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DOS

—Retomemos el tema de las pesadillas, ¿te parece? —propuso la doctora Sherman. Su voz era delicada, como si se tratara de una suave melodía que fue compuesta con el mayor de los cuidados—. Los sueños son la forma en que se expresa nuestro subconsciente. Deseos, miedos, inquietudes… En tu caso —prosiguió, revisando las notas de una de sus sesiones pasadas—, están relacionados con el trauma que viviste hace cuatro años.

Al otro lado del despacho, el metrónomo se balanceaba de un lado a otro sobre una de las tantas repisas que sobresalían de las paredes de color marfil; además de la doctora, era el único sonido que se escuchaba en aquella habitación. Led, en absoluto silencio, no apartaba la mirada de aquel aparato que, minuto a minuto, lo iba sacando de quicio.

La doctora suspiró ante la falta de respuesta de su paciente. Cerró los ojos y retiró sus anteojos para masajear los párpados.

‹‹Paciencia, Sara››, se dijo.

—La última vez que tocamos el tema, comentaste que en tus pesadillas podías verte atrapado en una especie de prisión, con demonios caminando de un lado a otro y… —continuó, buscando aquella anotación que había dejado plasmada en su libreta—… Citaré textualmente: ‹‹Uno de ellos vivía para torturarme››.

Alzó la mirada, y se encontró con la de Led clavada en ella. La miraba con firmeza, con esos preciosos ojos azules que volverían loco a cualquiera.

—¿Algo que decir al respecto?

El joven se levantó del sofá y, con grandes zancadas, se acercó al metrónomo para detener la danzante aguja con el dedo.

—Me estaba volviendo loco —dijo. Con sutileza, retiró el dedo y se lanzó una vez más al sofá.

—¿Te das cuenta que eso es lo único que has dicho desde que entraste por esa puerta? —comentó la doctora. Cerró su libreta y la depositó en la mesita frente a ella, junto con sus gafas—. No respondes a mis preguntas, te niegas a realizar las tareas que te pido. Sé que no quieres estar aquí, Led, pero puedo ayudarte, y para ello necesito que confíes en mí y te abras.

—Estoy cansado de todo esto —declaró sin miramientos—. Siempre es lo mismo y, con el debido respeto, usted no puede ayudarme con esto. El primer año fue excelente, pero ya no. Necesito otro tipo de terapia.

—La venganza no es la respuesta, Led.

—Para mí lo es —insistió él, con un deje de impaciencia en la voz.

—¿Por qué no dejas que la policía se encargue de eso? Es su trabajo…

—Cerraron el caso —contestó de forma tajante—. ¡Y ese infeliz aún sigue libre sin pagar por lo que me hizo!

—Entiendo que esta situación te moleste….

—¡Usted no entiende nada! —volvió a interrumpirla, está vez, exasperado—. Usted no ha experimentado esta situación en carne propia, salvo a través de sus pacientes —Silencio—. No sabe lo que es sufrir, lo que es cargar con esta cruz día y noche y revivirla cuando se va a la cama.

El silencio se hacía cada vez más asfixiante.

—No, no lo sabe. Eso pensé —dijo Led. No le importó que la doctora estuviera a punto de llorar.

La alarma sonó y el joven soltó un suspiro de alivio.

—Sesión terminada —advirtió—. Supongo que nos veremos el lunes —dijo, tomando la mochila y el maletín donde llevaba sus implementos de arte—. Sé que desea ayudarme, doctora Sherman, pero este es un caso que debo enfrentar por mi cuenta… Sólo yo puedo liberarme.

Justo cuando se disponía en abrir la puerta, la doctora lo detuvo al pronunciar:

—A mí no, pero sí a mi hija —La mujer yacía frente a la ventana, contemplando el molesto transito—. Tenía trece cuando sucedió… Tres años menos que tú… Tal vez no haya pasado por esa horrible situación —Se volvió, con los ojos enrojecidos por el dolor—, pero sí sé lo que es tener a un hijo que carga con esa cruz, sé lo que es lidiar con esas pesadillas y ver como la persona que más amas sufre por lo que pasó. Ayudé a mi hija a superar esa situación, y estoy segura de que puedo hacer lo mismo por ti.

