encaminaba hacia el
mismo limbo. Se preguntó quién sería el
nuevo emperador… o si habría algún
emperador o algún imperio. ¡Por el
Espacio! Desde hacía treinta años, desde
la ruptura de las comunicaciones allí en el
extremo de la Galaxia, todo el universo
de Términus había consistido en sí
mismo y los cuatro reinos circundantes.
¡Cómo había caído el poderoso!
¡Reinos! Eran prefecturas en los viejos
días, todos parte de la misma provincia,
que por su parte había pertenecido a un
sector, que a su vez había formado parte
de un cuadrante, que a su vez había
formado parte del imperio galáctico. Y
ahora que el imperio había perdido el
control sobre los rincones más alejados
de la Galaxia, aquellos pequeños grupos
de planetas se convertían en reinos con
nobles y reyes de opereta, y guerras
inútiles y absurdas, y una vida que se
desarrollaba patéticamente entre las
ruinas.
Una civilización en decadencia. La
energía atómica olvidada. La ciencia
degenerada en mitología… Hasta que
llegó la Fundación. La Fundación que
Hari Seldon había establecido sólo para
ese propósito allí en Términus.
Lee se encontraba junto a la ventana y
su voz interrumpió la ensoñación de
Hardin.
—Han venido —dijo— en un coche
último modelo, los pobres cachorros. —
Dio unos pasos inseguros hacia la puerta
y entonces miró a Hardin.
Hardin sonrió y le hizo un gesto con
la mano para que se quedara.
—He dado órdenes de que los
conduzcan aquí.
—¡Aquí! ¿Para qué? Les da mucha
importancia.
—¿Por qué pasar por todas las
ceremonias de una audiencia oficial con
el alcalde? Ya soy demasiado viejo para
trámites burocráticos. Además de eso, el
halago es muy útil cuando se trata con
jovencitos, particularmente cuando no te
compromete a nada. —Guiñó un ojo—.
Siéntese, y deme su apoyo moral. Lo
necesitaré con Sermak.
—Ese muchacho, Sermak —dijo Lee,
pesadamente—, es peligroso. Tiene
seguidores, Hardin, así que no le
subestime.
—¿He subestimado a alguien alguna
vez?
—Bueno, pues entonces arréstelo.
Puede acusarlo de cualquier cosa.
Hardin hizo caso omiso de este
consejo.
—Aquí están, Lee. —En contestación
a la señal, pisó el pedal de debajo de la
mesa, y la puerta se deslizó hacia un lado.
Los cuatro que componían la
delegación entraron en fila y Hardin les
indicó amablemente los sillones que
había en semicírculo frente a su mesa.
Ellos se inclinaron y esperaron a que el
alcalde hablara primero.
Hardin abrió la tapa de una caja de
cigarros de plata curiosamente trabajada,
que una vez perteneció a Jord Fara, de la
antigua Junta de síndicos durante los días
de los enciclopedistas. Era un genuino
producto imperial de Santanni, aunque
los cigarros que ahora contenía eran de
fabricación nacional. Uno por uno, con
grave solemnidad, los cuatro delegados
aceptaron cigarros y los encendieron con
el ritual de costumbre.
Sef Sermak era el segundo de la
derecha, el más joven del grupo de
jóvenes, y el más interesante con su
reluciente bigote rubio recortado
nítidamente, y sus ojos hundidos de color
indefinido. Hardin prescindió de los otros
tres casi inmediatamente; no eran más
que números en un archivo. Se concentró
en Sermak, el Sermak que, en su primera
sesión del consejo municipal, ya había
trastornado a aquel organismo sereno, y
fue a Sermak a quien se dirigió:
—He estado particularmente ansioso
por verle, concejal, desde su excelente
discurso del mes pasado. Su ataque
contra la política extranjera de este
gobierno fue hábil.
Los ojos de Sermak se iluminaron.
—Su interés me halaga. El ataque
pudo ser hábil o no, pero de lo que no hay
duda es de que fue justificado.
