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Tercera parte (17)

17

Cuando Elliot se negó a alejarse del fregadero y sentarse sobre la mesa de los desayunos, situada en el rincón más alejado de la amplia cocina, Bob, el hombrecillo del traje castaño, titubeó y luego, con desgana, dio un paso hacia él.

-Espera -dijo Vince.

Bob se detuvo, obviamente aliviado de que fuera el hombrón el que se enfrentara con Elliot.

-Tú no te metas -prosiguió Vince.

Se guardó el fajo de hojas escritas a máquinas en el bolsillo de la chaqueta, con lo que su mano izquierda volvió a quedar libre.

-Déjame hacerme cargo de este hijo de puta.

Bob retrocedió hasta la mesa, y Elliot dirigió su atención al otro intruso.

Vince sostuvo la pistola con la mano derecha y cerró el puño de la quierda. Sonrió y cuando se dirigió a Elliot se percibió la burla en su voz.

-¿Crees de veras que puedes conmigo, hombrecillo? Tuve montón de peleas callejeras cuando era más jovencito. Y nunca perdí ninguna. Ni una siquiera. Tengo unos brazos muy largos. Largos fuertes. Durante la mayor parte de mi vida he estado levantando pesas cada día. ¿Ves esta mano, mequetrefe?

Blandió su enorme puño ante Elliot.

-Mis manos han sido siempre lo que me ha dado ventaja. Una de ellas es tan grande como las dos tuyas juntas. Son manos de jugador de baloncesto. Manos grandes para un matón callejero, ¿no te parece? ¡Maldita sea, mi puño es tan grande como tu cabeza! ¿Y sabes lo que se siente cuando este puño golpea, so macaco?

Elliot tenía una buena idea de lo que sería aquello, y le sudaban los brazos y el final de la espalda, pero no se movió y no respondió a las bromas del desconocido.

-Te parecerá como si un tren de mercancías se hubiera estrellado contra ti. Eso es lo que sentirás -prosiguió Vince-. ¿Quieres dejar de ser tan condenadamente terco?

En realidad, se veía que trataban por todos los medios de no recurrir a la violencia, y aquello confirmó las sospechas de Elliot de que querían dejarle sin marca alguna, para que, más tarde, su cadáver no tuviese cortes o moraduras incompatibles con un suicidio.

El hombre alto dio un paso hacia él.

-¿Quieres cambiar de intenciones y ser más cooperativo?

Elliot mantuvo su postura.

Otro paso más.

Elliot aguardó.

La sonrisa del hombrecillo era espantosa.

«Disfruta con esto», pensó Elliot. «Le gusta intimidar a la gente. Ahora las amenazas. Y es probable que también le guste pasar a la acción.»

-Un puñetazo fuerte y bien dirigido a la barriga y te despatarrarás por los suelos.

Un paso más.

-Y cuando tengas las tripas fuera -siguió Vince-, te agarraré por las pelotas y te arrastraré hasta la mesa.

Otro paso.

Luego el hombrón se detuvo.

Sólo les separaba la distancia de un brazo.

Elliot echó un vistazo a Bob, que se encontraba aún al lado de la mesa de los desayunos, con el paquete de jeringuillas en la mano.

-Te doy la última oportunidad para que facilites las cosas -dijo Vince.

Con un movimiento suave, pero con la celeridad del rayo, Elliot se apoderó del tazón de medir en el que había vertido unos chorros de vinagre unos momentos antes, y arrojó su contenido al rostro de Vince. Éste comenzó a gritar de sorpresa y dolor, y quedó momentámente cegado. Elliot tiró la taza y agarró la pistola, pero Vince, en un acto reflejo, hizo un disparo que pasó rozando la cabeza de Elliot y se incrustó en la ventana detrás del fregadero. Elliot se aferró al tipo, sujetando aún la pistola que el otro no quería soltar. Entonces, se volvió y pegó un codazo a la garganta de Vince. La cabeza del hombre se proyecto hacia atrás y Elliot dio un golpe con el canto de la mano a la expuesta nuez de Adán del hombretón. Con celeridad asestó un rodillazo a la entrepierna del matón, y, al fin, consiguió arrebatarle la pistola, pues sus dedos habían perdido ya toda la fuerza. Vince se dobló hacia delante, entre estertores. Elliot aprovechó la ocasión para golpearle en la cabeza con la culata del arma, al mismo tiempo que daba un salto atrás. Vince cayó de rodillas, luego de bruces, con fuerza; quedó tirado en el suelo y ya no se movió más.

Todo el combate había durado menos de diez segundos.

El hombrón se había confiado demasiado. Estaba seguro de que los centímetros que tenía de más, y que le aventajaban en altura, así como sus veinticinco kilos extras de músculo le convertían en imbatible. Pero se había equivocado.

Como Elliot le había explicado a Tina el día anterior, él continuaba con la práctica de las artes marciales, incluso después de haber abandonado el Servicio Secreto. Era un medio de mantenerse en forma. Se entrenaba tres días a la semana con el mejor maestro de Las Vegas, y tenía mucha práctica en aikido, kárate, judo y un par de disciplinas exóticas más.