Led bajó la cabeza, apenado por todo lo que había dicho. Su mano, cerrada en torno al pomo de la puerta, se suavizó.

—Lo… Lo siento —A veces olvidaba que él no era la única persona con problemas.

—Está bien. No pasa nada —La mano de la doctora se había posado sobre el hombro de su paciente—. Deberías irte —agregó, enjugando sus ojos con un delicado pañuelo con su nombre bordado en él—, se te hará tarde para tu clase de arte.

A toda velocidad, Led avanzó hasta la mesa que dormitaba entre los sofás, donde apoyó el maletín para abrirlo y extraer una de sus pinturas más recientes.

—Lo pinté anoche —dijo, entregándole el lienzo a la doctora—. Es esa pesadilla, la que mencionó al leer mis notas… La misma de todas las noches.

La mujer se tornó tan lívida como un cadáver cuando sus ojos digirieron la oscuridad que impregnaba aquella obra.

—Estoy seguro de que es él —señaló Led al demonio de su cuadro—. Pero no tengo la menor idea de por qué lo veo de esa forma en mis sueños… ¿Por qué no aparece su aspecto natural? Es decir, aun sé cómo es… Estoy seguro de que, si lo viera por la calle, lo reconocería.

—Tal vez es como realmente lo ves —La doctora se esforzaba al máximo para que su voz no temblara. Aquel retrato le había puesto los nervios de punta—, o, al menos, es así como tu subconsciente lo recuerda, como un abominable demonio, un ser lleno de maldad.

El joven se mordió el interior de su mejilla derecha; el tema lo asustaba hasta los huesos.

—¿Puedo quedármelo? —inquirió la mujer—. Se que te cuesta expresar lo que sientes por medio de las palabras, y lo entiendo. Pero una pintura puede decir más que un millón de palabras.

—¿Cree que pueda encontrar algo?

—Haré lo que pueda —Por más que lo intentara, era incapaz de apartar la mirada del lienzo.

—Entonces… ¿Nos vemos el lunes?

A duras penas, la doctora Sherman pudo despegarse del cuadro y dejarlo boca abajo sobre su escritorio. No podía entender el miedo que la dominaba. ¿Cómo era posible que una pintura la hiciera sentirse así?

—A la misma hora —corroboró ella, esforzándose por izar las comisuras de sus labios.

Led asintió y se despidió antes de cerrar la puerta. Debía apresurarse si deseaba llegar a tiempo a su clase.

Por otro lado, la doctora Sherman recostaba su espalda contra la puerta, mientras intentaba calmar los nervios con un sencillo ejercicio de respiración, no obstante, ahogó un gritito al percatarse de que la pintura de Led se hallaba en pie, apoyada en el monitor de su computador.

Su respiración se aceleraba, era como si aquel retrato le estuviera hablando.

Con cautela, y el puño sobre su pecho, se acercó a la pintura para contemplarla una vez más, a pesar del horror que le inspiraba.

Como le había dicho Led, el escenario era una caverna, al fondo podían verse los barrotes que la transformaban en una prisión y algunas figuras difusas asomadas entre ellos; en un rincón de la caverna, desnudo y con una expresión agonizante, estaba Led, y, sobre él, yacía un demonio de piel gris en una posición perturbadora; sus garras aprisionaban los brazos de la víctima.

De pronto, la mujer sintió como se iba comprimiendo su pecho. La respiración se le dificultaba, como si el aire comenzara a escasear. Cayó al suelo, procurando derribar un florero de cristal para que su asistente escuchara el escándalo y entrara a ayudarla.

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Con maletín en mano, Led se abría paso entre la multitud que atestaba las aceras del centro de Seattle. La temperatura parecía seguir descendiendo, por lo que había decidido vestir sus manos con un par de guantes que iban en conjunto con la bufanda tejida por su madre.

Su profesora le había comunicado por medio de un chat grupal que, por motivos personales, y que se le escapaban de sus manos, la clase debía reprogramarse para las cuatro de la tarde.

