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11

El capitán McCluskey estaba sentado en su oficina. Entre sus manos tenía tres abultados sobres llenos de boletos de apuestas. Estaba de mal humor, pues quería descifrar las anotaciones de los boletos. Era muy importante hacerlo. Los sobres contenían los boletos que sus hombres habían requisado la noche antes a uno de los corredores de apuestas de la familia Corleone. Ahora el corredor de apuestas tendría que volver a comprar los boletos, pues de lo contrario los apostadores podrían pretender haber ganado, todos, algún premio. Y el corredor, sin tener los boletos en su poder, no podría comprobar quiénes habían ganado y quiénes no.

Para el capitán era muy importante descifrar los boletos; no quería ser estafado cuando los revendiera al corredor de apuestas. Si los boletos valían cincuenta mil dólares, por ejemplo, tal vez podría sacar cinco mil. Pero si las apuestas habían sido fuertes y los boletos representaban un total de cien o doscientos mil dólares, entonces el precio sería considerablemente más alto. McCluskey se entretuvo un poco pensando en los sobres hasta que, finalmente, decidió dejar que el corredor de apuestas le hiciera una oferta. Sí, decididamente, sería la mejor manera de conocer su verdadero precio.

McCluskey miró el reloj de su oficina. Era la hora convenida para ir a recoger a aquel grasiento Turco, Sollozzo, y llevarlo al lugar donde debía encontrarse con la familia Corleone. McCluskey fue a su guardarropa y empezó a vestirse de paisano. Cuando hubo terminado, llamó a su esposa y le dijo que no le esperara para cenar, ya que tenía trabajo. Nunca le hablaba de sus negocios, no confiaba en ella. La mujer creía que vivían de su sueldo de policía. Al pensar en ello, McCluskey esbozó una sonrisa. Su madre había creído lo mismo, aunque no tardó en averiguar la verdad. Y es que el «oficio» se lo había enseñado su difunto padre.

El padre del capitán había sido sargento de la policía, y cada semana llevaba a su hijo a dar un paseo por el distrito. El sargento McCluskey decía a los tenderos: «Éste es mi muchacho», y ellos le estrechaban la mano, para luego hacerle algún pequeño regalo: cinco o diez dólares por regla general. Al final del día, los bolsillos del pequeño McCluskey estaban repletos de billetes. El chico estaba convencido de que los amigos de su padre le apreciaban tanto, que decidían regalarle billetes cada vez que ambos iban a verlos. Por supuesto, su padre le ingresaba el dinero en el banco, para poder pagar su educación, y le daba cincuenta centavos cada semana para sus gastos.

Luego, cuando el pequeño Mark volvía a casa y sus tíos, también policías, le preguntaban qué querría ser de mayor, invariablemente contestaba: «Policía», y todos se reían de la ingenuidad del muchacho. Años después, y a pesar de que su padre quería que pasara por la universidad, Mark ingresó en la academia de la policía una vez finalizados los estudios secundarios.

Había sido un buen agente, y además valiente. Los jóvenes delincuentes que aterrorizaban las esquinas de las calles huían cuando él se aproximaba, pues sabían que pegaba fuerte con su porra. Era muy duro, pero también muy sensible. Nunca llevaba a su hijo a visitar a los comerciantes cuando pasaba a recoger los regalos en efectivo por ignorar ciertas violaciones de las ordenanzas municipales en relación con las basuras, el aparcamiento de vehículos, etc.; no, él no siguió el ejemplo de su padre, sino que se metía el dinero en el bolsillo tranquilamente, sin sentir nada parecido a remordimientos, pues consideraba que el dinero que le pagaban los comerciantes se lo había ganado de sobra. Nunca se había metido en un cine o un restaurante en horas de servicio, a pesar de que otros compañeros suyos lo hacían, sobre todo en las frías noches de invierno. Siempre había efectuado las rondas. Siempre había proporcionado protección a «sus» tiendas. Cuando algún mendigo molestaba a la gente, él sabía cómo tratarlo para que el vagabundo no tuviera nunca más ganas de volver por el distrito. Y la gente del barrio sabía apreciar lo que McCluskey hacía por ellos.

Además, sabía amoldarse al sistema establecido. Los corredores de apuestas de su distrito sabían que nunca sería capaz de pedir dinero extra para su provecho particular; siempre se contentaba con la parte que le correspondía de la bolsa común. Su nombre estaba en la lista, junto con el de otros policías de su sección, y nunca, al contrario que algunos de ellos, había pedido dinero suplementario. Era un buen policía, un hombre que jugaba limpio, y por ello no era de extrañar que hubiera ido ascendiendo, si no de forma espectacular, sí gradual y constantemente.

Ahora tenía a su cargo a su esposa y cuatro hijos, ninguno de los cuales era policía. Todos fueron a la Universidad de Fordham, a pesar de que cuando el mayor de sus hijos hizo su ingreso en aquel centro superior, él era solamente sargento. Luego pasó a teniente, y más tarde a capitán. Los suyos nunca habían carecido de nada. En sus años de sargento, McCluskey empezó a adquirir reputación de hombre difícil de contentar. La cuota que tenían que pagar los apostadores profesionales de su distrito era mayor que la que se pagaba en cualquier otra parte de la ciudad. Debía de ser porque la educación de sus hijos le costaba mucho dinero.

