18
Tina dejó al hombre de la compañía del gas en el garaje y regresó al cuarto de Danny. Sacó de la caja el libro de cómics y se sentó en el borde de la cama, en la faja de cobreada luz solar que caía como una lluvia de monedas a través de la ventana.
La revista contenía media docena de historias ilustradas de terror. Aquélla de la que habían extraído el dibujo para la portada constaba de dieciséis páginas. En unas letras que se suponía debían tener el aspecto de haberlas formado con raídas mortajas, el artista había distribuido el título en la parte superior de la primera página, por encima de una sombría y bien detallada escena en la que aparecía una tumba empapada bajo la lluvia. Tina miró aquellas palabras con desmayada incredulidad.
EL MUCHACHO QUE NO ESTABA MUERTO Pensó en las palabras de la pizarra y de los impresos del ordenador: NO ESTOY MUERTO, NO ESTOY MUERTO, NO ESTOY MUERTO...
Las manos empezaron a temblarle. Tuvo problemas para sujetar la revista con la fuerza suficiente para poder leerla.
La historia se desarrollaba a mediados del siglo XIX, cuando la visión que tenía un médico de la delgada línea que separaba la vida de la muerte resultaba borrosa a menudo. Era el relato de un muchacho, Kevin, que se precipitó al suelo desde un tejado y se dio un mal golpe en la cabeza, cayendo a continuación en un coma profundo. Los signos vitales del chico resultaron indetectables para la tecnología médica, tal y como estaba establecida en aquella época. El doctor le declaró muerto, y sus dolientes padres tuvieron que enterrar a Kevin. Se trataba de una época en que no se enbalsamaba a los cadáveres, cuando no se hacía nada (o no se podía hacer) para preservarles ni durante un corto período de tiempo; por lo tanto, resultaba posible que el muchacho fuese enterrado cuando aún seguía con vida. Los padres de Kevin se marcharon de la ciudad inmediatamente después del funeral, en un intento de pasar un mes en su casa de verano, donde se verían libres de la presión de los negocios y de los deberes sociales, el sitio idóneo para que el dolor por la muerte de su hijo se mitigara. Pero la primera noche en la casa de verano, la madre tuvo una visión en la que se veía a Kevin enterrado vivo, y llamándola. La visión resultó tan vívida, tan perturbadora, que ella y su marido decidieron volver a la ciudad a toda prisa, aquella misma noche, para conseguir que abrieran la tumba al amanecer. Pero la Muerte decidió que Kevin le perteneciera porque ya se había celebrado el funeral, y porque habían cerrado la tumba. La Muerte estaba decidida a que los padres no llegasen junto a la tumba a tiempo de salvar a su hijo. La mayor parte de la historia trataba de los intentos de la Muerte por detener a la madre y al padre en su viaje nocturno; fueron asaltados por toda clase de formas de muertos vivientes, por todo tipo de cadáveres y vampiros, fantasmas y zombis; pero los padres triunfaron. Llegaron al lado de la tumba al amanecer, hicieron que la abrieran y encontraron a su hijo vivo, salido ya del coma. La última viñeta del libro de cómics mostraba a los padres y a su hijo saliendo del cementerio, mientras la Muerte observaba cómo se alejaban. La Muerte decía: «Sólo se trata de una victoria temporal. Tarde o temprano, seréis míos. Regresaréis algún día. Y os estaré esperando.»
Tina se sintió débil y con la boca seca.
No supo qué hacer con aquella maldita publicación.
No era más que un tonto libro de cómics, una absurda historia de terror. Sin embargo..., parecía existir cierto paralelismo entre aquella burda historia y lo espantoso de su vida en los últimos tiempos.
Dejó la revista a un lado y la tapó, para no tener que ver la mirada de los agusanados y rojos ojos de la Muerte.
El muchacho que no estaba muerto.
Resultaba extraño.
Había soñado en que Danny había sido enterrado vivo. En su sueño, incorporó un maléfico tipo extraído de una revista de cómics de terror, que pertenecía a la colección de Danny. La historia principal de aquel número trataba de un muchacho, aproximadamente de la edad de Danny, que había sido declarado erróneamente muerto, luego enterrado vivo y, finalmente, exhumado.
¿Una coincidencia?
No. Eran demasiadas cosas para tratarse de una coincidencia.
Tina se notó extraña; sintió como si su pesadilla no hubiera procedido de su interior, sino de fuera, como si alguna persona o fuerza hubiese proyectado el drama de su mente, en un esfuerzo por...
¿Por qué...?
¿Para decirle que Danny había sido enterrado vivo?
