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La estancia estaba muy adentro del complejo secreto de la Sierra, tres pisos por debajo del nivel del suelo. Tenía unos quince metros de longitud, pero sólo la mitad de anchura. El techo era bajo, cubierto por un material esponjoso, guijarroso, de color crema y a prueba de ruidos, todo lo cual daba un curioso aspecto orgánico al lugar. Unos tubos fluorescentes arrojaban una luz fría encima de unos bancos de ordenadores y mesas repletas de periódicos, gráficos, expedientes, instrumentos científicos y dos tazas de café.
En medio de la pared occidental -una de las dos paredes más cortas-, enfrente de la entrada de la sala, había una ventana de dos metros de ancho y un metro de altura y que proporcionaba una vista de otra habitación, sólo la mitad de espaciosa que la primera. La ventana estaba construida tipo bocadillo: dos láminas de cristal de 25 cm de grueso a prueba de golpes rodeados de un espacio de otros 25 cm de anchura lleno de un gas inerte. Dos láminas de cristal parecido al hierro. Marcos de acero inoxidable. Cuatro sellos herméticos de caucho, uno alrededor de los rebordes de ambas caras de cada lámina de cristal. La ventana estaba diseñada para resistirlo todo, desde un disparo a un terremoto; virtualmente, era inviolable.
Dado que resultaba importante para los hombres que trabajaban en la sala grande tener una visión sin obstáculos de la cámara pequeña durante todo el tiempo, varias salidas en ángulo en el techo de ambas salas bañaban los dos cristales con un flujo constante de aire seco y cálido, una medida tomada para impedir el empañamiento y el vapor. En ese momento, el aire caliente no funcionaba. Tres cuartas partes de la ventana aparecían cubiertas de escarcha.
Dos personas, ambas vestidas con batas blancas de laboratorio, se encontraban en la sala más espaciosa. El doctor Carlton Dombey, un hombre de cabello rizado y poblado mostacho, se hallaba al lado de la ventana, avizorando a través de la escasa zona de cristal desprovista de escarcha. El doctor Aaron Zachariah, más joven que Dombey, recién afeitado, con el cabello liso y castaño, se hallaba inclinado sobre uno de los ordenadores, leyendo los datos que fluían en la pantalla del monitor.
-La temperatura ha bajado veinte grados durante el pasado minuto y medio -explicó Zachariah, preocupado-. No puede ser bueno para el chico.
-Las otras veces que ha ocurrido eso, no pareció importarle -replicó Dombey.
-Lo sé, pero...
-Échale un vistazo a sus constantes vitales.
Zachariah se acercó a otro banco de pantallas de ordenador, donde aparecían constantemente los latidos del corazón de Danny Evans, su presión sanguínea, temperatura corporal y actividad de las ondas cerebrales.
-Los latidos del corazón son normales, tal vez un poco más lentos que antes. La presión sanguínea está bien. La temperatura corpórea, sin cambios. Pero existe algo fuera de lo corriente en la lectura del encefalograma.
-Como ocurre siempre durante estas bajadas de temperatura -comentó Dombey-. Una rara actividad de las ondas cerebrales. Pero no existe ninguna otra indicación de que se encuentre incómodo.
-Si el frío continúa mucho rato, tendremos que entrar y trasladarle a otra cámara -dijo Zachariah.
-No hay ninguna otra disponible -terció Dombey-. Todas las demás están llenas de animales de laboratorio, con un experimento u otro.
-Pues entonces trasladaremos a los animales -porfió Zachariah-. El chico es mucho más importante. Aún necesitamos sacarle más datos.
-No habrá que trasladarle. Este frío no durará mucho -replicó Dombey, al tiempo que miraba hacia la habitación más pequeña donde el muchacho yacía inmóvil en una cama de hospital, bajo una sábana blanca y una manta amarilla, con toda clase de cables que vigilaban sus signos vitales-. Por lo menos, no duró mucho cuando sucedió la otra vez. La temperatura desciende de repente, se mantiene baja durante dos o tres minutos, nunca más de cinco, y luego vuelve a la temperatura normal.
-¿Y qué diablos ocurre con los mecánicos? ¿Cómo es que no solucionan el problema?
-Insisten en que el sistema funciona a la perfección -repuso Dombey-. Que no hay nada que esté estropeado. Por lo menos, eso es lo que ellos aseguran.
-¡Maldita sea, claro que ocurre algo con ellos!
Zachariah se apartó de las pantallas de ordenador, se acercó a la ventana y encontró un lugar de cristal limpio.