—¡Quizá! Sus opiniones son suyas,
naturalmente. Aún es usted muy joven.
—Es un defecto que la mayor parte
de la gente tiene en cierto período de su
vida. Usted se convirtió en alcalde de la
ciudad cuanto tenía dos años menos de
los que yo tengo ahora —dijo secamente.
Hardin sonrió para sus adentros. El
cachorrillo era un negociador frío.
—Supongo que habrá venido para
hablar de esta misma política extranjera
que tanto le preocupa en la Cámara del
Consejo. ¿Habla en nombre de sus tres
colegas, o he de escucharles por
separado? —preguntó.
Hubo un rápido intercambio de
miradas entre los cuatro jóvenes, un
ligero pestañeo.
Sermak respondió sombríamente:
—Hablo en nombre del pueblo de
Términus, un pueblo que no está
verdaderamente representado en el
organismo que llaman Consejo.
—Comprendo. ¡Adelante, pues!
—A esto voy, señor alcalde. Estamos
disgustados…
—Por «estamos» se refiere al
«pueblo», ¿verdad?
Sermak le miró con hostilidad,
intuyendo una trampa, y replicó
fríamente:
—Creo que mis puntos de vista
reflejan los de la mayoría de votantes de
Términus. ¿Le parece bien?
—Bueno, una declaración como ésta
es la mejor de todas las pruebas; pero
continúe, de todos modos. Están ustedes
disgustados.
—Sí, disgustados con la política que
durante treinta años ha dejado a Términus
indefenso contra el inevitable ataque
exterior.
—Comprendo. Y ¿en consecuencia?
Adelante, adelante.
—Es muy amable al anticiparse. Y en
consecuencia estamos formando un
nuevo partido político, que trabajará por
las necesidades inmediatas de Términus y
no por un místico «destino manifiesto»
de imperio futuro. Le echaremos a usted
y a su camarilla de pacifistas del
Ayuntamiento, y muy pronto.
—¿A menos que…? Siempre hay
algún «a menos que», ¿sabe?
—No más de uno en este caso: a
menos que dimita ahora. No le pido que
cambie su política, no confío en usted
hasta ese punto. Sus promesas no valen
nada. Una dimisión irrevocable es lo
único que aceptaremos.
—Comprendo. —Hardin cruzó las
piernas y apoyó la silla sobre las dos
patas de atrás—. Éste es su ultimátum.
Ha sido muy amable al avisarme. Pero,
fíjese, creo que no lo tendré en cuenta.
—No crea que era una advertencia,
señor alcalde. Era un anuncio de
principios y de acción. El nuevo partido
ya ha sido constituido, y empezará sus
actividades oficiales mañana. Ya no hay
espacio ni deseo para un acuerdo, y,
francamente, sólo nuestro agradecimiento
por sus servicios a la ciudad es lo que nos
impulsa a ofrecerle esta salida tan fácil.
No pensaba que fuera a aceptarla, pero
tengo la conciencia tranquila. Las
próximas elecciones serán una muestra
clara e irresistible de que es necesaria la
dimisión.
Se levantó e hizo que los demás le
imitaran.
Hardin levantó el brazo.
—¡Esperen! ¡Siéntense!
Sef Sermak volvió a sentarse con
demasiada rapidez y Hardin sonrió tras su
rostro serio. A pesar de sus palabras,
esperaba una oferta:
Hardin dijo:
—¿Qué es exactamente lo que desea
que cambiemos en nuestra política
exterior? ¿Quiere que ataquemos a los
Cuatro Reinos, ahora, en seguida, y los
cuatro simultáneamente?
—No hago ninguna sugerencia, señor
alcalde. Nuestra única proposición es que
cese
inmediatamente
todo
apaciguamiento. A lo largo de su
administración, usted ha llevado a cabo
una política de ayuda científica a los
reinos. Les ha dado energía atómica. Les
ha ayudado a reconstruir plantas de
energía en su territorio. Ha establecido
clínicas médicas, laboratorios químicos y
fábricas.
