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capítulo 05: Cartjuns

—Larel, ¿me escuchas? —la voz de Binet me arrancó de mis cavilaciones.

—Sí, perdona. Estaba pensando en nuestra reunión con Blodcaf y Liongard.

—Perfecto. Como te decía... Por los efectos del inmunosupresor y del traje, debemos esperar al menos doce horas antes de volver a usar el equipo. Aunque la incertidumbre nos rodea; no sabemos si las circunstancias nos forzarán a actuar antes.

— Mencionaste que el uso prolongado del traje puede tener efectos secundarios, incluso irreversibles, ¿cierto? —inquirió González con un dejo de preocupación.

— Así es. El traje nos ofrece un escudo del 94% contra virus y micropartículas, pero a un costo devastador para el cuerpo; por eso, su uso debe ser limitado a tres o cuatro horas como máximo.

— ¿Quieres decir que no podremos detenernos a ayudar porque no podemos usar el traje hasta mañana? —pregunté, desconcertado por las implicaciones de las palabras de Binet.

— Exactamente, Larel —respondió, descorriendo la cortina de la derecha de la autocaravana, mostrando un pueblo cuyos habitantes sufrían la corrupción—. Son los primeros desafortunados a quienes no podemos socorrer. Inocentes que, a pesar de todo, debemos abandonar a su destino.

La impotencia de no poder intervenir en Hierba Alta nos dejó desolados; nos sentimos despojados de nuestro propósito más sagrado... salvar las vidas de aquellos que imploran salvación.

Para llegar a la capital, atravesamos una serie de pueblos, cada uno más devastado y pútrido que el anterior. El tortuoso recorrido nos llevó a pocos kilómetros del pueblo de Cartjuns, una ciudad que antaño fue hermosa, pero que ahora languidece como un pueblo debido a la creciente migración de sus habitantes hacia la muralla Minerva.

Los pueblerinos, en su mayoría, han abandonado sus hogares en busca de una vida mejor, prestando sus servicios a quienes residen dentro de la muralla Minerva. Esta muralla, imponente y majestuosa, representa la esperanza de una vida más digna y segura. Sin embargo, para muchos, el viaje hacia Minerva es una travesía llena de incertidumbre y sacrificios.

Tomamos un breve respiro visual del dolor y sufrimiento que marcaba nuestras almas. Si para nosotros era insoportable, no podía ni imaginar el tormento de aquellos que padecían la enfermedad en carne propia.

Esa noche, acampamos en campo abierto, sumidos en la oscuridad, alertas ante la posible aparición de enemigos. Me alejé del grupo, buscando el olvido en la inmensidad del cielo estrellado, dejándome arrullar por la melodía del viento y el canto de los grillos. A lo lejos, escuché la voz de Vidal, "¿Por qué lo hiciste?" Palabras dirigidas a Duarte, seguido de un silencio que se extendió hasta que el sueño me venció...

Desperté sobresaltado, el traje destrozado, mi vida pendiendo de un hilo. Había abusado de su protección y ahora, sin munición, una sombra se abalanzó sobre mí...

Pasadas las doce horas, con filtros nuevos en los trajes, estábamos listos para brindar ayuda. Pero el grupo se encontraba dividido: unos querían regresar y salvar a cuantos fuera posible; otros, incluido Vidal, optaban por avanzar hacia la capital, dejando atrás a los pueblerinos a su suerte.

Caminando por Cartjuns, cuyas calles estaban ya devastadas por la podredumbre, observé cómo sus habitantes persistían ante el azote de la endemia con risas y bailes. A pesar de la desolación, la voluntad de los pueblerinos no flaqueaba; luchaban por mantenerse erguidos, aunque muchos ya mostraban signos de la enfermedad, con cuerpos en estado pútrido y otros al borde de sucumbir.

La situación era insostenible y, movido por la compasión, solicité detenernos para ofrecer asistencia. Torres se opuso, pero mi conciencia como médico me impedía abandonar a esos desdichados a su suerte. Desafiando la negativa, decidí actuar por mi cuenta, lo que finalmente llevó al capitán Torres a ceder y prestar la ayuda del grupo.

