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Tercera parte (24)

24

El juez Harold Kennebeck construía barcos dentro de botellas. Las paredes de su estudio estaban llenas de ejemplos de su violín de Ingres. Un pequeño modelo de una pinaza holandesa del siglo XVII navegaba perpetuamente a toda vela en una botellita de un azul pálido. Un velero, exquisitamente detallado, de cuatro palos llenaba por completo una jarra de diez litros. Había veleros de todos los tipos: un bergantín de cuatro mástiles, una carabela española del siglo xv, un buque mercante británico, un clíper de Baltimore, y docenas de barcos más, todos ellos creados con notable cuidado y pericia, muchos introducidos en botellas de formas raras, lo cual hacía su construcción de lo más laboriosa y asombrosa.

Kennebeck se detuvo al lado de una de sus cajas de exposición, y estudió los aparejos minuciosamente detallados de una fragata francesa de finales del siglo xvni. Mientras contemplaba el modelo, no pensaba en él sino en los acontecimientos que habían tenido lugar en el caso Evans. Sus navios, a escala, en sus mundos de cristal, le relajaban; le gustaba mirarlos cuando tenía un problema que resolver o si se encontraba a punto de derrumbarse, puesto que le hacían sentirse sereno, y esa serenidad permitía a su mente funcionar al máximo.

Cuando más pensaba al respecto, menos capaz era Kennebeck de creer que la mujer de Evans conociera la verdad acerca de su hijo. En el caso de que alguien del «Proyecto Pandora» le hubiese contado lo sucedido al autocar lleno de chicos, no hubiera reaccionado a las noticias de una forma ecuánime. Se hubiese asustado, aterrado..., y enfurecido al máximo. Era seguro que hubiera acudido directamente a la Policía, a los periódicos, o a ambos medios.

En vez de ello, recurrió a Elliot Stryker.

Y ahí era donde surgía la paradoja como en una caja de sorpresas. Por otra parte, se portaba como si no conociera la verdad. Pero, por otra, trabajaba con Stryker para conseguir la apertura de la tumba de su hijo, y eso parecía indicar que sabía algo.

De creer a Stryker, las motivaciones de la mujer resultaban bastante inocentes. Según el abogado, Mrs. Evans se sentía culpable por no haber tenido el coraje de ver el mutilado cuerpo del niño antes del entierro. Se sentía como si hubiese fallado en prestar sus últimos respetos al fallecido de una manera apropiada. Su culpabilidad había crecido de forma gradual hasta convertirse en un serio problema psicológico. Estaba muy turbada, y sufría de horribles pesadillas que se le presentaban cada noche. Ésa era la historia contada por Stryker.

Kennebeck tendía a creer al abogado. Allí existía un elemento de coincidencia, pero no toda coincidencia resultaba, por ello, significativa. Existe algo que uno tiende a olvidar cuando se pasaba jugándose la vida en el espionaje. Christina Evans, probablemente, no albergaba la menor duda acerca de la explicación oficial del accidente en la Sierra; era casi seguro que no sabía nada del «Pandora», ni eso tenía nada que ver con la solicitud del permiso de exhumación, pero el momento que había elegido no podía ser peor.

Sí, en realidad, la mujer no sabía nada de la cobertura, en ese caso, la Red podría haber empleado a su exmarido y al sistema legal para retrasar la reapertura de la tumba. En el entretanto, los agentes de la Red podrían haber localizado el cadáver de un muchacho, con el mismo grado de descomposición que el cuerpo de Danny hubiera tenido de haber estado encerrado en un ataúd durante todo un año. Podrían haber abierto la tumba en secreto, por la noche, cuando el cementerio estuviera cerrado, y cambiado los restos del falso Danny por las piedras metidas en el féretro. Luego, a aquella madre tan afectada por el dolor, le habrían permitido la posibilidad de echar una última y fantasmal mirada a los restos de su hijo. Aquélla hubiera sido una operación compleja, a la que afectaría el peligro de su descubrimiento, arriesgando una auténtica exposición de la existencia de la Red. Pero los riesgos habrían sido casi aceptables, y no se hubiera presentado la necesidad de tener que matar a nadie.

