conversación con el doctor Seldon.
Gaal repuso:
—Pues ya conocen su opinión sobre
la materia.
—Es posible. Pero nos gustaría que
usted nos la dijera.
—Opina que Trántor será destruido
dentro de cinco siglos.
—¿Lo ha demostrado —uh—
matemáticamente?
—Sí, lo ha hecho… insolentemente.
—Usted mantiene que —uh— las
matemáticas son válidas, ¿verdad?
—Si el doctor Seldon lo sostiene, es
que lo son.
—En ese caso, volveremos.
—Espere. Tengo derecho a un
abogado. Reclamo mis derechos como
ciudadano imperial.
—Los tendrá.
Y los tuvo.
El hombre que entró era muy alto, un
hombre cuyo rostro parecía estar hecho
de rayas verticales y tan delgado que uno
se preguntaba si habría espacio en él para
una sonrisa.
Gaal alzó la vista. Estaba desaliñado
y cansado. Habían ocurrido muchas
cosas, a pesar de no hacer más de treinta
horas que se hallaba en Trántor.
El hombre dijo:
—Soy Lors Avakim. El doctor Seldon
me ha elegido para representarle.
—¿De verdad? Bueno, entonces,
escuche.
Solicito
una
apelación
instantánea al emperador. Me retienen sin
ninguna causa. Soy inocente de todo. De
todo. —Extendió las manos, con las
palmas hacia abajo—. Tiene que
conseguir una audiencia con el
emperador, inmediatamente.
Avakim vaciaba con cuidado sobre el
suelo el contenido de una cartera plana.
Si Gaal no hubiera estado tan excitado,
habría reconocido unas formas legales
Cellomet, delgadas como el metal y
adhesivas, adaptadas para la inserción
dentro del reducido tamaño de una
cápsula personal. También habría
reconocido una grabadora de bolsillo.
Avakim, sin prestar atención al
acceso de cólera de Gaal, finalmente
levantó la vista. Dijo:
—Naturalmente, la Comisión grabará
nuestra conversación. Va contra la ley,
pero lo harán, de todos modos.
Gaal apretó los dientes.
—Sin embargo —y Avakim se sentó
deliberadamente—, la grabadora que
tengo sobre la mesa, que es una
grabadora completamente normal y
también hace su función, tiene la
propiedad adicional de suprimir toda
transmisión. Es algo que no averiguarán
enseguida.
—Así que puedo hablar.
—Naturalmente.
—Pues quiero una audiencia con el
emperador.
Avakim sonrió con frialdad, y quedó
demostrado que, después de todo, había
espacio suficiente en su delgado rostro.
Se le arrugaron las mejillas para dejar el
espacio. Dijo:
—Es usted de provincias.
—No por eso dejo de ser ciudadano
imperial. Lo soy tanto como usted o
cualquiera de esa Comisión de Seguridad
Pública.
—Sin duda; sin duda. A lo que me
refiero es que, como provinciano, no
comprende la vida de Trántor tal como
es. El emperador no concede audiencias.
—¿A qué otra persona se puede
recurrir? ¿Hay algún otro procedimiento?
—Ninguno. No hay recurso posible
en un sentido práctico. Legalmente,
puede apelar al emperador pero no
obtendrá ninguna audiencia. Hoy el
emperador no es el emperador de una
dinastía Entum, ya lo sabe. Me temo que
Trántor esté en manos de las familias
aristocráticas miembros de las cuales
componen la Comisión de Seguridad
Pública. Éste es un desarrollo que la
psicohistoria ha predicho muy bien.
Gaal dijo:
—¿De verdad? En este caso, si el
doctor Seldon puede predecir la historia
de Trántor con quinientos años de
adelanto…
—Puede
predecirla
con
mil
quinientos años de adelanto…
—Digamos con diez mil quinientos.
¿Por qué no pudo predecir ayer los
acontecimientos de esta mañana y
advertirme? No, lo siento. —Gaal se
sentó y apoyó la cabeza sobre una palma
sudorosa—. Comprendo muy bien que la
psicohistoria es una ciencia estadística y
no puede predecir el futuro de un solo
hombre con exactitud. Comprenderá que
esté trastornado.