En efecto, McCluskey no sentía remordimiento alguno. ¿Qué culpa tenían sus hijos de que la policía pagara tan mal a sus oficiales? ¿Acaso no tenían derecho a acudir a las mejores escuelas y universidades? Él protegía a los comerciantes y apostadores de su distrito, arriesgando su propia vida, a veces. Gracias a él, su zona era la más segura de la ciudad. Consideraba que merecía bastante más de lo que le pagaban, pero no se quejaba; al contrario, comprendía las circunstancias.

Bruno Tattaglia había sido un viejo amigo suyo. Bruno había ido a la Universidad de Fordham con uno de sus hijos. Después, cuando abrió su sala de fiestas, los McCluskey iban algunas veces a cenar y a beber un poco al local del amigo de su hijo, disfrutando, además, del espectáculo. Cada año, por Nochebuena, recibían una invitación del director del local, y siempre les destinaban una de las mejores mesas. Bruno siempre se preocupaba de que les presentaran a las celebridades que actuaban en el club, que a veces eran grandes estrellas de Hollywood. En alguna ocasión, como cabía esperar, Bruno pedía algún pequeño favor, como un certificado de buena conducta para alguna artista, al efecto de que pudiera trabajar en el night-club. Naturalmente, en tales casos la artista, por lo general muy hermosa, estaba fichada como ramera. Para McCluskey era un placer ayudar a los amigos.

McCluskey había tenido siempre por norma no demostrar que conocía las intenciones de los demás. Cuando Sollozzo se le acercó con la proposición de que dejara a Don Corleone sin protección en el hospital, McCluskey no preguntó el porqué. Se limitó a preguntar cuánto le pagaría. Cuando Sollozzo le ofreció diez de los grandes, McCluskey no tuvo ninguna duda sobre las razones del Turco. No dudó un solo instante. Corleone era una de las grandes personalidades de la Mafia, con más influencias políticas que Capone en sus mejores tiempos. Por lo tanto, quienquiera que lograra eliminarlo, haría un gran favor al país. McCluskey tomó el dinero y cumplió su trabajo. Cuando Sollozzo le telefoneó para decirle que en el hospital aún había dos hombres de Corleone, el policía montó en cólera. Había encerrado a todos los hombres de Tessio, había hecho que se fueran los dos agentes que montaban guardia en la puerta de la habitación de Corleone… Y ahora, como hombre de principios, tendría que devolver los diez mil dólares ya ingresados en el banco y destinados a la educación de sus nietos. Dominado por aquella terrible ira suya, había ido al hospital y golpeado a Michael Corleone.

Afortunadamente, todo había acabado del mejor de los modos. Tras entrevistarse con Sollozzo en la sala de fiestas de Tattaglia, ambos habían hecho un trato todavía mejor. Tampoco esta vez hizo McCluskey pregunta alguna, pues conocía todas las respuestas. Su única preocupación fue asegurar el precio. Nunca se le ocurrió pensar que él, personalmente, podría correr algún peligro. Que alguien pudiera soñar siquiera en matar a un capitán de la policía de Nueva York era algo impensable. El más duro de los mafiosos tenía que aguantarse ante el más humilde de los patrulleros. Matar policías no era rentable. Y es que, cuando un agente era asesinado, resultaba que la policía tenía que matar a una serie de delincuentes que se resistían a ser arrestados o que pretendían huir mientras eran conducidos a la comisaría.

McCluskey se dispuso a salir. Problemas, siempre problemas… En Irlanda, la hermana de su esposa acababa de morir después de haber librado una larga lucha contra el cáncer. La enfermedad de su cuñada le había costado mucho dinero. Y ahora el funeral le costaría todavía más. Además, sus tíos y tías, allá en el Viejo Continente, necesitarían ayuda económica, y sería él quien tendría que proporcionársela. McCluskey no era un hombre mezquino. Aún recordaba cómo, cuando él y su esposa visitaron Irlanda, fueron tratados a cuerpo de rey por la familia. Tal vez el siguiente verano, ya que la guerra había terminado, volverían allí.

McCluskey dijo a su ayudante dónde podría encontrarle en caso de necesidad. No consideró necesario tomar precaución alguna: siempre podría alegar que Sollozzo era un confidente de la policía. Una vez fuera de la comisaría, caminó un par de manzanas y luego tomó un taxi, dirigiéndose al lugar donde tenía que encontrarse con Sollozzo.

Tom Hagen había llevado a cabo todos los preparativos para que Michael abandonara el país. Había cuidado de su pasaporte falso, de su embarque en un carguero italiano que recalaría en un puerto siciliano, etcétera. El mismo día, un emisario viajó a Sicilia en avión para preparar con un jefe de la Mafia la estancia del joven Corleone.

Sonny, por su parte, había dispuesto lo necesario para que un coche y un conductor de absoluta confianza esperaran a Michael cuando éste saliera del restaurante donde se celebraría la entrevista con Sollozzo. El conductor sería Tessio en persona, que se había ofrecido para realizar el trabajo. Y el automóvil sería vulgar, pero con un motor muy potente. Además, llevaría una matrícula falsa, para que no fuera posible identificarlo. Michael pasó el día con Clemenza, practicando con la pistola que el caporegime había escogido. Era del calibre 22 y dejaba en el blanco unos agujeros bastante mayores de lo normal. Su precisión era suficiente para asegurar el blanco a una distancia de cinco pasos. Más lejos, las balas irían a cualquier parte. El gatillo estaba muy duro, pero Clemenza lo suavizó. Decidieron no hacer nada para amortiguar el ruido, a fin de eliminar la posibilidad de que algún despistado ajeno a la situación interfiriera. El ruido de los disparos hablaría por sí solo de lo que estaba sucediendo.