En cuanto Vince se derrumbó y no hizo el menor esfuerzo por ponerse en pie, Elliot se volvió hacia el otro intruso, al tiempo que le apuntaba con la confiscada pistola.

Bob había salido ya de la cocina, y se encontraba en el comedor, corriendo hacia la puerta delantera de la casa. Resultaba evidente que no llevaba arma alguna, y que había quedado impresionado por la velocidad y facilidad con que su compinche -que sí iba armado-había quedado fuera de combate.

Elliot salió en su persecución, pero se vio entorpecido por las sillas del comedor que el hombre que huía derribaba tras de sí. En la sala de estar había tirado otros muebles, también los libros estaban esparcidos por el suelo, y el camino hacia la puerta parecía más una carrera de obstáculos.

Para cuando Elliot alcanzó la puerta principal y salió como una exhalación de la casa, Bob ya le llevaba de ventaja todo el camino de entrada de coches y había cruzado la calle. Se subía a un sedán «Cheby», de color verde oscuro y sin ninguna placa de identificación. Elliot llegó a la calle en el momento en que el «Cheby» se ponía en Carcha, con un rugido del motor y chirriar de neumáticos; no pudo tomar el número de la matrícula, pues ésta aparecía embarrada pop completo.

Se apresuró a regresar a la casa.

El hombre de la cocina seguía inconsciente, y era probable que continuara así durante, por lo menos, otros diez o quince minutos Elliot le tomó el pulso y le subió uno de los párpados, Vince sobreviviría, aunque necesitaría hospitalización, y no podría tragar sin sentir dolor durante varios días.

Elliot le registró los bolsillos. Encontró algunas monedas sueltas, un peine, una cartera y los papeles donde habían mecanografiado las preguntas que se esperaba que contestase Elliot.

Dobló las hojas de nuevo y se las metió en el bolsillo.

Abrió la cartera de Vince. Contenía noventa y dos dólares, no había tarjetas de crédito, ni permiso de conducir, ni documentos de ninguna clase. Definitivamente, no pertenecía al FBI. Los hombres de la Oficina siempre llevaban consigo las credenciales adecuadas. Tampoco a la CÍA. Los agentes de la CÍA siempe llevaban su carné de identidad, aunque lo que figuraba en él fuera un nombre falso. En lo que a Elliot se refería, la ausencia completa de identificación resultaba mucho más siniestra de lo que hubieran representado cualquier clase de documentos falsos. Aquel anonimato tan absoluto reflejaba la pertenencia del hombre a una organización policial y secreta.

Policía Secreta. Aquel pensamiento asustó por completo a Elliot. No era algo propio de los correctos Estados Unidos. Claro que no. En la Unión Soviética, sí. En alguna república bananera sudamericana, también. En el cincuenta por ciento de los países del mundo existía una Policía Secreta, una Gestapo moderna, y la gente aprendía a vivir entre el temor de que, de madrugada, alguien llamase a su puerta. ¡Pero en Estados Unidos no, maldita sea!

Elliot pensó que, aunque el Gobierno hubiera constituido una fuerza de Policía Secreta, ¿por qué iba él a ser el objetivo de la misma? ¿Por qué estaban tan ansiosos de echar tierra al asunto con respecto de los hechos verdaderos de la muerte de Danny? En el nombre de Dios, ¿qué trataban de ocultar sobre la tragedia de la Sierra? ¿Qué había, en realidad, ocurrido allá, en las montañas?

¡Tina!

De repente se percató de que ella corría mucho más peligro que él. Si aquellas personas estaban decididas a matarle para detener la exhumación de Danny, también tendrían que matar a Tina... En realidad, ella sería el objetivo principal.

Jesús...

Empezó a temblar.

Corrió al teléfono de la cocina, descolgó el receptor y se percató, de repente, de que no sabía el teléfono de Tina. Colgó el auricular y ojeó con rapidez el listín telefónico. Pero allí no figuraba Christina Evans.

¡Mierda!

No se podía saber un número que no figuraba en la guía si no era con la ayuda de un operador. Y para cuando llamase a la Policía y consiguiera explicar la situación, ya sería demasiado tarde para ayudar a Tina.

Durante un momento permaneció inmóvil sometido a una terrible indecisión, incapacitado de momento ante la perspectiva de perder a Tina. Pensó en su algo torcida sonrisa, en su oscuro cabello flotando al viento, en sus ojos, tan rápidos y profundos, y tan fríos y azules como un puro torrente de las montañas... La presión en su pecho se hizo tan grande que apenas podía respirar.

Luego recordó su dirección. Se la había facilitado dos noches atrás, en la fiesta que hubo después de la presentación reservada de Magyck! No vivía muy lejos. Podría llegar allí en menos de cinco minutos.

Aún tenía en la mano la pistola automática provista de silenciador, y decidió conservarla. Podría servirle de ayuda. En realidad, estaba seguro de que sería así.

Sé dirigió a la carrera hacia el coche que se encontraba ante la entrada de su casa.