Por desgracia, George Alexander, el jefe de la oficina de la Red en Nevada, no poseía la paciencia ni la habilidad para hacer averiguaciones de las verdaderas motivaciones de aquella mujer. Había dado por supuesto lo peor, y actuado desde ese punto de vista. Cuando Kennebeck informó a Alexander de la petición de Elliot Stryker de una exhumación, el jefe de la oficina respondió de inmediato con extrema violencia. Planeó un suicidio para Stryker, una muerte en un accidente para la mujer y un ataque al corazón para el marido de Tina. Dos de aquellas tentativas de asesinato habían fracasado. Stryker y la mujer no aparecían por parte alguna. Ahora, la Red se encontraba metida en un profundo atolladero.

Cuando Kennebeck se apartó de la fragata francesa, mientras se Preguntaba si debía salirse de la Red antes de que ésta se hundiera encima de él, vio a George Alexander entrar en el estudio por la Puerta practicada en el pasillo del piso de abajo. El jefe de la oficina era un hombre delgado, elegante, de distinguido porte. Llevaba unos mocasines «Gucci», un traje muy costoso y una corbata de seda confeccionada a mano, así como un reloj «Cartier». Su bien cortado cabello castaño presentaba hebras plateadas en las sienes. Sus ojos eran verdes, claros y en alerta constante, y también algo amenazadores. Tenía un rostro bien formado, con altos pómulos, nariz recta y labios delgados. Cuando sonreía, la boca se le retorcía un poco hacia la comisura izquierda, lo que le proporcionaba una expresión más bien altiva, pero, en ese momento, no sonreía.

Kennebeck conocía a Alexander desde cinco años antes y le desagradó desde el mismo momento en que le conoció. Sospechaba que aquel sentimiento era mutuo.

Parte del antagonismo entre ellos estaba originado por el hecho de haber nacido en mundos muy diferentes, y estar ambos orgullosos de sus orígenes, tanto como desdeñosos de los de los demás. Harry Kennebeck procedía de una familia pobre y, según su propia estimación al menos, todo lo había conseguido merced a su esfuerzo, Alexander, por el contrario, era el retoño de una familia de Pensilvania, rica y poderosa durante casi ciento cincuenta años. Kennebeck se había alzado desde la pobreza, a fuerza de un duro trabajo y una férrea determinación. Alexander no sabía nada de lo que significaba el trabajo duro; había subido hasta la cima de su campo como si se tratase de un príncipe con derechos divinos para reinar.

A Kennebeck le irritaba también la hipocresía de Alexander. Toda aquella condenada familia era un hatajo de hipócritas. Los Alexander estaban orgullosos de sus antecedentes de servicios públicos. Muchos de ellos habían pertenecido a los séquitos de los presidentes y ocupado puestos de alto nivel en el Gobierno federal; unos cuantos sirvieron incluso en el gabinete del Presidente, aunque ninguno había sido designado para acceder a una posición electiva. Los famosos Alexander de Pensilvania habían permanecido siempre asociados, de una forma prominente, a la lucha por los derechos civiles de las minorías, combatido por la Enmienda de igualdad de derechos, en la cruzada contra la pena de muerte; habían sido políticos liberales e idealistas sociales de toda laya. Sin embargo, muchos miembros de la familia habían prestado servicios (en secreto, desde luego) en el FBI, en la CÍA y en varias otras Agencias del Servicio Secreto y de la Policía; a menudo, en las mismas organizaciones que ellos criticaban y rechazaban en público. Ahora, Alexander era el jefe de la oficina de Nevada de la primera fuerza de Policía secreta del país, y el hecho no gravaba con ningún peso su conciencia liberal.

La política de Kennebeck era de extrema derecha. Era un fascista redomado y no se avergonzaba lo más mínimo de ello. Cuando se había embarcado de joven en una carrera en los servicios de Inteligencia, Harry había quedado sorprendido al descubrir que no toda la gente de la rama del espionaje compartía sus puntos de vista ultraconservadores. Esperaba que sus colegas fuesen derechistas superpatriotas. Pero las oficinas estaban dirigidas también por unos cuantos liberales. Llegado el momento, Harry se percató de que la extrema izquierda y la extrema derecha compartían los mismos dos fines básicos: construir una sociedad más de orden de lo que fuese de por si y centralizar el control de la población a través de un Gobierno fuerte. Los izquierdistas y los derechistas diferían sólo en ciertos detalles, pero la única diferencia importante radicaba en la identidad de aquellos a quienes se permitiría formar parte de la clase privilegiada de los dirigentes, una vez el poder estuviera lo bastante centralizado.