Clemenza fue dando instrucciones a Michael.

—Tira la pistola tan pronto como la hayas utilizado, pero hazlo con cuidado. Te pones la mano en un costado y dejas caer el arma, así nadie se dará cuenta y todos pensarán que todavía tienes la pistola en la mano. Todos te mirarán a la cara. Abandona rápidamente el lugar, pero no corras. No mires fijamente a nadie, pero tampoco rehuyas las miradas. Recuerda que todos te tendrán miedo; todos, no lo olvides. Nadie intentará detenerte. Una vez fuera del local, Tessio te estará esperando en el coche. Entra en el vehículo y no te preocupes de nada más. No temas ningún accidente… Te sorprenderás al ver lo fácil que resulta todo. Ahora ponte este sombrero, a ver qué tal te sienta.

Tessio le puso un sombrero de fieltro. Michael, que en su vida había llevado sombrero, sonrió incómodo.

—Es sólo para que resultes más difícil de identificar —le tranquilizó Tessio—. Así los testigos tienen una buena excusa para no comprometerse. Recuerda, Mike, que no debes preocuparte por las huellas digitales. La culata y el gatillo han sido tratados debidamente; no quedará impresa huella alguna. Pero no toques ninguna otra parte del arma.

—¿Ha averiguado Sonny dónde va a llevarme Sollozzo? —preguntó Michael.

—Todavía no —respondió Clemenza—. Sollozzo es un hombre muy cauteloso. Pero no te preocupes, no intentará hacerte ningún daño. El negociador estará en nuestras manos hasta que regreses sano y salvo. Si algo te sucediera, el negociador lo pagaría con su vida.

—¿Y por qué arriesga su vida? —preguntó Michael.

—Porque le pagan bien. Una pequeña fortuna, en realidad. Además, es un miembro importante dentro de las Familias. Sabe que Sollozzo no permitirá que le ocurra nada. Para Sollozzo, tu vida no vale tanto como la del negociador, ni más ni menos. Tu seguridad está garantizada. Y luego seremos nosotros los que empezaremos a golpear a diestro y siniestro.

—¿Qué va a pasar? —quiso saber Michael.

—Se desatará una guerra sin cuartel entre la familia Tattaglia y la familia Corleone. La mayoría de los demás se aliarán con los Tattaglia. El Departamento de Sanidad tendrá que recoger muchos cadáveres este invierno. Estas cosas suelen suceder cada diez o doce años. Sirven para eliminar la fruta podrida. Por otra parte, si cedemos en detalles de poca monta, pronto nos obligarían a ceder en cuestiones de importancia. Es preciso desanimarles desde un principio. Igual debía haber hecho Europa con Hitler; nunca debieron haberle permitido ir tan lejos. En ciertas ocasiones, la permisividad es una auténtica fuente de graves problemas.

Michael había oído decir lo mismo a su padre. Concretamente, recordaba que lo había dicho en 1939, poco antes de que estallara la guerra. Si el Departamento de Estado hubiese estado a cargo de las Familias, la Segunda Guerra Mundial no hubiera tenido lugar, pensó Michael.

Michael y Clemenza regresaron a la casa del Don, donde Sonny había instalado su cuartel general provisional. Michael se preguntaba por cuánto tiempo podría Sonny permanecer en el seguro refugio de la alameda. Llegaría el momento en que tendría que decidirse a salir.

Cuando llegaron, Sonny estaba haciendo la siesta. Encima de la mesita había las sobras de su comida, trozos de carne y de pan, además de una botella de whisky medio vacía.

El siempre limpio y ordenado despacho de su padre comenzaba a parecer una pocilga. Michael despertó a su hermano.

—¿Por qué no dejas de vivir como un borrachín y dejas que arreglen un poco el despacho?

—¿Quién diablos crees que eres, un inspector? —preguntó Sonny, pasándose la mano por los ojos—. Mike, todavía no sabemos dónde piensan llevarte esos bastardos de Sollozzo y McCluskey. Si no podemos averiguarlo ¿cómo podremos pasarte la pistola?

—¿Es que no puedo llevarla yo encima? —preguntó Michael—. Tal vez no me registren, y si lo hacen, tal vez no encuentren el arma, si somos lo bastante listos. Y en el supuesto de que la encuentren, tampoco va a ocurrir nada. Me la quitarán, y en paz.

Sonny negó con la cabeza.

—Ni hablar. El golpe contra Sollozzo no puede fallar. Recuerda que primero debes disparar contra él. McCluskey es más lento y pesado. ¿Te ha dicho Clemenza que debes tirar el arma?

—Un millón de veces —contestó Michael.

Sonny se levantó del sofá.

—¿Cómo va tu mandíbula? —preguntó a su hermano menor, después de desperezarse.

—Mal.

Le dolía aún toda la parte izquierda de la cara. Michael bebió un trago de whisky directamente de la botella y el dolor remitió.

—Cuidado, Mike —advirtió Sonny—. Es preciso que tengas la cabeza muy clara.

