Carlos detuvo su paso frente a una caseta de periódicos. Los titulares hablaban de una nueva escalada en el sudeste asiático, la intervención de Occidente en los asuntos de Irán, y en el letrero del precio del refresco estaba tachado y corregido con un marcador: había subido otro par de pesos. Frunció el ceño, contando las monedas en su mano.
—¿Ya volvió a subir? —le preguntó al vendedor, un hombre de cabello canoso que organizaba el periódico del día con cara de fastidio.
El vendedor asintió con resignación, sin apartar la mirada de las páginas.
—Como todo. Agua, gasolina, los impuestos... ¿qué no ha subido, muchacho?
Carlos apretó la mano. Si no fuera por su poder de duplicación, seguiría en aprietos financieros como hace algunos años. Pensó en hacer una rápida parada en la Casa de Moneda para traer algo de dinero extra a casa. Mientras pagaba, escuchó a dos hombres cerca de la caseta, enfrascados en una discusión.
—El gobierno dice que se ha reducido el desempleo —comentó uno, en tono sarcástico—. Pues en mi colonia cada día hay más gente que se queda sin chamba.
—Es puro cuento para que la gente se calme —contestó el otro, agitando un cigarro entre sus dedos—. Y mientras, nosotros a raspar la olla para poder sobrevivir.
—Me pregunto qué puede hacer el gobierno para mejorar la situación. Ya habían prometido que bajaría el precio de la gasolina; ahora prefiero caminar que sacar mi auto. En mis 40 años, la gasolina jamás estuvo tan cara —comentó el primer hombre.
—Bueno, eso se debe a la guerra en Medio Oriente; no hay mucho que pueda hacer el gobierno.
Carlos, sin decir nada, tomó el agua y se alejó, mientras los fragmentos de aquella conversación rebotaban en su cabeza. ¿Qué puede hacer el gobierno? Fácil, controla la maldita seguridad pública. ¿Cómo pueden crear empleos si incluso los pequeños negocios se ven extorsionados por la delincuencia?
Pasó una esquina y se detuvo al ver algunos cables de cobre enrollados en torno a una bobina, abandonados junto a un contenedor. Miró alrededor, en busca de testigos o cámaras, asegurándose de que nadie lo veía, y se inclinó para recoger las piezas. Sonrió para sí mismo, con una mezcla de desafío y determinación.
—Veamos qué tanto puedo hacer ahora.
Arrancó el cobre de la bobina y, al concentrarse, el manojo de cobre se duplicó; una tras otra, las piezas comenzaron a multiplicarse hasta que tuvo tres kilos, suficiente para vender. Con un suspiro de alivio, las guardó en su mochila y se dirigió al centro de reciclaje.
En el mostrador, el encargado, un hombre de mirada calculadora, lo observaba mientras Carlos sacaba los metales y los colocaba frente a él. Después de pesarlos, el hombre levantó una ceja, impresionado.
—No está mal, muchacho. Te harás de unos buenos pesos con esto —comentó mientras contaba el dinero frente a Carlos.
Carlos, al tomar el dinero, que apenas sumaba 60 pesos, no pudo evitar notar que algo andaba mal.
—Jefe, ¿a cuánto está el precio del cobre?
—A 2.5 dólares por libra. ¿Por qué? ¿No estás satisfecho?
Molesto, Carlos increpó:
—Entonces, ¿por qué solo me estás dando 59 pesos? Fácilmente son como 300 pesos.
—Si fuera cobre, sí. Pero lo que me trajiste es aluminio; mira, si raspas un poco, te darás cuenta de que solo es un cable de aluminio recubierto en cobre.
Después de decir eso, el tendero raspó el cable.
—¿Ves? —Carlos vio cómo el cable cambiaba del color brillante a uno más rosado. Sin saber exactamente qué buscar en el metal, se centró en la reacción del tendero.