‹‹Es necesario que todos asistan, ya que debo hacer un anuncio muy importante››. Había escrito ‹‹muy importante›› con letras mayúsculas y en negritas para resaltar la gravedad del asunto. La curiosidad no dejaba de picotear a Led, pero la sosegaría pasando aquellas horas libres con su amiga Olivia Landcastle, quien, de seguro, lo esclavizaría como ayudante de cocina; no era que le molestara, ya que le gustaba aprender sobre el mundo gastronómico y, lo mejor de todo, era que podía compartir tiempo de calidad con ella.

Aquella mañana, el distrito de Belltown se encontraba teñido por una penumbra azulada y atestado de personas que iban abrigadas hasta las orejas y dibujando pequeños trazos de vapor con el aliento; sin descanso alguno, se dedicaban a visitar los comercios que se alzaban a todo lo largo de la Segunda Avenida. Los restaurantes, tan elegantes y cautivadores, eran los más concurridos por las familias y los grupos empresariales gracias a sus promociones de fin de semana.

Llegando a la intersección con Wall Street, Led divisó una elegante fachada de acero y cristal, con hermosas y espesas enredaderas trepando a los costados de la entrada. Un grupo de personas hacia fila para acceder, mientras que un enorme gorila de cabeza rapada mantenía el orden.

—Hola, Frank —saludó Led de forma amistosa.

El vigilante bajó sus gafas de sol.

—¿Cómo te va, Led? —sonrió—. La señorita Landcastle nos dijo que vendrías más temprano —Sin vacilar, le arrojó una tarjera blanca que Led atrapó sin problemas—. Automatizaron el acceso, esa es tu llave, así que no la pierdas.

El joven le agradeció y siguió su camino por la acera, hasta llegar a una pequeña puerta donde un lector aguardaba en silencio. Deslizó la tarjeta y el sonido de un clic le confirmó el acceso.

En el interior se podía respirar el ajetreo, pues, el restaurante estaba repleto de comensales y los empleados se esforzaban por prestar el mejor servicio que los mantenía como la cadena número uno de la ciudad.

Los padres adoptivos de Olivia eran los dueños de una enorme cadena de restaurantes gourmet que se extendía por todo el país; la comida era deliciosa y bastante costosa, pero eso no les importaba a los comensales, pues, sin importar que, era el restaurant de moda, ya que no paraban de innovar los platillos que ofrecían: una mezcla de estética y sabor.

En cuanto atravesó las puertas que daban a la cocina, una mano lo tomó de la muñeca para arrastrarlo contra un estante repleto de cacerolas y apartarlo de la ruta de un sujeto que pasaba cargando una pesada caja de vegetales.

—¡Hola, sexy! —lo saludó una muchacha de tez aceitunada y ojos enormes—. Al fin llegas. Ven, debes probar algo.

Y sin darle tiempo a que contestara, lo arrastró por los pasillos de la enorme cocina, esquivando cocineros, aseadores y cajas de alimentos. Aquel lugar era el templo de la muchacha.

—Parece que hoy están muy ocupados —advirtió Led, temeroso a estrellarse con alguien y ocasionar un verdadero desastre.

Se detuvieron junto a una fila de hornillas, donde el contenido de varias ollas burbujeaba al ritmo de trabajo de los empleados. Olía delicioso.

—Parece que toda la ciudad decidió venir a comer aquí —dijo Olivia, mientras tomaba una cucharilla y la sumergía en una de las ollas—. Estuve experimentando con algunas especias para hacer una nueva salsa —Le tendió la cucharilla. La salsa era de un rojo bastante vivo, y el aroma que desprendía hacía que la boca de Led se volviera agua—. Sopla.

El muchacho obedeció y sus papilas estallaron en el acto. Era como un espectáculo de fuegos artificiales.

—Siento que subí al cielo —confesó con gran placer, lo que le arrancó una sonrisa a su amiga.