—¿Y bien? ¿Qué tiene que objetar?
—Ha hecho todo eso para evitar que
nos atacaran. Con esto como soborno, ha
hecho el papel de tonto en un juego
colosal de chantaje, en el cual ha
permitido que Términus fuera chupado
por completo con el resultado de que
ahora estamos a merced de esos bárbaros.
—¿En qué forma?
—Porque les ha dado energía, les ha
dado armas, y en realidad les ha reparado
las naves de su flota. Ahora son
infinitamente más fuertes que hace tres
décadas. Sus demandas aumentan, y, con
sus
nuevas
armas,
satisfarán
eventualmente todas sus demandas de
golpe con la anexión violenta de
Términus. ¿No es así como suele
terminar el chantaje?
—¿Cuál es el remedio?
—Detener
los
sobornos
inmediatamente y mientras pueda.
Dedique sus esfuerzos a reforzar el
mismo Términus ¡y ataque primero!
Hardin miró el bigotito rubio del
joven con un interés casi morboso.
Sermak estaba seguro de sí mismo, pues,
de lo contrario, no hubiera hablado tanto.
No había duda de que sus observaciones
eran el reflejo de un segmento bastante
considerable de la población, bastante
considerable.
Su voz no traicionó el curso algo
perturbado de sus pensamientos. Fue casi
negligente.
—¿Ha terminado?
—Por el momento.
—Bueno,
¿ve
la
declaración
enmarcada que hay en la pared detrás de
mí? ¡Léala, si no le importa!
Los labios de Sermak se fruncieron.
—Dice: «La violencia es el último
recurso del incompetente». Es la doctrina
de un anciano, señor alcalde.
—Yo la apliqué cuando era joven,
señor concejal, y con éxito. Usted apenas
había nacido cuando ocurrió, pero es
posible que se lo hayan enseñado en el
colegio.
Contempló penetrantemente a Sermak
y continuó en tono mesurado.
—Cuando Hari Seldon estableció la
Fundación aquí, fue con el ostensible
propósito de producir una gran
Enciclopedia, y durante cincuenta años
seguimos esa última voluntad, antes de
descubrir lo que realmente perseguía. Por
aquel entonces, era casi demasiado tarde.
Cuando cesaron las comunicaciones con
las regiones centrales del viejo imperio,
nos encontramos con que éramos un
mundo de científicos concentrados en una
sola ciudad, carentes de industria, y
rodeados por reinos de creación reciente,
hostiles y extremadamente bárbaros.
Éramos una diminuta isla de energía
atómica en este océano de barbarie, y una
presa de infinito valor.
»Anacreonte, entonces como ahora el
más poderoso de los Cuatro Reinos,
solicitó y de hecho estableció una base
militar en Términus, y los que entonces
gobernaban
la
ciudad,
los
enciclopedistas, sabían muy bien que esto
no era más que el primer paso para
apoderarse de todo el planeta. Ésta era la
situación cuando yo… uh… asumí el
gobierno actual. ¿Qué hubiera hecho
usted?
Sermak se encogió de hombros.
—Ésa es una pregunta académica.
Naturalmente, sé lo que usted hizo.
—Lo repetiré, de todos modos. Quizá
usted no captó la idea. La tentación de
congregar las fuerzas que teníamos y
lanzarnos a la lucha fue grande. Es la
salida más fácil, y la más satisfactoria
para el amor propio, pero, casi
invariablemente, la más estúpida. Usted
la hubiera escogido; usted y su lema de
«atacar el primero». En lugar de eso, lo
que yo hice fue visitar los otros tres
reinos, uno por uno; indiqué a cada uno
que permitir que el secreto de la energía
atómica cayera en manos de Anacreonte
era la forma más rápida de cortar su
propio cuello; y les sugerí amablemente
que hicieran lo que les conviniera. Eso
fue todo. Un mes después de que las
fuerzas anacreontianas aterrizaran en
Términus, su rey recibió un ultimátum
conjunto de sus tres vecinos. A los siete
días, el último anacreontiano había salido
de Términus.