Eso resultaba imposible. No podía haber sido enterrado vivo. El chico había quedado destrozado, quemado, congelado, horriblemente mutilado, muerto más allá de la menor sombra de una duda. Aquello era lo que tanto las autoridades como los médicos forenses le habían dicho. Además, ya no estaban en el siglo XIX; en la actualidad, los médicos detectaban incluso el menor latido del corazón, la respiración más débil, los más tenues signos de actividad de las ondas cerebrales.
Danny estaba muerto. Ya lo estaba cuando fue enterrado.
Y si, en una probabilidad de una contra un millón, el niño estaba vivo al enterrarle, ¿por qué iba a esperar todo un año para que ella tuviese, al fin, una visión del mundo del espíritu, o cualquier otro tipo de experiencias de clarividencia a que estuviese recurriendo?
Este último pensamiento la asombró. ¿El mundo del espíritu? ¿Visiones? ¿Experiencias de clarividencia? Ella no creía en nada de todas aquellas cosas psíquicas y sobrenaturales. Por lo menos, siempre había pensado que no creía en ellas. Sin embargo, ahora estaba considerando seriamente la posibilidad de que sus sueños tuvieran un significado tremebundo, propio de otro mundo. Era algo que resultaba propio de charlatanes. Un desatino. Las raíces de todos los sueños se encuentran en la serie de experiencias guardadas en el inconsciente; los sueños no se enviaban como telegramas etéreos de los espíritus, los dioses o los demonios. Su súbita credibilidad la desanimó y la alarmó, puesto que ello indicaba que su decisión de que se exhumase el cuerpo de Danny no iba a tener el efecto estabilizador sobre sus emociones que había confiado que tendría.
Tina se levantó de la cama, se acercó a la ventana y miró a la tranquila calle, a las palmeras, a los olivos.
«Tengo que concentrarme sólo en los hechos duros y escuetos», se dijo con firmeza. «Tengo que conseguir disipar toda esta locura acerca de que los sueños me los ha enviado alguna fuerza anterior Ha sido mi sueño, algo de mi invención. Por lo tanto, teniendo esto en mente, he de considerar las explicaciones posibles para los parecidos entre mi pesadilla y la historieta de la revista de cómics de terror de Danny.»
Como podía comprender, sólo existía una explicación racional Debía de haber visto la grotesca figura de la Muerte en la cubierta de la revista cuando Danny llevó aquel número a casa tras comprarlo en el quiosco.
Pero sabía que no había sido así.
Y aunque hubiera visto antes aquella ilustración en color, sabía condenadamente bien que no había leído la historia de El muchacho que no estaba muerto. Sólo dos de las revistas compradas por Danny habían sido ojeadas por ella, las primeras dos, cuando trató de hacerse una idea respecto de si aquel material fuera de lo corriente podría tener efectos perjudiciales en él. Según la fecha de la cubierta sabía que el número que contenía El muchacho que no estaba muerto no podía ser ninguno de los dos primeros ejemplares de la colección de Danny. Habían sido publicados algo más de dos años atrás, mucho después de que ella decidiese que los cómics de terror eran inofensivos.
Estaba de nuevo donde comenzara.
Su sueño parecía diseñado en torno de las páginas de la historia ilustrada de terror. Aquello parecía indiscutible.
Pero no había leído el relato hasta hacía unos momentos. Y aquello era un hecho.
¡Maldita sea!
Enfadada consigo misma por su falta de habilidad para resolver aquel rompecabezas, frustrada, se apartó de la ventana. Se acercó a la cama para echar otro vistazo a la revista que había dejado allí.
El operario de la compañía del gas la llamó desde delante de la casa, lo cual asustó a Tina.
Aguardaba en la puerta de entrada.
-He terminado -anunció-. Sólo quería que supiese que me iba, para que cerrase la puerta.
-¿Todo está bien?
-Sí... Claro... -respondió él-. Todo se encuentra a la perfección. Si existe algún escape de gas en la vecindad, será en cualquier otro sitio menos en su propiedad.
Tina le dio las gracias, y él contestó que sólo realizaba su trabajo; después se desearon mutuamente un buen día. Tina cerró la puerta en cuanto él salió. Regreso al cuarto de Danny y cogió la revista en papel cuché. La Muerte la miraba, airada, desde la tapa... Se sentó en el borde de la cama y comenzó a leer la historia de nuevo, confiando en que hallaría algo importante, pasado por alto durante la primera lectura.c
Tres o cuatro minutos después, sonó el timbre: una, dos, tres, uatro veces, una detrás de otra.
Con la revista en la mano, se dirigió a ver de quién se trataba.
-No sea tan condenadamente impaciente... -musitó.
Observó a través de la mirilla y vio que era Elliot.
Cuando le abrió la puerta, él entró de prisa, casi de un salto. Pasó por su lado, miró a derecha e izquierda, hacia la sala de estar y luego hacia el comedor. Habló de prisa, con voz apremiante.