«Por lo menos, yo soy honesto en mis motivaciones», pensó Kennebeck, mientras observaba a Alexander cruzar el estudio. «Mis opiniones públicas son las mismas que las que expreso en privado, y ésta es una virtud de la que él carece. Yo no soy un hipócrita. En esto no me parezco a Alexander. Jesús, él sí que es un pagado de sí mismo, un bastardo con dos caras como Jano.»

-Acabo de hablar con los hombres que vigilan la casa de Stryker -empezó Alexander-. Aún no ha aparecido por allí.

-Ya te dije que no regresaría -respondió Kennebeck.

-Más pronto o más tarde, volverá.

-No. No, hasta que esté completamente seguro de que está a salvo. Mientras tanto, seguirá escondido.

-En algún momento, puede acudir a la Policía también, y entonces le atraparemos.

-Si creyera en la posibilidad de recibir ayuda de los «polis», ya lo habría hecho -le contradijo Kennebeck-. Pero no ha aparecido. Ni lo hará.

Alexander miró su reloj.

-Pues también puede aparecer por aquí. Querrá hacerte un montón de preguntas.

-Oh, estoy del todo seguro de que así será. Quiere mi piel -replicó Kennebeck-. Pero no vendrá. Por lo menos, no esta noche. No durante mucho tiempo. Sabe que le esperamos. Conoce esta clase de juego. No olvides que él también lo practicaba.

-De esto hace ya mucho tiempo -contestó Alexander con impaciencia-. Lleva quince años de vida civil. Le falta práctica. Aunque en aquel tiempo fuese algo natural para él, no existen posibilidades de que siga tan astuto como entonces.

-Eso es, precisamente, lo que intento decirte -prosiguió Kennebeck, al tiempo que apartaba uno de sus mechones de cabello blanco de encima de la frente-. No hablamos de un estúpido. Elliot era el mejor y más brillante joven oficial que jamás haya servido bajo mis órdenes. Para él, aquello resultaba natural. Y eso que era joven y, relativamente, con muy poca experiencia. Si ha envejecido tan bien como parece haberlo hecho, aún será más fuerte y taimado que en aquellos tiempos.

Alexander no quería oír nada de aquello. A pesar del hecho de que dos de los tres asesinatos planeados hubieran fracasado, Alexander seguía aún muy seguro de sí mismo; estaba convencido de que, a la arga, acabaría por ganar.

«Ese Henry Kennebeck, siempre tan suficiente», pensó. «Por lo general, nunca existen razones para que se comporte de esta forma; si fuera consciente de sus propias limitaciones, probablemente le agobiaría su derrumbado ego.»

Alexander se acercó al macizo escritorio de madera de arce y se sentó detrás, en el sillón de orejas de Kennebeck. El juez le fulminó con la mirada.

Alexander fingió no percatarse del disgusto de Kennebeck.

-Encontraremos a Stryker y a la mujer antes de mañana. No tengo duda alguna al respecto. Estamos cubriendo todas las bases. Tenemos hombres comprobando hoteles y moteles...

-Cristo, eso es una pérdida de tiempo -prosiguió Kennebeck-. Elliot es demasiado listo para alojarse en un hotel y dar su verdadero nombre en el registro. Y, encima, hay más hoteles y moteles en Las Vegas que en cualquier otra ciudad del mundo.

-Soy muy consciente de la complejidad de esa tarea -contraatacó Alexander-. Pero tal vez tengamos suerte. Mientras tanto, también comprobamos a los socios de su gabinete jurídico, a sus amigos, a los amigos de la mujer, a cualquiera en cuyo domicilio hayan podido buscar refugio.

-No tienes personal suficiente para agotar todas esas posibilidades -dijo el juez-. ¿No lo comprendes? Deberías usar a tu gente con más juicio. Los estás dispersando demasiado. Lo que deberías hacer...

-El que toma las decisiones soy yo -le respondió Alexander con frialdad.