Gracias a su padre, Olivia estudiaba para ser chef en una de las mejores escuelas de arte culinario de Seattle, desde muy pequeña mostró una gran pasión por la cocina. En las vacaciones, se dedicaba a trabajar en uno de los restaurantes de la familia para perfeccionarse en la profesión y ganar su propio dinero. Lo mejor de su empleo era que se encontraba bajo la tutela de un chef profesional que la evaluaba sin descanso, lo que le valía una mejora a sus técnicas; era bastante estricto, y Olivia lo tenía en su lista de amores platónicos, justo debajo del chef Gordon Ramsay.

—¿Puedo servirme un poco más? —preguntó Led.

—Pero lava el cubierto primero —le pidió Olivia—. Ten un poco de pan. Está recién hecho.

—¿Lo hiciste tu?

Una sonrisa fue su respuesta.

Acto seguido, Olivia le hizo una seña para que lo siguiera al comedor, mientras charlaban sobre los estrenos del cine y como Axel, un amigo de ambos, se estaba movilizando para conseguir entradas para cierta película de acción que morían por ver en su primera semana.

—Por cierto, ¿cómo te fue en la sesión de hoy? —preguntó con curiosidad, mientras pescaba los platos para servir el almuerzo de ambos.

Led no vaciló y le contó todo, desde su pesadilla hasta la dramática salida que había protagonizado con la doctora Sherman. Olivia lo escuchaba con atención, concentrada en cada una de las palabras que su amigo articulaba.

Led no podía evitar comparar a su amiga con la doctora. Era tan diferente. Con Olivia podía abrirse sin problemas, sabía que de ella no se escaparía ni una palabra, en cambio, con la doctora Sherman, quien era una profesional y había jurado no develar nada, era todo lo contrario. Al principio era sencillo hablarle sobre sus problemas, la experiencia que lo marcó y los terrores que lo visitaban durante la noche, pero después del primer año, algo cambió, era como si una extraña fuerza lo bloqueara.

—Lo importante es que pudiste vencer esa barrera y abrirte con ella —dijo Olivia en cuanto Led terminó de hablar. Ambos yacían sentados en una larga mesa, junto a una gran parte del personal—. Esa mujer quiere ayudarte, Led. Está muy pendiente de ti, y no todos los doctores son así —prosiguió, enrollando un poco de pasta en su cubierto—. Otro se habría aprovechado de la situación y no haría nada, salvo cobrar por las supuestas horas invertidas.

—Tienes razón —contestó Led, jugando con la salsa sobre su pasta. Dejó escapar un suspiro y masticó un bocado. La comida de Olivia siempre lo transportaba a un lugar donde nada malo podía suceder—. Amiga, debo insistir: Tienes que abrir tu propio restaurant.

—Ese es el plan —le aseguró, apuntándolo con el tenedor—. Y cuando sea muy reconocido, llevaré a cabo mi propio reality —La mirada de Olivia se tornó soñadora—. Ya me veo hundiendo la autoestima a mis concursantes —Suspiró, soñadora.

Led soltó una carcajada y tomó su copa a medio llenar por una merengada de chocolate.

—Brindo por eso —dijo, apartando la bufanda del cuello. El calor de la cocina comenzaba a afectarle.

Las luces titilaron, captando la atención de los presentes.

—Estamos de acuerdo de que fue un poco siniestro, ¿no? —soltó Olivia de forma burlona.

—Hablando de eso —El muchacho removió el bolsillo y extrajo su celular. Tras unos rápidos tecleos, lo depositó entre ellos, con una terrible imagen invadiendo la pantalla—. Ese es el cuadro.

Con seriedad, Olivia tomó el dispositivo y examinó la pintura. Podía sentir como su estómago se revolvía por el desagrado que le inspiraba aquella cosa sobre su amigo.

—Es fuerte —La voz de Olivia parecía estar a punto de romperse. Tomó un sorbo de su copa de vino y devolvió el teléfono. No sentía deseos de seguir viéndola—. ¿Pintar tus pesadillas te ayuda?

—Un poco. Es como si lograra recuperar una parte de mí, ¿sabes?… Como si esa parte estuviera atrapada en las sombras —concluyó, con los dientes apretados.