—Deja ya de jugar al hermano mayor, Sonny. He luchado contra enemigos más peligrosos que Sollozzo, y en peores condiciones. ¿Dónde tiene el Turco sus morteros? ¿Y su aviación? ¿Y su artillería pesada? ¿Ha minado el terreno? Sollozzo no es más que un listo hijo de puta, apoyado por un policía tan hijo de puta como él. Una vez tomada la decisión de liquidarlos, el problema desaparece. Lo que cuesta es decidirse. No tendrán tiempo ni de darse cuenta de dónde les viene el golpe.

Tom Hagen entró en la estancia. Después de saludarlos con un ademán, fue directamente al teléfono registrado con número falso. Hizo algunas llamadas.

—Nada —dijo al cabo—. Sollozzo quiere mantener secreto el lugar de la entrevista mientras le sea posible.

Sonó el teléfono y Sonny se puso al aparato al tiempo que pedía silencio con un gesto. Realizó algunas anotaciones en una hoja de papel, dijo: «Muy bien, estará allí», y colgó el auricular. Sonny rió con ganas.

—Desde luego, hay que reconocer que ese cerdo de Sollozzo es listo. Esta noche, a las ocho, él y el capitán McCluskey recogerán a Mike frente al bar de Jack Dempsey, en Broadway. Luego se trasladarán a otro sitio, donde mantendrán la conversación. Mike y Sollozzo hablarán en italiano. El informador me ha asegurado que la única palabra italiana que entiende McCluskey es soldi, dinero, por lo que no se enterará de nada. Sollozzo, por otra parte, sabe que Mike comprende el dialecto siciliano.

—Pero como me falta práctica, no charlaremos mucho —señaló Michael con sequedad.

—Mike no saldrá de aquí hasta que tengamos al negociador —dijo Hagen—. Supongo que se habrán tomado las medidas oportunas al respecto ¿no es así?

—El negociador —dijo Clemenza— está ya en mi casa jugando a las cartas con tres de mis hombres. No lo dejarán marchar hasta que yo les avise, naturalmente.

Sonny se hundió en su butacón de cuero.

—Y ahora ¿cómo sabremos el lugar de la entrevista? Tom, tenemos espías en el seno de la familia Tattaglia ¿por qué no nos han dicho nada?

—Sollozzo es más listo que el demonio —respondió Hagen—. Está llevando el asunto de forma tan secreta que no ha confiado en nadie. Considera que con el capitán McCluskey tiene bastante, y que la seguridad es más importante que las armas. Y tiene razón. Haremos que sigan a Michael y esperaremos que todo salga bien.

—No —dijo Sonny—. Eso no serviría de nada. Lo primero que harán será asegurarse de que nadie los sigue. Es lógico.

Eran ya las cinco de la tarde.

—Quizá lo mejor sería que Michael disparara contra los ocupantes del coche, cuando pasaran a recogerlo —dijo Sonny, preocupado.

—¿Y si Sollozzo no está dentro del coche? —objetó Hagen—. Descubriríamos nuestro juego. No, lo que tenemos que hacer es averiguar el lugar de la entrevista.

—Tal vez debiéramos tratar de adivinar el porqué de tanto secreto —interrumpió Clemenza.

—¿Y por qué debería dejarnos saber nada, si puede evitarlo? —dijo Michael, en tono de impaciencia—. Además, huele el peligro. Seguro que no las tiene todas consigo, a pesar de ese capitán de la policía.

Hagen hizo chasquear sus dedos.

—Ese policía, Phillips. ¿Por qué no le llamas, Sonny? Quizás él sepa dónde puede localizar al capitán. Creo que vale la pena probarlo. A McCluskey no le importa que se sepa adónde va.

Sonny descolgó el auricular y marcó un número. Habló en voz muy baja.

—Nos llamará —anunció cuando hubo colgado.

Esperaron durante casi media hora. De pronto sonó el teléfono. Era Phillips. Sonny escribió algo en su libreta y colgó. Su rostro tenía una expresión radiante.

—Creo que ya lo tenemos —dijo—. El capitán McCluskey siempre tiene que comunicar dónde puede ser encontrado. Esta noche, de las ocho a las diez, estará en el Luna Azure, en el Bronx. ¿Alguien conoce el local?

—Yo lo conozco —respondió Tessio con evidente satisfacción—. El lugar será perfecto para nosotros. Es un pequeño restaurante, muy íntimo, con reservados muy acogedores. Allí nadie se preocupa de nadie. Perfecto.

Se inclinó sobre la mesa de Sonny y empezó a hacer un plano con algunos cigarrillos.

—Ésta es la entrada, Mike. Cuando hayas terminado, sal del local y camina hacia la izquierda. Luego tienes que doblar la esquina. Te estaré aguardando con los faros del coche encendidos, y te recogeré sobre la marcha. Si surgen dificultades, grita; acudiré enseguida a ayudarte. Tendrás que darte prisa, Clemenza. Envía a alguien allí para que oculte la pistola. Los aseos del local son bastante anticuados, y entre el depósito del agua y la pared hay espacio suficiente para una pistola. Cuando te hayan registrado en el coche y vean que vas desarmado, se tranquilizarán. En el restaurante, no te precipites; no digas enseguida que necesitas ir al baño. Y, sobre todo, pide permiso antes de ir. Que no te vean demasiado tranquilo. Seguro que no sospecharán nada. Pero cuando vuelvas junto a ellos, no pierdas tiempo. No vuelvas a sentarte en la mesa: dispara enseguida. Y no corras riesgos. En la cabeza, dos disparos a cada uno. Luego, sal tan rápido como puedas.

