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Capítulo 23: En la boca del lobo.

La fuerte migraña de Ik no se había detenido ni un segundo, y el cielo oscurecido por las nubes parecía reflejar su propio malestar. Decidió salir a la farmacia, buscando desesperadamente algo que pudiera aliviar su dolor palpitante.

—Dolor de cabeza y muscular… supongo que esto servirá, espero poder dormir al menos esta noche —murmuró Ik para sí mismo, sus palabras apenas audibles sobre el zumbido constante en su cabeza, mientras tomaba dos frascos de pastillas y los llevaba al mostrador.

El encargado de la farmacia observó con preocupación el estado del joven.

—Parece que no has estado durmiendo bien, chico. ¿Te interesan algunos caramelos somníferos? —ofreció, sugiriendo una solución alternativa para su insomnio.

—¿No necesitan prescripción? —inquirió Ik, con un deje de incredulidad en su voz, mientras consideraba la oferta.

—La empresa que los hace los vende como dulces relajantes, así que la prescripción no es necesaria. Aun así, solo los puedes conseguir en farmacias —explicó el encargado, con una sonrisa amable pero preocupada.

—Bien, agréguelos y también una bolsa de esas frituras de envoltura azul —respondió Ik, buscando un pequeño consuelo en una simple bolsa de aperitivos.

—¿Esas? Solo son de queso, no tienen ninguna clase de relajante.

—Lo sé, solo quiero frituras de queso —contestó Ik, con un suspiro resignado, mientras sacaba algunas monedas de su billetera y las entregaba al farmacéutico.

Al salir de la farmacia, Ik levantó la mano para detener un taxi que pasaba cerca. El brillo repentino del sol, que había vuelto a iluminar el cielo después de la breve pausa de las nubes, le provocó un dolor punzante en las sienes. Con pasos apresurados, se deslizó dentro del asiento trasero del taxi, buscando alivio en la sombra que ofrecía el interior del vehículo.

El taxi arrancó con un suave rugido de motor, e Ik se recostó contra el asiento, cerrando los ojos para escapar del resplandor implacable del sol. El dolor en su cabeza seguía pulsando con intensidad. Ik anhelaba llegar a casa y sumergirse en la oscuridad reconfortante de su habitación.

Lyra y Lewa se encontraban en la góndola que se deslizaba hacia la isla central, pero la travesía para el joven nativo estaba resultando particularmente angustiante. Lewa había estado vomitando casi todo el trayecto, incapaz de contener la reacción visceral desencadenada por la escena horrenda que había presenciado momentos antes, combinada con el mareo provocado por el vaivén de la plataforma y el penetrante olor de la muerte que impregnaba el aire.

—Lo mejor será que no te vuelvas a poner los vendajes, mejor usa una de las máscaras anti olores que nos dio el maestro Mado —aconsejó Lyra, intentando ofrecer alguna forma de alivio a su compañero, aunque evitaba mirarlo directamente para no empeorar su malestar.

—Pensaba usar la máscara sobre los vendajes, pero estos mareos me están agitando y hacer eso no me dejaría respirar bien, tienes razón —respondió Lewa con voz débil, mientras se pasaba la mano por la boca para limpiarse y trataba de controlar las náuseas que aún lo afectaban.

La góndola llegó al final del cable, deteniéndose con un ligero chirrido metálico que resonó en el aire cargado de tensión. Los novatos descendieron, con cautela, a la isla central, y se encontraron con un paisaje desolador. Las calles estaban sembradas de escombros y fragmentos enormes de vidrio que habían caído de los edificios derrumbados que los rodeaban, creando un laberinto de peligros y desesperación.

—¿Crees que deberíamos anunciar nuestra presencia? —preguntó Lyra, su voz apenas un susurro en medio del silencio opresivo que los rodeaba.

—Para algo nos dieron los silbatos —respondió Lewa, buscando en su mochila para asegurarse de que tenía el suyo a mano.

—Me refiero al zen, en cuanto llegamos pude sentir cómo suprimiste tu presencia —continuó Lyra, con una mirada de preocupación en sus ojos.