—Pero se equivoca. El doctor Seldon
sabía que usted sería arrestado esta
mañana.
—¿Qué?
—Es desagradable, pero cierto. La
Comisión se ha mostrado cada vez más
hostil hacia sus actividades. Se ha
interferido con los nuevos miembros que
se unían al grupo de un modo alarmante.
Las gráficas demostraban que, para
nuestros propósitos, era mejor provocar
un clímax. La Comisión actuaba con
demasiada lentitud, así que el doctor
Seldon fue a verle ayer con la intención
de forzarles a actuar. Por ninguna otra
razón.
Gaal contuvo el aliento.
—Me ofende que…
—Por favor. Es necesario. No le
escogieron por ninguna razón personal.
Debe comprender que los planes del
doctor Seldon, que han sido realizados
con las matemáticas desarrolladas de más
de dieciocho años, incluyen todas las
eventualidades
con
probabilidades
importantes. Ésta es una de ellas. Me han
enviado aquí con el único propósito de
asegurarle que no debe tener miedo. Todo
acabará bien; es casi seguro respecto al
proyecto; y razonablemente probable
respecto a usted.
—¿Cuáles son las cifras? —inquirió
Gaal.
—Para el proyecto, más del 99,9%.
—¿Y para mí?
—Me han dicho que la probabilidad
es del 77,2%.
—Entonces tengo más de una
probabilidad entre cinco de que me
sentencien a prisión o a muerte.
—Esta última posibilidad está por
debajo del uno por ciento.
—¿Lo cree así? Los cálculos sobre un
solo hombre no significan nada. Diga al
doctor Seldon que venga a verme.
—Desgraciadamente, no puedo. El
doctor Seldon también ha sido arrestado.
La puerta se abrió de pronto antes de
que Gaal pudiera hacer otra cosa que
articular el principio de un grito. Entró un
guardia, se acercó a la mesa, cogió la
grabadora, la miró por todos lados y se la
metió en el bolsillo.
Avakim dijo sosegadamente:
—Necesito ese aparato.
—Ya le daremos otro, abogado, uno
que no provoque un campo estático.
—En este caso, mi entrevista ha
concluido.
Gaal contempló cómo salía de la
habitación y se encontró solo.
6
El proceso (Gaal suponía que aquello lo
era, aunque legalmente tenía pocas
similitudes con las elaboradas técnicas
sobre las que Gaal había leído) no duró
mucho. Estaba en su tercer día. Sin
embargo, Gaal ya no podía recordar su
comienzo.
A él no le habían molestado mucho.
La artillería pesada había caído sobre el
propio doctor Seldon. Sin embargo, Hari
Seldon continuaba imperturbable. Para
Gaal, era el único centro de estabilidad
que quedaba en el mundo.
Los espectadores eran pocos y todos
habían sido extraídos de entre los barones
del imperio. La prensa y el público
estaban excluidos, y era dudoso que el
público en general supiera siquiera que se
llevaba a cabo un juicio contra Seldon.
La atmósfera era de oculta hostilidad
hacia los acusados.
Cinco miembros de la Comisión de
Seguridad Pública estaban sentados
detrás de la mesa. Llevaban uniformes de
color escarlata y oro y los brillantes
birretes de plástico que eran el distintivo
de su función judicial. En el centro estaba
el presidente de la Comisión, Linge
Chen. Gaal nunca había visto un señor
tan importante y le miraba con
fascinación. Chen, a lo largo de un
proceso, raramente pronunciaba una sola
palabra. Demostraba que hablar mucho
estaba por debajo de su dignidad.
El abogado de la Comisión consultó
sus notas y el interrogatorio prosiguió,
con Seldon aún en el estrado.
P. Veamos, doctor Seldon. ¿Cuántos
hombres componen en este momento el
proyecto que usted dirige?
R. Cincuenta matemáticos.
P. ¿Incluyendo al doctor Gaal
Dornick?
R. El doctor Dornick es el que hace
cincuenta y uno.