—La libra de aluminio está a 45 centavos de dólar. Si la libra equivale a 2.2 kilos y el dólar está en 20 pesos, son 59 pesos lo que te estoy pagando.
Carlos, sintiéndose estafado, dijo:
—No hay trato entonces.
Arrojó el dinero sobre el mostrador y esperó a que le devolvieran el cobre.
—Te sugiero que no causes problemas, chico...
Dijo el tendero con voz fría, mientras un par de trabajadores con expresión malintencionada se acercaban a Carlos. Sintiendo la tensión de las miradas alrededor, Carlos chasqueó la lengua, arrebató el dinero del mostrador y salió del local.
Al verlo salir, el tendero aventó la chatarra a uno de los dos trabajadores y les dio una orden.
—Ponlo con el demás cobre.
Carlos llevaba algunas cuadras caminando rápidamente, furioso ante el flagrante asalto e intimidación de aquel apestoso comerciante.
—No me sorprende que México no logre salir adelante, si no hay ni ley ni respeto en este maldito país —dijo Carlos, quien llevaba años sintiendo un carrusel de frustraciones, y ahora, con esta pequeña injusticia, parecía desbordar años de resentimiento—. Primero a mi padre la maldita empresa no lo indemnizó, a mí ya van cuatro veces que me asaltan en el transporte, y a mi madre esos malditos mocosos precoces le faltan al respeto cada vez que pueden. No es tan complicado quedarse malditamente callado en el aula y tomar clases... No, debo salir de este maldito hoyo en el que me encuentro.
Una idea cruzó por su mente. Con resolución, sacó el talismán de su bolsillo. Sin esperar a que el miedo de su lado cobarde tomara el control, imbuyó su mano con energía. El talismán pareció resonar con una fuerza que envolvió todo su cuerpo. Una sensación de mareo lo invadió y, sin aviso alguno, todo a su alrededor comenzó a oscurecerse.
—¿Qué…? —alcanzó a murmurar antes de que el mundo se volviera un borrón y desapareciera.
La expresión de algunos transeúntes se llenó de confusión cuando, donde creían que antes había una persona, ahora no había nadie. Por su parte, Carlos pareció ser absorbido por algo abruptamente, y de un momento a otro, la visión ante él cambió. En un parpadeo, el callejón se desmoronó a su alrededor, dejando en su lugar un paisaje de un campo abierto con casonas salpicadas a lo largo del horizonte, una calle de tierra en dirección al centro de Toluca, hacia donde iban algunas carretas tiradas por mulas. Algunas personas a lo lejos vestían ropas de tela blanca y sandalias, comunes en otra época.
Parpadeó, sin comprender lo que veía, hasta que su vista se posó en un cartel que tenía escrito: "Toluca de San José". Carlos retrocedió un paso, tratando de asimilar lo que observaba. Miró a su alrededor y, aunque el lugar le resultaba familiar, la sensación era inconfundible: no estaba en el presente.
—¿Esto es… real?
Los sonidos, el olor a tierra húmeda, la calma que contrastaba con los ruidos de la ciudad moderna... Todo era distinto, pero a la vez, increíblemente vívido. El frío del viento y la realidad del lugar lo golpearon de repente. Sintió un calor familiar en la mano; notó el talismán, la fuente que tenía que ver con todo esto.
Miró alrededor, intentando procesar lo que veía. El caos en su mente se fue disipando, reemplazado por la tranquilidad de aquel Toluca de otra época.
—Este lugar... esas carretas... Creo que viajé en el tiempo.
Una sonrisa maniática se apoderó de su rostro mientras salvajes ideas invadían su mente. Después de caminar, tratando de encontrar algo que pudiera reconocer, Carlos llegó a un escenario que le parecía sacado de una pintura antigua: la actual Plaza de los Mártires de Toluca había desaparecido. En su lugar se encontraba una explanada con una especie de memorial que decía: "Victoria en la Batalla del Calvario". Frente a él, donde se suponía estaría la hermosa Catedral de San José, se erigía un antiguo edificio parroquial, lleno de evangelistas y misioneros. Y en el palacio de gobierno, un edificio un poco menos imponente que decía "Alcaldía Mayor de Toluca".