Las luces volvieron a titilar, y esta vez, uno de los bombillos estalló, ocasionando que algunos de los presentes gritarán por la conmoción. Olivia y Led se habían levantado de su asiento a causa del susto.

—Llamaré a alguien para que revise eso —advirtió Olivia, mientras Led recogía los platos de ambos—. Ya no tengo edad para sobrellevar estos sustos —se burló.

—Lo olvidaba —dijo Led de forma repentina—. Mi mamá me pidió que te recordara sobre el bazar.

—No lo he olvidado —le aseguró, dibujando su sonrisa de ‹‹ven, debes probar algo››. De seguida, lo tomó de la mano y lo condujo al área de pastelería, un lugar repleto por aromas dulzones y partículas flotantes de harina—. Deléitate con estas maravillas.

Y sin más que decir, descubrió un pequeño plato con dos hermosos cupcakes. Uno era de un intenso color rojo, y estaba decorado con diminutas flamas hechas de galletas azucaradas; el otro era de un precioso amarillo con detalles en rosa.

—Este es un cupcake de hot tamales —explicó Olivia con total orgullo, al momento en que le tendía el pastelillo rojo a Led—. Bizcocho de canela, relleno de caramelo y cubierto con ganache de canela. Te advierto que es muy picante —añadió con picardía.

Led detestaba lo picante, por lo que entró en un conflicto interno.

—Y este es de caramelos ácidos —continuó, tendiéndole el otro cupcake—. Bizcocho de limón, crema de limón en el relleno y cubierto con un glaseado de crema de mantequilla de vainilla.

Led probó el segundo, ya que los postres elaborados a base de limón eran sus favoritos.

—Te destacas —dijo con la boca llena—. Mi paladar lo aprueba.

—Esa es una frase muy extraña —se burló su amiga, mientras le acercaba el cupcake picante—. Es hora de que enfrentes tus miedos.

Led lo sujetó entre sus dedos, sin dejar de ver las flamas que lo decoraban.

—Con éste los haré bajar al infierno, y con el de limón subirán al cielo —dijo la muchacha entre risas—. Esos cristianos tendrán la experiencia completa.

—¿Tienes algún nombre para la combinación?

—Divino pecado.

—¿Debería preocuparme? —inquirió antes de darle un mordisco al cupcake infernal.

Olivia se mordió el labio en una expresión burlona.

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El Seattle Center era un enorme complejo destinado a las artes, la educación, el turismo y el entretenimiento, que se edificó al norte de Belltown para la Feria Mundial de 1962. Aquella noche, la señorita Madeline Weine, tras haber impartido la clase en uno de los espacios que le había proporcionado el director del centro, condujo a sus estudiantes a la International Fountain, la cual se localizaba en el centro del campus, para dar su tan importantísimo anuncio.

Los jóvenes, maravillados ante el espectáculo de luces y formas acuáticas que se desprendían de la estructura esferoidal, especulaban entre ellos sobre el anuncio que la señorita Weine se había guardado.

Entre el grupo de personas, Led escribía con desespero un mensaje de texto a su madre; había olvidado por completo avisarle acerca del cambio de planes de la mañana y que llegaría un poco tarde a casa.

—¿Escribiéndole a mami? —se burló una chica pecosa de rizos rojos. Sin inmutarse, le arrebató el celular de las manos y leyó el mensaje en voz alta, provocando que el resto del grupo riera.

—¿Acaso tienes quince años? —le reprochó Led, al momento en que recuperaba su teléfono—. Creí que habrías madurado después de nuestra graduación en el instituto.

La chica rodó los ojos y se apartó, mascullando algo sobre Led, quien aspiró un par de bocanadas de aire para recuperar la calma. Subió la capucha de su chaqueta y dirigió su atención a la señorita Weine.

—… y como nuestro periodo académico está llegando a su fin, he decidido cerrar con broche de oro —decía la mujer, haciendo énfasis en las palabras ‹‹broche de oro››. Sus manos se entrelazaron a la altura del pecho—. Tengo el placer de anunciarles que, junto al director del Seattle Center, he organizado una exposición de arte donde tendrán la oportunidad de exhibir su trabajo, no sólo al público general, sino a un importantísimo grupo de artistas reconocidos, directores de museos y galerías de arte.