Nos entregamos con diligencia a la noble tarea de atender a los pacientes:

Organizamos a los enfermos, separando a los que se encontraban en mejor estado de aquellos cuya condición era más grave, para evitar el deterioro de los menos afectados. A los aún sanos, les instamos a dejar el pueblo cuanto antes, advirtiéndoles que permanecer significaba una sentencia de muerte. Durante el examen clínico, descubrí que la infección comenzaba en la región faríngea, manifestándose primero como una inflamación aguda y luego como una pigmentación oscura en las amígdalas, reminiscente de la necrosis tisular. La patología avanzaba con rapidez hacia el sistema respiratorio inferior, comprometiendo los pulmones y, más tarde, los riñones. En su etapa avanzada, la enfermedad se propagaba sistémicamente, invadiendo diversos órganos y tejidos. Lo más perturbador era que los cadáveres carecían de sangre y grasa, en su lugar, aquellas raíces blancas mortecinas daban la alerta de ser la temida tercera etapa de la enfermedad; sus órganos estaban descompuestos y presentaban un color negro carbón, tanto en tonalidad como en textura grumosa de una sensación parecida a pequeñas partículas de cal.

El número de aldeanos caídos era sobrecogedor, y los pocos que resistían apenas albergaban esperanzas de sobrevivir unas semanas. En medio del caos, un joven de manos finas y delicadas se aferró a mi manto. "Señor, mi madre y hermana también padecen la enfermedad y no tienen fuerzas para moverse. ¿Podría visitarlas en nuestra casa?", preguntó con voz temblorosa, el joven no aparentaba albergar más de diez u once años.

El joven, con sus ojos llenos de una mezcla de esperanza y desesperación, se destacaba entre la multitud. Su cabello, rojizo, delataba ser proveniente de Drust o, por lo menos, su linaje. Su cabello caía desordenadamente sobre su frente (pelo rizado), enmarcando un rostro pálido y delgado que no había conocido la alegría en mucho tiempo. A pesar de su juventud, llevaba el peso del mundo sobre sus hombros; sus ropas, aunque limpias, estaban gastadas y remendadas en varios lugares, signo de incontables jornadas de trabajo duro. Al hablar, su voz revelaba un temple forjado por la adversidad, pero aún conservaba el tono dulce y la inocencia de su edad.

El ambiente que rodeaba al joven era un reflejo de la desolación que azotaba la ciudad. Las calles, antes llenas de vida y color, ahora yacían silenciosas, con las puertas y ventanas de las casas cerradas como si intentaran bloquear la enfermedad que se cernía sobre ellas. El aire, cargado de un olor pútrido de las hogueras que ardían día y noche quemando los cuerpos, parecía susurrar historias de los que ya no estaban. A lo lejos, el campanario de la iglesia lanzaba su lamento fúnebre, marcando el paso de las horas con un eco que resonaba en los corazones vacíos de los aldeanos. A pesar de la desesperanza, pequeños destellos de resistencia brillaban en rincones inesperados: un jardín donde aún florecían algunas flores, la risa ahogada de un niño que jugaba ajeno a la tragedia, o el abrazo consolador de dos vecinos que compartían su mutuo dolor con carcajadas.

No pude negarme a tal petición, a lo que el joven me sostuvo del manto sin soltarlo. Llegamos a la casa del joven, el cual con gran alegría comenzó a llamar a sus familiares. — mamá, papá, abuelos y hermanita Mindy. Ya estoy en casa, traje un médico que puede curarlos, él puede curar toda enfermedad —gritó impaciente.

Al entrar encontré los cuerpos de los familiares del chico sentados alrededor de la mesa... Sus cuerpos estaban en un estado de putrefacción avanzada.

— ¡Aquí, señor doctor! Ella es mi abuela y él mi abuelo... aquí está papá, ¡saluda papá! —presentó el joven a su familia, que no sabría decir si es por inocencia o por negación que aún creía que se encontraban vivos.

— Joven... tengo... —En ese momento me interrumpió bajo lágrimas, su rostro palidecía y se mostraba perturbado pero con una sonrisa esperanzadora.

— En la habitación está mi mamá y mi hermana, ellas también te necesitan. —el chico buscaba seguir en la farsa que su mente creó.