-Cuando esto empezó, hace un mes o dos, no era tan malo. Un cambio de sólo unos grados. Una vez por la noche. Jamás durante el día. Y nunca la suficiente variación como para amenazar la salud del niño. Pero los últimos cuatro días las cosas se han salido de madre. Una y otra vez, tenemos esas bajadas de veinte a treinta grados en la temperatura ambiente. ¡Y un pimiento, que no me digan que no hay avería!
-He oído que traerán el equipo que diseñó el sistema -explicó Dombey-. Esos tipos localizarán el problema en un abrir y cerrar de ojos. De todos modos, no sé de qué os preocupáis. Se supone que hacemos pruebas con el chico para su destrucción total, ¿no es eso? Entonces, ¿a qué viene preocuparnos por su salud?
-Seguramente no quieres decir eso -intervino Zachariah-. Cuando el niño muera finalmente, querremos estar seguros de que han sido las inyecciones las que lo han matado. Y si se ve sometido a muchas más de esas repentinas fluctuaciones de temperatura no estaremos jamás seguros de que no hayan contribuido a su muerte. Y no será una investigación limpia.
Dombey rió con acritud y se apartó de la ventana.
-¿Limpia? Todo este maldito asunto nunca ha sido algo limpio. Fue de lo más sucio desde el principio.
Zachariah se colocó delante de él.
-No hablaba acerca de la moralidad del asunto.
-Pues yo, sí.
-Sólo me refiero a niveles clínicos.
-Realmente, no creo que desee escuchar tus opiniones acerca de ninguno de ambos temas -replicó Dombey-. Me comenzará a doler la cabeza.
-Lo único que trato es de mostrarme consecuente -prosiguió Zachariah, casi escupiendo las palabras-. No puedes echarme la culpa de que el trabajo sea algo sucio. No tengo mucho que decir acerca de la política de investigaciones que rige por aquí.
-No tienes nada que decir al respecto -replicó Dombey, tajante-. Tampoco yo. Somos unos hombres que no pintamos mucho en este asunto. Y ésa es la razón de que nos adjudiquen los turnos de noche en una labor de «canguros» como ésta.
-Aunque yo fuese el encargado de realizar ese tipo de política -prosiguió Zachariah-, es probable que hiciera las mismas cosas que el doctor Tamaguchi. Él tiene que proseguir esta investigación. No le cupo otra elección sino comprometerse con esta instalación, una vez descubrimos que los malditos rusos se encontraban ya muy avanzados en esto. Y el asqueroso proyecto es cosa de los rusos, recuérdalo; sólo tratamos de no quedarnos rezagados. Si tienes que reprocharle a alguien el que te sientes culpable acerca de lo que realizamos aquí, échales la culpa a los rusos, no a mí.
-Lo sé, lo sé -replicó Dombey con aire cansado, mientras se pasaba una mano por su rizada mata de pelo-. Pero, de todos modos, me asustan. Si hay algún Gobierno en la Tierra que use un arma así, es la Unión Soviética. No tenemos otra elección que mantener el equilibrio de poder. De verdad, yo creo en eso. Pero, a veces, me pregunto... Mientras trabajamos con tanta dureza por mantenernos por delante de los soviéticos, ¿no estamos adquiriendo cada vez más sus características de autoritarismo? ¿No vamos convirtiéndonos en un Estado totalitario, aquello que, en realidad, más despreciamos?
-Tal vez.
-Pues yo creo que es cierto...
-¿Y qué otra elección tenemos?
-Supongo que ninguna.
-Mira... -exclamó Zacariah.
-¿Qué?
-La ventana se está aclarando. El calor debe de empezar de nuevo.
Los dos científicos se volvieron hacia el cristal y avizoraron la habitación de aislamiento.
El exangüe niño se removió. Volvió la cabeza hacia ellos y se les quedó mirando a través de los barrotes de su cama hospitalaria en la que yacía.
-Esos condenados ojos... -comentó Zachariah.
-Son penetrantes, ¿verdad?
-Esa manera de mirar... Me produce auténtico pavor. Hay algo... embrujado en esos ojos.
-Lo que pasa es que te sientes culpable -repuso Dombey.
-No. Es algo más que eso. Sus ojos parecen... tan extraños. No son los mismos de cuando llegó aquí, hace un año.
-Ahora hay dolor en ellos -repuso Dombey con tristeza-. Mucho dolor, y soledad...
-Es más que eso -le interrumpió Zachariah-. Se percibe algo en esos ojos que..., no existen palabras para describirlo.
Se apartó de la ventana y se inclinó sobre los ordenadores, con los que se encontraba a gusto y seguro.