Aunque estos edificios no eran tan grandiosos como la catedral o el palacio del México moderno, en esta época sin duda dominaban el lugar con su austero pero imponente diseño colonial. A su alrededor, Carlos no pudo evitar admirar los adoquines de la plaza, las carretas tiradas por caballos, soldados que guarnecían la alcaldía con sus casacas azul marino, adornos dorados y pantalones blancos. De hecho, había bastante presencia militar.
Por otro lado, el bullicio de la gente era constante. Comerciantes en sus puestos gritaban sus ofertas; mujeres con faldas amplias y rebozos cargaban sus compras en cestas de mimbre. Mientras tanto, los hombres, con sombreros y chaquetas de estilo sencillo, intercambiaban palabras sobre el clima y los precios del maíz.
Carlos dio un par de pasos, tratando de asimilarlo todo. Su ropa moderna contrastaba con los atuendos de las personas a su alrededor, y no tardaron en llegar las miradas curiosas y desconfiadas. Notó que algunos niños lo miraban con ojos asombrados y, más allá, un par de hombres que parecían nobles o funcionarios se le quedaron viendo con desdén, comentando en voz baja sobre "el raro forastero".
Si alguno de ustedes fuera a mi tiempo, parecerían igual de extraños que yo... pensó Carlos, mientras recorría el sitio con atención. Las conversaciones sobre batallas, generales y reclutamiento forzado le recordaban la era turbulenta en la que México vivía. Sabía que en este entonces, México estaba todavía lejos de tener garantías individuales, por lo que pensó en mantener un perfil bajo. Y si encontraba algún peligro, no dudaría en saltar con el talismán.
Al caminar cerca de un puesto de frutas, el olor a tierra húmeda y la frescura de las manzanas y peras lo embargaron. Decidió detenerse y observó al vendedor, un hombre robusto de cabello canoso que lo miraba con un esbozo de sonrisa.
—¿Algo de fruta, joven? —preguntó el vendedor.
Carlos sonrió. El comercio aquí es simple, sin intermediarios ni grandes empresas. Podría aprovechar este mercado...
Por un momento, se perdió imaginando las oportunidades comerciales que un hombre con su conocimiento podría desarrollar aquí, desde la creación de una ruta de comercio trayendo bienes desde el futuro y vendiéndolos en esta época, hasta inundando el mercado con productos duplicados.
—Sí, deme un par de esas manzanas —respondió finalmente Carlos, alcanzando una moneda que había traído consigo.
—Sí, joven, son dos reales —respondió el vendedor, entregándole las manzanas.
Sin embargo, Carlos no pudo evitar congelarse. Las monedas modernas no servirán como método de pago, supongo. El vendedor notó la expresión embarazosa de Carlos y, sin saber muy bien por qué, añadió:
—Puede parecer caro, pero le aseguro que no lo es. Ya ve que, por las batallas entre los independentistas y realistas, muchos jóvenes fueron enlistados. Y ahora que los enfrentamientos han disminuido un poco, algo de normalidad llega a los campos.
—No es eso... acabo de darme cuenta de que olvidé traer reales. Pero tengo esto —dijo Carlos, sacando una moneda de un peso moderno—. Es un nuevo tipo de peso, no es de oro ni plata, sino de una combinación de metales. Aún no se introduce, pero su grabado y forma son exquisitas.
Carlos presentó la extraña moneda de un peso al vendedor. Aunque este no podía leer lo que estaba grabado en la moneda, sí pudo apreciar el detallado grabado del águila con una serpiente en la boca.
