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Capítulo 1

– Creo que esa era la última caja. – Dijo mi padre, colocándola sobre la encimera, mientras yo me dirigía al apartado que sería mi dormitorio.

Fue un camino largo, desde nuestra residencia en la costa, hasta la ciudad.

Los edificios habían sido el paisaje por la menos media hora antes de llegar a nuestro destino, lugar donde me quedaría antes de que iniciaran las clases.

En parte me sentía ansioso, no quería defraudar a mis padres después de toda la confianza que habían depositado en mí.

Mi hermana ya era una universitaria experimentada y dominaba el arte de estar lejos del regazo familiar, pero también era mayor, por lo tanto, tenía más libertades que yo, pero me había esforzado para demostrarle a nuestros devotos padres que también podía dar la talla, así que no me echaría hacia atrás pese a mi incertidumbre.

Sin embargo, le expectación de estar por mi cuenta era desafiante. Había estado todo el tiempo supervisado que, si bien no me resultaba sofocante, quería saber cómo se sentiría valerme por mí mismo, incluyendo el peso de mis decisiones y sus repercusiones, fueran las que fueran.

O algo parecido fue lo que les dije para convencerlos de dejarme estar por mi cuenta.

– ¿Seguro que trajiste contigo todo lo que necesitabas? – Mi madre, tan atenta como siempre, me miraba en espera de una respuesta.

– Sí, pero en caso contrario, supongo que no hay nada que no pueda conseguir en alguna tienda de conveniencia cercana. – Aseguré, dando una rápida vista al lugar para salvaguardar mi respuesta.

Todo el apartamento era un espacio bastante austero para una persona, con dormitorio, sala, comedor, área de lavado con un pequeño balcón, cocina y un baño bastante amplio.

Era mucho más modesto que nuestra casa, pero lo suficientemente cómodo para mí.

– Ya terminé de colocar la despensa. – Anunció mi hermana, Ágatha, para después dejarse caer en la que sería mi cama, sobre mi ropa doblada.

Ahora olería a ella.

– Esa ropa estaba limpia. – Reclamé.

– Y ahora tiene la mejor de las fragancias. De nada. – Respondió sonriente, y yo agradecí tener suficiente tiempo para extrañarla.

– Supongo que eso es todo. – Anunció mi padre, completando el cuarteto.

Acto seguido, se acercó a una de las ventanas para mirar al exterior, mientras mi otra progenitora registraba el resto del espacio.

– El lugar es agradable, pero recuerda que estamos a una llamada si necesitas algo. – Comentó, moviendo las cortinas para dejar entrar la luz exterior, evidenciando que habíamos pasado gran parte del día en el ajetreo de la mudanza, pues ahora, los tonos anaranjados fueron el matiz que colorearon la habitación.

– Aunque, sabes que llamarnos regularmente también nos haría feliz. – Siguió.

Y saberlo me hizo sentir a gusto.

Como habíamos venido antes a inspeccionar el lugar y la zona, se habían convencido de que mi estadía allí sería lo más recomendable si deseaban que estudiara en la academia que también había sido el alma máter de mi padre.

Por al menos un año, había estado quedándome en hostales hasta que se consideró que debía mudarme lo más cercano a mi centro de estudios.

La decisión se tomó a raíz de que, debido a la agenda y negocios de mis progenitores, se les haría muy complicado cambiar su estilo de vida solo por mí, por lo que me di a la tarea de convencerlos de que, podría valerme por mí mismo viviendo por mi cuenta, siempre y cuando, les diera de tiempo en tiempo una actualización de mi estadía.

La Academia de Futuros Líderes Sir Geofrey Conrad, una institución dedicada a la educación de la población masculina pubescente que tuviera la dicha de ser admitida, fue la razón del cambio en mi estilo de vida.

Era una casa de estudios renombrada, cuya estirpe, no solo la había catalogado como una de las más destacadas en el continente, sino también que, por su ejemplo de resiliencia, había dado cátedra de cómo imponerse pese a los altibajos de los que había sido protagonista, saliendo victoriosa en cada oportunidad.

