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Capítulo 12

Nibbi Lieta Guesclin, primogénita de la principal familia Guesclin, hacía el mismo ritual matutino desde que cumplió siete años.

Primero, lavarse la cara. Al secarla, destapaba un ungüento especial y se lo untaba en el cutis, frente, pómulos y nariz. Lo retiraba pasados diez minutos, luego peinaba su cabello hasta dejarlo liso.

Aplicaba perfume, de olor a tulipanes, en áreas como el cuello, nuca, axilas y pecho. Vestirse era algo que hacía sola, porqué era extremamente pudorosa.

Por último, servía una copa de Viela del Roble, una fuerte bebida alcohólica de sabor amargo, para si misma.

Un sirviente llamó a la puerta, apenas Nibbi probó el alcohol.

—Adelante.

El hombrecillo agachó la cabeza.

—El Varón Carzvurxt la llama a usted y sus hermanos, dama Guesclin.

—Olvídalo. Dejen a mis familiares descansar, con mi presencia bastará.

—Entendido sea.

Habiéndose ido el sirviente, Nibbi agarró un estilete de la mesita de noche, reviso su estado y lo envainó, metiéndose el puñal dentro de la manga del vestido.

...

Una inesperada llovizna, repiqueteo los cristales de la ventana. El único sonido que evitaba, un absoluto silencio.

Christian tardó lo suyo en regresar, conservó una vana esperanza de mantener el papel de incógnito. Esperanza destruida por el calvo señor, que aguardaba su regreso.

«El Varón Carzvurxt los espera». Dijo, no menos interesado en Tamara que averiguar si hoy volaban cerdos.

«Lo saben», murmuró la chica.

Acompañaron al calvo señor a un despacho pésimamente iluminado, lúgubre, atascado de objetos desgastados y, como aquel sirviente les indicó, Carzvurxt estaba ahí.

Le hacían guardia tres fulanos, Feuge entre ellos, y tres mujeres. Christian conocía a dos. Izol, la hechicera, Nibbi Guesclin, una especie de noble. Esa tercera mujer no le sonaba de nada.

—Dicho ya. Tengo la disposición de oír que tienes para decir, mozuelo.—Dijo el varón Carzvurxt.

—Bueno, les voy a hablar derecho señores... Y señoritas.

Nibbi puso los brazos en jarra, la tercera mujer chasqueo la lengua y habló.

—Dale bribón, acabó de volver y quisiera dormir.

Christian la miró, era pelirroja, pecosa a morir y de cejas pobladas, como baja de estatura.

—Mi nombre es Christian Salvado, esta mujer de aquí es mi compañera. Tamara Gutiérrez.—Tamara desvío la mirada, mostrándose frívola y él siguió—. Somos soldados o lo éramos, antes de aparecer aquí quién sabe como. Pertenecíamos a un escuadrón de élite, especializado en misiones de eliminación.

Izol esbozó una sonrisa triunfal, y rozó unos anillos de piedras preciosas.

—Te expresas de maneras confusas, pero entiendo a donde vas. Siéndoles más clara a los presentes, eras un Matón, ¿me equivoco?

—Ey, así le podemos decir. Hacíamos de todo, espionaje, infiltración, asesinatos. Nuestro deber era eliminar líderes de cualquier organización, demasiado poderosa o influyentes figuras corruptas.

—¿A qué viene tanto cuento? Que diga lo que venimos a oír y ya.—Mencionó Feuge, la mujer pecosa le dijo que se callará.

—Yendo al punto... Teníamos una misión ese día que aparecimos aquí. Eliminar a un grupo de mercenarios, conformado por terroristas y sicarios locos. Su influencia empezaba a causar estragos en todas partes, nuestro deber era matarlos a todos, especialmente al líder. Pero no pudimos cumplir la misión y acabamos aquí y ellos también. En estos cuatro meses, ya he matado a veinte de ellos, pero desconozco cuantos son y sus planes.

—Lo que quiere decir...—Concluyó Carzvurxt, levantándose—. Que unos peligrosos bandidos, amenazan mis terrenos. ¿Y por qué peleas entonces soldado? Esta tierra no es tu nación.

A la pregunta y declaración, Christian sólo se encogió de hombros.

—Estoy lejos de mi patria, varón Carzvurxt. Pero soy un niquila, solo se hacer eso, defender. Y la verdad aquí me la paso a gusto.

—Si es como dices. Precisamos mantenernos atentos, dijiste que son unos locos matones. Pondré guardias a vigilar toda la villa.

—No es tan necesario. Si vienen, lo sabremos. El problema es que cuesta predecir que harán, todo este tiempo han sido muy cautelosos, donde quiera que estén.

—El grupo que te atacó estaba en una pequeña isla.—Dijo de pronto Tamara—. Por lo que vi, hay más así alrededor.

—Ustedes se refieren a la costa, ¿verdad?