—¿En serio? No me di cuenta, pero… es cierto que aquí se siente un ambiente un tanto peligroso —admitió Lewa, frunciendo el ceño mientras reflexionaba sobre sus habilidades.

—Tal vez lo hiciste de forma inconsciente —sugirió Lyra, su voz cargada de incertidumbre ante la misteriosa atmósfera que envolvía la isla central.

—Ya sé qué es, acabo de caer en cuenta de dónde estamos, esta es la región "Heapeka", la recuerdo porque mi padre una vez nos trajo a mi hermana y a mí a un zoológico por aquí. Debe de ser eso… lo más probable es que mi subconsciente me haya hecho suprimir mi presencia como mecanismo de defensa —explicó Lewa, mientras su memoria se iluminaba con el recuerdo de aquel día en el zoológico.

—¿Defensa de qué? —preguntó Lyra, con creciente inquietud en su voz.

—Los animales del zoológico, lo más probable es que la mayoría estén muertos, pero alguno tuvo que haber escapado y, si lo hizo, debe estar por ahí rondando —respondió Lewa, conectando los puntos en su mente con una claridad alarmante.

—¡¿Entonces puede que haya un puma o un oso rondando por aquí?! —exclamó Lyra, su voz cargada de pánico mientras sus ojos se abrían con horror ante la posibilidad.

—Es lo más probable, pero lo primero que se me viene a la mente son los cocodrilos, caimanes, serpientes marinas e hipopótamos… con ellos pudieron pasar dos cosas, fueron a parar al mar donde morirán al no poder adaptarse a un nuevo ecosistema, o la peor de las dos; se quedaron entre las aguas que rodean estas islas para formar un nuevo ecosistema —respondió Lewa, su tono sombrío reflejando la dura realidad de la situación—. Los supervivientes lo han tenido realmente complicado estas semanas.

—Bueno, eso solo significa que estarán muy felices de vernos cuando les digamos que los llevaremos a la ciudad, si la gente de Kaji es tan valiente como tú, entonces creo que necesitaremos muchas más brigadas para llevarnos a todos —dijo Lyra con tanta seguridad y alegría que por fin Lewa pudo ver, pudo entender a lo que se refería Touko cuando hablaba de Lyra. Su optimismo era como un rayo de esperanza en medio de la oscuridad y la desolación que los rodeaba.

Los dos novatos continuaron recorriendo las calles mientras soplaban sus silbatos en intervalos de diez segundos aproximadamente, sin embargo, aún no recibían respuesta a pesar de que ya habían recorrido la mayor parte de la isla. El silencio que les rodeaba se sentía pesado y opresivo, como si el mismo aire estuviera cargado de la desesperación y la tragedia que había asolado aquel lugar.

—¡Oye Lewa, mira por ahí!, esa es una niña, ¿no? —exclamó Lyra emocionada al ver a una pequeña vagando por las calles. Entre los escombros y la desolación, la figura frágil de la niña destacaba, perdida y vulnerable en medio de aquel caos.

—Tienes razón, ¡niña, ¿estás bien?! —gritó Lewa mientras se apresuraba hacia ella, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.

—¿Estás sola, pequeña amiga? —preguntó Lyra con su voz suave y cálida cuando estuvieron frente a la niña. Sin embargo, en lugar de dar una respuesta, la niña se desplomó en los brazos de Lewa, quien la sostuvo con cuidado, sintiendo su fragilidad en sus manos.

—Está muy pálida, tiembla de frío y sus labios están secos, parece que no ha bebido nada desde hace días —observó Lewa con preocupación mientras acariciaba la frente de la niña, buscando cualquier señal de fiebre o malestar.

—Escondámonos en la casa de ahí, el cielo se está nublando —sugirió Lyra con rapidez, señalando una estructura semiderruida que ofrecía algo de protección contra los elementos.

Media hora después, la niña despertó junto al calor reconfortante de la fogata improvisada que los novatos habían armado. El resplandor de las llamas pintaba sombras danzantes en las paredes de la casa abandonada, mientras la niña se acurrucaba más cerca del fuego, sintiendo el calor reconfortante en su piel.

