Amelia y Jason se dirigieron al ascensor, dejando atrás el lujoso despacho, donde la tensión flotaba en el aire como una sombra persistente. Jason, aún luchando con la frustración que Amelia le había dejado, no pudo evitar esbozar una sonrisa mientras la observaba. Su andar era ahora seguro, casi desafiante, como si hubiera tomado el control de la situación. La forma en que se movía, con cada paso firme, irradiaba una confianza que le hacía difícil resistirse a ella. Cuando las puertas del ascensor se cerraron con un suave zumbido, los dos se encontraron en un espacio reducido donde la intimidad y la tensión se entrelazaban, creando una atmósfera cargada de promesas no dichas.
La energía que vibraba entre ellos era intensa mientras el ascensor descendía lentamente. Jason, apoyado contra la pared, observaba a Amelia con una mezcla de admiración y curiosidad. Ella jugueteaba con el anillo en su dedo, un gesto aparentemente casual, pero que él sabía era una señal de que su mente estaba trabajando, analizando, planificando. Había algo casi hipnótico en la calma que reinaba en ese pequeño cubículo, una calma que contrastaba con la tormenta que ambos sabían que se avecinaba. No había temor en el aire, solo una resolución compartida, una sensación de que ambos estaban listos para enfrentar cualquier cosa, juntos.
Cuando el ascensor finalmente llegó al estacionamiento subterráneo, las puertas se abrieron con un suave pitido, rompiendo el hechizo momentáneo. Frente a ellos esperaba una furgoneta negra, discreta y elegante, con cristales tintados que prometían el anonimato necesario para lo que estaba por venir. En la parte delantera, dos de los guardaespaldas de Jason ya estaban en sus puestos, sus expresiones impasibles, listos para actuar con una eficiencia fría y calculada. Jason, sin soltar la mano de Amelia, la guió hacia la parte trasera del vehículo, donde ambos se acomodaron en los asientos de cuero que parecían envolverlos, creando un espacio aislado del mundo exterior. Las puertas se cerraron con un leve chasquido, y en cuanto la furgoneta arrancó, el zumbido suave del motor y el movimiento constante sobre el asfalto crearon un ambiente casi hipnótico, como si el vehículo los llevara lentamente hacia un destino inevitable.
El trayecto transcurrió en un silencio cargado de significado. Ninguno de los dos habló durante varios minutos, ambos perdidos en sus propios pensamientos, preparándose para lo que sabían que vendría. La tensión que había marcado el inicio del día parecía haberse transformado en una especie de anticipación oscura, una expectación que vibraba en el aire, haciéndolo casi palpable. De repente, la furgoneta se detuvo frente a un "Pans and Company", una cadena de restaurantes que Amelia siempre había disfrutado por la simplicidad de sus bocadillos. Sin necesidad de instrucciones, uno de los guardaespaldas bajó del vehículo para hacer el pedido, dejándolos a Jason y a Amelia solos en la parte trasera.
Jason la observó en silencio, su mirada era penetrante, analizando cada uno de sus gestos, cada pequeño movimiento. Había algo en la manera en que Amelia había sugerido detenerse para comer que le había llamado la atención. Era una propuesta aparentemente inocente, pero Jason conocía a Amelia lo suficientemente bien como para percibir la calculadora frialdad detrás de ese gesto, una faceta de su personalidad que él encontraba tan intrigante como peligrosa.
—Eres un tanto maquiavélica, ¿sabes? —comentó Jason finalmente, su tono era tranquilo, pero con un toque de diversión que no lograba ocultar la admiración que sentía por su astucia—. Sugieres comer delante de Sandro, cuando no le he dejado probar bocado desde que fue capturado.
Amelia giró la cabeza hacia él, sus ojos brillaban con un destello malicioso que dejaba entrever la oscura satisfacción que encontraba en aquella situación, pero su sonrisa era juguetona, casi inocente. Se inclinó hacia Jason, apoyando su mano en su pierna con un gesto que mezclaba la familiaridad con una provocación sutil.
—No había pensado en eso —respondió ella con una voz suave, dejando que la sugerencia flotara en el aire, como si no fuera la gran cosa—. Solo no quería perder tiempo.
Jason no pudo evitar sonreír ante su respuesta. Amelia siempre lograba sorprenderlo con la forma en que su mente funcionaba, moviéndose con rapidez y precisión, como un depredador que calcula cada movimiento antes de lanzarse sobre su presa. Era esa misma cualidad la que lo atraía a ella con una fuerza casi magnética, una que lo hacía desear explorar cada rincón de su compleja personalidad.