-¿Y qué me dices del aeropuerto?

-Ya se han cuidado de eso -replicó Alexander-. He mandado hombres a comprobar las listas de pasajeros de todos los vuelos.

Cogió un abrecartas de marfil y empezó a darle vueltas entre las manos.

-De todos modos, aunque nos hayamos dispersado mucho en esas áreas, tampoco importa demasiado. Ya sé dónde atraparemos a Stryker. Aquí. Exactamente en esta casa. Ésa es la razón de que yo mismo no me aleje demasiado. Oh, lo sé, lo sé..., no crees que aparezca. Pero hace mucho tiempo fuiste el mentor de Stryker, el hombre que velaba por él, de quien aprendía, y ahora le has traicionado. Vendrá aquí a enfrentarse contigo, aunque sepa que es arriesgado. Estoy seguro de que lo hará. Lo sé.

-¡Cristo! -exclamó Kennebeck con acritud-. Nuestra relación nunca fue así. Él...

-Conozco la naturaleza humana -afirmó Alexander, poniendo fin a la discusión.

Furioso, frustrado, Kennebeck se volvió de nuevo hacia la botella que contenía la fragata francesa. De repente, recordó algo importante acerca de Elliot Stryker.

-Ah... -exclamó.

Alexander alzó la vista de la cigarrera esmaltada que había estado contemplando.

-¿Qué ocurre?

-Elliot es piloto. Posee su propia avioneta.

Alexander frunció el ceño.

-¿Has comprobado los vuelos particulares que han salido del aeropuerto? -preguntó Kennebeck.

-No. Sólo las líneas aéreas regulares.

-Ah...

-Tiene que despegar en la oscuridad -replicó Alexander-. ¿Crees que posee licencia para vuelos con instrumentos? La mayoría de los pilotos que son hombres de negocios y los pilotos aficionados sólo tienen permisos para volar con luz de día.

-Será mejor que mantengas a tus hombres en el aeropuerto -le contradijo Kennebeck-. Ya sé lo que averiguarán. Me apuesto cien pavos contra diez centavos que Elliot ha salido de la ciudad delante de tus mismas narices.

El «Cessna Turbo Skylane RG» surcaba la oscuridad, a tres mil metros por encima del desierto de Nevada.

-¿Elliot?

-Eh...

-Siento haberte metido en todo esto.

-¿No te gusta mi compañía?

-Ya sabes lo que quiero decir. Lo siento de veras.

-Oye, tú no me has mezclado en esto. No me has retorcido el brazo. Prácticamente, me presté voluntario a ayudarte para la exhumación. Y todo empezó a partir de aquí. Tú no tienes la culpa.

-De todos modos..., ahora estás... huyendo para salvar la vida, y todo por mi culpa.

-Qué tonterías... No podías saber lo que iba a pasar después de que yo hablase con Kennebeck.

-No puedo dejar de sentirme culpable por haber complicado tu vida en esto.

-De no ser yo, habría sido cualquier otro abogado. Y tal vez no hubiera sabido cómo enfrentarse a Vince. En cuyo caso, tanto él como tú estaríais muertos. Si miras las cosas desde ese punto de vista, todo ha funcionado mejor de lo que cabía esperar.

-Tú eres, realmente, algo más -dijo ella.

-¿Y qué más soy?

-Montones de cosas.

-¿Como cuáles?

-Fabuloso.

-Ése no soy yo. ¿Qué más?

-Valiente.

-La bravura es una virtud de locos.

-Inteligente.

-No tanto como me creo que soy.

-Fuerte.

-Lloro si veo películas tristes. Verás, no soy tan grande como tú te crees.

-Cocinas...

-¡Oye, eso sí es verdad!

El «Cessna» alcanzó una bolsa de aire, cayó cien metros en un vertiginoso bandazo, y, a continuación volvió a su altitud correcta.

-Un gran cocinero, pero un pésimo piloto -comentó Tina.

-Eso no fue más que una turbulencia de Dios, quéjate a él.

-¿Cuándo aterrizaremos en Reno?

-Dentro de ochenta minutos.

George Alexander colgó el teléfono. Aún permanecía sentado en el sillón de orejas de Kennebeck.