La hechicera no espero confirmaciones, miró de reojo a lord Carzvurxt, quién dijo:

—Los buscaremos en algunos navíos, de ser preciso.

—Puede intentarlo señor, pero si me permite.—Christian se dirigió con total respeto al varón—. Lo mejor sería no buscarlos. Ni siquiera yo estoy al tanto de sus capacidades, pero no son ningún chiste. Es mejor dejar que vengan, hacerles creer que dimos por terminada la pelea.

—¿Y dejar que mate a mis residentes?

—Primero van a revisar los alrededores, no harán nada así estén aquí. Al igual que nosotros, ya no tienen trabajo. Y tendremos suerte vienen por mi.

—¿Por qué?—Preguntó Izol.

—Porqué así la cosa acabará rápido.

Feuge soltó una risa contenida.

—Tenderles una emboscada es ingenioso.—Confesó la hechicera—. Pero te estás dando demasiados aires, Christian. En esta habitación tienes a cuatro de Los Siete Caciques.

De pronto pareció que el aire empezaba a ponerse pesado, Christian reconoció la fuerza de aquellos individuos.

No puso en duda que estaba en presencia de absolutos monstruos.

—Más vale que esos dichosos enemigos alcancen para todos, Baladista.—Dijo Feuge.

...

Zsolin, la hija de el varón Carzvurxt, podrías nombrarla cómo belleza inusual. La simetría de sus facciones, su postura erguida y la inclinación cantal en los ojos.

Recordé esas chicas que veía cuando husmeaba Twitter, al verlas, sientes que jamás encontrarás mujeres así cerca de ti. Una sirena rubia, así la representaba.

¿Todas las mujeres de nobleza lucen así?

—De buenas que el aguacero no nos caló.—Agradeció Adreti y suspiró. Le dedicó una afable sonrisa a Zsolin.

Las miré de reojo, secretearse con las cabezas juntas.

Weltvoz, pensé. Visitarla tiempo atrás, no me hizo inmune de las maravillas que tiene. Me sentí tonto por no mirar las calles el día que vine.

Si te acostumbras al casi siempre cielo nublado, la costa es agradable, pacífica y atiborrada de actividad.

—Seita-kun. ¿Qué opinas? Es un lugar bonito.

Respondí que sí, Aimi estaba de mi lado. Puede que, penosa de ser excluida.

—Es verdad. Aunque no entendí lo que decía el letrero de afuera.

—Vinimos a un chalet. El que cuece más rico aquí.—Afirmó Zsolin, dirigiéndonos la palabra por primera vez.

Lo supuse desde que vi el interior. A su manera, era un restaurante. Rústico, construido de piedra blanca, exterior sencillo, el interior lucía mejor. Una pared de arcos lo separaba en dos secciones, los retratos que colgaban de las paredes eran de gente desconocida, pero el mas grande tenía ilustrado a un enano barbudo.

El como nos atendieron tan pronto, creo, se debía a la influencia de las damas que cuidamos.

Tuve suerte de sentarme al lado de la ventana, y distraerme de mirar a las chicas.

—Les recomiendo probar el caldo de barredores orillados o bigotudos de sal.

Aimi frunció el ceño con cara de no entender nada, pero conservó la sonrisa cortez para Zsolin.

—¿Eh? ¿Qué son?

—Animales de mar. Los sacan de ese gran océano que tenemos a nuestra disposición. Weltvoz tiene la mayor abundancia de caparudos. Si algo que vive en agua se come, lo tenemos.

—No duermas a Aimi con esa cháchara insulsa, Zsolin, dejemos que deguste la sopa.—Adreti brincó de la mesa y levantó el brazo—¡Mesero! ¡Cuatro guisados de barredores bien ahogados y otro guiso de panza!

Al ver que la mirábamos, volvió a sentarse fingiendo pena.

—El guiso de pancita es para mi.—Susurro con los labios presionados, en una graciosa mueca como boca de pez.

—¿No desayunaste, Adreti-chan?

—Unos tres huevos revueltos. Quería guardar espacio.

—No le hagas caso Aimi. Es una tragona.—Tercio la rubia, que me miró sin ningún disimulo y yo fije mi atención en la ventana.

—Tragona la más vieja de tu casa.—Se defendió Adreti—. El mar queda muy lejos donde vivo y las lagunas tienen pocos peces, hay que aprovechar.

—¿Qué hay de ti joven?

No me quedo de otra que voltear, e imponerme a la atención sobre mi.

—Seita...

—Seita. Ustedes tienen nombres, con todo respeto, muy estrambóticos.

Lo mismo digo. Pensé al comentario de Zsolin, aunque me calle.

—Agradezco tu tratable comportamiento y aceptar acompañarnos. Dirijo mis palabras a ti también, Aimi.

La cara de Aimi pasó de blanca a rosado.

—No, yo soy quien debería darte las gracias. Es la primera vez que salgo.

