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VEINTISÉIS

El aire era caliente, y despedía un olor a humo, a veces a hierba seca quemada, otras, a cigarrillo. Led no lo resistió, por esa razón inhalaba a través de la boca, para ahorrarle el sufrimiento a su nariz, sin embargo, aquello le volvía la garganta como un trozo de hoja seca.

—Por cierto, ¿dónde está Spencer? —indagó Led con suma curiosidad. Sus brazos rodeaban con fuerza el torso de Rakso, mientras surcaban los cielos infernales.

—Decidí dejarlo en Nueva York —declaró el demonio de la envidia, con la vista clavada al frente. Led atisbó un halo de culpa en la mirada de Blizzt… Algo había sucedido—. Estará más seguro allá. Rakso debió hacer lo mismo contigo. El Seol no es para alguien como tú.

—Tienes razón, pero Rakso y yo somos un equipo —dijo Led, desde la seguridad de los brazos de su compañero—. Comenzamos esto juntos y lo terminaremos juntos.

—Deja de vanagloriarte, mestizo. Sólo lo hacen por el pacto que los une.

—Vaya manera de asesinar la hermandad —soltó Led con un deje de fastidio.

—Nos estamos acercando —advirtió Rakso.

La ciudad comenzaba a coger forma, parecía erigirse sobre un trozo de tierra flotante. Los rascacielos se alzaban entre las nubes, amenazantes, como si desearan devorar a cualquiera que volara cerca de ellos. Las fachadas de cristal reflejaban el sol moribundo y la enorme muralla que resguardaba todo el perímetro.

Los demonios descendieron en picada, y Led aguantó la respiración para contener el grito. Podía sentir como su estómago subía y bajaba con cada maniobra efectuada por Rakso. En silencio, aterrizaron junto a uno de los torreones de vigilancia, el cual parecía abandonado.

—¿Por qué no vuelan sobre ellas? —preguntó el joven, admirando el enorme muro de piedra que se alzaba al igual que un edificio de diez pisos.

—Una salvaguarda rodea a toda la ciudad —explicó Blizzt, asomando un ojo desde la esquina; no había guardias custodiando la entrada—. Si intentamos atravesarla, nos freirá.

—Parece que no hay nadie vigilando —señaló Rakso.

—No bajen la guardia —ordenó la mujer, enfilando la silenciosa marcha.

Una vez atravesadas las puertas, el ambiente se tornó un poco más frío y pesado. Led podía sentir un sinfín de energías demoniacas escociendo su piel.

Las calzadas de la ciudad se encontraban desiertas, y el eco de sus pisadas resonaban como algo lejano. Led deslizaba los ojos por todos lados, fascinado, y al mismo tiempo aterrado, ante las oscuras edificaciones que lo rodeaban: Apartamentos de estilo moderno, cafeterías demoniacas, tiendas de armas, de maleficios y muchas más. En una esquina, el cartel de una juguetería se mecía a causa del viento; en la vitrina, se exhibían algunos miembros humanos y animales, Led contuvo las ganas de vomitar, mientras que su contraparte demoniaca parecía disfrutar del recorrido desde su prisión.

‹‹Hermoso››, decía con regocijo.

—Está muy solo —repitió Rakso, escrutando el lugar con la guadaña en alto. Alzó la vista, y distinguió a un demonio observarlos desde la ventana de su departamento; en cuanto sus miradas se trabaron, el residente cerró la cortina—. Se han refugiado en sus hogares.

—Solamente los civiles —indicó Blizzt, devolviendo los chakram al cinto—. Los guerreros han de estar en el Tercer Cielo.

Con más tranquilidad, avanzaron por las calles de piedra hasta adentrarse en una enorme plaza de árboles secos. En el centro, una colosal llamarada bailaba con brío sobre una antorcha dorada de sus mismas dimensiones.

—El fuego de Babilonia —explicó Rakso, mientras rodeaban aquel monumento—. El fuego que es vertido sobre aquellos que rompen un pacto.