-Stryker y la mujer despegaron del aeropuerto internacional McCarran hace más de dos horas. Lo hicieron en un «Cessna». Llenó un plan de vuelo para Flagstaff.

El juez dejó de pasear.

-¿Arizona?

-Es el único Flagstaff que conozco. Pero, ¿por qué diablos ir a Arizona entre tantos lugares posibles?

-Es probable que no sea así -replicó Kennebeck-. Me imagino que Elliot ha rellenado un falso plan de vuelo para apartarte de su pista.

No podía dejar de estar orgulloso de la inteligencia de Stryker.

-Si en realidad vuelan hacia Flagstaff -prosiguió Alexander-, ya tenían que haber aterrizado. Llamaré al encargado nocturno del aeropuerto, me haré pasar por alguien del FBI, a ver qué me cuenta.

Dado que la Red no existía de manera oficial, no podía emplear de forma abierta su autoridad para conseguir información. Como resultas de ello, los agentes de la Red, de una forma rutinaria, se hacían pasar por hombres del FBI, con credenciales falsas y nombres de agentes auténticos.

Mientras aguardaba a que Alexander acabara de hablar con el director nocturno del aeropuerto de Flagstaff, Kennebeck pasó de un modelo de barco a otro. Esa noche, su visión no parecía calmarle en absoluto.

Quince minutos después, Alexander colgaba el auricular.

-Stryker no está en el aeropuerto de Flagstaff. Y todavía no le han identificado en su espacio aéreo.

-Ah... Así que su plan de vuelo era falso...

-A menos que se haya estrellado por el camino -manifestó Alexander esperanzado.

Kennebeck hizo una mueca.

-No se ha estrellado. Pero, ¿adonde diantres habrá ido?

-Tal vez en la dirección opuesta -dijo Alexander-. Al Sur de California.

-Ah... ¿Los Ángeles?

-O Santa Bárbara. Burbank, Long Beach, Ontario, Orange Country... Hay bastantes aeropuertos dentro del radio de navegación de ese pequeño «Cessna».

Permanecieron silenciosos durante un momento hundidos en sus pensamientos. Luego, Kennebeck dijo:

-Reno. Ahí es adonde se dirigen: a Reno.

-Estabas muy seguro de que no sabían ni una palabra acerca de los laboratorios de la Sierra -replicó Alexander-. ¿Has cambiado de idea?

-No. Sigo creyendo que no debías haber emitido todas esas órdenes de asesinato -siguió Kennebeck-. Mira, no creo que vayan a las montañas. No saben dónde se encuentran los laboratorios. No conocen nada más acerca del «Proyecto Pandora», excepto lo que hayan averiguado por la lista de preguntas que le quitó a Vince Immelman.

-Entonces, ¿por qué Reno?

Sin dejar de pasear, Kennebeck prosiguió:

-Piensa un poco. Ahora que ya hemos intentado matarles, saben que la historia del accidente en la Sierra fue falseada por completo. Se imaginan que ha ocurrido algo malo con el cadáver del niño, algo raro que no podemos permitir que ellos vean. Por supuesto están el doble de ansiosos por verlo. Lo exhumarían, aunque fuera de forma ilegal, pero no pueden acercarse al cementerio, que mantenemos bajo vigilancia. Por lo tanto, al no poder abrir la tumba y ver por sí mismos lo que hicimos con Danny Evans, ¿qué recurso les queda? Pues el mejor posible: hablar con la persona que se supone fue la última en ver el cadáver del muchacho antes de que el ataúd fuera sellado. Y le pedirán que describa el estado del cuerpo con la máxima cantidad de detalles posibles.

-Richard Pannafin es el coroner de Reno. Él fue la persona que firmó el certificado de defunción -concluyó Alexander.

-No. No acudirán a Pannafin. Se imaginarán que está metido en la cobertura.

-Lo cual es cierto. Aunque a desgana.

-Por lo tanto, visitarán al de la funeraria, que se supone preparó e1 cadáver para el entierro.

-Bellicosti.

-¿Es ése su nombre?

-Luciano Bellicosti -respondió Alexander-. Pero si van allí entonces es que no huyen con el rabo entre piernas. ¡Dios mío, han pasado a la ofensiva...!

