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Rutina Rota

 

Era una mañana fría y gris, apenas iluminada por un sol que parecía haberse olvidado de nosotros. Un golpe seco en mi cabeza me arrancó del poco consuelo que me había dado el sueño. Abrí los ojos, todavía desorientado, y la voz de mi hermana rompió el silencio

—¡Oye, levántate! Es hora de ir a estudiar.

Suspiré, resignado, y me levanté lentamente de la mesa donde me había quedado dormido la noche anterior, agotado por las interminables horas de estudio. Un dolor agudo recorrió mi espalda, una mezcla del cansancio acumulado y los moretones que cubrían mi cuerpo.

Mi hermana, sin esperar respuesta, salió de mi cuarto y bajó las escaleras. Con movimientos mecánicos, me puse el uniforme, recogí los cuadernos que estaban desparramados por la mesa y los guardé en mi maletín. Al llegar a la sala, la vi sentada en la mesa, desayunando con la misma serenidad que mostraba cada mañana. Desde la cocina, mi madre me miró con una sonrisa que intentaba, sin éxito, suavizar la tensión que flotaba en el ambiente.

—Buenos días, hijo —dijo, con un cariño que no lograba ocultar la preocupación en su voz.

Me senté frente a mi hermana y comencé a desayunar en silencio.

—Hoy iré a la escuela a hablar con el director —anunció mi madre, su tono firme como una promesa—. No permitiré que te vuelvan a lastimar.

—Tranquila, madre —respondí con una calma que solo era superficial—. Creo que ya no me molestarán. El novio de Minata me defendió.

El cuchillo de Minata, que estaba a punto de cortar un pedazo de pan, quedó suspendido en el aire. Su reacción fue inmediata, casi violenta.

—¿¡Qué novio!? —exclamó, sorprendida.

—¿Ah, sí? —intervino mi madre, esbozando una sonrisa—. ¿Y quién es el afortunado?

—Es un chico con el que siempre anda —respondí, sintiendo el peso de sus miradas inquisitivas.

—Él no es mi novio. No le hagas caso, madre. Además, antes muerta que tener un novio.

—Su "no-novio" sabe pelear bien. Los hizo caer al suelo con facilidad. Dudo que vuelvan a meterse conmigo

—Me alegra oír eso, pero igual iré a hablar con el director —insistió mi madre, inquebrantable.

El tiempo pasó, y pronto nos encontramos caminando hacia la escuela. Al llegar, entramos al salón de clases. Mientras yo me dirigía a mi pupitre, Minata caminó directamente hacia el suyo, justo al lado de donde Takeda Kiyo estaba sentado.

Kiyo, con una postura relajada en su asiento, irradiaba una confianza difícil de ignorar. Su sonrisa, segura y ligeramente irónica, parecía estar ahí para recordarle al mundo que él tenía todo bajo control.

—Gracias por proteger a mi hermano

Takeda levantó la vista de manera pausada

 —No tienes que agradecerme. Era lo menos que podía hacer, considerando que nadie más en esta escuela tiene la capacidad de enfrentarse a esos idiotas —respondió, su tono impregnado de una confianza casi burlona—. Además, no sería justo que el hermano de mi mejor amiga tuviera problemas, ¿verdad?

—Espero que no lo vuelvan a molestar. Ayer lo lastimaron mucho.

Takeda se inclinó un poco hacia ella.

—No te preocupes —replicó él—. Mientras yo esté cerca, nadie se atreverá a tocarlo. La última vez que alguien intentó algo, ya viste cómo terminó, ¿verdad? —concluyó, guiñándole un ojo con complicidad.

—cierto.

Diez minutos después, la maestra irrumpió en el salón, iniciando su clase con la rutina que parecía suspendida en el tiempo. Yo, absorto en mis pensamientos, no percibí que la profesora me llamaba insistentemente.

—¡KIRATA HIMEHIMA! A mí me pagan para enseñar, no para que me ignoren. Así que tú impartirás la lección de hoy.

—Claro, maestra. Lo siento —respondí.

Me levanté de mi asiento, sintiendo las miradas de mis compañeros sobre mí. Al tomar la tiza, el trazo fue automático, casi tedioso. La ecuación que escribí era tan sencilla que apenas lograba mantener mi interés; un simple juego de números que ya había resuelto mil veces en mi mente.

