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Willis Bruckster estudiaba su boleto de keno, y lo comparaba con las series de números ganadores que empezaban a destellar en el tablero electrónico suspendido del techo del casino. Intentó parecer interesado por completo en el resultado de su juego, pero, en realidad, no le importaba. El boleto marcado que tenía en la mano carecía de valor; lo había pedido en la ventanilla de apuestas, y no servía para ese juego. Empleaba el keno como tapadera. No deseaba atraer la atención de los omnipresentes agentes de seguridad del casino, y la forma más sencilla de pasar inadvertido era tener el aspecto del jugador más inofensivo presente en aquella gran sala. Con esto in mente, Bruckster vestía un traje barato, mocasines verde oscuro y calcetines blancos; tenía un par de libros de los cupones de descuento que los casinos emplean para atraer a la casa a los jugadores de máquinas tragaperras; también llevaba una cámara colgada del cuello con una correa; y jugaba al keno, un juego que no presentaba ningún atractivo ni para los jugadores listos ni para los tramposos, las clases de clientes que más preocupaban a los hombres del servicio de seguridad. Bruckster estaba tan seguro de que su aspecto era de lo más corriente, que no le hubiera sorprendido que algún guardia del servicio de seguridad le hubiese mirado y luego bostezado.
Estaba determinado a no fracasar en esa misión. Era algo que podía consolidar una carrera o arruinarla. La Red quería eliminar a alguien que presionaba para conseguir la exhumación del cuerpo de Danny. Y lo querían con toda su alma. Era una auténtica situación de emergencia. El jefe de la oficina de la Red en Nevada sudaba de angustia porque todos los ojos del cuartel general en Washington estaban fijos en él. Los agentes de la Red encargados de Elliot Stryker y Christina Evans habían fracasado en el cumplimiento de la orden de asesinato, y su ineptitud le daba a Willis Bruckster una oportunidad de brillar. Si conseguía un éxito claro allí, en el atestado casino, tendría su ascenso asegurado.
Bruckster estaba de pie, en el final de la escalera mecánica que llevaba desde la galería comercial inferior hasta el nivel del casino, en el «MGM Grand Hotel». Durante sus periódicos descansos de las mesas de juego, con los cuellos rígidos, hombros doloridos y brazos cansados, los crupieres se retiraban a una combinación de sala y vestuario con taquillas, en la parte de arriba, a la izquierda de la escalera mecánica. Un grupo de ellos había ido allí hacía ya un buen rato y regresaría pronto para sü última parte de la jornada en las mesas, antes de que otro grupo de personal llegara para efectuar el cambio de turno.
Bruckster aguardaba a uno de esos crupieres: Michael Evans.
No había esperado encontrar al hombre en su puesto de trabajo. Creía más bien que Evans estaría de guardia en la casa demolida, mientras los bomberos buscaban entre los humeantes escombros los restos de la mujer que pensaban se hallaba sepultada bajo éstos. Pero cuando Bruckster entró en el casino, treinta minutos antes, Evans charlaba con los jugadores, gastaba bromas y sonreía como si en su vida reciente no hubiese ocurrido nada de importancia. Tal vez no estaba enterado de la explosión ocurrida en su antigua casa. O quizá lo sabía y le importaba un comino la suerte corrida por su exesposa. Debía haber llevado a cabo un divorcio no amistoso.
Bruckster no pudo acercarse a Evans cuando el crupier abandonó el pozo del blackjack, al comienzo de su descanso. Se había instalado en la cabecera de la escalera mecánica, y fingía interesarse por el tablero del keno. Pretendía atrapar a Evans cuando el hombre regresara de la sala de descanso, al cabo de un par de minutos.
El último de los números destelló en el tablero. Willis Bruckster se los quedó mirando, luego arrojó la tarjeta del juego, en una obvia exhibición de decepción y desagrado, como si hubiera perdido unos dólares que le resultaban muy difíciles de ganar.
Miró la escalera. Los crupieres, con pantalones negros, camisas blancas y corbatas de rayitas marrones, empezaban a bajar.
Bruckster se apartó de la escalera y desplegó su tarjeta del kerio Comenzó a compararla de nuevo con los números del tablero electrónico como si rogara por que se hubiera cometido un error la primera vez.