Sonny había estado escuchando atentamente.

—Quiero que alguien muy competente y fiable se encargue de esconder la pistola —dijo a Clemenza.

—La pistola estará allí —dijo Clemenza, con énfasis.

—De acuerdo —replicó Sonny—. Todos a trabajar, pues.

Tessio y Clemenza salieron de la habitación.

—¿Debo encargarme yo de conducir a Mike a Nueva York? —preguntó Tom Hagen.

—No —respondió Sonny—. Te necesito aquí. Cuando Mike haya terminado, empezará nuestro turno, y voy a necesitarte. ¿Te has ocupado de los periodistas?

—Cuando empiece el ruido, tendrán una tonelada de material contra McCluskey —asintió Hagen.

Sonny se levantó y estrechó la mano de Michael.

—Bien, muchacho, se acerca el momento. Ya nos las arreglaremos para explicar a mamá tu inesperada marcha. Y cuando considere que es el momento oportuno, también hablaré con tu chica. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Mike—. ¿Cuándo crees que podré regresar?

—Antes de un año ni soñarlo —fue la respuesta de Sonny.

—Tal vez el Don quiera arreglar las cosas más aprisa, pero no cuentes con ello —intervino Tom Hagen—. El tiempo que haya de durar tu ausencia dependerá de muchos factores: del material que podamos suministrar a los periódicos, del interés que ponga en el asunto el Departamento de Policía, de la reacción de las otras Familias, etc. Se armará un buen revuelo, desde luego, y preocupaciones no van a faltarnos. De eso es de lo único que podemos estar seguros.

Michael estrechó la mano de Hagen.

—Haz lo que puedas —le dijo—. No quiero pasar otros tres años lejos de casa.

—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea, Mike —dijo Hagen, amistosamente—. Podemos encargar a otro el trabajo, podemos adoptar otro sistema. Tal vez no sea necesario eliminar a Sollozzo.

Michael se echó a reír.

—Pueden hacerse muchos planes, pero sólo hay uno bueno. Además, Tom, toda mi vida ha sido demasiado fácil; ya es hora de que haga algo por los míos.

—De acuerdo, Mike —convino Hagen—, pero déjame insistir una vez más en que no quiero que lo hagas para vengar el puñetazo en la mandíbula. McCluskey es un estúpido, ya lo sé, pero en su golpe no hubo nada personal.

Por segunda vez, Tom Hagen vio en Michael la encarnación del Don.

—Mira, Tom, no te equivoques.

Todo es personal, incluso el más simple y menos importante de los negocios. En la vida de un hombre todo es personal. Hasta eso que llaman negocios es personal. ¿Sabes quién me enseñó eso? El Don. Mi padre. El Padrino. Si alguien perjudica a un amigo suyo, el Don lo toma como una ofensa personal. Mi alistamiento en la Marina lo tomó como una cuestión personal. Es ahí donde reside su grandeza. El Gran Don. Para él todo es personal. Lo mismo que hace Dios. Sabe todo cuanto sucede, es dueño de las circunstancias. ¿No es así? ¿Y tú? ¿Sabes algo? A las personas que consideran los accidentes como insultos personales, no les ocurren accidentes. Me he dado cuenta tarde, pero al final lo he comprendido. Por eso, el puñetazo en la mandíbula es un asunto personal, tanto como los disparos que Sollozzo efectuó contra mi padre.

»Di a mi padre que todo eso lo he aprendido de él, y que estoy contento de poder pagarle algo de lo mucho que le debo. Ha sido siempre un buen padre. Quiero que sepas, Tom, que no recuerdo que me haya puesto nunca la mano encima. Y tampoco a Sonny, ni a Freddie, ni mucho menos a Connie. Dime la verdad ¿cuántos hombres crees que ha matado o hecho matar?

Tom Hagen desvió la mirada.

—Una cosa no has aprendido de él, Mike: a hablar de la forma en que lo estás haciendo. Hay cosas que deben hacerse y se hacen, pero nunca se habla de ellas. Uno no trata de justificarlas; no pueden ser justificadas. Se hacen, simplemente. Y luego se olvidan.

Michael Corleone enarcó las cejas.

—Como consigliere ¿estás de acuerdo en que es peligroso para el Don y nuestra Familia que Sollozzo esté vivo? —preguntó con voz suave.

—Sí.

—Muy bien —asintió Michael—. Entonces tengo que matarlo.

Michael Corleone estaba de pie frente al restaurante de Jack Dempsey, en Broadway, esperando que pasaran a recogerlo. Miró su reloj. Eran las ocho menos cinco. Sin duda, Sollozzo sería puntual. Él, en cambio, había preferido llegar con tiempo de sobra. Hacía ya quince minutos que esperaba.

Durante el trayecto entre Long Beach y Nueva York, Michael había intentado olvidar lo que había dicho a Tom Hagen. Y es que si creía en lo que había dicho al consigliere, el curso de su vida estaba ya definitivamente trazado. Aunque ¿podría ser de otro modo, después de lo que iba a hacer esa noche? Si no conseguía apartar aquellos pensamientos, quizá su vida acabaría en unos minutos, pensó Michael. Debía concentrarse sólo en el trabajo inmediato. Sollozzo no era tonto y McCluskey era un hueso duro de roer. Se alegró de notar que la mandíbula volvía a dolerle; eso le ayudaría a estar alerta.