—Eso puede cambiar, si así lo quieren hablaré con padre, puede que decida otorgarles esos privilegios de salida.

—¿Puedes hacer eso? Sería grandioso poder ver más de la villa con mis amigas.

Elevados los ánimos, Aimi se unió a aquel círculo social. Ya excluido solo yo, el paisaje exterior atrajo mi atención, hasta que me llegó un rico olor de mariscos.

Entre tanto caliente vapor, miré varios moslucos rojos, que parecían mezclas de camarones o langostas miniaturas. Estaban metidos en un caldo naranja, donde además flotaban verduras picadas.

Tanto Aimi como yo agradecimos la comida. Bueno se quedaba corto, el guiso sabía excelente.

Adreti devoró el guiso, luego el caldo. Las mejillas se le inflaron cual ardilla. Tuve que aguantarme cualquier signo de risa, fijándome en las demás mesas.

No es que estuviese interesado, así que pase la vista por las mesas de mercaderes, pescadores, personas cuyos empleos no podía adivinar en su apariencia.

Fue mera coincidencia, que viese una mesa ubicada al fondo. Noté el silencio, no hablaban, ni comían, pues no tenían nada que comer.

Si me preguntarán, respondería que eran amigos, para nada podía tratarse de una familia numerosa. Lucían deseados, como solo se puede ver alguien que lleva días sin bañarse, y con la ropa vieja.

Entre los vagabundos sin embargo, un hombre estaba impecable, lujosamente vestido y cargado de joyas hechas de oro. Un asunto extraño.

La mujer cercana al hombre, le susurro quien sabe que. Contemplé incómodo su pelo rubio casi albino, tieso y mal cortado, a la altura de la nuca.

Y nos miramos.

—¡!

Sin querer di un respingo. Esa muchacha tenía los ojos blancos, como si el iris no tuviera color. El susto la dejó examinarme a consciencia, hasta que volteé.

Dos mesas al lado de la nuestra, comían dos personas. Un señor común, etnia asiática, sorbia el caldo tan paciente cual anciano y la otra...

No estaba seguro si era mujer, usaba un capote, la nariz y labios a duras penas se le notaba.

—¿Qué pasa Seita-kun?

—Nada.—Conteste de un modo que no convenció a Aimi.

Adreti y Zsolin degustaron la comida, ajenas de mis reacciones.

Sin saber por que, el único ruido que me fije y asustó, fue el de una silla que rechino. Pase saliva ansioso.

No quería ver nada, observé las sobras que deje. Unos pasos se aproximaban, apreté los puños.

—Tiempo ha pasado.

—Me da la vergonzosa impresión, de que te equivocaste de persona.—A la voz desconocida, respondió Adreti.

—No hay ninguna equivocación, Adreti Guesclin.

No quería hacerles caso, lo sospeché al principio, esto me daba mala espina y aún así, vi quién vino a la mesa.

La rubia andrajosa de ojos siniestros.

—Saberse mi nombre. Con tu perdón, me indica poco.

La noble Guesclin respondía calmada, pero hace varios segundos que soltó el plato y escondió las manos bajo la mesa. Zsolin simplemente escuchaba, revolviendo la taza de jugo que pidió.

Al desconocimiento de Adreti, la mujer reveló su identidad.

—Soy Opidel. Hace mucho, tu gente mató a mis parientes. Tíos, papá, mamá, hermanos y amigos.

—Ya comprendo. Opidel, eres mujer, dijiste que pasó hace mucho. Si... Supe de una niña que abuelo dejó viva.

—Habiendo tantos muertos. ¿No les falla la memoria?

—La verdad no.—Contestó Adreti y esbozó una tierna sonrisa—. Recordar es importante, es así como esperas estos casos. Ajustes de cuenta, intentos de asesinatos, venganza. A eso vienes, ¿o no? Quieres vengar a tu sangre, ignorando sus maldades.

Opidel desenvolvió un objeto alargado en trapos sucios, un sable oxidado.

Aimi jadeo, había olvidado que estaba conmigo y los nervios, la tenían bañada de sudor frío.

—Tu abuelo se apiadó, pero yo no perdono. Sangre por sangre.

La rubia atizó la cuchilla, alcancé a chillar cuidado.

Y vi la silla vacía atravesada.

—Gran demostración.—Admitió Adreti, desde atrás de su asiento—. Eres valiente.

¿Lo esquivó? Si, distinguí el salto como un nubarrón.

—Opidel, tu emboscada es por mucho menos inesperada. Vienes e intentas matarme en un chalet, como tantas historias de venganza.

—No vine sola.—Aseguró Opidel.

La sala resonó de sillas arrastrándose y armas saliendo de su funda.

Cometí un error, sus amigos no solo compartían la mesa con ella, el restaurante completó nos rodeó.

—¿Tantos? ¿Por qué?...—Musito Aimi, palida de miedo.