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El diario de un Tirano

Si aún después de perderlo todo, la vida te da otra oportunidad de recobrarlo ¿La tomarías? O ¿La dejarías pasar? Nacido en un tiempo olvidado, de padres desconocidos y abandonado a su suerte en un lugar a lo que él llama: El laberinto. Años, talvez siglos de intentos por escapar han dado como resultado a una mente templada por la soledad, un cuerpo desarrollado para el combate, una agilidad inigualable, pero con una personalidad perversa. Luego de lograr escapar de su pesadilla, juró a los cielos vengarse de aquellos que lo encerraron en ese infernal lugar, con la única ayuda que logró hacerse en el laberinto: sus habilidades que desafían el equilibrio universal.

JFL · สงคราม
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166 Chs

Son los momentos

Gosen marchaba adelante, el peso del mando descansaba en sus hombros como pesada roca. Cada paso que daba era una deliberada declaración de intenciones, fuerte y seguro.

Detrás de él, en formación rígida y precisa, Los Sabuesos lo seguían. Eran reflejos de su propia voluntad, semejantes sombras de muerte que se arremolinaban en su estela. No había charla entre ellos, no había sonidos de armaduras o armas rechinando; los soldados marchaban en un silencio tan profundo que parecía absorber los propios sonidos del mundo.

El antar pelirrojo se había mostrado sumamente nervioso al pasar por el camino del infortunio, para él, los hombres que lo custodiaban no podían combatir con criatura semejante, pero por respeto a su soberano se había guardado cualquier comentario que pudiera ofender a los soldados.

Mientras el camino se desplegaba en línea recta hacia su destino, el amplio claro al pie de la altísima montaña se revelaba gradualmente, desplegando su vasto manto verde. Los enormes árboles, erguidos y orgullosos, coronaban el paraje, conformando una muralla viva que se alzaba con firmeza. Sus gruesos troncos eran como columnas antiguas y sus ramas, entrelazadas en lo alto, tejían un tejado de hojas que murmuraban la bienvenida a los recién llegados con el susurro del viento entre sus hojas, y no era únicamente la naturaleza la que brindaba la bienvenida, sino también los diez jinetes con lanza y los pocos hombres armados que, esperaban con expresiones complicadas en medio del camino.

Fue deslumbrante la llegada de Los Sabuesos, no solo por su porte y marcha perfecta, sino también por la distintiva armadura que revestía a cada soldado con detalle impecable, ajustándose a ellos como si fuera moldeada sobre su propia carne, una segunda piel que les proveía la ilusión de ser imbatibles. El color de la sangre derramada teñía cada yelmo, no solo cubría sus cabezas, sino que proyectaba sombras enigmáticas sobre sus ojos, ocultando las miradas que seguramente juzgaban con la misma frialdad de la muerte. De acero eran sus corazas —aparentaban haber sido templadas en los fuegos más violentos, de las forjas volcánicas de leyendas, creadas por los maestros herreros desaparecidos, y que solo su señor había tenido el privilegio de saber el paradero—, y aun así tan livianas que las figuras de los Sabuesos se movían con la gracia de hojas arrastradas por el viento, sus armaduras resplandeciendo con tonalidades que recordaban los últimos destellos del sol al atardecer.

Con un ademán calmo, pero autoritario, Gosen mandó a Los Sabuesos a detenerse. Con su diestra se deshizo del yelmo ligero, liberando un rostro duro, afilado por las innumerables batallas que su cuerpo había experimentado.

—Por decreto del barlok Orion, yo reclamo la regencia de este campamento. —Su mirada se posó en cada uno de los individuos que exudaban fuerza y voluntad—. ¿Objeción?

—No, señor, ninguna —dijo Alar de inmediato. Le había reconocido por la batalla que le concedió el desagradable título de esclavo, podía recordar su silueta cubierta por la sangre de soldados y campesinos que de forma osada levantaron su espada en su contra. Su expresión serena, y voz como trueno cuando la usaba para dar órdenes. Aquella imagen todavía le provocaba nerviosismo y temor.

—Mi título es comandante, y mi nombre Gosen, cualquier otra forma para dirigirse a mí será tomado como un insulto —dijo con severidad.

Alar asintió, disculpándose con su mirada.

Ita se mantuvo serena, observando de manera inquisitiva la silueta del poderoso comandante, no le daba su mente para encontrar el enigma de su sorpresiva llegada.

—¿Cuál es su orden, comandante Gosen? —preguntó Kiris de forma sumisa, a su perspectiva, los hombres de su dios eran enviados divinos.

—Quien vele por la seguridad del campamento quédese, los demás vuelvan a sus puestos. Si algo extraño sucede, me reportan inmediatamente. Retírense.

Cada hombre y mujer comenzó a marcharse, dejando a un único individuo de pie, que, aunque más alto que el comandante Gosen, se mostraba encogido, como un niño en presencia del padre al que teme.

—¿Cuántos hombres tienes bajo tu mando?

—Veintitrés, comandante Gosen —respondió Alar.

—Bien, desde ahora tus hombres se unirán a los míos. Entrenarán a nuestro lado, y tendrán el honor de compartir la gloria. Pero, no olvides tu propio título.