Justo cuando estaba por concluir mi explicación, un crujido profundo resonó a través de las paredes del salón. El aire se volvió denso, como si el mismo espacio se comprimiera, robándonos el aliento. Sin aviso, las ventanas estallaron en un estruendo ensordecedor, y los fragmentos de vidrio volaron como cuchillas, atravesando el aire.

Antes de que el eco se disipara, una figura descomunal surgió entre los restos. No era una criatura que perteneciera a este mundo, sino algo arrancado de los abismos insondables de la mente humana. Su piel, grisácea y marcada por cicatrices, se tensaba sobre músculos. Los ojos, dos brasas encendidas, brillaban con una maldad que helaba la sangre. Era una presencia que desafiaba la realidad misma, imponiendo un terror primigenio que paralizó a todos los presentes.

Las alarmas resonaban. A lo lejos, los gritos se entremezclaban con el sonido crujiente de cristales rompiéndose y el retumbar de pasos frenéticos. Estaba paralizado, con los ojos abiertos de par en par, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Mi cuerpo, tembloroso y cubierto de sudor frío, se negaba a obedecer mis desesperadas súplicas internas.

Entonces la vi, esa abominación que no podría describirse con palabras humanas. Clavó su mirada en un chico cercano, y con un movimiento y con una maldad antinatural, lo levantó por el cuello, acercándolo a su rostro para olfatearlo, como si buscara algo en lo profundo de su esencia. Sin más, lo arrojó con desprecio a través de la ventana, y el cuerpo del joven desapareció en la oscuridad exterior. Aquella grotesca demostración de poder desató el caos en el salón. Todos corrieron, presas de un terror primitivo, excepto Kiyo, Minata y yo.

"¿Por qué no puedo moverme?" pensé, atrapado en un torbellino de pánico. "¡Muévete! ¡Corre!" Pero mi cuerpo no respondía, y las gotas de sudor resbalaban por mi frente mientras la criatura giraba lentamente hacia mí, con su mirada hambrienta clavándose en mi ser. Cada uno de sus pasos resonaba en mi cabeza como el eco de una sentencia ineludible. Estaba perdido.

De repente, Minata, con un valor que rayaba en la imprudencia, lanzó un libro directo a la criatura. El proyectil impactó en su piel grotesca, apenas provocándole una reacción, pero fue suficiente para atraer su ira. La bestia rugió con furia, sus ojos centelleando con un odio primigenio, y se abalanzó hacia Minata con una velocidad aterradora. Caí al suelo, mis piernas cediendo bajo el peso de un miedo que no podía controlar.

Y entonces, Kiyo apareció. Con una agilidad que desafiaba lo humano, empujó a Minata a un lado, interponiéndose entre ella y la criatura. Su rostro mostraba una sonrisa confiada, casi divertida, como si toda aquella situación fuera apenas un juego para él.

—¿Es todo lo que tienes? —dijo Kiyo, con esa suavidad arrogante que parecía inherente a su ser. Con un movimiento casi sin esfuerzo, esquivó el primer ataque de la criatura, su figura fluyendo como un río en calma. La abominación, frustrada, lanzó un segundo ataque, pero Kiyo, con una elegancia que rozaba lo insultante, evitó el golpe nuevamente, dejando escapar una risa corta.

La criatura, enfurecida, rugió con un sonido que reverberó en el aire, lanzándose sobre Kiyo con una furia desencadenada. Pero Kiyo, como si estuviera jugando un macabro juego, esquivaba cada embate con una facilidad desconcertante. Sin embargo, un descuido lo traicionó; su atención se desvió hacia Minata, quien intentaba calmarme mientras yo, petrificado por el miedo, no lograba moverme. Ese instante fue suficiente para que la criatura lo alcanzara. Con un zarpazo brutal, lo arrojó al suelo, y antes de que Kiyo pudiera reaccionar, lo tomó de nuevo y lo lanzó violentamente contra una pared, atravesándola con su cuerpo.

La criatura, ahora más peligrosa, avanzó hacia nosotros. Minata, con una firmeza, levantó un palo con ambas manos.

—¡Aléjate! —gritó con convicción.

Pero la criatura, con un gesto despectivo, la abofeteó con tal fuerza que la derribó, dejándola malherida. Sin vacilar, se acercó a mí, aún paralizado por el terror. Me levantó por el cuello y comenzó a olfatearme, emitiendo una risa gutural antes de lanzar un aullido que parecía una señal ancestral. Conmigo en sus garras, comenzó a moverse hacia la ventana.