-¿Estás bien? ¿Te encuentras por completo bien?
-Estupendamente. ¿Qué te ocurre?
-¿Estás sola?
-Pues no, dado que tú estás aquí.
Elliot cerró la puerta y echó el cerrojo.
-Prepara una maleta.
-¿Qué?
-No creo que sea seguro para ti el quedarte aquí.
-Elliot..., ¿es eso una pistola?
-Sí. Verás...
-¿Una pistola de verdad?
-Sí. Se la quité al hombre que intentaba matarme.
-Eh... ¿Por qué se portó tan mal contigo? ¿Acaso te oyó silbar opera?
-Tina. Hablo en serio.
Ella no sabía qué le ocurría, y él tampoco actuaba como de costumbre; pero Tina no acababa de creer que hablara en serio acerca de alguien que trataba de matarle.
-¿Qué hombre? ¿Cuándo?
-Hace unos minutos. En mi casa...
-Pero...
-Escucha, Tina, deseaban matarme a causa de que te ayudo en la exhumación del cadáver de Danny.
Ella le miró, sorprendida.
-¿De qué me hablas?
-De asesinato. De conspiración. De algo condenadamente extraño.
-Pero eso es...
-¿Una locura? -acabó él-. Lo sé. Pero es cierto.
-Elliot...
-¿Podrías hacer una maleta lo más de prisa posible?
Al principio, Tina estuvo segura de que él intentaba bromear, jugar a algún juego para divertirla, y estuvo a punto de decirle que ninguna cosa de este tipo le resultaba divertida. Pero luego miró sus oscuros y expresivos ojos, y supo que todo cuanto estaba diciendo era la pura verdad.
-Dios mío, Elliot. ¿Realmente alguien ha intentado matarte?
-Ya te lo contaré después.
-¿Estás herido?
-No, no. Pero creo que ambos debemos actuar con cautela hasta que sepamos de qué se trata.
-¿Has llamado a la Policía?
-No estoy seguro de que sea una buena idea.
-¿Y por qué no?
-Tal vez, de algún modo, también intervengan en esto. ¿Dónde guardas las maletas?
Ella se sintió atontada.
-¿Y dónde vamos a ir?
-Aún no lo sé...
-Pero...
-Venga. Date prisa. Haz las maletas y vayámonos en seguida de aquí, antes de que aparezcan algunos de esos tipos.
-Tengo las maletas en el armario de mi dormitorio.
Elliot le puso a Tina una mano en el hombro, con suavidad pero con firmeza, en un gesto de apremio para que abandonara el recibidor.
Tina se encaminó al dormitorio principal, confundida, y comenzó a encontrarse asustada. Él la siguió de cerca.
-¿Ha venido alguien por aquí esta tarde?
-Sólo yo.
-Me refiero a alguien que espiase por los alrededores. ¿Ha llamado alguien a la puerta?
-No.
-No puedo acabar de imaginarme que fueran primero a por mí.
-Bueno, ha venido el hombre de la compañía del gas -explicó Tina mientras se apresuraba por el corto pasillo hacia el cuarto principal.
-¿El qué?
-El hombre de la compañía del gas.
Elliot le colocó de nuevo la mano en el hombro, la detuvo y la hizo
darse la vuelta, en el mismo momento en que penetraban en el dormitorio.
-¿Un operario de la compañía del gas?
-Sí. No te preocupes. Le pedí que me mostrara sus credenciales.
Elliot frunció el ceño.
-Pero si hoy es fiesta...
-Pertenecía a una brigada de urgencia.
-¿Qué urgencia?
-Han perdido presión en las conducciones de gas. Creen que puede haber una fuga en el barrio.
El ceño de Elliot se frunció aún más.
-¿Qué deseaba el operario que le mostraras?
-Quería comprobar la caldera y asegurarse de que no existía una fuga de gas.
-¿Le dejaste entrar?
-Claro. Tenía una foto en su documento de identidad de la compañía del gas. Comprobó el quemador de gas, que estaba bien.
-¿Y cuándo ha sido eso?
-Se ha marchado un par de minutos antes de que tú llegases.
-¿Cuánto ha estado aquí?
-Quince o veinte minutos.
-¿Tanto tiempo para comprobar el quemador?
-Sí.
-Has permanecido todo el tiempo con él.
-No. Estaba ordenando el cuarto de Danny y...
-¿Dónde se encuentra la caldera de la calefacción?
-En el garaje.
-Enséñamelo.
-¿Y qué pasa con mi maleta?
-Ya no tenemos tiempo -replicó.
Elliot estaba pálido. Unas gotitas de sudor se le formaron en la línea del cabello.
Tina notó que su propio rostro palidecía.
-Dios mío... -dijo-, crees que...
-¡La caldera!
-Por aquí...