En una fría noche de invierno como aquélla, resultaba bastante natural que Broadway no estuviera muy concurrido, a pesar de que era casi la hora en que comenzaban los espectáculos teatrales. Michael se sobresaltó ligeramente al ver que un largo automóvil negro doblaba la esquina. Instantes después, el conductor abrió la puerta delantera.

—Arriba, Mike —dijo el chofer.

No conocía al conductor, un hombre joven y de cabello negro, que llevaba el cuello de la camisa desabrochado. Sin embargo, entró en el coche. En el asiento trasero estaban Sollozzo y el capitán McCluskey.

Sollozzo le tendió la mano y Michael se la estrechó. La mano era firme, caliente y seca.

—Me alegro de que haya venido, Mike —dijo Sollozzo—. Espero que podamos arreglar la situación. Todo lo que ha sucedido ha sido terrible, y no es lo que yo deseaba. Son cosas que nunca tendrían que haber ocurrido.

—También yo espero que todo quede arreglado —respondió Michael, en tono firme y sereno—. No quiero que mi padre vuelva a ser molestado.

—No lo será —aseguró Sollozzo, con acento sincero—. Sólo le pido que, cuando hablemos, considere mi propuesta con mentalidad abierta. Espero que no sea usted tan impetuoso como su hermano Sonny. Es imposible hablar de negocios con él.

El capitán McCluskey abrió la boca por vez primera:

—Parece un buen muchacho. Es más, estoy seguro de que lo es —se inclinó para dar un amistoso golpecito en el hombro de Michael—. Siento lo de la otra noche, Mike —prosiguió—. Me estoy haciendo viejo, y los viejos siempre estamos de mal humor. Me temo que tendré que retirarme muy pronto. No puedo soportar tantos agravios ni injusticias. Estoy más que harto.

Luego, con gesto dolorido, cacheó a Michael, para asegurarse de que iba desarmado.

Michael vio una ligera sonrisa en los labios del conductor. El automóvil se dirigió hacia el oeste, y aparentemente no hizo maniobra alguna para despistar a posibles perseguidores. Se adentraron en la carretera del West Side, donde la circulación era bastante lenta, y seguidamente, ante la inquietud de Michael, el coche penetró en el puente de George Washington; iban a tomar la carretera de Nueva Jersey. El informador de Sonny, quienquiera que fuese, intencionadamente o de buena fe, se había equivocado. La conferencia no iba a celebrarse en el Bronx.

El automóvil atravesaba el puente. La ciudad iba quedando atrás. El rostro de Michael seguía impasible. ¿Tenían intención de liquidarle, o se trataba de un cambio de última hora? Del astuto Sollozzo podía esperarse todo. De pronto, cuando ya casi habían terminado de cruzar el largo puente, el conductor dio un violento giro al volante. El pesado vehículo dio un salto en el aire, al chocar contra la barrera divisoria de las dos partes de la calzada del puente, y enfiló nuevamente en dirección a Nueva York, a toda velocidad. McCluskey y Sollozzo volvieron la cabeza para averiguar si alguien hacía la misma maniobra. Poco después, Michael comprobó que circulaban en dirección al East Bronx. Pasaron por diversas y anchas calles; ningún coche iba detrás de ellos. Eran casi las nueve. Habían querido asegurarse de que nadie les seguía. Sollozzo encendió un cigarrillo, después de ofrecer el paquete a McCluskey y a Michael, que rehusaron.

—Buen trabajo —felicitó al conductor—. Lo tendré en cuenta.

Diez minutos más tarde, el coche paró frente a un restaurante. Estaban en una zona habitada exclusivamente por italianos. La calle estaba desierta, y en el interior del local había muy poca gente, cosa normal, ya que era muy tarde para cenar. Michael temió que el conductor entrara con ellos, pero no fue así; se quedó fuera. El negociador no había hablado del conductor. Técnicamente, pues, Sollozzo había faltado a lo convenido. Pero Michael decidió no mencionarlo, pues supuso que ellos pensarían que tendría miedo de hacerlo, miedo de arruinar las probabilidades de éxito de la entrevista.

Los tres se sentaron en la única mesa redonda, pues Sollozzo había rehusado hacerlo en un reservado. En aquel momento había sólo otras dos personas en el restaurante. Michael se preguntó si serían hombres de Sollozzo. En realidad no importaba. Todo habría terminado antes de que tuvieran tiempo de intervenir.

—¿Es buena la comida italiana que sirven aquí? —preguntó McCluskey, con sincero interés.

—Pruebe la ternera —contestó Sollozzo—. Es la mejor de Nueva York, se lo aseguro.

El solitario camarero les había servido una botella de vino. Llenó tres vasos. McCluskey no bebió.

—Me parece que soy el único irlandés que no empina el codo —comentó—. He visto a demasiada gente en dificultades por culpa del alcohol.

—Voy a hablar en italiano con Mike —dijo Sollozzo en tono conciliador, dirigiéndose al capitán—. No es que desconfíe de usted, sino que me es difícil encontrar las palabras precisas en inglés. Y como comprenderá, me interesa sobremanera convencer a Mike de que mis intenciones son buenas, de que quiero lo mejor para todos. No se ofenda, se lo ruego. Le repito que no se trata de desconfianza.

El capitán McCluskey sonrió con ironía.