Uno a uno, la emoción fue invadiendo a los jóvenes artistas. Gritos y risas se alzaban por encima de la música que acompañaba los patrones de agua que despedía la fuente y le otorgaban un aire de misticismo a la profesora.

El corazón de Led no dejaba de palpitar con fuerza. Aquella noticia lo había llenado de euforia, pues, una exhibición de esa magnitud conseguiría dar a conocer sus obras, una gran oportunidad para impulsar su carrera como artista y abrirse un espacio en aquel mundo tan competitivo.

—Cálmense, chicos, cálmense —instaba la señorita Weine. La emoción por la noticia había alborotado su rebaño y sería difícil recuperar el control con palabras, así que llevó dos dedos a los labios y soltó un silbido tan fuerte y molesto que hizo callar a sus alumnos—. Muy bien —prosiguió—, como les decía, contaremos con un jurado especializado que se dedicará a evaluar las obras que decidan exponer.

Los cuchicheos, en forma de interrogante, no tardaron en aparecer y extenderse como el fuego.

—¿Un jurado para qué?

—¿De qué está hablando?

—¿Por qué nos evaluarán?

—¿Acaso es un concurso?

—¿Habrá premios?

—El artista que se quede con el primer lugar —La voz de aquella mujer luchaba por contener un grito de emoción. Era la primera vez que se sentía una persona importante, con todas esas miradas sobre ella y a cargo de un grupo de jóvenes talentosos—, tendrá la oportunidad de contar con su propia exposición de arte en el Museo Metropolitano de Arte en Nueva York, además de un cheque por cinco mil dólares.

Los aplausos se extendieron por todo el recinto, y Led se preguntó cuántas amistades se acabarían al dar inicio la competencia.

La señorita Weine siguió proporcionando detalles del concurso, como la forma en que debían ir vestidos, la pulcritud del vocabulario, el lugar, la fecha y hora exacta.

Candace Mills, la chica de rizos rojos, alzó la mano para interrumpir a su profesora.

—¿Hay un límite de trabajos a presentar?

—El jurado recalcó que deben presentarse tres obras por persona —contestó la profesora, ajustando el suéter que vestía aquella noche—. Por lo tanto, asegúrense de escoger sus mejores trabajos.

Candace dejó escapar una risa socarrona.

—Todos mis trabajos son perfectos —Soltó un suspiro y acomodó el gorrito de lana sobre su cabellera rebelde—. Será difícil escoger.

Enseguida, deslizó su mirada de víbora al resto del grupo, dedicando más tiempo de lo normal a Led. Estaba segura de que el muchacho sería la verdadera competencia, ya que, a pesar de que sus obras causaran terror, eran muy buenas, y conseguían transmitir de una manera única los sentimientos del artista. La vena de su frente palpitó. No iba a permitirse un segundo lugar.

—¿Estás bien, amor? —le preguntó un muchacho con aspecto de futbolista—. Estoy seguro de que te quedarás con el primer lugar.

—Lo sé, pero Led Starcrash será un problema —comentó ella al encender un cigarrillo.

Candace y Jackson llevaban siendo una pareja estable desde la graduación del instituto; ella, una ex-animadora, era una artista en construcción, él, un universitario becado en una de las mejores universidades de Seattle. Led los detestaba, ya que ambos se encargaron de hacerle la vida miserable durante su paso por la secundaria. Ni en el peor de los escenarios se imaginó topándose con ellos en sus clases de arte y que seguirían atormentándolo. Aquello era como un retroceso en su vida.

—Tranquila —musitó, besando la pecosa mejilla de su novia. Despacio, alzó la vista y miró a Led como un depredador lo haría con su presa. Sus labios se curvaron hacia arriba en una forma maliciosa—. Yo me ocuparé de él.