El prestigio que se había ganado a pulso se había concebido a sangre y fuego, y, como se leía en su emblema "¡Que nunca por vencidos se conheçam!", "¡Que nunca por vencidos se conocerán!" sucumbir al escrutinio público nunca sería una opción.

– Ya sabes que dispones de una cuenta de banco a la cual acceder periódicamente en caso de emergencia. – Me recordó el cabeza de familia. – También sabes que debes administrar tanto tu tiempo como tus divisas.

"Divisas" No podía negar que era hijo de un comerciante.

– Estoy segura de que Elliot sabe todo eso de memoria, Archie. – Apodo con que su esposa lo llamaba. – Así como que lo vamos a extrañar mucho. – Aseguró, abrazándome por detrás.

– Lo sé. – Continuó él, acercándose a mí. – Después de todo, eres el siguiente representante de los Cave. – Colocando su mano sobre mi hombro. – Sé que nos harás justicia. – Aseguró, sonriente.

Su gesto no pretendía ser intimidante, pero me sentí minúsculo en cuanto mencionó nuestro apellido.

– Dejen de presionarlo. – Intervino mi hermana. – Ni que fuera a una academia militar. Si yo sobreviví a Juna de Arco, él también lo hará en la Conrad. – Haciendo mención a la contraparte femenina, la Academia de Jóvenes Ilustres, Juana de Arco.

En esa academia, al igual que nuestra madre, mi hermana había dejado lo mejor de su lozanía, poniendo en alto el mismo apellido que ahora me tocaba a mí representar, aunque no fuera en la misma institución.

– Lo sabemos. – Aseguró nuestro padre, dejando libre mi hombro derecho, no sin antes haberlo apretado, como si hubiera querido que su mano se quedara tatuada en él.

Yo solo esperaba que la creciente ansiedad que subía por mi esófago no fuera más que los nervios por este nuevo desafío, así como me aseguraba de que no fuera percibida por quien tenía unos ojos muy parecidos a los de mi hermana, pero más demandantes.

Ya había tomado seminarios allí y no había ninguna palabra que definiera a la academia mejor que "estricta".

Sin embargo, la mayor fuente de presión provenía del peso que ejercían las cuatro letras que formaban mi apellido y el legado que las generaciones anteriores con el mismo destino que el mío se habían encargado de representar.

Mis manos temblorosas se sentían incómodamente húmedas, obligándome a frotarlas disimuladamente sobre la tela de mi pantalón.

"Esto es temporal, esto es temporal, esto es temporal…"

Me repetí lo suficiente hasta que mis latidos se regularizaron.

No sería la primera vez que estaría en una institución similar. Esa era la actitud que se esperaba de mí.

Ya debería estar habituado.

– Bueno, no hace falta repetirle lo que sabe de memoria. – Siguió mi madre. – Además, casi es hora de que nos veamos con Matías. – Continuó, mirando su reloj.

Los cuatro nos alistamos para salir, no sin que antes hubiera llamado a Matías, quien vivía a diez minutos en autobús de nuestro lugar de encuentro, en un complejo de apartamentos parecido al mío, para que nos viéramos en un parque con juegos infantiles al que nos habíamos detenido seguido, pues la dependienta de una tienda de helados artesanales vendía el mejor ejemplar de caramelo que hubiera probado jamás.

Ambos éramos amigos por correspondencia desde hacía al menos tres años, y nuestra amistad no hizo más que afianzarse cuando aplicamos un año atrás en el examen de admisión de la academia, en la que fuimos admitidos.

Era alguien amable y muy tranquilo, como yo, y por eso me sentía tan a gusto en su compañía y, mudándome a un sitio nuevo, tenerlo de compañero, resultaba ser todo un alivio.

Al llegar al parque, habían aún algunos niños jugando y corriendo de un lado a otro, imagino que por el clima y producto de que las vacaciones aún les permitían cierto ocio.

