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C A P Í T U L O 4

LA estructura de la casa ya estaba levantada, a la espera de su cubierta. Era una casa cuadrada, atravesada en su interior por dos paredes que formaban cuatro estancias iguales. El gran roble solitario extendía un brazo protector sobre el tejado. El venerable árbol estaba revestido de hojas nuevas, brillantes y luminosas, de un verde amarillento a la luz de la mañana. Joseph freía el tocino al calor de la hoguera, dando vueltas y vueltas a las lonchas. Antes de desayunar, se dirigió a su carro nuevo, en el que había un barril con agua. Vertió parte en una palangana y, llenándose las manos, se humedeció pelo y barba y se limpió los restos de sueño de la cara. Se sacudió el agua con las manos y se fue a desayunar con la cara mojada. La hierba estaba empapada de rocío, salpicado de fuego. Tres alondras de pecho amarillo y plumaje gris claro saltaban, amistosas y curiosas, alrededor de la tienda, estirando sus picos. Hinchaban el pecho y levantaban la cabeza como una prima donna y prorrumpían en un canto ascendente de júbilo. Después levantaban la cabeza ante Joseph para ver si lo había visto y era de su agrado. Joseph alzó su taza de aluminio y apuró el café, vaciando los posos en el fuego. Se levantó y se estiró a la clara luz del sol, dirigiéndose después al armazón de la casa. Retiró el paño que cubría las herramientas. Las alondras corrieron tras él, parándose para cantar, intentando desesperadamente llamar su atención. Dos caballos con las patas atadas se acercaron cojeando desde el prado y levantaron la nariz y resoplaron como saludo. Joseph cogió el martillo y un delantal repleto de clavos y se volvió irritado a las alondras.

¡Marchaos a buscar gusanos! dijo. Dejad de hacer ruido. Haréis que yo me ponga a buscar gusanos. Marchaos de una vez.

Las tres alondras levantaron la cabeza, levemente sorprendidas y después prorrumpieron al unísono en un canto. Joseph cogió su gorra del montón de madera y se la caló hasta los ojos.

¡Marchaos a buscar gusanos! gruñó.

Los caballos resoplaron otra vez y uno de ellos emitió un relincho agudo. Al instante, Joseph detuvo el martillo.

Hola, ¿quién va?

Oyó un relincho de respuesta proveniente de la arboleda cercana al camino y mientras miraba en esa dirección, apareció un jinete ante su vista, con la bestia trotando fatigada. Joseph fue deprisa a la hoguera, que ya estaba casi apagada y reavivó el fuego, poniendo de nuevo la cafetera. Sonrió encantado:

Hoy no me apetecía trabajar les dijo a las alondras. Marchaos a buscar gusanos. No tengo tiempo para vosotras.

Llegó Juanito. Desmontó con gracia, en dos movimientos quitó la silla y la brida y después se quitó el sombrero y se quedó de pie, sonriendo, aguardando la bienvenida.

¡Juanito! Me alegro de verte. No habrás desayunado. Te prepararé algo. La sonrisa de expectación de Juanito se transformó en otra de felicidad.

He cabalgado durante toda la noche, señor. Vengo para ser su vaquero. Joseph le estrechó la mano.

Pero si no tengo ni una sola vaca que cuidar.

Ya las tendrá, señor. Puedo hacer cualquier cosa. Soy buen vaquero.

¿Podrías ayudarme a construir una casa?

Claro que sí, señor.

Y tu paga, Juanito... ¿cuánto te pagan?

Juanito entornó los párpados con solemnidad sobre los ojos brillantes.

Hasta ahora he trabajado como vaquero, soy muy bueno. Me pagaban treinta dólares al mes y decían que yo era indio. Quiero ser su amigo, señor, y no cobrar nada.

Joseph se quedó desconcertado un momento.

Entiendo lo que quieres decir, Juanito, pero te hará falta dinero para tomar un trago cuando vayas a la ciudad. También necesitarás dinero para salir con chicas de vez en cuando.

Usted me hará un regalo cuando vaya a la ciudad. Un regalo no es una paga.

Juanito volvió a sonreír. Joseph le sirvió una taza de café.

Eres un buen amigo, Juanito. Gracias.

Juanito se llevó la mano al sombrero y sacó una carta.

Como venía aquí, le he traído esto, señor.

Joseph cogió la carta y se alejó lentamente. Sabía lo que era. Llevaba esperándola algún tiempo. También la tierra parecía saberlo, pues se había hecho el silencio en el prado. Las alondras se habían marchado e incluso los pardillos del roble habían cesado su gorgojeo. Joseph se sentó sobre el montón de madera a la sombra del roble y, muy despacio, abrió el sobre. La carta era de Burton.

«Thomas y Benjy me han pedido que te escribiera», le decía. «Lo que tenía que ocurrir, ya ha ocurrido. La muerte siempre conmociona aunque se espere. Padre partió para el reino hace tres días. Todos estuvimos a su lado hasta el último momento, todos menos tú. Deberías haber esperado.