—Lo entiendo —dijo—. Lo entiendo perfectamente. Ustedes a lo suyo. Yo voy a concentrarme en la ternera y los espaguetis.

Sollozzo empezó a hablar rápidamente en siciliano.

—Debe usted comprender que lo que sucedió entre su padre y yo fue sólo una cuestión de negocios. Siento un gran respeto por Don Corleone, y me gustaría tener la oportunidad de trabajar a su servicio. Pero debe usted hacerse cargo de que su padre es un hombre anticuado que se ha estancado. Mi negocio es el mejor. En él hay muchos millones para todos. Sin embargo, su padre no quiere saber nada del asunto. Sus escrúpulos carecen de base. En realidad, lo que pretende es imponer su voluntad sobre la mía. Sí, sí, ya sé que él me dice: «Adelante, es su negocio»; pero en realidad lo que hace es amenazarme, decirme que no quiere que yo me dedique a mi negocio. Yo le respeto mucho, pero no puedo consentir que me dicte lo que debo hacer. Así, pues, al final sucedió lo inevitable. Permítame decirle que he contado con el apoyo, silencioso, pero apoyo, de todas las Familias de Nueva York. Y la familia Tattaglia se asoció conmigo. Si esta lucha continúa, la familia Corleone tendrá que enfrentarse a todas las demás. Si su padre estuviera bien, quizá la familia Corleone podría con todos, pero su hijo mayor, Santino, no tiene talla suficiente. Le ruego que no vea en mis palabras insolencia alguna. Además, el consigliere irlandés, Hagen, tampoco es como Genco Abbandando, que en paz descanse. En consecuencia, propongo la paz, un trato. Demos por terminadas las hostilidades. Cuando su padre se haya recuperado, que sea él quien lleve las negociaciones, en lo que a la familia Corleone se refiere. La familia Tattaglia está dispuesta a seguir mi consejo y a olvidar lo de su hijo Bruno. Tendremos paz. Mientras, puesto que tengo que ganarme la vida, seguiré dedicándome a mi negocio, pero en pequeña escala. No les pido su cooperación, pero sí les ruego que no intervengan. Éstas son mis propuestas. Supongo que está usted autorizado a pactar.

Hablando en el dialecto siciliano, Michael dijo:

—Déme más detalles acerca de cómo piensa usted enfocar su negocio. Y lo que también me interesa saber es qué papel va a desempeñar mi Familia y qué es lo que vamos a ganar.

—¿Está interesado, pues, en conocer detalladamente mi proposición? —preguntó Sollozzo.

—Ante todo, lo que quiero son garantías absolutas de que nadie volverá a atentar contra la vida de mi padre —replicó Michael con gravedad.

Sollozzo hizo un expresivo ademán.

—¿Qué garantías puedo dar? La presa soy yo. He desperdiciado mi oportunidad. Usted me tiene en un concepto demasiado elevado, amigo mío. No soy tan listo como se imagina.

Ahora Michael estaba seguro de que lo único que deseaba Sollozzo era ganar unos días. Había llegado al convencimiento de que volverían a intentar algo contra el Don. Lo que más gracioso le resultaba era el hecho de que Sollozzo le considerara un desgraciado, un joven inofensivo. Michael volvió a sentir aquella agradable frialdad en todo su cuerpo. De pronto, hizo una mueca de dolor.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sollozzo, alarmado.

—Creo que he bebido demasiado vino. Tengo que ir al baño. Quería evitarlo, pero no puedo aguantar más.

Sollozzo lo miró fija y escrutadoramente con sus ojos negros. Se levantó y, sin miramiento alguno, le palpó todo el cuerpo, la entrepierna incluida. Michael le dirigió una mirada reprobadora.

—Ya lo registré cuando subió al coche —intervino McCluskey con frialdad—. He hecho lo mismo con miles de personas. Está desarmado.

Sollozzo no estaba muy convencido. No sabía por qué, pero aquello no le gustaba. Miró al hombre que estaba sentado en la mesa que había frente a ellos y con un gesto le indicó la puerta del retrete. El hombre, también con un ligero gesto, le indicó que ya había registrado el retrete y que no había nadie dentro.

—No tarde mucho —dijo Sollozzo de mala gana.

Estaba nervioso: Sollozzo olía el peligro.

Michael se levantó y se dirigió al cuarto de aseo. En el lavabo había una pastilla de jabón color rosa. Michael entró en un cubículo. Le convenía orinar, lo necesitaba. Lo hizo rápidamente, y a continuación deslizó la mano por detrás de la cisterna. Palpó la pistola, que estaba pegada a la pared con esparadrapo. La sacó, recordando que Clemenza le había dicho que no se preocupara por las huellas dactilares. Se guardó el arma en la cintura y se abrochó la chaqueta. Se lavó las manos y se mojó el cabello. Con el pañuelo borró las huellas dejadas en el grifo, y salió del aseo.

Sollozzo estaba sentado en su silla, con la vista fija en la puerta del lavabo. Michael sonrió.

—Ahora ya puedo hablar —dijo, con expresión de alivio.

El capitán McCluskey estaba comiendo el plato de ternera y espaguetis que le habían servido. El hombre que estaba contra la pared opuesta suspiró aliviado al ver que Michael regresaba.

Mike volvió a sentarse. Recordó que Clemenza le había dicho que no lo hiciera, que disparara en cuanto saliera del lavabo, pero algo, tal vez su instinto, le indicó lo contrario. Tenía la impresión de que al menor gesto sospechoso hubiera caído acribillado. Ahora se sentía seguro, y también algo avergonzado al pensar en el temblor de sus piernas.