Me sostuvo del brazo con fuerza, temblaba a cada paso que daba en dirección a la habitación, buscaba desesperadamente que su mentira fuese real, y que la verdad fuese mentira. Me llevó a la habitación donde efectivamente, también su madre y hermana perecieron. No pude sortearlo más y dejé escapar las lágrimas. Lloré por la impotencia de no poder ayudar, lloré porque no sabía exactamente qué hacer; como médico no podía hacer más que ver cómo las vidas se les escapa a los habitantes, la impotencia de no poder sostener una vida y salvarla, poco a poco hacía hueco en mi pecho.

Lo más desgarrador es que en frente tenía un niño de diez años que lo perdió todo y solo busca desesperadamente un consuelo. Alguna Mentirijilla de este doctor o tal vez alguna cura milagrosa que le trajera devuelta a su familia.

El pueblo entero sufre y no solo este todos los pueblos, hasta ahora solo podemos presenciar en cómo se pierden incontables vidas. Amigos, vecinos y seres amados que no regresarán; ya no sonreirán más, ni contarán chiste. Se irán los abrazos y besos que calman los miedos... lo que se pierde no regresa, pero deja marcas peores que las manchas en los infectados.

— Perdón, joven... perdón, llegué tarde a curarlos y no puedo hacer nada más que disculparme, por mi incompetencia, solo puedo prometerte que pronto esta pesadilla no tocará más puertas. —No podía decir más que eso, no encontraba las palabras para explicarle a una pequeña criatura lo cruel que es la vida.

Almánzar abrazó al chico sin miedo a contagiarse, entendiendo la pérdida mejor que cualquiera de nosotros.

Sin más ánimos, ni mentiras que respaldarán su ilusión; su sonrisa se desvaneció, y un llanto fuerte y agudo salió de su boca, sacando todo lo que llevaba aguantando, soltando todo el llanto y dolor que se negó a sacar creyendo que podrían volver.

— ¿Por qué?, señor doctor, ¡¿por qué?! ¿Dígame qué hicieron? ¿Qué fue eso tan malo para que le hicieran esto? Por favor, ¿explíqueme? —El chico no encontraba culpables y su consuelo quizás debía recaer en alguien o algo.

— Los del pueblo dicen que es un castigo de Dios, pero no somos malos, somos buenos, nos portamos bien y oramos todas las noches... me porté bien, señor doctor; cepille mis dientes, no camine descalzo, cuide a mi hermana como me lo pidieron. ¡¡¡Entonces!!! ¿Por qué Dios nos castiga? —Es claro que el creyente tiene temor a la ira de algún Dios, su furia y llanto no eran más que ese temor del que tanto sus padres le contaban a modo de que fuese obediente.

— ¡Joven!, no es culpa de Dios, no es culpa tuya o de tus familiares. —mi garganta se cerró sin dejarme continuar.

— ¿Quién es el culpable? Por favor dígame.

— No hay culpable joven... —Le dije con voz temblorosa y ojos nublados por el dolor, tomando al joven entre mis brazos. —No hay palabras que puedan sanar las heridas del alma, ni promesas que devuelvan lo que se ha perdido —susurre con un hilo de voz quebradizo.

— ¿Qué hago con este dolor y... esta rabia?

— En este mundo, a veces cruel, también hay espacio para la bondad y la esperanza. Aunque no entiendas el porqué ahora, y aunque la respuesta nunca sea suficiente, debes saber que no estás solo en tu sufrimiento —dije buscando calmar un poco su dolor.

El joven, con lágrimas corriendo por sus mejillas, me miro con una mezcla de confusión y anhelo. —¿Entonces qué puedo hacer? —preguntó con un suspiro que parecía llevarse consigo el último vestigio de su infancia.

— ¡¡¡Vive!!! —respondí.— Vive cada día en honor a ellos. Lleva su amor en tu corazón y sus recuerdos en tu mente. Ellos viven a través de ti ahora, y eso es un regalo que ni la naturaleza ni el destino pueden arrebatarte.

Y así… en medio de la desolación, un pequeño rayo de luz se filtró a través de la oscuridad. El joven, aún aferrado a mi manto, comenzó a comprender que aunque la vida puede ser injusta y despiadada, también es un lienzo sobre el cual podemos pintar momentos de amor y felicidad, incluso en los tiempos más sombríos.

Al tranquilizar al joven lo dejamos un momento a solas, puesto que este momento será su último recuerdo de sus familiares, quienes merecen una digna sepultura.