»Ahora, dígame, ¿qué necesidad
había de usar la violencia?
El joven concejal contempló la colilla
de su cigarro pensativamente y la tiró por
la ranura del incinerador.
—No veo qué analogía puede haber.
La insulina convertirá a un diabético en
una persona normal sin necesidad de un
cuchillo, pero la apendicitis requiere una
operación. Es algo que no se puede evitar.
Cuando otros medios fracasan, ¿qué nos
queda más que, como usted dice, el
último recurso? Es culpa suya que
hayamos llegado a este extremo.
—¿Mía? Oh, sí, mi política de
apaciguamiento.
Sigue usted sin comprender las necesidades
fundamentales de nuestra posición.
Nuestro problema no terminó con la
partida de los anacreontianos. No había
hecho más que comenzar. Los Cuatro
Reinos eran todavía nuestros más
encarnizados enemigos, pues todos
querían energía atómica y cada uno de
ellos no se lanzaba a nuestra garganta
más que por miedo a los otros tres.
Estábamos en equilibrio sobre el filo de
una espada muy bien afilada, y el menor
balanceo en cualquier dirección… si, por
ejemplo, un reino llegaba a ser demasiado
fuerte; o si dos formaban una coalición…
¿Lo comprende?
—Ciertamente. Era el momento de
empezar una preparación abierta para la
guerra.
—Al contrario. Era el momento de
empezar una preparación abierta contra la
guerra. Les puse uno contra otro. Los
ayudé uno por uno. Les ofrecí ciencia,
comercio, educación, medicina científica.
Hice que Términus tuviera para ellos más
valor como mundo floreciente que como
presa militar. Ha dado resultado durante
treinta años.
—Sí, pero se ha visto obligado a
rodear esos obsequios científicos con los
disfraces más ultrajantes. Ha hecho de
ello algo medio religión, medio disparate.
Ha erigido una jerarquía de sacerdotes y
un ritual complicado e ininteligible.
Hardin frunció el ceño.
—¿Y qué? No creo que tenga nada
que ver con la conversación. Al principio
actué así porque los bárbaros
consideraban nuestra ciencia como una
especie de magia negra, y era más fácil
que la aceptaran sobre esta base. El
sacerdocio se construyó a sí mismo, y si
le ayudamos no hacemos más que seguir
la línea de menor resistencia. Es un
asunto de poca importancia.
—Pero estos sacerdotes están a cargo
de las plantas de energía. Esto no es una
cuestión de poca importancia.
—Es verdad, pero nosotros les hemos
adiestrado. Su conocimiento de los
instrumentos es puramente empírico; y
creen firmemente en la ridícula
ceremonia que los rodea.
—Y si alguno va más allá de este
disparate y tiene el genio de descartar el
empirismo, ¿qué es lo que les impedirá
aprender las técnicas actuales y venderlas
al mejor postor? ¿Cuál sería entonces
nuestro valor ante los reinos?
—Hay pocas posibilidades de que eso
ocurra, Sermak. Está mostrándose muy
superficial. Los mejores hombres de los
planetas y de los reinos acuden a la
Fundación todos los años y son educados
en el sacerdocio. Y los mejores de ellos
permanecen aquí como estudiantes
investigadores. Si usted cree que los que
se van, prácticamente sin conocimiento
alguno de la ciencia más elemental, o peor,
con el saber deformado que reciben
los sacerdotes, son capaces de penetrar de
un salto en los conocimientos de la
energía atómica, la electrónica, la teoría
de la hipertensión… tiene usted una idea
muy romántica y muy absurda de la
ciencia. Se necesita una vida entera de
aprendizaje y un cerebro excelente para
llegar tan lejos.