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Capítulo 46: La Aceptación de la Oscuridad, Año 580 a.C.

Atenas, con su bullicio y vitalidad, se convirtió en un escenario constante para Adrian, quien, con el paso de las décadas, comenzó a aceptar su naturaleza y a sumergirse más profundamente en los placeres y poderes que su existencia vampírica le ofrecía. La ciudad, con su mezcla de cultura, comercio y corrupción, le proporcionó un terreno fértil para explorar y, en muchos aspectos, perderse.

Las noches se desdibujaban en una mezcla de sangre y deseo, cada encuentro con los mortales tanto una afirmación de su poder como una negación de su antigua humanidad. Las mujeres, con sus cuerpos cálidos y sus susurros seductores, se convirtieron en una distracción bienvenida de la eternidad que se extendía ante él. Cada risa, cada gemido de placer, era un eco de la vida que una vez había conocido, pero que ahora se deslizaba a través de sus dedos como granos de arena.

Adrian, con su riqueza acumulada a lo largo de los siglos, se estableció en una mansión en las afueras de Atenas, un lugar que era tanto un santuario como un símbolo de su estatus entre los mortales. Aunque su presencia era en su mayoría un susurro, una sombra en las historias contadas en los mercados y tabernas, su influencia se sentía a través de la ciudad. Los mortales, sin saberlo, se movían a su alrededor, sus vidas tocadas por la oscuridad que él portaba.

La mansión, con sus columnas imponentes y sus salas opulentas, se convirtió en un lugar de indulgencia y decadencia. Fiestas que se extendían hasta las primeras horas de la mañana, donde los mortales se perdían en los placeres del vino y la carne, sin saber que el anfitrión que se movía entre ellos era un ser de la noche, un depredador entre la presa.

Pero incluso mientras se sumergía en estos placeres, una parte de Adrian, enterrada profundamente, se aferraba a las sombras de su pasado. Los recuerdos de Lysara, de su amor y su pérdida, eran cadenas invisibles que lo ataban, que tiraban de él incluso mientras intentaba perderse en la eternidad de su existencia.

Las noches en la mansión eran un espectáculo de exceso y abandono, pero cuando las luces se apagaban, cuando los últimos susurros de los amantes se desvanecían, Adrian se encontraba solo en la oscuridad, su inmortalidad una cárcel de la que no podía escapar.

Y así, mientras Atenas florecía y se marchitaba con el paso de las estaciones, Adrian, el vampiro, el monstruo, el amante, se movía a través de ella, una figura solitaria en un mar de humanidad, su corazón tan frío y muerto como la piedra de la que estaba hecha su mansión.