El guardaespaldas regresó con la comida, interrumpiendo el momento con la eficiencia que se esperaba de él. Entregó las bolsas a Jason, quien las aceptó sin apartar la mirada de Amelia. El viaje continuó, y mientras avanzaban hacia el Polígono San Luis, Jason no podía dejar de pensar en lo que les esperaba al final de ese trayecto. Sabía que lo que estaban a punto de hacer cambiaría muchas cosas, no solo para Sandro, sino también para él y Amelia. Sin embargo, en lugar de sentir miedo o duda, había una especie de excitación oscura en el aire, una anticipación compartida que ambos entendían sin necesidad de palabras.
Cuando finalmente llegaron a la nave del Polígono, el ambiente cambió drásticamente. La fachada del edificio, aparentemente inocente, no podía engañar ni a Jason ni a Amelia; ambos sabían perfectamente lo que se escondía bajo esas paredes. La gran puerta metálica se abrió con un gemido, y la furgoneta entró en la nave, sumergiéndolos en un mundo de sombras y secretos. Los dos guardaespaldas se adelantaron para asegurar la entrada, mientras Jason ayudaba a Amelia a bajar del vehículo con una elegancia que contrastaba con la brutalidad que pronto se desataría dentro de ese lugar.
Jason la miró una vez más antes de avanzar, buscando en su rostro alguna señal de duda o arrepentimiento, pero no encontró ninguna. Amelia estaba completamente enfocada, su mente ya estaba en lo que vendría. El hangar estaba lleno de estatuas, un decorado diseñado para engañar a cualquiera que se atreviera a espiar. En el centro, una estatua de mármol a medio tallar se erguía como el corazón de aquel escenario engañoso.
Jason se acercó a una enorme estatua ecuestre situada en un lateral. Con un movimiento discreto, empujó una piedra decorativa en la base, y la estatua se desplazó, revelando una escalera que descendía hasta una puerta doble, cada escalón iluminado por tiras de luces LED. Sin dudarlo, Jason comenzó a bajar, seguido de cerca por Amelia, cuyas pisadas eran ligeras pero decididas, reflejando su determinación.
Al llegar al final de la escalera, Jason empujó la puerta, que se abrió con un leve chirrido, revelando una pequeña habitación con otra puerta doble justo enfrente. El aire en ese lugar era pesado, cargado con la promesa de lo que estaba por suceder.
—Por favor, pasa. Hasta que no se cierre la primera puerta, no se puede abrir la segunda —indicó Jason, su voz era tranquila, pero había un tono de solemnidad en ella que no pasó desapercibido para Amelia.
Asintiendo con determinación, Amelia cruzó la primera puerta, cerrándola tras ella con un suave clic que resonó en el silencio sepulcral. Hubo un breve momento en que el tiempo pareció detenerse, donde solo el sonido de su respiración y los latidos de su corazón rompían la quietud. Entonces, con una resolución fría, Jason empujó la segunda puerta, revelando ante ellos un vasto espacio que se extendía como un oscuro abismo. La habitación, dividida en dos partes, se desplegó ante sus ojos: a un lado, una serie de celdas, sombrías y frías, donde la esperanza parecía haber sido arrancada de raíz; al otro, un macabro despliegue de instrumentos de tortura, alineados con una precisión que solo un experto podría apreciar. El contraste entre la serenidad de su descenso y la brutalidad de lo que ahora tenían frente a ellos era impactante, pero ni Jason ni Amelia mostraron la más mínima vacilación. Sus miradas no titubearon, sus pasos no se detuvieron. Estaban allí para cumplir un propósito, y ni siquiera la visión de aquellos instrumentos de dolor podría quebrar la determinación que compartían.
En la zona de los instrumentos, cuatro figuras esperaban en silencio, sus sombras alargadas proyectándose en las paredes. Jason y Amelia caminaron con firmeza hacia ellas, cada paso resonando en el espacio, como un presagio de lo que estaba por venir. Las cuatro figuras eran dos enormes guardaespaldas, Isabel, y en el centro de la escena, Sandro. Él se encontraba de rodillas, sus manos esposadas a la espalda, con la cabeza inclinada en una mezcla de derrota y desafío. Los dos guardaespaldas lo flanqueaban como estatuas vivientes, imponentes e inquebrantables, mientras Isabel se mantenía delante de él, con la mirada fría como el acero. A cierta distancia, dispuestas con una atención inquietante al detalle, había dos cómodas sillas, esperando a ser ocupadas.