Mientras se alejaba del vendedor, contento con su nueva colección de monedas de cobre y plata que había logrado intercambiar, Carlos sintió el peso de la historia en aquellas piezas. Aunque no sabía mucho sobre los independentistas y realistas, sí sabía que, si jugaba bien sus cartas, comenzando con algo pequeño como este mercado, podría lograr grandes cosas.
—Con mis poderes y un par de productos, podría establecer un comercio sólido. Quizás un poco de cobre y aluminio, o hasta productos del futuro. Claro, no demasiado para no llamar la atención… —pensó para sí mismo.
Avanzó hasta el centro de la plaza y se encontró frente a un grupo de personas que discutían en voz alta sobre la situación política. Eran hombres bien vestidos para la época, y Carlos captó fragmentos de la conversación.
—En el sur, Vicente Guerrero sigue peleando como un demonio, no hay quien lo detenga.
—Pero Iturbide ha sido llamado para aplacar la revuelta. Algunos dicen que traerá paz; otros temen que solo empeore las cosas —respondió otro, agitando la cabeza.
—¿Paz? —intervino un tercero con una carcajada amarga—. Casi cumplimos diez años con esta maldita guerra. Si los realistas y esos caudillos se preocuparan más por nosotros y menos por sus propias tierras y poder, Nueva España no habría caído hasta este punto.
Carlos se apoyó en una pared cercana, reflexionando. Podía sentir la frustración en las palabras de aquellos hombres, un eco de lo que él mismo había sentido en su época. Aunque dudaba sobre si involucrarse o no, en su mente empezaban a surgir ideas cada vez más ambiciosas.
—¿Y si ofreciera alguna solución? No sé en qué año estoy, imagino que ronda 1815. Independientemente de eso, con mis 200 años de avances científicos, podría hacer grandes cosas. Desde convertirme en el hombre más rico del mundo… o incluso en emperador—, pensó con una sonrisa astuta.
Imaginó la posibilidad de fundar su propio grupo de poder en Toluca, uno que le permitiera obtener no solo ganancias, sino también poder político y militar, de una forma distinta a la de los caudillos modernos. "¿Por qué no infiltrarme poco a poco, manipulando la economía a mi favor, comprando terrenos estratégicos, minas o controlando el suministro de bienes escasos? Todo ello, sin duda, me otorgará poder y beneficiará enormemente a México, donde la productividad está estancada hasta que se alcance cierto nivel de industrialización".
Por un momento, se perdió en estas ideas, cuando una mujer con un rebozo y un niño pequeño se le acercó. Parecían pobres y desnutridos.
—Disculpe, señor, ¿sabe si ya llegaron los de las cartas? —le preguntó la mujer, refiriéndose a los pocos que traían noticias y correspondencias desde Ciudad de México.
Carlos parpadeó, regresando a la realidad, y negó con la cabeza.
—Lo siento, no sabría decirle. Soy… de fuera —respondió, dándose cuenta de lo extraña que debía sonar su respuesta.
La mujer asintió, agradecida, y se alejó con la niña. Carlos las observó mientras iban preguntando a otras personas, pero muchos, al ver su ropa raída y su forma humilde de hablar, las despreciaron e incluso las insultaron.
Al ver esto y notar las distintas castas y grupos sociales que albergaba la plaza, desde gente más acomodada hasta personas desnutridas pero trabajadoras, nuevamente la certeza llenó su mente: tenía el poder, el conocimiento y el deseo de cambiar las cosas aquí, de adquirir influencia y construir una base que le diera ventajas en ambas épocas.
—Con un poco de ingenio… y mucho cuidado, este lugar podría ser mío. Y a cambio, ofrecer algo de prosperidad y paz a esta gente —murmuró para sí mismo, mientras miraba a la señora romper en llanto cuando una especie de cartero le leía una carta manchada de sangre. La niña, sin comprender muy bien lo que pasaba, intentaba animar a su madre.
Carlos suspiró y caminó hacia ellas, con una determinación tan firme como los adoquines que pisaba.