—Toma, bebe un poco de agua —dijo Lyra ofreciéndole su termo a la pequeña. 

—¿De dónde la sacaron?

—La traje desde mi casa en la ciudad del zen, ya no está fría pero tampoco está caliente.

La niña, con manos temblorosas, tomó el termo con ansiedad, sus ojos reflejaban el miedo y la desconfianza ante aquel gesto de generosidad. Sin embargo, el hambre y la sed pudieron más que su cautela, y comenzó a beber de forma ruidosa y apresurada, como si temiera que aquel momento de alivio se esfumara en cualquier instante.

—¿Hace cuánto no tomas agua? —preguntó Lewa con angustia, notando la desesperación en los movimientos de la niña.

—Hace dos días —respondió ella con voz débil, apenas un susurro que se perdía entre el crepitar de las llamas y el crujir de los escombros.

—¿Dos días? —exclamó Lyra, horrorizada—. ¿Qué pasó?

—Mi hermano y yo nos separamos del grupo donde estaban nuestros padres debido a un derrumbe repentino en la isla donde nos escondíamos. Íbamos a reunirnos en la catedral, pero no lo logramos —explicó la niña con la sinceridad característica de los niños, su voz temblaba con el peso de la angustia y la incertidumbre.

—Toma, guardé estos sándwiches congelados del buffet que había en el volador —dijo Lyra mientras sacaba la comida de su mochila, ofreciéndoselos a la pequeña. Sin titubear, la niña tomó el sándwich y comenzó a devorarlo con ansiedad.

—Dejaste la mitad del agua en el termo y uno de los dos sándwiches, eso significa que tu hermano sigue vivo, ¿verdad? —preguntó Lewa con delicadeza, tratando de transmitir calma y esperanza a la niña.

—Sí, se suponía que yo debía llegar a la catedral y pedirle ayuda a los demás, pero él se rompió el tobillo ayudándome a pasar por una calle tapada por un muro de escombros y autos estacionados. Pero ahora que están ustedes, lo pueden ayudar, ¿verdad? —respondió la niña con una mezcla de esperanza y temor en su voz, sus ojos brillaban con la expectativa de encontrar a su hermano.

—Claro, llévanos hacia él, pequeña… ¿cuál era tu nombre? —le preguntó Lyra mientras la ayudaba a ponerse de pie, una sonrisa de alivio iluminando su rostro ante la perspectiva de ayudar a reunir a la pequeña con su hermano.

—Me llamo America —respondió la niña con amabilidad, su voz resonando con la dulzura propia de la inocencia infantil.

"Si no la hubiésemos encontrado, lo más probable es que estaría muerta de hipotermia o deshidratación antes de que terminara el día", pensó Lewa, dejando que el alivio se mezclara con la preocupación al recordar la extraña pregunta que les hizo America al despertar.

—America, ¿por qué no habías bebido nada? Antes, Lyra y yo vimos varios charcos de agua y pequeños estanques formados por los escombros —preguntó Lewa con curiosidad, mientras seguían caminando bajo la guía de la pequeña.

—Mi papá y mi hermano me dijeron que no debía tomar agua del suelo o de la lluvia, en especial en esta isla… Aquí había una planta que fabricaba químicos industriales. Cuando la tierra tembló, la planta se rompió y toda esta isla se contaminó —respondió America con una seriedad que sorprendió a Lewa y Lyra. 

—No se tienen que preocupar más por eso. Cuando encontremos a tu hermano, los llevaremos al gran volador que nos trajo para que esperen mientras rescatamos a sus padres. Ahí hay mucha agua y comida —le dijo Lyra a la pequeña, quien le mostró una gran sonrisa de agradecimiento antes de caer de rodillas por el agotamiento.

—Aún no te has recuperado por completo, sube a mi espalda —dijo Lewa mientras se agachaba. América aceptó y se acomodó en la espalda del joven, quien la sostuvo con firmeza. Juntos, continuaron avanzando, con Lyra siguiendo de cerca.

El sol comenzaba a descender en el horizonte, lanzando sus últimos rayos de luz sobre los escombros y los edificios en ruinas. El ambiente estaba cargado de tensión y desesperación, pero entre la oscuridad, aún había un atisbo de esperanza.