Alar se sintió complacido por el trato ofrecido, no dudaba que los suyos compartieran la misma opinión, sin embargo, pronto la persona que había estado a cargo de ellos y el campamento apareció en su mente.

—No es réplica, comandante Gosen, pero el capitán...

—Está muerto —interrumpió de forma tajante, mientras observaba con el rabillo de su ojo al enano sentado en la carreta—. Pero lo hizo con los más altos honores, su nombre será inmortalizado junto con todos los fieros soldados que han dado la vida por el barlok Orion.

Alar asintió, aunque su corazón golpeó a su pecho por la sorpresiva información, no habría creído si alguien le hubiera dicho lo mismo, pues a sus ojos, el anterior líder del campamento había sido un diestro combatiente.

Gosen ordenó nuevamente el avance. Alar se unió a la marcha, aunque fuera de las filas de los bien equipados soldados.

∆∆∆

Sus ojos permanecían fijos, cautivos en el pequeño ser que yacía en la curva cálida y segura de su regazo. Desde que la criatura aspiró su primera bocanada de vida, había asumido una postura de dignidad reflexiva, observando su nuevo mundo con una intensidad insólita, asimilando cada sombra y cada susurro con la gravedad de un anciano sabio. Pero sobre todo, su pequeña y penetrante mirada seguía incansable a la mujer cuyo amor se derramaba sobre ella con cada caricia y cada palabra susurrada, envolviéndole en un manto de ternura infinita.

En esa cálida y vasta estancia, donde las sombras jugaban suavemente en los muros al compás de una luz crepuscular que se filtraba por las ventanas, se encontraban ellas dos, sin embargo, la mujer no anhelaba más compañía; el ser diminuto y perfecto que acunaba entre sus brazos era el complemento de su ser, la pieza final que encajaba con precisión en el rompecabezas de su alma.

Un grito penetrante rasgó el silencio, seguido por el estallido violento de la puerta que cedió bajo un impulso feroz. Ella, inalterable, no giró ante la irrupción de las fuertes pisadas que retumbaban en la fría superficie, pues había reconocido el golpeteo.

La recién llegada se detuvo, fijando su mirada teñida de preocupación en la mesa a la que le acompañaba el silencio de una cena intacta. A su lado yacía una silla de madera semi-inclinada, cuya ocupante se revelaba tan solo por los mechones de oro que caían en reposo sobre el respaldo.

—¿Por qué has despedido a las criadas? —dijo con una voz que llevaba el peso de la autoridad, pero que se suavizó en un susurro maternal al encontrarse con los ojos de la bebé—. Ellas están aquí por ti, para asegurarse de que nada te falte y para velar por tu bienestar.

Helda negó con la cabeza, con los ojos fríos como la nevada más intensa.

—No dejaré que se acerquen a ella.

—Mi niña. —Guardó silencio al encontrarse con sus ojos—. Traigan alimento caliente —ordenó.

Las mozas se acercaron, quitando con extremo cuidado los utensilios y la comida sobre la mesa. Una de ellas tuvo la osadía de levantar la mirada, perdiendo ante la curiosidad que la invadía.

—No la mires, o te arrancaré los ojos —amenazó la madre de la niña.

—No fue mi intención, mi señora. —Retrocedió, logrando mantener el equilibrio para evitar caerse junto con los platos que llevaba en la mano.

—Mi niña —dijo con amor—, nuestro hogar posee innumerables hechizos creados por las manos de tu abuelo. Cualquier ingenuo que intente tocar a un Lettman en su territorio morirá con las más horribles torturas.

—No quiero que se le acerquen —dijo.

Las mozas se despidieron, temblorosas por el miedo que ejercía la Durca.

—Necesitas dormir, no puedes continuar manteniéndote despierta...

—Tengo miedo, madre. —Su expresión cambió por completo, en cada centímetro de su piel se podía observar el temor y la preocupación—. Cuando cierro los ojos tengo la sensación que si no los abro pronto me la arrebatarán de mis brazos.

—Nadie se atrevería.

—Lo sé, pero tengo miedo.

Sadia se dirigió a la silla cercana, la sujetó para acercarla al lado de su hija, donde se sentó con la elegancia que la caracterizaba.

—Protegeré tu sueño, mi niña. Ella estará a salvo en mis brazos.

Helda dudó, pero confiaba en su madre, y aunque le costó entregársela, lo hizo al final.

—Dilia, hermosa —le susurraba al tierno infante que ahora reposaba en su regazo, y con sus dedos trazó una oración sobre aquellos suaves y regordetes cachetes—, ahora estás en brazos de tu abuela...

Bastaron de un par de segundos para que Helda cayera en un sueño profundo.

—Tu madre te ama demasiado, y yo comparto ese amor con la misma intensidad —Cada palabra le acompañaba una caricia—, y por eso me destroza lo que tengo que hacer. Pero ese maldito rey clama por mí y ya no tengo el poder para esquivar su llamado. Pero no debes preocuparte, mi hermosa Dilia, volveré antes que te des cuenta...