Y detrás de ella, se alzaba un majestuoso palacio erigido en la piedra más elegante y oscura que la naturaleza podía crear. Torreones en oro apuntaban al cielo, y todos ellos se conectaban entre sí por largas pasarelas cubiertas de espinas. La estructura era siniestra, y resaltaba entre la marea de edificios marrones que componían la ciudad. Un vórtice de nubes giraba en torno a la atalaya central, la cual se hallaba a una gran altura y fue señalada por Blizzt como el salón del trono. Un trueno rugió y, de entre las nubes, la forma de una calavera emergió para anunciar la muerte de los visitantes. 

Las puertas del palacio yacían abiertas de par a par, invitando a los desafiantes a entrar. Tras aspirar una bocanada de aire, atravesaron el umbral, y Led se tomó la molestia de estudiar cada detalle del lugar. Las antorchas adosadas a las piedras de ónix que revestían las columnas, y éstas, a su vez, se perdían en la infinita oscuridad que dominaba las alturas. Alfombras rojas, armaduras vacías y amenazantes en cada rincón, molduras en oro que daban vida a los sellos de los príncipes y, al fondo, una majestuosa pintura en óleo colgaba sobre la pared de un palco. En ella, los siete príncipes infernales posaban con gran felicidad…, una felicidad del pasado. Led distinguió a un Rakso sonriente en el centro de la obra, su brazo yacía sobre los hombros de un joven de cabello bronce y ojos grises.

‹‹Ese debe ser Eccles››, pensó. Aquella postura era intima, y no cabía duda que, en el pasado, los dos jóvenes habían sido grandes amigos, hermanos.

‹‹Una familia fracturada››, murmuró su contraparte celestial con dolor.

Entre las escaleras que conducían al palco, una cabina los aguardaba en absoluto silencio, brillante y elegante. Blizzt sonrió y no dudó en adentrarse a ella.

Led dudó que aquello fuera una buena idea, pero, al ver que Rakso imitaba a su hermana, decidió tragarse la opinión y apurar el paso. Las puertas se encontraron a sus espaldas, un leve temblor sacudió el compartimiento y el ascenso dio inicio en un agradable ronroneo.

‹‹Un ascensor››, advirtió Led, sorprendido ante la modernidad que le habían otorgado al palacio.

A medida que se acercaban a la cúspide, una melodía emprendió a taladrar los oídos de los ocupantes; era oscura, dramática, y parecía invitar a la muerte a recoger los cuerpos que dejaría una batalla. La música se hacía cada vez más fuerte, más clara… y al cabo de unos segundos, Led descubrió que provenía de un órgano.

La cabina se detuvo, y las puertas se abrieron con dramatismo para darles la bienvenida a un enorme pasillo alfombrado. El grupo avanzó y, con los demonios a la cabeza, subieron por la curvatura que describía una escalinata bordeada por antorchas.

Emergieron en una extensa terraza, donde el viento soplaba con fuerza, seco, como si arrastrara cientos de agujas. Una especie de capilla se alzaba diagonal a ellos, la abertura de sus puertas apuntaba hacia la ciudad. Uno a uno, subieron los peldaños y se permitieron contemplar la enorme estructura que se alzaba ante ellos: Un palacio sobre otro palacio.

El calor del exterior quedó en el olvido, ahora, las bajas temperaturas se imponían en aquella estancia que compartía las mismas características del vestíbulo de abajo. Las columnas de ónix se alzaban hasta perderse en las sombras de un techo abovedado. Al fondo del salón se encontraba el trono, moldeado en huesos, acero y piedra. Más atrás, el causante de aquella melodía fúnebre: un órgano tubular, el rey de los instrumentos. Y, sobre éste, colgando de las muñecas gracias a un par de cadenas, el fragmento de alma de Led Starcrash.

—¡Led! —llamó el mestizo.

El alma pareció escucharlo y abrió los ojos con debilidad.

—Vi-viniste…

La melodía culminó en una nota alta, larga y dramática.

Al silencio le siguió una risa cargada de veneno, luego un par de pisadas. Un joven emergió detrás del trono, posando sus ojos grises sobre cada uno de los visitantes. Sin dejar caer las comisuras de sus labios, alzó los brazos para darles la bienvenida.

—Nos volvemos a ver, hermanos.