En pocos minutos, llegaron a aquella calle obstruida por varios autos y escombros, donde un par de marines se encontraban dando vueltas, como si estuvieran perdiendo el tiempo. Lyra y Lewa intercambiaron miradas rápidamente con el par y continuaron hasta el final de la hilera de vehículos.

—¡Es él, este es mi hermano! —exclamó América, señalando emocionada hacia un joven que estaba al final de la calle.

—¿América?, volviste con ayuda —dijo el hermano de la niña con asombro y alivio en su voz. Lupin era un joven de diecisiete años de edad, bastante delgado y un tanto alto para su edad.

—Lyra, ¿puedes cargar a América un segundo? —preguntó Lewa con un tono que apenas podía contener su ira.

—Claro, ¿pero a dónde vas? —respondió Lyra, notando la tensión en la voz de Lewa. Sin embargo, él ya se estaba alejando, dirigiéndose hacia el par de marines que había visto momentos atrás.

—¡Oigan ustedes dos!, ¿qué carajo hacen aquí? —exclamó el joven novato, enfrentando al par con determinación.

—Ten más respeto, niño. ¿A qué viene esa pregunta? —respondió uno de los marines, con tono despectivo.

—Somos parte de la primera brigada de rescate —añadió el otro marine.

—Había un civil a unos metros de ustedes y no fueron capaces de verlo. Solo estaban aquí holgazaneando —acusó Lewa, su voz vibrando con furia.

—Llevamos aquí desde que comenzó la operación y estábamos cansados —se justificó uno de los marines, con tono defensivo.

—¡La operación comenzó ayer, ese civil llevaba allí dos días! —exclamó Lewa, su rostro enrojecido por la indignación.

—Mira, niño, no tenemos por qué darte explicaciones, pero te lo diré de forma directa. Es obvio que no nos mandaron a buscar supervivientes. Estamos aquí para limpiar los cadáveres de estos infelices… ¿En serio crees que el gobierno mundial quiere mantener a un montón de gente que lo ha perdido todo? —respondió el marino que parecía tener el mayor rango de los dos, su voz cargada de desdén y resignación.

—¡Retráctate! —gritó Lewa de forma intimidante, su cuerpo temblando de ira. Pero en lugar de amilanarse, eso solo puso a la defensiva a los marines, quienes se enderezaron y miraron al joven con una mezcla de desdén y desafío.

—Por favor, disculpa a mis compañeros de la marina —dijo Pumba, quien estaba de pie detrás del par de marines que no pudieron hacer otra cosa más que arrodillarse ante el contralmirante. Su voz era un susurro cargado de pesar, como si llevara el peso de todo el océano sobre sus hombros —. Joven, tú eres de aquí, ¿verdad? La nación Kaji era tu hogar… ¡por favor, perdóname!

—No tiene por qué disculparse usted, señor. Solo vigilé que la marina haga lo que venimos a hacer —respondió Lewa, tratando de calmar la tensión en el aire con su voz serena.

—No me estás entendiendo, joven warrior. Todo esto es mi culpa —exclamó el contralmirante Pumba entre lágrimas de arrepentimiento y desahogo. La confesión resonó en el aire, pesada como una losa de plomo, y cambió la atmósfera por completo. Lewa no entendía bien lo que Pumba quería decir, pero eso no pudo evitar que un fuerte bloodlust se disparara en dirección a los tres marines.

Cada uno lo experimentó de forma distinta: al de menor rango se le hacía difícil respirar, el segundo comenzó a experimentar un profundo miedo hacia la figura de Lewa, quien sumido en sus emociones comenzó a golpear con todas sus fuerzas al contralmirante que aún se encontraba de rodillas, con la frente contra el suelo, pidiendo perdón. Ninguno de los ataques le causó siquiera un rasguño; por otro lado, era Lewa el que se estaba haciendo daño, era como si un niño estuviera golpeando una pared. Las lágrimas de Pumba caían al suelo, un silencioso río de culpa y desesperación que contrastaba con los golpes sordos de los puños de Lewa.