Tina echó a correr por la casa, pasó por la cocina hasta el lavadero. Había una puerta en el extremo más alejado de la entrada y rectangular zona de trabajo. Cuando alargó la mano hacia el pomo, olió el gas que salía por el garaje.
-¡No abras esa puerta! -gritó Elliot.
Tina retiró la mano con tanta velocidad como si una tarántula le hubiese picado.
-El cierre podría originar una chispa -explicó Elliot-. Salgamos de aquí. Vamos a la puerta principal... Vamos... ¡De prisa!
Retrocedieron a toda velocidad por el mismo camino por donde habían venido.
Tina pasó ante una lujuriante planta verde, de más de un metro de alto, que había poseído desde que no alcanzaba ni la cuarta parte de aquella altura, y tuvo la loca idea de detenerse, arriesgándose a que la inminente explosión la pillara allí, detenerse el tiempo suficiente para cogerla y llevársela. Pero la imagen de los ojos rojos y de la piel amarillenta, el aterrador rostro de la Muerte, apareció en su imaginación, y continuó su carrera.
Aún llevaba en la mano izquierda la publicación de cómics de terror. La apretó con mayor fuerza. Por alguna razón le pareció importante no soltarla.
En el vestíbulo, Elliot abrió la puerta con fuerza, hizo que Tina pasara por delante de él y ambos se sumergieron en la dorada puesta de sol de últimas horas de la tarde.
-¡A la calle! -gritó Elliot.
Tina divisó en la parte posterior de su mente una visión sangrienta: la casa hecha añicos por la explosión, trozos de madera, cristal y metal volando hacia ella, aguzados fragmentos que la atravesaban por un centenar de lugares...
El paseo de losas que se extendía por la parte delantera de su jardín le pareció que tenía varios kilómetros de longitud, pero al fin alcanzó su extremo y se precipitó a la calzada. Vio el «450-SL» de Elliot aparcado junto al bordillo, y ya se encontraba a unos dos o tres metros del coche cuando la oleada de la explosión la lanzó hacia delante. Se tambaleó y cayó al lado del «Mercedes»; Se dio un doloroso golpe en las rodillas.
Se volvió, aterrada, al tiempo que pronunciaba el nombre de Elliot y vio que también estaba a salvo. Se hallaba muy cerca, detrás de ella. Elliot perdió asimismo el equilibrio por la fuerza de la onda de choque, y se tambaleó hacia delante, aunque indemne.
El garaje, había sido lo primero, y su recia puerta se salió de sus goznes y cayó en la entrada de coches, el tejado se había disuelto en una especie de lluvia de confeti de tablillas y cascotes llameantes. Pero mientras Tina pasaba su mirada de Elliot al incendio, antes de que todas las tablillas hubiesen caído al suelo, una segunda explosión se extendió a través de la casa, y una oleada de llamas rugió desde un extremo de la estructura a otro, reventando las ventanas que, por milagro, habían sobrevivido al primer estallido.
Tina observó, atónita, cómo las llamas saltaban desde una ventana de la casa e incendiaban y quemaban algunas ramas secas de un árbol cercano.
Elliot la apartó del «Mercedes», para abrir la puerta del lado del pasajero.
-Entra. ¡Rápido!
-¡Pero es mi casa la que arde!
-Ya no puedes hacer nada por salvarla.
-Tenemos que aguardar a que venga la compañía del seguro de incendios.
-Cuanto más tiempo nos quedemos por aquí, en mejores blancos nos convertiremos -dijo Elliot. -Pero...
Elliot la agarró del brazo e hizo que diese la vuelta respecto de la casa en llamas, la visión de la cual afectaba a Tina tanto como si se tratara de un hipnotizador que moviera un reloj de bolsillo ante ella.
-¡Maldita sea! -exclamó Elliot-, métete en el coche y apártate de aquí antes de que el tiroteo empiece.
Asustada, alelada, por la increíble velocidad con que su mundo había comenzado a desintegrarse, Tina hizo lo que él le pedía.
Cuando estuvo dentro del coche, Elliot cerró la portezuela del lado de la mujer, corrió hasta el asiento del conductor y se situó al volante.
-¿Estás bien? -preguntó a Tina.
Ella asintió, entumecida.
-Por lo menos, seguimos aún vivos -comentó Elliot.
Se puso la pistola en el regazo, con el cañón apuntando hacia su portezuela, alejado de Tina. Metió la mano en el bolsillo en busca de las llaves, las encontró y puso el coche en marcha. Las manos le temblaban.
Tina miró por su ventanilla, y observó, incrédula, cómo las llamas se esparcían desde el techo del destrozado garaje hasta el tejado principal de la casa, con largas lenguas del brillante fuego, lamiendo, lamiendo, hambriento, entre el rojo naranja de las últimas luces de la tarde.