Sollozzo se inclinó hacia él. Michael, cuya cintura quedaba oculta por la mesa, se desabrochó la chaqueta y fingió que escuchaba atentamente las palabras de Sollozzo, aunque en realidad no comprendía nada de lo que estaba diciendo el Turco. En su mente no había lugar más que para la tarea que estaba a punto de realizar. De pronto, en su mano apareció la pistola. En aquel preciso momento acababa de llegar el camarero, y Sollozzo volvió la cabeza para pedirle algo. Con la mano izquierda, Michael apartó la mesa, mientras su diestra, armada, quedó a dos palmos de la cabeza de Sollozzo. Los reflejos del hombre eran tan rápidos, que ya había empezado a apartarse. Pero los reflejos de Michael, más joven al fin y al cabo, también eran excelentes. Se oyó un disparo. La bala practicó un orificio entre la frente y la oreja de Sollozzo, y cuando salió, la chaqueta del camarero quedó salpicada de sangre y de fragmentos de hueso. Michael se dio cuenta de que no era necesaria una segunda bala. Había visto en los petrificados ojos de Sollozzo que la vida se le estaba escapando.

No había transcurrido más de un segundo cuando Michael apuntó al capitán McCluskey. El policía, atónito, se había vuelto hacia Sollozzo, como si nada de lo que ocurría tuviera que ver con él. Parecía no darse cuenta del peligro que corría. Por un instante se quedó con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca, observando a Michael con sorpresa. Su mirada indicaba que estaba esperando a que huyera o se entregara. Michael no pudo evitar sonreír mientras se disponía a disparar contra él. El impacto fue defectuoso y en modo alguno mortal. Dio en el grueso cuello de McCluskey, quien empezó a dar signos de ahogo, como si se le hubiera atragantado la ternera. Luego, el aire pareció llenarse de finas gotas de sangre cada vez que el capitán tosía. Fríamente, con estudiada calma, el menor de los Corleone realizó un nuevo disparo. Esta vez la bala se metió en la cabeza de McCluskey.

Acto seguido, Michael se encaró con el hombre que estaba sentado en la mesa, junto a la pared. El individuo no había hecho el menor movimiento, paralizado, y puso las manos encima de la mesa. El camarero miraba a Michael con expresión aterrorizada. Sollozzo estaba todavía en la silla, con el cuerpo apoyado sobre la mesa; el pesado cuerpo de McCluskey, en cambio, yacía en el suelo. Michael dejó que la pistola se deslizara hacia el suelo. Vio que ni el hombre sentado a la mesa ni el camarero se habían dado cuenta de su maniobra, así que se dirigió a la puerta y salió a la calle. El automóvil de Sollozzo seguía aparcado en la esquina, pero el conductor no estaba en su interior. Michael empezó a andar rápidamente hacia la izquierda y dobló la primera esquina. Un coche se paró junto a él con la portezuela abierta y, en cuanto él hubo subido, el vehículo salió disparado. Vio que al volante iba Tessio, cuyas facciones parecían tan duras como el mármol.

—¿Te has cepillado a Sollozzo? —preguntó.

Por un instante, Michael se sorprendió ante la pregunta de Tessio. En sentido sexual, «cepillarse» a una mujer significaba llevársela a la cama. Era curioso que Tessio empleara esa expresión.

—A los dos —respondió Michael.

—¿Seguro? —preguntó Tessio.

—Pude ver sus sesos —fue la respuesta de Michael.

En el coche, Michael se cambió de ropa. Veinte minutos más tarde estaba a bordo de un carguero italiano, a punto de emprender el viaje hacia Sicilia. Dos horas más tarde, el barco empezó a moverse, y Michael, desde su camarote, vio las brillantes luces de la ciudad de Nueva York. No pudo reprimir un profundo suspiro de alivio. Estaba fuera de peligro. La sensación no era nueva para él. Recordó el momento en que lo retiraron de la playa de una isla que su división había invadido. La batalla no había terminado, pero una ligera herida motivó que lo trasladaran al buque-hospital. También entonces sintió el mismo alivio que experimentaba en esos momentos. La batalla sería infernal, pero él no estaría allí.

En el transcurso del día que siguió a la muerte de Sollozzo y del capitán McCluskey, todos los capitanes y tenientes de la policía de la ciudad de Nueva York recibieron la misma orden: no habría más juego, la prostitución no sería tolerada ni se efectuarían componendas de ninguna clase mientras el asesino del capitán McCluskey anduviera suelto. Comenzaron a efectuarse impresionantes redadas por la ciudad. Todas las actividades ilegales quedaron absolutamente paralizadas.

Aquel mismo día, un emisario de las Familias de Nueva York preguntó a la familia Corleone si estaban dispuestos a entregar al asesino. Se les contestó que ellos nada habían tenido que ver con el asunto, que no eran ellos los culpables. Aquella noche explotó una bomba en la alameda de la familia Corleone, en Long Beach. La bomba había sido lanzada desde un automóvil que, después de romper la cadena, había huido. Durante la misma noche, dos de los hombres a sueldo de la familia Corleone habían sido asesinados mientras comían tranquilamente en un restaurante italiano de Greenwich Village. Corría el año 1946. La guerra de las Cinco Familias había empezado.