Luego de un rato, el zen de Lewa se agotó y el novato cayó desmayado, con los nudillos pelados y bañados en su propia sangre.

—¿En dónde está su compañero? —le preguntó Pumba al marino que aún estaba consciente, mientras él cargaba a Lewa en sus brazos. El contralmirante había recuperado su compostura, pero su rostro aún estaba marcado por el dolor y la culpa.

—Al final de la hilera de autos hay una chica con una niña —respondió el hombre con miedo, a lo que Pumba asintió en silencio antes de comenzar a caminar en esa dirección. Cada paso resonaba en su mente como el eco de sus propias decisiones erradas, mientras sostenía el cuerpo inconsciente de Lewa en sus brazos, una carga física y emocional que lo llevaba a un lugar de penitencia y redención.

Lewa despertó con el crujir de la madera ardiendo y el crepitar de las llamas que danzaban en la hoguera. A su lado, América y su hermano compartían el cálido resguardo del fuego, mientras Lyra, con su mirada perdida en la cortina de lluvia que caía lánguidamente sobre el campamento, parecía sumida en sus propios pensamientos.

—¿Cómo llegué aquí? —inquirió Lewa, su mente aún nublada por el sueño y la confusión.

Lyra se volvió hacia él, su rostro iluminado por el resplandor anaranjado de las llamas.

—Un hombre gigante de la marina te condujo hasta el automóvil donde estaba Lupin, pero al ver que se acercaba una tormenta, solicité su ayuda para trasladaros a ambos hasta aquí —explicó, su voz serena contrastando con el rugir del viento afuera.

El campamento parecía envuelto en una calma tensa, como si la naturaleza misma anticipara un cambio inminente. De repente, un eco sordo y desconocido reverberó desde las profundidades del sótano del lugar, rompiendo el silencio nocturno. Los jóvenes intercambiaron miradas cargadas de inquietud, y un palpable sentido de urgencia los impulsó a cubrir sus cuerpos con armor.

Con cautela, se acercaron a la trampilla que ocultaba las escaleras que descendían hacia las entrañas del lugar, cada paso resonando en la oscuridad como un eco de la incertidumbre que los aguardaba.

—¡Hola, ¿cómo están?! —exclamó una voz sorpresiva desde la trampilla, interrumpiendo el tenso momento.

Todos giraron hacia la entrada del sótano, donde Shori se asomaba con una sonrisa despreocupada en el rostro.

—Shori, ¿qué haces aquí? Se suponía que estabas con el maestro Mado en la isla de los edificios en ruinas —preguntó Lyra, su sorpresa evidente en la mirada.

El joven rubio se encogió de hombros, como si la respuesta fuera tan simple como el cambio de dirección del viento.

—Sí, el maestro Mado y yo encontramos a un grupo de adolescentes. Él los llevó al volador y yo me quedé a esperarlo, pero comenzó a llover, así que me metí en una cueva y… mejor vengan a ver —explicó, antes de desaparecer de nuevo en la trampilla, dejando a los demás desconcertados.

Lewa miró a los hermanos y su gesto, aunque lleno de confusión, parecía dispuesto a seguir a Shori.

—Esperen aquí, no tardaremos —anunció Lewa antes de seguir al joven hacia el sótano, mientras Lyra observaba con cautela desde arriba.

Al bajar, se encontraron con una escena sorprendente: una pared del sótano había sido pulverizada, revelando una caverna oculta. Shori concentró una esfera de fuego en la palma de su mano, iluminando la vasta oscuridad que se extendía ante ellos, revelando un cenote centelleante en el corazón de la cueva.

—Esta cueva conecta con una galería de catacumbas que, a su vez, conectan con otras cuevas. No investigué todos los caminos, pero creo que algún superviviente se pudo ocultar aquí —explicó Shori, su voz resonando en la oscuridad de la caverna.

Lewa asintió, reconociendo la gravedad de la situación.

—Qué bueno que nos encontraste, de no haberlo hecho, probablemente no habrías salido. Muchas personas se perdieron en las catacumbas de Heapeka, por eso las clausuraron… pero tienes razón, puede que haya supervivientes escondidos por aquí —concluyó Lewa antes de lanzarse con determinación al cenote que se extendía en el centro de la cueva.