Era bastante amplio, con un acceso a un barandal en el fondo que daba a una carretera contigua y que permitía ver una vista más general de la ciudad.

Recuerdo haber quedado hipnotizado la primera vez que la vi desde allí.

– ¿Me esperaron por mucho tiempo?

Cuestionó el moreno, siendo lo primero que anunció su llegada pues yo estuve distraído viendo cuánto podían resistir unos niños sobre un juego giratorio destinado a no solo desafiar la fuerza centrípeta, sino también sus estómagos.

– Llegaste al momento justo. – Comunicó mi madre, acariciándole el cabello.

– Ya nos vi igual de puntuales el primer día de clases. – Me acerqué, mostrándole una sonrisa.

– Depende, ¿habrá helado también? – Cuestionó, devolviéndome el gesto.

Y así, continuamos hablando, poniéndonos al tanto de los pormenores en los últimos días, mientras mis padres rondaban el parque, y mi hermana se distraía con su celular, sentada en uno de los bancos.

Poco después, Matías y yo, en cambio, nos dirigimos a la heladería a conseguir lo que nos había traído allí en primer lugar.

– Ya nos imagino escribiendo nuestros honores: "Todo comenzó con un helado de caramelo…" – Expandiendo sus brazos, mirando al horizonte.

– Tienes tus metas muy claras. – añadí, alejándonos del barandal. – Aún no comenzamos y ya sabes lo que escribirás para nuestra graduación.

– Supongo que estoy emocionado. – Suspiró. – No pensé que pudiera conseguir la beca.

– Te dije que mis influencias con la mafia eran fiables. – Guiñándole el ojo, para aligerar el ambiente.

Él volvió a sonreír.

Él, a diferencia de mí, dependía de un buen promedio y referencias para poder ingresar a la academia, razones por las que estuvo estresado por mucho tiempo, pero eso había quedado atrás.

– ¿Crees que tus influencias puedan abastecernos de helado cuando se nos antoje?

– Lamento decirte que sus capacidades no alcanzan los estándares para la entrega de productos refrigerados. – Subiendo mis hombros.

El parque tenía visita de personas de distintas edades, caminando y hablando por aquí y allá, con ropa lo suficientemente estilizada como para recordarme que ya no me encontraba en la costa.

Estuvimos bromeando hasta llegar al frente de la puerta de cristal, de la cual, desde el otro lado, podían verse las delicias heladas, y habría sido una proeza insignificante estar más cerca de ellas, de no haber sido por un grupo de niños que batallaban por entrar al mismo tiempo que nosotros por el estrecho hueco de la puerta con capacidad máxima de apenas dos personas.

Se habían puesto de acuerdo para desafiar el orden público con una trifulca en busca del manjar azucarado, desesperados como adictos a su sustancia predilecta; así de buenos eran esos helados.

– Será mejor que esperemos un rato. – Sugirió Matías, mientras decidimos movernos a un costado.

Seguimos conversando de nuestras vacaciones y nuestros planes en la academia, percatándome de que, a diferencia de él, yo no me sentía tan emocionado como esperaba estarlo próximo a nuestro inicio de clases.

No podía asegurar que la conversación previa con mis padres había repercutido en mí, pero pensar en mis obligaciones y todo lo que conllevaba representar mi apellido, quizás si estaba predisponiendo cierta presión sobre mí.

Eso, y que mi nueva vida apartado de ellos, implicaba que debía valerme por mí mismo, ahora que estaría desprovisto de todas las comodidades y costumbres de alguien que nunca había vivido solo.

– Elliot, ¿estás bien?

– Sí. – Le sonreí. – Supongo que me falta azúcar.

Volteó hacia la puerta de nuevo.

– Parece que ya se despejó la entrada. – Dijo, y nos propusimos a reclamar nuestro turno para empalagarnos.

Él se adelantó, para asegurar nuestra oportunidad de poder al fin ingerir algo, mientras yo estuve unos pasos más atrás de él.

