JUEVES, 1 DE ENERO
15
Tina pasó la noche con Elliot, y él se percató de que se había olvidado de lo agradable que podía ser compartir una cama con alguien a quien se ama verdadera y profundamente. Había llevado a otras mujeres a esa misma cama durante los dos últimos años, y algunas de ellas se habían quedado a pasar la noche, pero ninguna de aquéllas le había hecho sentirse tan cálida y profundamente alegre, por el puro y simple hecho de su presencia, como era el caso de Tina. Con ella, el sexo constituía una prima deliciosa, pero no era la razón principal de que deseara tenerla allí, a su lado. Tina era una excelente amante -suave, dulce, de largas piernas, grávidos senos, ansiosa por complacer y desinhibida en la persecución de su propio placer-, pero era también una persona, una persona a la que valía la pena conocer, no fabricada por molde alguno, diferente; y era su personalidad única, su corazón y su alma lo que hacía que compartir el lecho con ella fuera un privilegio muy especial. Era agradable saber que alguien como ella estaba allí, una mujer con la que podría compartir algo más que sólo los buenos tiempos. Durante un rato se limitó a yacer allí, escuchando la respiración de la mujer. La vaga silueta en penumbra de Tina debajo de la ropa de la cama, en la oscuridad, constituía un talismán para alejar la soledad.
Llegado el momento, se quedó dormido; pero, a las cuatro de la madrugada, sus gritos lo despertaron.
Tina se había incorporado y forcejeaba con las sábanas, catapultada desde su pesadilla. Jadeaba en busca de aire, temblorosa, mientras albuceaba acerca de un hombre vestido todo de negro, una monstruosa figura de su sueño.
Elliot hubo de encender la lamparita de la mesilla de noche demostrarle que estaban solos en la habitación.
Tina tuvo que hablarle acerca de sus sueños, pero Elliot no se había percatado hasta entonces de lo espantosos que resultaban para ella. Comenzó a pensar que la exhumación del cadáver de Danny sería algo bueno para ella, dejando de lado el horror que debería mirar cuando alzasen la tapa del ataúd. Si el contemplar los restos ponía fin a aquellas pesadillas que helaban la sangre, ella podría salir adelante.
Elliot apagó la luz y la persuadió para que se echara otra vez. La abrazó hasta que dejó de temblar.
Ante su sorpresa, el miedo de Tina se transformó con rapidez en deseo; y, ante su sorpresa aún mayor, él estuvo preparado para la mujer, aunque antes había quedado exhausto por completo por la maratoniana sesión de hacer el amor.
Ya habían probado todas las posiciones y llevado a cabo juntos toda clase de técnicas. Pero ahora no experimentaron; cayeron con facilidad en la posición y el ritmo que mejor les complacía; a continuación, se deslizaron de nuevo en el sueño.
Por la mañana, se asombró al encontrarse haciéndole el amor en la ducha, ambos mojados y enjabonados. Resultó algo rápido y apasionado, y cuando se derramó, se sintió como si la médula de sus huesos estuviera también vertiéndose de él.
Después de desayunar, le pidió que le acompañase a la fiesta de la tarde a la que había sido invitado; allí acorralaría al juez Kennebecky le hablaría de la exhumación. Pero Tina deseaba regresar a su casa y despejar el cuarto de Danny. Se sentía preparada para el desafio y deseaba hacerlo antes de que los nervios la derrumbaran de nuevo.
-Pues nos veremos esta noche, ¿te parece bien? -preguntó.
-Sí.
-Cocinaré de nuevo para ti.
Ella sonrió con expresión lasciva.
-¿Te refieres a cocinar sólo o a otras cosas?
-Hablo de hacerte cosas desde el punto de vista culinario. Después de lo de anoche, ya no cocinaré en el dormitorio hasta que mis baterías se recarguen, y eso me llevará un par de días.