Lyra se acercó a los hermanos, su rostro serio pero tranquilizador.

—Lewa sabe lo que hace. Vamos a esperar aquí y, cuando pase la lluvia, los llevaré de vuelta al volador. Él necesita a Shori como linterna en la oscuridad de las catacumbas —aseguró, instando a los jóvenes a mantener la calma.

Con un gesto de acuerdo, Lyra se volvió hacia la trampilla y comenzó a subir, su determinación palpable en cada paso.

—¡Cuídense ahí adentro! —exclamó antes de desaparecer por completo, dejando a Lewa y Shori solos en la oscuridad de la cueva, con la única luz de la esfera de fuego de Shori guiándolos en su búsqueda.

—Vamos, tírate Shori, pero ten cuidado. El agua apenas me llega a la mitad de las piernas —instó Lewa desde la superficie del cenote, observando cómo la oscuridad devoraba las formas en la profundidad.

—¡Ya lo sé, yo vine por aquí! —respondió Shori desde la orilla, preparándose para lanzarse al agua.

Lewa frunció el ceño, notando la tensión en la voz de su compañero.

—¿Estás enojado por algo? —inquirió, preocupado por la súbita irritación de Shori.

El joven rubio se sentó en la orilla, suspirando con exasperación antes de responder.

—Es que… solo me quieres usar como linterna.

Lewa y Shori avanzaron con cautela por los estrechos pasillos de las catacumbas inundadas, cada paso resonando en la oscuridad que los rodeaba, hasta que finalmente emergieron en otra caverna.

—Ten cuidado, Shori. Adelante, el agua cae, debe de haber un desnivel —advirtió Lewa, señalando hacia adelante.

—¡Diablos!, por poco no la veo. Me pude resbalar con el moho —exclamó Shori con sorpresa, su voz resonando en la caverna mientras los dos jóvenes saltaban con precaución para evitar cualquier accidente.

—Aquí es más profundo, el agua me llega a las rodillas —observó Lewa, evaluando la situación con atención.

Shori se agachó cerca del borde de uno de los charcos, sintiendo la tentación de saciar su sed.

—Tengo un poco de sed, tal vez pueda beber un poco de esta… —murmuró, antes de ser interrumpido por la voz firme de Lewa.

—¡No lo hagas! —exclamó, su tono urgente revelando la gravedad de la situación.

—Está bien, ¿pero por qué? —preguntó Shori, desconcertado por la repentina advertencia.

Lewa suspiró, recordando las palabras de America.

—Una niña que rescatamos nos dijo que toda el agua de esta zona está contaminada con residuos tóxicos. Podrías morir si la tomas —explicó, su voz cargada de preocupación por la seguridad de su compañero.

—Qué horror —murmuró Shori, su voz apenas un susurro en la oscuridad opresiva de la caverna.

—Lo sé, es terrible. Los supervivientes tienen que buscar botellas en las ruinas para sobrevivir —respondió Lewa, su voz cargada de pesar por la difícil situación que enfrentaban.

—Sí, eso es terrible, pero no me refería a eso —dijo Shori de repente, su tono denotando una preocupación diferente mientras iluminaba una de las paredes de la cueva.

En la tenue luz de la esfera de fuego, una frase escrita en grandes letras rojas se destacaba ominosamente: "Yave nos abandonó".

—¡¿Eso está escrito con sangre?! —exclamó Lewa, su corazón latiendo con fuerza en su pecho mientras observaba el inquietante mural.

Shori asintió con solemnidad, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.

—Parece que sí, apesta a muerte por aquí —comentó, retirándose la máscara anti olores para confirmar el origen del olor metálico que inundaba la caverna.

Sin saberlo, los jóvenes estaban parados en la misma cámara en la que apenas unos días atrás se había desatado una masacre, y la oscuridad que los rodeaba parecía susurrarles los horrores que habían acontecido en ese lugar.