P. Oh, ¡así que tenemos cincuenta y
uno! Haga memoria, doctor Seldon. ¿No
habrá cincuenta y dos o cincuenta y tres?
¿O quizá incluso más?
R. El doctor Dornick aún no se ha
incorporado
formalmente
a
mi
organización. Cuando lo haga, el número
de miembros será de cincuenta y uno.
Ahora es de cincuenta, como ya he dicho.
P. ¿No serán unos cien mil?
R. ¿Matemáticos? No.
P. No he dicho que fueran
matemáticos. ¿Son cien mil en total?
R. En total, su cifra es posible que sea
correcta.
P. ¿Es posible? Yo digo que es así.
Digo que los hombres de su proyecto son
noventa y ocho mil quinientos setenta y
dos.
R. Me parece que está contando a
mujeres y niños.
P. (Alzando la voz.) Noventa y ocho
mil quinientos setenta y dos individuos es
lo que pretendía decir. No hay necesidad
de subterfugios.
R. Acepto las cifras.
P.
(Consultando
sus
notas.)
Olvidémonos de esto por el momento,
pues, y dediquémonos a otra cuestión que
ya hemos discutido exhaustivamente.
¿Quiere repetirnos, doctor Seldon, sus
ideas respecto al futuro de Trántor?
R. He dicho, y lo repito, que Trántor
quedará convertido en ruinas dentro de
cinco siglos.
P. ¿No considera que su declaración
es desleal?
R. No, señor. La verdad científica está
más allá de toda lealtad y deslealtad.
P. ¿Está seguro de que su declaración
representa la verdad científica?
R. Lo estoy.
P. ¿En qué se basa?
R. En las matemáticas de la
psicohistoria.
P. ¿Puede demostrar que estas
matemáticas son válidas?
R. Sólo a otro matemático.
P. (Con una sonrisa). Así pues, eso
significa que su verdad es de una
naturaleza tan esotérica que un hombre
normal
y
corriente
no
puede
comprenderla. A mí me parece que la
verdad tendría que ser mucho más clara,
menos misteriosa, más abierta a la mente.
R. No presenta ninguna dificultad
para según qué mentes. Las leyes físicas
de transferencia de energía, que
conocemos como termodinámica, han
sido claras y diáfanas durante toda la
historia del hombre desde edades míticas;
sin embargo, debe de haber gente que, en
la actualidad, no sería capaz de dibujar un
motor. También puede ocurrirle a gente
de gran inteligencia. Dudo que los doctos
comisionados…
En este punto, uno de los comisionados
se inclinó hacia el abogado. No se oyeron
sus palabras, pero el silbido de su voz
reveló una cierta aspereza. El abogado se
sonrojó e interrumpió a Seldon.
P. No estamos aquí para oír discursos,
doctor Seldon. Supongamos que ya ha
dado por demostrada su teoría.
Permítame que señale la posibilidad de
que sus predicciones de desastre estén
destinadas a socavar la confianza pública
en el Gobierno imperial por razones que
sólo usted conoce.
R. No es así.
P. Supongamos que usted declara que
el período anterior a la así llamada ruina
de Trántor estará lleno de desórdenes de
diversos tipos…
R. Es correcto.
P. Y que mediante esa mera
predicción, usted espera provocarlos, y
tener un ejército de cien mil hombres
disponible.
R. En primer lugar, está usted
equivocado. Y si no lo estuviera, una
investigación le demostraría que en mi
equipo no hay más de diez mil hombres
en edad militar, y ninguno de ellos tiene
experiencia en armas.
P. ¿Actúa como agente de otro?
R. No estoy a sueldo de nadie, señor
abogado.
P.
¿Es
usted
completamente
desinteresado? ¿Está sirviendo a la
ciencia?
R. Sí.
P. Veamos cómo. ¿Puede cambiarse el
futuro, doctor Seldon?
R. Evidentemente. Esta sala puede
explotar dentro de pocas horas, o no. Si
lo hiciera, el futuro cambiaría
indudablemente en ciertos aspectos
ínfimos.