Tina se levantó de la silla, se inclinó sobre él a través de la mesa y lo besó.
-Apuesto a que estarás recargado dentro de un par de horas.
El olor de la mujer, el vibrante azul de sus ojos, la sensación de su tersa piel cuando le rozó el rostro... todas esas cosas generaron oleadas de afecto y anhelo dentro de él.
-Dios mío -repuso-, creo que estás en lo cierto. Es increíble. Me siento como si hubiera vuelto a tener dieciséis años. Me encuentra otra vez como un chico recalentado.
-¿No es estupendo?
-Voy a explotar como una granada. Me quedaré por completo destrozado.
La acompañó hasta su «Volkswagen» Rabbit, aparcado en la entrada de coches; luego, se inclinó hacia la ventanilla cuando la mujer estuvo ya detrás del volante, entreteniéndola durante otros quince minutos mientras planeaba, para gran satisfacción de Tina, cada plato de la cena de aquella noche.
Ella se alejó con el coche, y Elliot observó su vehículo hasta que giró en la esquina y desapareció. Y cuando ya se hubo ido, supo que no había deseado dejarla marchar. También supo por qué le había hecho el amor de aquella forma tan impetuosa en la ducha, incluso sin tener apenas fuerza, para terminar lo que había iniciado. Con cada uno de sus actos, intentaba posponer su partida porque temía no volver a verla de nuevo en cuanto se marchara.
No tenía ningún motivo racional para temer algo parecido. Resultaba cierto que la persona desconocida que se dedicaba a acosar a Tina podría albergar intenciones violentas. Pero, por diversas razones, ella no creía que hubiera un peligro real en todo eso, y Elliot tendía a mostrarse de acuerdo con ella. Aquel malévolo gamberro deseaba que Tina sufriese una abundante dosis de angustia mental y dolor espiritual; pero no quería que muriera, porque eso daría al traste con su diversión.
El que se hubiera ido dejó a Elliot lleno de temores porque era un completo supersticioso. Estaba convencido de que, con la llegada de Tina a su vida, se había visto favorecido con demasiada felicidad, demasiado rápido, demasiado pronto, con extrema facilidad. Tenía la terrible sospecha de que el destino le preparaba para una caída más dura. Temía que Tina Evans le fuera arrebatada, de la misma forma que le había sucedido con su esposa Nancy.
Sin acabar de quitarse aquellas lúgubres premoniciones de la mente, entró de nuevo en la casa.
Pasó hora y media en la biblioteca. Estuvo estudiando antecedentes legales respecto de la exhumación de un cadáver que, tal y como el tribunal lo había establecido, «debía ser desenterrado en ausencia de una apremiante necesidad legal, sólo por razones humanas, en consideración a ciertos supervivientes del fallecido». Elliot no creía que Harold Kennebeck le creara problemas, y, desde luego, no esperaba que le exigiese una lista de jurisprudencia para algo relativamente tan simple, e inofensivo, como abrir la tumba de Danny. Pero, de todos modos, quería estar bien preparado. En el Servicio Secreto del Ejército, Kennebeck había sido un oficial justo, pero también muy exigente siempre.
A la una, Elliot cogió su plateado «Mercedes 450-SL» para acudir a "esta de Año Nuevo en Sunrise Mountain. El cielo aparecía azul y despejado, y deseó que le quedara tiempo para sacar su «Cessna» durante un par de horas. Aquél era un tiempo perfecto para volar uno de aquellos días cristalinos en los que, encontrarse por encima de la tierra, le hacía sentir a uno especialmente fresco y libre. El domingo, cuando el asunto de la exhumación hubiera pasado ya, tal vez volara con Tina hasta Arizona o Los Ángeles para pasar el día.