Michael Evans fue el séptimo crupier en salir de la escalera mecánica. Era un tipo guaperas de andares despreocupados. Se detuvo para decirle algo a una bonita camarera del servicio de cóctel, y ella le sonrió. Los otros crupieres continuaron su camino y, cuando Michael Evas se separó de la muchacha al fin, era el último de la procesión que avanzaba hacia las mesas de blackjack.
Bruckster se puso al lado, algo detrás de su objetivo mientras se unían a la hirviente multitud del atestado gran casino. Metió una mano en un bolsillo de su traje y sacó un botecito de aerosol. El bote era sólo un poco mayor que uno de los inhaladores nasales que se emplean para refrescar el aliento, lo bastante pequeño como para que pudiera ocultarlo en la palma de la mano.
Llegaron a un punto en que tuvieron que detenerse ante una nueva afluencia de público alborotador. En aquel alegre grupo nadie pareció percatarse de que estaban obstruyendo el pasillo principal. Bruckster tomó ventaja de aquella detención para dar un golpecito a su presa en el hombro.
Evans se volvió hacia él.
Bruckster le sonrió.
-Me parece que se le ha caído esto -dijo.
Mantuvo la mano a menos de cincuenta centímetros de los ojos de Michael, para que el crupier se viera forzado a mirar hacia abajo y ver de qué se trataba.
El fino rociamiento le alcanzó directamente en el rostro, entre la nariz y los labios, y le penetró suave y a fondo en las ventanillas de la nariz. Perfecto.
Evans reaccionó como cualquiera hubiera hecho. Jadeó, sorprendido, al percatarse de que le estaban echando agua.
El jadeo le hizo aspirar por la nariz la mortífera nebulización, y el activo veneno fue absorbido por las membranas sinoviales con increíble velocidad, y, en dos segundos, se encontraba ya en el torrente sanguíneo de Evans y le llegó al corazón.
La mirada de sorpresa de Evans se convirtió en conmoción; luego, en una horrible y retorcida expresión de agonía, cuando un dolor brutal se extendió por todo su cuerpo. Unas náuseas le acometieron y un hilillo de espumosa saliva salió por las comisuras de su boca y le rodó por el mentón. Sus ojos se le encabritaron en sus cuencas. Después Michael se derrumbó.
Mientras Bruckster se metía en el bolsillo el artefacto de aquel aerosol en miniatura, exclamó:
-¡Aquí hay un hombre enfermo!
Las cabezas se volvieron hacia él.
-Dejen espacio a este hombre -siguió Bruckster-. Por el amor de píos, hay que buscar un médico...
Nadie había visto el asesinato. Se había cometido en un espacio protegido dentro de la muchedumbre, oculto entre los cuerpos del asesino y su víctima. Aunque alguien hubiera estado mirando, no habrían tenido mucho que ver.
Bruckster se arrodilló en seguida al lado de Michael Evans y le tomó el pulso. No se percibía latido cardíaco, en absoluto, ni siquiera el más leve.
Una fina película de rocío cubría la nariz de la víctima, así como los labios y la barbilla, pero sólo constituía el inofensivo líquido en que estaba suspendido el activo veneno. Éste, en sí, ya se había evaporado. La disolución se evaporaría también, en algunos segundos más, por lo que no quedaría nada que suscitara las sospechas de un médico.
Un guardia de seguridad uniformado se abrió paso con los codos por entre la multitud de curiosos que se arracimaba cerca de Bruckster.
-¿Qué ha sucedido?
-A mí me parece que se trata de un ataque al corazón -comentó Bruckster.
-¿Le conoce?
-Nunca le había visto hasta ahora.
El guardia trató de encontrar el pulso, pero no pudo. Comenzó un tratamiento de respiración forzada, pero, al cabo de un par de minutos, desistió.
-Creo que no hay nada que hacer -comentó.
-Eso parece -convino Bruckster, forzando una nota de tristeza en la voz.
-Ataque al corazón, como usted dijo.
-Eso pensaba -replicó Bruckster.
El veneno resultaba imposible de rastrear. El médico del hotel diagnosticaría un ataque cardíaco cuando reconociera el cadáver. Y lo mismo haría el coroner. Extendería el certificado de defunción.
Un asesinato perfecto.
Willis Bruckster tuvo que reprimir una sonrisa.