—¿Podrían traernos una mesa? No hemos comido todavía —ordenó Jason, su tono era casual, como si estuviera haciendo una solicitud en un restaurante, no en una cámara de tortura.
Sin decir una palabra, los dos guardaespaldas se movieron con la eficiencia de una maquinaria bien engrasada, y pronto una mesa metálica fue colocada frente a ellos. Sandro los observaba con una mezcla de rabia y desesperación, sus ojos ardían con una fiereza que solo se vio amortiguada por la mordaza que le aprisionaba la boca. La pelota de goma, sujeta con correas, no solo silenciaba sus gritos, sino que también le arrebataba cualquier posibilidad de defensa, de humanidad.
—Átenlo a una silla. He traído comida para todos —añadió Jason, dejando que la frase cayera como una burla cruel. Sabía perfectamente que "todos" no incluía a Sandro, pero observó con interés cómo los ojos del hombre se iluminaban con una chispa de esperanza, solo para ser apagada por la realidad de su situación.
Mientras los guardaespaldas ataban a Sandro a una silla con precisión meticulosa, como si estuvieran asegurando a un animal peligroso, otros preparaban las sillas adicionales alrededor de la mesa. Jason, sin prisa, comenzó a sacar los alimentos: cinco bocadillos de tomate, aceite de oliva y jamón ibérico, cinco sobres de patatas fritas y cinco latas de cola. El aroma del jamón ibérico llenó el aire, un contraste grotesco con el ambiente sombrío del lugar.
Amelia, con una sonrisa enigmática, cogió una patata frita y la mordió lentamente, dejando que el crujido rompiera el silencio.
—No te esperaba aquí —dijo, dirigiéndose a Isabel con un tono de sorpresa calculada, mientras saboreaba la patata.
Isabel, sin dejar de sonreír, respondió con la misma calma.
—Estoy aquí para enseñarte las herramientas a tu disposición y explicarte su funcionamiento —dijo, y luego, como si fuera lo más natural del mundo, dio un bocado a su bocadillo, disfrutando del sabor como si no estuvieran rodeados de instrumentos de tortura.
Amelia arqueó una ceja y replicó con un toque de ironía.
—Podría habérselo explicado yo —sugirió, aunque ambos sabían que Isabel tenía sus propios motivos para estar presente.
—Por supuesto, jefe, pero la verdad es que también quería ver la cara de ese desgraciado que intentó violar y asesinar a Amelia —respondió Isabel, su tono era impasible, pero había un destello de furia contenida en sus ojos.
Jason asintió lentamente, sin apartar la mirada de Sandro, cuyo rostro estaba hinchado y amoratado, una mueca de impotencia se dibujaba en sus facciones.
—No podemos hacerle un daño grave, algo que deje marcas irreversibles en su cuerpo —comentó Jason, como si estuviera discutiendo una estrategia empresarial.
Isabel sonrió, y su expresión era la de alguien que disfrutaba con lo que estaba a punto de proponer.
—Hay muchas maneras de castigarlo sin necesidad de dejar marcas imborrables —dijo, su voz suave, casi seductora—. Tenemos agujas perfectas para introducir bajo las uñas, causándole un dolor indescriptible. También disponemos de látigos y fustas de diferentes tipos, cada uno diseñado para maximizar el sufrimiento. Podemos colgarlo boca abajo, o utilizar el potro de tortura para estirarlo hasta el límite, justo antes de desmembrarlo.
Cada palabra de Isabel caía como un martillo, moldeando el destino de Sandro con una precisión despiadada.
—Ya veo, tenemos muchos métodos —reflexionó Amelia, su voz era fría, pero en sus ojos brillaba una luz peligrosa—. Hay varias cosas que me gustaría hacerle. Primero, le prometí a Mei que le patearía los huevos a Sandro en su honor. Segundo, quiero violarlo analmente.
Al decir esto, Amelia miró directamente a los dos guardaespaldas, cuyos rostros mostraron un leve rictus de desagrado ante la sugerencia.
—Tranquilos, no se merece un miembro de verdad. Algún palo servirá —añadió Amelia con una sonrisa cruel—. Y por último, quiero ahogarlo en agua.