-Eso es fruto del adiestramiento recibido por Stryker en el Servicio de Inteligencia del Ejército -convino Kennebeck-. Y es, exactamente, lo que he estado tratando de decirte. No va a ser un objetivo fácil. Puede destruir la Red, si se le concede la menor oportunidad. Y resulta evidente que tampoco la mujer es de ésas que echan a correr o no se enfrenta con un problema. Debemos ir tras esos dos con mucho más cuidado que de ordinario. ¿Y qué me dices de ese Bellicosti? ¿mantendrá la boca cerrada?

-No lo sé -replicó Alexander, incómodo-. Aunque le tenemos cogido. Es un inmigrante italiano. Vivió aquí durante ocho o nueve años, antes de que se decidiera a pedir la ciudadanía. Aún no había arreglado todos los documentos cuando buscábamos alguien de la funeraria que se mostrase cooperativo. Conseguimos detener su instancia en la Oficina de Inmigración, y le amenazamos con la deportación si no hacía lo que le pedíamos. Y no le gustó. Pero la ciudadanía es una zanahoria lo bastante grande como para mantenerle motivado. Sin embargo... No sé si podremos confiar durante mucho tiempo en el efecto de esa zanahoria.

-Pues es algo muy importante -dijo Kennebeck-. Y me da la impresión de que sabe demasiadas cosas de lo nuestro.

-Desde luego -convino Alexander-. Tendremos que eliminarle. Y me parece que también al coroner.

Alargó la mano hacia el teléfono.

-No tomes esas decisiones tan drásticas hasta que sepas de manera positiva que Stryker se dirige a Reno. Y no lo sabrás con seguridad en tanto no aterrice allí.

Alexander titubeó con la mano encima del teléfono.

-Si espero, le daré una oportunidad que vaya un paso por delante de mí.

Se mordió el labio durante un momento y luego continuó:

-Existe un medio de averiguar si se encamina a Reno. Cuando llegue allí, necesitará un coche. Tal vez haya dispuesto ya que uno esté esperándole. Llamaré al centro de la ciudad y pediré a la oficina de comunicaciones que compruebe todas las agencias de alquiler de coches en el aeropuerto de Reno, alguien que haya encargado un coche para últimas horas de la noche. La mayor parte estarán cerradas, por lo que será una pista fácil de seguir.

-Buena idea -se mostró favorable Kennebeck, aunque odiaba admitirlo.

Diez minutos después, la oficina de comunicaciones les llamaba con su informe. Elliot Stryker tenía un coche reservado para recogerlo de «Avis» a altas horas de la noche, en el aeropuerto de Reno; estaba previsto que se hiciese cargo del vehículo poco después de medianoche.

-Éste ha sido un fallo por su parte -manifestó Kennebeck-, teniendo en cuenta lo inteligente que se ha mostrado hasta ahora.

-Se imagina que le buscamos en Arizona, y no en Reno.

-Sigue siendo un fallo -comentó Kennebeck, decepcionado-. Tendría que haber previsto una doble pista para protegerse.

-Pues coincide con lo que yo digo -sonrió Alexander-. Que no es tan agudo como solía.

-No hagamos el cuento de la lechera -le interrumpió Kennebeck-. Aún no le hemos atrapado.

-Pero lo haremos -repuso Alexander, al que le había vuelto su habitual compostura-. Nuestra gente de Reno habrá de moverse de prisa, pero se las arreglarán. No creo que sea una buena idea eliminar a Stryker y a la mujer en un lugar público, como el aeropuerto. Ni siquiera creo que debamos ponerle un perseguidor en cuanto lleguen. Stryker lo comprobará antes que nada; tal vez eluda a los que le sigan y luego se oculte.

-Manipula el coche de «Avis» que le aguarda. Ponle un emisor. Así les seguirán sin que les vea.

-Lo intentaremos -contestó Alexander-. Tenemos menos de una hora, por lo que quizá no lleguemos a tiempo. Pero aunque no pongamos ese chivato en el coche, la cosa no tendrá mayor importancia. Sabemos exactamente dónde se dirigen. Eliminaremos a Bellicosti y les tenderemos una trampa en la funeraria.

Alzó el auricular del teléfono y marcó el número de la oficina de Red en Reno.