En la superficie, la lluvia había cesado, dejando atrás un aire fresco y limpio que contrastaba con la oscuridad de las catacumbas. Lyra se encontraba frente al refugio improvisado, evaluando las opciones para llevar a América y a Lupin de regreso al volador.

—Entonces tu tobillo está completamente roto, ¿verdad? —preguntó Lyra, su voz llena de preocupación mientras observaba la pierna lesionada de Lupin.

—Así parece —respondió el joven, conteniendo un gemido de dolor al tocar el área lastimada.

—Si tú puedes cargar a mi hermano, yo puedo caminar hasta donde nos tengas que llevar —declaró América con determinación, su mirada firme a pesar de la preocupación que la embargaba.

—¿En serio puedes caminar? Mi mayor inconveniente era llevarlos a ambos en mis espaldas —comentó Lyra, sorprendida por la determinación de la joven niña.

—Sí, no me volveré a cansar, ya descansé aquí —aseguró América, su voz resonando con convicción.

—Bien, entonces tú sube a mi espalda —indicó Lyra, dirigiéndose a Lupin, quien, avergonzado por su situación, obedeció la orden sin decir una palabra.

Lyra ajustó su postura para acomodar el peso extra, pero pronto se sorprendió al notar lo liviano que era Lupin.

—Oye, pesas menos que Touko. Supongo que te falta musculatura —bromeó Lyra, tratando de aliviar la tensión del momento mientras salían del refugio, provocando una risa suave en la pequeña América.

Mientras tanto, en la isla de la central eléctrica, los marines se afanaban montando un campamento improvisado para los científicos que investigarían la causa del devastador terremoto. La marina había mantenido en secreto la información que señalaba al contralmirante Pumba como responsable del desastre, y ahora debían lidiar con las consecuencias.

—¡Mierda, señor, aquí hay otra víctima! —exclamó una mujer musculosa de piel morena y rastas, levantando con facilidad una gigantesca roca con una mano.

El Barón se acercó rápidamente para examinar el macabro hallazgo.

—No, Leona, mira su vientre y rostro. Parece que un oso le destrozó el cuerpo con sus garras. Además, le falta una pierna y su brazo izquierdo está prácticamente desprendido del torso… no parece que haya sido aplastada. Pareciera que escondieron el cadáver bajo la roca —analizó el Barón, su mirada aguda escrutando cada detalle de la escena.

Pumba, también presente en el lugar, se acercó con curiosidad.

—¿Entonces crees que haya sido un animal que se escapó del zoológico? —preguntó, buscando alguna explicación lógica para la macabra escena.

El Barón negó con la cabeza, su expresión seria y reflexiva.

—No, un animal no escondería un cuerpo así. Hay un asesino suelto, matando a los supervivientes de esta región —asumió, su voz cargada de seriedad y determinación.

Sin perder tiempo, el Barón realizó un gesto con la mano, y un kanji se dibujó en su piel. Con un movimiento hábil, comenzó a abrir una grieta en la realidad para deshacerse del cuerpo.

—No sé si encontraremos personas en este sitio. Llevamos medio día aquí y lo único que encontramos son cadáveres —dijo Leona con pesar, su voz cargada de desesperación ante la desoladora escena que los rodeaba.

—¡Que no bajen esos ánimos, muchachos! Encontraremos supervivientes —exclamó Pumba con fervor, tratando de infundir esperanza en el grupo.

—Yo no estaría tan seguro. Lo mejor será cancelar las próximas brigadas y comenzar a levantar las góndolas. Nos vamos de este maldito cementerio —sugirió el Barón, su tono pragmático reflejando una decisión tomada.

Pumba, al borde de la desesperación, rogó con desesperación:

—Por favor, sonrisas… Necesito encontrar aunque sea a una persona.

El Barón, sin embargo, no pudo contener su furia.

—¡¿Sabes por qué te sientes así, verdad? Mako te lo advirtió, maldito simio mononeuronal. Nunca piensas en lo que haces… Te daré el gusto, pero tienes hasta el anochecer. Volveremos al volador por provisiones y luego estarás solo! —gritó, su voz resonando con furia contenida.

Pumba, abatido, solo pudo responder con resignación:

—Está bien, Barón. Gracias.