Ya cuando se me concedió un turno para acercarme, uno de los hiperactivos clientes, de al menos un metro, se las arregló para meterse entre mis piernas y en las de otro comensal que iba saliendo, solo para hacerme tastabillar y hacer que casi le embarrara el aperitivo a éste, en mi torpe intento de no caerme, mientras mis manos se apoyaron en la primera superficie que encontraron.

– ¡Disculpe! – Me apresuré a decir, apartando mis ojos de su chaqueta oscura una vez mis brazos a sus costados evitaron que colapsara con él, para acto seguido, mostrarle mi rostro, y asegurarle que mi expresión era sincera en cuanto le di espacio, solo para encontrarme con una vista que me dejó con una impresión inesperada.

Tenía más metal en el rosto del que se podría esperar del consumidor promedio de este tipo de postres, con piercings en una de sus cejas, su nariz y en los lóbulos de sus orejas, que se complementaban sinérgicamente con su aura despectiva, invitando a cualquiera a todo, menos a acercársele.

Incluso el destacable trazo de las patas de algún insecto, igual de oscuro que le resto de su indumentaria, sobresalía debajo del cuello de su suéter hacia su nuez de Adán.

Su rostro y altura indicaban que debía rondar los veinte, aunque su expresión se veía más madura y menos amenazante de lo que esperaba.

Supongo que los helados no discriminaban a sus consumidores, y tener al claro ejemplo a pocos centímetros de mi cara, me reafirmaba una vez más la validez de la delicia que también estaba a punto de ingerir.

Un manjar indiferente de su solicitante.

Sin embargo, no podía descartar que, lo que me había causado el espasmo, fueron sus ojos.

No creo haber visto antes a nadie con una mirada así de intensa, y con una profundidad azulada igual de penetrante en persona.

En algún momento de mi estupor, sus facciones se suavizaron en una expresión más risueña en cuanto detectó mi evidente asombro.

– No hay nada qué lamentar. – Aseguró, mostrándome su producto, y luego sacando su lengua, también adornada con otra pieza metálica, para hacerme partícipe de la saboreada que le propinó a su postre verde menta con chocolate, antes de alejarse con una sonrisa satisfactoria.

La vista me había dejado aún más estupefacto.

Deliberadamente había actuado sin ningún decoro, mientras se encontraba rodeado de niños y otras personas, con ropa menos oscura y apariencias más convencionales, como si hubiera querido enfatizar lo contrastante y contradictorio que se veía su presencia allí, alardeando de todo ello.

Aunque, pensándolo bien, estaba en la ciudad. Una vez más éste encuentro me confirmó que me encontraría con personas de todo tipo, quizás incluso más llamativas.

– ¡Elliot! – Me llamó mi amigo, recordándome por qué estaba ahí.

Me había quedado observando al tipo alejarse sin haberme percatado.

– Voy. – Respondí más para mí mismo, acercándome al mostrador.

Matías pidió su sabor predilecto y yo hice lo mismo, intentando no darle más vueltas a lo que había ocurrido, pese a mi impresión.

– Pensé que nunca lo tendría en mis manos. – Comentó el moreno, feliz, consumiendo su glaseado, aparentemente inadvertido de lo que me había sucedido. – ¿Estás emocionado por el inicio de clases?

– Sí, claro que sí. – Respondí, dando la primera lamida a mi helado, saliendo del local, agradeciendo al instante de que estuviera lo suficientemente cerca como para convertirme en un asiduo consumidor.

– ¡Yo también! – Expresó emocionado – Quizás tenga alguna oportunidad con alguna agraciada de la Juana de Arco… – Continuó, mientras nos dirigíamos al banco donde estaba mi hermana.

El clima era agradable, y la temperatura comenzaba a descender, al igual que el sol, casi imperceptible entre las nubes que se teñían de un color anaranjado en su descenso.

Seguí engullendo mi aperitivo, mientras pensaba en cómo sería mi primera noche solo, al tiempo en que un ave se posó en una rama opuesta al sol, alargando su silueta en el suelo.