En cuanto la señorita Weine dio por terminada la reunión, los alumnos emprendieron su marcha a casa. Algunos padres aguardaban frente al recinto, mientras que otros cogían un taxi o caminaban en manada a la Estación Central del Monorriel de Seattle, como era el caso de Led.

—Ni te molestes en participar, rarito —soltó Candace al chocar su hombro con el de Led.

Jackson le había dado un manotazo a sus pertenecías para arrojarlas al suelo.

—Hazle caso, si sabes lo que te conviene —le amenazó, con una mirada afilada, antes de desaparecer en la oscuridad.

Los puños de Led se cerraron con fuerza, al mismo tiempo que las luces a su alrededor titilaban. Existían momentos donde se imaginaba haciéndole pedazos la quijada a ese brabucón, mientras apagaba un par de cigarrillos en los ojos de Candace. Sacudió la cabeza para apartar esos pensamientos y se dispuso a recoger sus cosas.

Miró la hora en su móvil y palideció. Era tarde, y se había quedado atrás. Lanzó una maldición por lo bajo y, como pudo, guardó sus cosas en el maletín y echó a correr hacia la estación central.

Andar a solas a muy altas horas de la noche por las calles de Seattle no era muy seguro, y menos para un joven de veinte años que no sabía nada sobre las peleas.

Para su fortuna, la estación central se encontraba cerca del Seattle Center, así que el trayecto no sería tan largo, pero eso no fue motivo para que Led tomara ciertas precauciones, como poner su celular en silencio y esconderlo junto a su billetera en un bolsillo interno de la chaqueta; subió la cremallera hasta el cuello y ocultó su cabello azabache bajo la suavidad de la capucha.

De dos en dos, fue subiendo las escaleras hacia la estación, pero cuatro desconocidos, con el rostro oculto por máscaras de cerdo, le cerraron el paso. Led retrocedió un escalón, sujetando con fuerza el aza de su maletín y la correa de su mochila.

—¿Ibas a alguna parte? —preguntó uno de ellos.

La respuesta de Led fue inmediata. Sus piernas se abrían paso por el campus a una gran velocidad, mientras que los enmascarados le pisaban los talones con molestos ruidos de burla y desprecio. Por las chaquetas que llevaban, pudo deducir que se trataban de los compañeros de clase de Jackson; eran tan idiotas que ni se les ocurrió quitarse el uniforme del equipo de futbol.

El Seattle Center había quedado a sus espaldas, y por poco, un auto casi lo arrollaba mientras cruzaba la Quinta Avenida.

—¡Imbécil! —despotricó el conductor contra Led, junto con una señal bastante obscena.

Su cuerpo comenzaba a ceder ante el cansancio. No estaba acostumbrado a la intensidad física que exigía una carrera por salvar su vida.

‹‹Sí que estás fuera de forma, Led››, se riñó a sí mismo.

Necesitaba un escondite, y pronto. Sólo era cuestión de tiempo para que los brabucones lo alcanzaran y le hicieran quien sabe qué. La suerte le sonrió cuando avistó un edificio en estado de remodelación en la siguiente cuadra. Un lugar perfecto para refugiarse y reponer energías.

Aceleró el paso y se adentró en un callejón repleto de ductos improvisados, los trabajadores los usaban para arrojar los escombros que se generaban dentro del edificio.

—¡Se fue por allá! —prorrumpió uno de ellos. Sin duda, era Jackson—. Deprisa, que no se escape.

Las ventanas que componían aquella fachada se encontraban a una altura imposible de alcanzar para Led, sin embargo, para su suerte, divisó un viejo contenedor de basura por el cual podía trepar.

Con torpeza, consiguió llegar a la cima y romper el cristal de una ventana valiéndose de su maletín. No había tiempo para ser metódico, ni para limpiar los cristales rotos que salpicaron su chaqueta. Sin pensarlo, se arrojó al interior, el cual se encontraba cubierto por una terrorífica niebla de polvillo que amenazaba con trancar los pulmones del joven.

El piso, de madera y repleto de agujeros, rechinaba con cada uno de sus pasos. Parecía que en cualquier momento se desplomaría bajo sus pies. Necesitaba llegar al otro extremo y encontrar una salida.