P. Esto son evasivas, doctor Seldon.
¿Puede cambiarse toda la historia de la
raza humana?
R. Sí.
P. ¿Fácilmente?
R. No. Con gran dificultad.
P. ¿Por qué?
R. La tendencia psicohistórica de un
planeta lleno de gente implica una gran
inercia. Para cambiarla debe encontrarse
con algo que posea una inercia similar. O
ha de intervenir muchísima gente o, si el
número de personas es relativamente
pequeño, se necesita un tiempo enorme
para el cambio. ¿Lo comprende?
P. Creo que sí. Trántor no necesita
sucumbir, si un gran número de personas
deciden actuar de modo que no ocurra
así.
R. Eso es.
P. ¿Unas cien mil personas?
R. No, señor. Eso es muy poco.
P. ¿Está seguro?
R. Considere que Trántor tiene una
población de más de cuarenta mil
millones. Considere también que la
tendencia que nos lleva a la ruina no
pertenece únicamente a Trántor, sino a
todo el imperio y éste contiene cerca de
mil billones de seres humanos.
P. Comprendo. Entonces quizá cien
mil personas puedan cambiar la
tendencia, si ellos y sus descendientes
trabajan durante quinientos años.
R. Me temo que no. Quinientos años
es muy poco tiempo.
P. ¡Ah! En ese caso, doctor Seldon,
sus
declaraciones
no
estaban
encaminadas a esta deducción. Ha
reunido a cien mil personas en los
confines
de
su
proyecto.
Son
insuficientes para cambiar la historia de
Trántor en quinientos años. En otras
palabras, no pueden evitar la destrucción
de Trántor hagan lo que hagan.
R. Desgraciadamente, tiene usted
razón.
P. Y, por otro lado, sus cien mil
personas no persiguen ningún fin ilegal.
R. Exacto.
P. (Lentamente y con satisfacción.) En
ese caso, doctor Seldon… Preste
atención, señor, porque queremos una
respuesta clara. ¿Para qué servirán sus
cien mil personas?
La voz del abogado se hizo estridente.
Había tendido la trampa; logró arrinconar
a Seldon; apartarle de cualquier
posibilidad de respuesta.
Hubo un creciente zumbido de
conversaciones en las líneas de los nobles
que constituían la audiencia e incluso
invadió la fila de comisionados. Se
inclinaron unos hacia otros con sus
uniformes de escarlata y oro; sólo el
presidente permaneció impasible.
Hari Seldon no se alteró. Esperó a
que cesaran los murmullos.
R. Para reducir al mínimo los efectos de
esa destrucción.
P. ¿A qué se refiere exactamente con
esto?
R. La explicación es muy sencilla. La
próxima destrucción de Trántor no es un
suceso aislado del esquema del desarrollo
humano. Será el punto culminante de un
intrincado drama que empezó hace siglos
y acelera continuamente su velocidad.
Me refiero, caballeros, a la continua
decadencia del imperio galáctico.
El zumbido se convirtió ahora en un
sordo rugido. El abogado, ignorado,
gritaba:
—Está declarando abiertamente
que… —y se interrumpió porque los
gritos de «traición» que lanzaba el
auditorio demostraban que se había
llegado al punto deseado sin ningún
martillazo.
Lentamente, el presidente de la
Comisión levantó el mazo y lo dejó caer.
El sonido fue similar al de un melodioso
gong. Cuando el eco cesó, el parloteo de
los espectadores también lo hizo. El
abogado respiró profundamente.
P. (Teatralmente.) ¿Se da cuenta, doctor
Seldon, de que está hablando de un
imperio que existe desde hace doce mil
años, a pesar de todas las vicisitudes de
las generaciones, y que está respaldado
por los buenos deseos y el amor de mil
billones de seres humanos?
R. Estoy tan al corriente de la
situación actual como de la pasada
historia del imperio. Aunque no pretendo
ser descortés, creo que la conozco mejor
que cualquier otra persona de esta
habitación.
P. ¿Y predice su ruina?
R. Es una predicción hecha por las
matemáticas. No hago ningún juicio moral.