No tenía intención de matarlo, no todavía, pero sabía que parte de la tortura era hacerle creer que la muerte estaba cerca, acechando en cada sombra.
Mientras comían, cada bocado y cada sorbo de sus bebidas parecían alimentar no solo sus cuerpos, sino también la oscura energía que llenaba la habitación. La conversación fluía con una morbosa naturalidad, mientras discutían los métodos de tortura que aplicarían sobre Sandro. Sus palabras no eran solo frías estrategias, sino un ritual calculado para infundir miedo, una forma de hacer que Sandro sintiera, en cada fibra de su ser, el terror que había sembrado en Amelia. La tensión en el aire era palpable, cargada con la densa expectativa de lo que estaba por venir. Para Jason y Amelia, esto no era simplemente un acto de venganza; era una lección, una que Sandro jamás olvidaría, impartida con el cuidado y la precisión de un cirujano que sabe exactamente dónde cortar para infligir el máximo dolor.
Cuando terminaron de comer, los dos guardaespaldas se movieron con la misma eficiencia implacable, retirando la mesa y las sillas usadas. En el centro del espacio, la figura de Sandro seguía atada a la silla, vulnerable, una sombra de lo que alguna vez fue. Amelia, sentada con elegancia, cruzó las piernas y esbozó una sonrisa gélida. Sus ojos, duros como el acero, se fijaron en los guardias mientras su voz, fría como el hielo, rompía el silencio.
—Retiren la mordaza —ordenó, su tono no admitía ninguna duda—. Si se le ocurre hablar sin permiso, abofetéenlo.
Uno de los guardias se apresuró a obedecer, sus manos se movían con precisión al desatar las correas que mantenían la mordaza en su lugar. El sonido de la goma deslizándose fuera de la boca de Sandro fue casi inaudible, pero en ese pequeño gesto, la tensión se hizo aún más espesa. En cuanto Sandro se sintió libre de la opresión de la mordaza, liberó un rugido de rabia reprimida.
—¡Maldita pu...! —comenzó a decir, pero no llegó a terminar la frase. Un golpe seco, contundente, lo interrumpió bruscamente, propinado por el otro guardaespaldas con una fuerza que hizo eco en la habitación. El impacto lo hizo tambalearse en la silla, y la sangre comenzó a llenar su boca, el sabor metálico del hierro se mezclaba con el amargo regusto de la derrota.
—No, no, no —negó Isabel con un tono casi maternal, pero lleno de una crueldad subyacente—. Nuestra jefa no te ha dado permiso para hablar.
—¡Estáis jo...! —Sandro intentó hablar de nuevo, pero otra bofetada lo silenció antes de que pudiera completar la frase. Esta vez, la fuerza del golpe le hizo girar la cabeza hacia un lado, y sintió cómo su mejilla comenzaba a hincharse, el dolor irradiaba desde el punto de impacto como una oleada de fuego.
—¿Cómo has podido llegar tan lejos si ni siquiera eres capaz de entender una frase simple? No puedes hablar sin permiso —se burló Isabel, su voz rezumaba desprecio—.
Amelia, que había permanecido en silencio observando, se inclinó hacia adelante, sus ojos se clavaron en Sandro con una intensidad que lo atravesó como una cuchilla. Su voz, suave pero letal, se deslizó por el aire, envolviéndolo en una fría amenaza.
—Sabes, cuando terminemos contigo, en lugar de Sandro, serás Sandra. ¿Te divertía acosar y violar mujeres? —preguntó, dejando que sus palabras calaran hondo—. Me encantará ver cómo te sientes en el otro lado.
Sandro la miró con incredulidad, sus ojos se abrieron con horror ante las implicaciones de sus palabras. Su mente intentaba procesar lo que acababa de oír, pero la realidad era demasiado grotesca, demasiado aterradora para que su cerebro la asimilara de inmediato. ¿A qué demonio se refería Amelia? ¿Cómo podían estar tan seguros, tan fríos, al hablar de convertirlo en algo que él mismo despreciaba? El terror que comenzó a formarse en su interior era una bestia diferente al miedo que había sentido antes. Esto no era solo un castigo; era una retribución, un destino que se cernía sobre él como una sombra imposible de esquivar.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra, un vacío que se llenó con el creciente pánico de Sandro, mientras se daba cuenta de que estaba a punto de entrar en un infierno que él mismo había ayudado a crear.