—Te tengo, rarito.

Led se dio la vuelta y vio a Jackson retirarse la máscara. Su rostro estaba repleto de sudor y no paraba de relamerse los labios. Era como si deseara saborear el sufrimiento que estaba a punto de propinarle al mucho.

Jackson daba un paso, Led retrocedía uno, y el piso se quejaba cada vez más. Desde el exterior, Led podía escuchar a los compañeros del brabucón apoyarlo.

—Se acabó, Led. No tienes a donde huir.

—¿Por qué haces esto?

—Quiero asegurarme de que Candace gane la exhibición —reveló, como si aquello fuera razón suficiente.

—¿Golpeándome? —protestó fúrico.

—Ven aquí, rarito.

Jackson se lanzó contra Led, pero éste lo esquivó con habilidad y corrió hacia una ventana, pero su persecutor fue más rápido y logró derribarlo al piso con una tacleada en su espalda. A continuación, tomó una de las cortinas de plástico que colgaban a su lado y envolvió el rostro de su presa para sofocarlo y disfrutar de su desesperación.

Uno, dos, tres, cuatro golpes. El rostro de Led ardía, y el brebaje escarlata manaba de las heridas sin control. Mientras se retorcía para zafarse de las piernas de su captor, luchaba con todas sus fuerzas por contener las lágrimas, pues, no le daría ese gusto al perpetrador.

—Había olvidado lo que se sentía —expresó con satisfacción.

Jackson estuvo por dar el quinto golpe, pero el crujir de la estructura lo detuvo en el acto. Cauteloso, se levantó y examinó el abandonado entorno con la mirada.

Por otro lado, Led tosía y escupía sangre. La cabeza le daba vueltas y no paraba de tener náuseas. La rabia y la sed de venganza comenzaban a corroer el alma de Led. Estaba furioso con Jackson por la paliza que le había propinado, furioso con Candace por las crueles burlas hacia su persona, y consigo mismo, por ser tan cobarde y tan débil.

Poco a poco, las venas comenzaron a marcársele de forma grotesca en los puños, mientras que un espantoso dolor invadía su cabeza.

—Creo que debemos salir de aquí —advirtió Jackson, con la mirada clavada en una de las deterioradas vigas que sostenía al edificio e ignorando por completo los quejidos de Led.

—¿Eso crees? —dijo Led, aunque su voz se escuchaba diferente, sin rastro alguno de aquella inocencia que lo caracterizaba; era ponzoñosa, áspera y gruesa.

Un escalofrío recorrió por completo la espalda de Jackson. El miedo lo abrigó al distinguir una sombra acoplándose a la suya. Su sentido común le gritaba que corriera sin mirar hacia atrás, pero su cuerpo parecía no responder a ninguna de las órdenes.

—¿Led? —titubeó. El terror era tal, que había mojado sus pantalones.

—¿Sí, Jackson?

Flemático, se vio obligado a darse la vuelta con lentitud y palidecer al ver el rostro de Led, quien se arrojó sobre él al igual que lo haría una bestia hambrienta.

Afuera, el resto de la pandilla de Jackson sólo escuchó un espantoso grito y un rugido que los hizo huir de la escena, sin importarles el estado de su capitán.

Jackson cayó al piso, con Led a cuatro gatas sobre él. Sus brazos eran aprisionados por enormes garras; el cazador se había vuelto la presa.

—¿Qué sucede Jackson? —Las pupilas de Led se habían dilatado por todos sus ojos; era como ver un pozo de brea repleto de desesperación y sufrimiento.

Jackson no paraba de llorar y de pedir piedad.

—¿Piedad? —Led parecía ofendido.

De pronto, se escuchó una sinfonía de crujidos, Led miró a su alrededor y soltó una maldición en una lengua extraña al ver las grietas que se extendían a su alrededor.

El piso se abrió debajo de ellos, y ambos cayeron a una oscuridad absoluta, y gran parte de la edificación se fue con ellos, arrojando escombros y columnas de humo en todas las direcciones.