—Cinco... cuatro... tres... dos... —Cielo jadeaba buscando aire mientras reducía el ritmo, agarrándose al manillar de la cinta de correr—. Uno. Dios mío. Esto me está matando.
Se apoyó con ambos brazos en el manillar, tratando de recuperar el aliento. Levantó la vista hacia la pantalla y vio que solo había corrido durante quince minutos seguidos y ya sus pulmones estaban cediendo. Tal como pensaba, este cuerpo no estaba en forma.
—No es tan sorprendente, sin embargo, —murmuró, enderezando su espalda mientras alcanzaba la botella de agua. Cielo ingirió la mitad de ella de un trago, silbando de satisfacción.
Su corazón aún latía aceleradamente y su temperatura corporal era casi como si tuviera fiebre. Después de pasar toda la mañana y el almuerzo con su hijo, Cielo fue al gimnasio en casa cuando Sebastián se tomó su siesta de la tarde.
—Ah, rayos. —Cielo abrió los ojos de golpe y sacudió la cabeza, diciéndose a sí misma que necesitaba progresar lo antes posible.
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