Al final, tenía la cabeza perdida. Decía cosas muy extrañas. No hablaba tanto de ti como a ti. Decía que podía vivir todo el tiempo que él quisiera, pero que quería ver tu tierra. Estaba obsesionado con esa tierra nueva. Naturalmente, su mente estaba ida. Dijo: "No estoy seguro de que Joseph sepa escoger una tierra buena. No sé si vale para eso. Tendré que ir allí y verlo yo mismo". Después habló durante un rato largo de flotar en el aire por el país e incluso llegó a creer que lo hacía. Luego pareció que se había dormido. Benjy y Thomas salieron de la habitación en aquel momento. Padre deliraba. Debería callarme lo que dijo y no contarlo jamás, pues no era él mismo. Dijo que toda la tierra era una, pero no, no veo razón para repetirlo. Traté de que rezara conmigo, pero ya era tarde. Me preocupa que sus últimas palabras no fueran religiosas. No se lo he contado a los hermanos porque sus últimas palabras fueron para ti, como si hablara contigo.»

La carta continuaba con una descripción detallada del entierro. Terminaba: «Thomas y Benjy creen que sería buena idea que nos trasladáramos todos al oeste, es decir, si todavía quedan tierras libres. Nos gustaría recibir noticias tuyas antes de hacer nada en este sentido».

Joseph dejó caer la carta al suelo y apoyó la frente en las manos. Su mente se había quedado inerte e insensible, pero no sentía tristeza. Le extrañaba no sentir tristeza. Burton le recriminaría seguramente si supiera que en su interior brotaba una sensación de alegría y una bienvenida. Oyó cómo la tierra recobraba sus sonidos. Las alondras construían torres cristalinas con su canto, una ardilla parloteaba con voz aguda, muy erguida, a la puerta de su madriguera, el viento susurró brevemente en la hierba y después creció fuerte y firme, portando los olores penetrantes de la hierba y la tierra húmedas y el gran roble despertó a la vida con el viento. Joseph levantó la cabeza y contempló las ramas, viejas y arrugadas. De pronto sus ojos se iluminaron. El ser sencillo y fuerte de su padre, que había morado en su juventud en una nube de paz, había tomado posesión del árbol. Sus ojos lo reconocieron y le dieron la bienvenida.

Joseph alzó la mano en saludo. Dijo quedamente:

Me alegro de que haya venido, señor. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo solitario que me sentía sin usted.

El árbol se agitó ligeramente.

Esta tierra es buena siguió diciendo en voz baja Joseph. Le gustará esta tierra, señor.

Sacudió la cabeza para quitarse lo que le quedaba de inactividad y se rió de sí mismo, en parte por vergüenza de sus pensamientos y en parte por sorpresa ante su repentina sensación de familiaridad con el árbol.

Supongo que me lo habrá provocado el vivir solo. Juanito pondrá fin a la soledad y escribiré a los hermanos para que se vengan a vivir aquí. Ya hablo solo.

Se puso en pie, se arrimó al árbol y besó la corteza. Recordó que Juanito podría estar viéndolo y giró en redondo, desafiante, para encararse con el muchacho. Pero Juanito miraba fijamente al suelo. Joseph se le acercó en un par de zancadas.

Habrás visto... comenzó a decir algo airado. Juanito seguía mirando al suelo.

No he visto nada, señor. Joseph se sentó a su lado.

Mi padre ha muerto, Juanito.

Lo siento, amigo.

Quiero hablar de ello, Juanito, porque te considero mi amigo. No lo siento por mí, porque mi padre está aquí.

Los muertos están siempre aquí, señor. No nos abandonan.

No dijo Joseph con convencimiento. Es más que eso. Mi padre está en ese árbol. Mi padre es aquel árbol. Sé que es una tontería, pero yo lo creo. ¿Podrías contarme algo de esta tierra, Juanito? Tú eres de aquí. Desde que llegué, desde el primer día he sabido que esta tierra está llena de espíritus se detuvo vacilante, sin saber cómo seguir. No, no es correcto. Los espíritus son sombras débiles de la realidad. Lo que vive aquí es más real que nosotros mismos. Nosotros somos los espíritus de su realidad. ¿Qué es esto, Juanito? ¿Será que me he vuelto loco tras dos meses viviendo solo?

Los muertos no nos abandonan repitió Juanito. Miró al frente con cierto aire trágico en los ojos. Le mentí, señor. No soy castellano. Mi madre era india y me enseñó cosas.

¿Qué cosas? preguntó con interés Joseph.

Al padre Angelo no le gustaría. Mi madre decía que la tierra es nuestra madre y que todo lo que vive recibe la vida de la madre y vuelve a ella. Cuando recuerdo estas cosas, señor, y cuando me doy cuenta de que las creo, porque las veo y las oigo, entonces sé que no soy ríi castellano ni caballero. Soy indio.

Pero yo no soy indio, Juanito, y creo que las veo también.

Juanito le miró agradecido y después bajó los ojos. Se quedaron los dos mirando al suelo. Joseph se preguntaba por qué no trataba de huir del poder que se iba apoderando de él.

Pasado un rato, Joseph dirigió la mirada al roble y al armazón de la casa levantada junto a él.

Al final no importa dijo de repente. Lo que yo piense o crea no puede matar ni a

espíritus ni a dioses. Tenemos trabajo, Juanito. Hay que terminar la casa y hay que llenar de ganado el rancho. Seguiremos trabajando a pesar de los espíritus. Vamos dijo con precipitación. No tenemos tiempo para pensar.

Y acto seguido comenzaron a trabajar en la casa.

Esa misma noche escribió una carta a sus hermanos:

«Hay tierras sin ocupar junto a la mía. Cada uno podéis tener ciento sesenta acres y así tendremos seiscientos cuarenta acres entre todos, en una sola tierra. La hierba es alta y buena y no hay más que arar el suelo. No hay piedras que hagan saltar el arado, Thomas. Si venís, formaremos aquí una comunidad nueva».