Antes de que pudiera escapar, Kiyo apareció de repente, atacando a la criatura con una precisión mortal. Con un golpe certero, la hizo caer al suelo, obligándola a soltarme. Sin dar tiempo para la reacción, Kiyo golpeó un punto vital, y la criatura, con un último gemido, se desplomó, noqueada.

Kiyo, con la seriedad pintada en su rostro, se acercó a Minata con su voz firme y confiada, desprovista de cualquier atisbo de duda:

—Lleva a tu hermano y salgan de la escuela.

—Pero… ven con nosotros. Aquí es peligroso

Kiyo suelta una risa confiada, su expresión no muestra ni una pizca de miedo.

—¿Yo? ¿Lugar peligroso? Solo veo un campo lleno de criaturas fuertes… y como ves, ninguna de ellas puede hacerme daño.

—Mmm… está bien, solo no te arriesgues demasiado.

—No te preocupes —respondió Giro, una media sonrisa asomando en sus labios, justo cuando un grito, que parecía salido del mismo infierno, resonó en la distancia.

Sin perder más tiempo, Minata tomó la mano de Kirata con firmeza, y lo guió hacia la salida. Los pasillos de la escuela eran un caos, un mar de mochilas y pertenencias abandonadas.

A medida que se acercaban a la puerta principal, el aire se volvía más denso, como si el miedo de quienes habían pasado antes impregnara cada rincón. Los ojos de Kirata se posaron en el suelo, donde rastros de sangre parecían seguirlos, y sintió cómo su corazón se aceleraba.

Finalmente, cruzaron el umbral de la escuela y se dirigieron a su hogar, corriendo como si en cada paso dejaran atrás un fragmento del horror vivido. Al llegar, su madre los recibió en la puerta con una sonrisa cálida, una sonrisa que parecía tener la capacidad de borrar cualquier pesadilla.

—Hola, hijos… ¿cómo están? —preguntó con voz suave, pero su sonrisa se desvaneció al verlos.

Kirata estaba tan pálido que parecía haber perdido toda la sangre de su cuerpo, con el sudor empapándolo mientras su respiración se volvía cada vez más rápida y descontrolada. El miedo lo tenía atrapado, con el pecho apretado, como si cada aliento fuera insuficiente. Su corazón latía con una fuerza desesperada, golpeando con tal intensidad que amenazaba con romper su propia caja torácica, mientras su mente se hundía en un pánico que no lograba dominar.

Minata, por otro lado, llevaba en su rostro la marca roja y viva de una bofetada reciente.

Sin necesidad de palabras, la madre condujo a Minata a la sala, donde la hizo sentarse con la misma delicadeza con la que solía acunarla cuando era pequeña. De un pequeño botiquín, sacó todo lo necesario para curar la herida de su hija. Mientras lo hacía, sus manos se movían con la precisión de quien ha dedicado su vida a sanar a otros, pero su mirada era la de una madre que sufre en silencio.

—Cuéntame qué sucedió, mi amor —dijo, su voz tan tranquila que Minata no pudo evitar sentirse segura.

Con la entereza que siempre la había caracterizado, Minata comenzó a relatar los eventos, describiendo el caos en la escuela, la aparición repentina de criaturas que parecían sacadas de una pesadilla, y cómo se mantuvo firme por el bien de su hermano.

—Hiciste lo correcto al salir de allí —le respondió su madre, con una mezcla de orgullo y alivio en la voz—. Lo más importante ahora es que están a salvo.

Después de terminar de curar a Minata, la madre se volvió hacia Kirata, quien temblaba, su respiración fuera de control. Sin dudarlo, lo abrazo y lo llevó a su habitación. Lo acurrucó en su cama, cubriéndolo con una manta, como si al hacerlo pudiera protegerlo de todos los males del mundo.

—Voy a quedarme contigo toda la noche, cariño —le susurró, mientras se sentaba a su lado, sujetándole la mano con firmeza.

Kirata, aunque aún asustado, empezó a relajarse cuando su madre comenzó a tararear esa vieja canción que siempre lograba calmarlo en sus noches más oscuras. Poco a poco, su respiración se fue estabilizando, su cuerpo se relajó, y aunque el miedo no se había desvanecido del todo, la presencia de su madre le dio la seguridad que tanto necesitaba.

La madre no se movió de su lado, y cuando Kirata finalmente se quedó dormido, ella permaneció allí, acariciando suavemente su cabello, susurrándole promesas de protección.