Terminamos de dar un recorrido por los alrededores viendo que más podemos encontrar, quizás indicios de hongos, plantas u otra cosa que explique el origen de esta endemia más allá de la ira de Dios de la que tanto el pueblo habla.

Desafortunados los ojos que no encontraron la aguja en el pajar, así tampoco encontramos algún indicio, pero, de algo estoy seguro y es que al ver los pacientes he notado que aunque vivan y estén en el mismo ambiente, la enfermedad trabaja diferente. Esto significó un gran hallazgo que podría salvar este país y sus habitantes.

Después de observar detenidamente los alrededores y anotar lo que me parecía intrigante y crucial, me topé con el joven en el camino, arrastrando a sus familiares envueltos en una manta de cama. Fue desgarrador verlo suplicar ayuda mientras arrastraba a sus seres queridos por la calle, y darme cuenta de que nadie mostraba un ápice de humanidad, tal como lo había dicho el capitán. "Esta podredumbre no solo pudre el cuerpo, sino también el alma de los habitantes".

No podía ser simplemente otro espectador del sufrimiento de un niño cuya vida se desmoronaba, ¡no esta vez! Corrí en su ayuda e imploré a los demás que hicieran lo mismo, aunque fuera mínima... merecían un descanso digno. Sin embargo, los aldeanos estaban más preocupados por las llagas de sus propias heridas que por el dolor ajeno. Vidal y el resto del grupo se unieron para asistir al joven.

Observar al joven cavando la tumba de sus padres con la ayuda de los guardias es una imagen que nunca podré olvidar. Ese joven, cuya infancia fue destruida, ahora enterraba su pasado y miraba con resentimiento hacia un futuro que le abría sus puertas.

Al finalizar el joven se paró frente a mí y sosteniendo el llanto dijo —Sé que no quiere a un niño llorón lleno de mocos y que no puede hacer nada por nadie, pero quiero, ¡no!, Deseo hacer algo, ya no quiero ver a más personas morir. —no sé cómo explicar la extraña sensación que tuve al escuchar a un niño hablar como un adulto.

— ¡Ese es nuestro trabajo, joven! Buscaré ponerle fin a esta pesadilla.

— Permítame acompañarlo, ¡por favor! Deme un motivo por el cual vivir.

Almánzar al igual que yo, le pedimos al capitán que nos permitiera llevarlo, por lo menos llevarlo a un lugar seguro, ya que el joven goza de buena salud pese a que toda su familia pereció por la podredumbre. Torres accedió bajo el juramento de que lo utilizaremos como experimento y no por empatía, petición que no pude negar porque esa es mi misión en estas tierras tristes y abandonadas a su suerte. Nuevamente, Vidal no objetó acerca de los métodos tan inhumanos que ejercía Torres. Al parecer desde la noche previa, algo dentro de Vidal cambió y, el causante no era más que Duarte, pero, la revelación nos llegó muy tarde y con desgracia para todos.

Lo más desconcertante de todo es que los ciudadanos no quisieron ayudar o rezar por los cuerpos de los familiares de aquel niño; Están más

ocupados lanzando plegarias a su Dios que de ayudar a un joven indefenso.

Había personas que pedían ayuda y solo eran respondidas con plegarias y rezos, que no hacían más que enfurecer los corazones de los dolientes y aumentar el temor de los creyentes; olvidando que las plegarias sin acciones son solos, palabras lanzadas al viento, ningún Dios escuchará sin antes ver el esfuerzo humano por ser ayudado.

— Es el Diablo y nadie me creyó, les dije hace tiempo que lo vi... ¡¡¡Sí!!! Yo lo vi, vi al Diablo en persona y se llevará sus almas, principalmente la suya... El colgado —grita una señora señalándome, mientras es tildada de loca y bruja. Sus palabras penetraron el traje hasta helarme la piel.

La muchedumbre enfurecida le lanzaba piedras a la señora que indefensa se muestra, mientras alza sus manos y grita —Dios, si este es el castigo, lo acepto, ilumina a los ineptos y perdona a los pecaminosos. —estas fueron sus últimas palabras antes de desmayarse por el fuerte impacto de una roca en su cabeza.

No pude hacer más que tapar al joven para que no presenciara tal brutalidad. Huimos del pueblo antes de que piensen también que la medicina es blasfemia ante Dios.