En Sunrise Mountain, la mayor parte de las grandes y lujosas viviendas tenía un «paisaje natural» -lo que significaba rocas y piedras de colores, y cactus, artísticamente dispuestos, en vez de césped, arbustos y árboles-, un reconocimiento del hecho de que la mano del hombre en esta parte del desierto constituía aún algo nuevo y tal vez tenue. Por la noche, la vista de Las Vegas desde la montaña resultaba un innegable espectáculo, pero Elliot no podía comprender qué otras razones existirían para elegir vivir aquí en vez de en otras partes de la ciudad, más antiguas y con mayor verdor. Esas pendientes, dejadas de la mano de Dios y llenas de arena, no estarían verdes y lujuriantes, por lo menos, hasta dentro de otros diez años -lo más probable era que fuesen veinte-. En aquellas pardas colinas, las grandes casas surgían como los desolados monumentos de una antigua y muerta religión. La mayoría de residentes en Sunrise Mountain podían esperar el compartir su patio, solárium y piscina con algunos visitantes ocasionales: escorpiones, tarántulas y serpientes de cascabel. Los días ventosos, el polvo era tan denso como la niebla, en torno de las ventanas y a través de los conductos de los desvanes. Por lo que Elliot sabía, Sunrise Mountain se había convertido en una zona de prestigio sólo a causa de las dos primeras casas contruidas por millonarios. Las demás personas, seguras de que los millonarios no iban a equivocarse, los siguieron pronto, sin percatarse de que los residentes originarios habían optado por la vida en las montañas a causa de que estaban demasiado seniles para hacer las cosas mejor.
La fiesta se celebraba en una gran casa de estilo neoespañol, a mitad de la colina. Una tienda de tres lados, en forma de abanico, había sido erigida en el «césped» posterior, a un lado de la piscina de quince metros, con el lado abierto enfrente de la casa. Una orquesta de dieciocho músicos tocaba en la parte posterior de aquella estructura en forma de tienda de campaña a rayas. Unos doscientos invitados bailaban o se arremolinaban detrás de la casa, y otro centenar hacían honor a la fiesta en el interior de las quince habitaciones.
Una gran cantidad de aquellos rostros le resultaban familiares a Elliot. La mitad de los invitados eran abogados con sus esposas. Aunque algún purista judicial pudiera haberlo desaprobado, los fiscales, los defensores públicos, los especialistas en derecho fiscal, así como los letrados criminalistas y los de empresas, aparecían allí mezclados y se emborrachaban plácidamente con los jueces ante los que presentaban sus casos todas las semanas.
Al cabo de veinte minutos de mezclarse, diligente, con aquella multitud, Elliot encontró a Harold Kennebeck. El juez era un hombre alto de aspecto severo, con un rizado cabello blanco. Saludó a Elliot alurosamente, y luego comenzaron a hablar acerca de sus intereses mutuos, sobre todo de cocina, de violaciones y de transportes por los ríos en balsa.
Elliot deseaba solicitar un favor a Kennebeck sin que una docena de abogados lo escucharan, y allí no había ningún lugar en la casa en que pudiesen encontrar una auténtica intimidad. Salieron afuera y anduvieron por Fourth Street, más allá del estacionamiento de los coches de los invitados, que abarcaban una amplia gama, desde «Rolls-Royce» hasta «Honda».
Kennebeck escuchó con interés la petición no oficial acerca de las posibilidades de que la tumba de Danny fuese abierta. Elliot no le contó al juez el asunto del gamberro malévolo, porque le parecía una complicación innecesaria; seguía creyendo que, una vez el hecho de la muerte de Danny quedase establecido a través de la exhumación, la forma más rápida y segura de hacer frente a aquel acoso era contratar a una buena firma de investigadores privados para que descubriesen al culpable. Ahora, en beneficio mismo del juez, y para explicar el porqué aquella rápida exhumación se había convertido en un asunto de tal importancia, Elliot exageró la angustia y confusión que se habían apoderado de Tina a causa de las consecuencias directas de no haber querido ver el cadáver del niño.
Harry Kennebeck solía tener cara de póquer, y en ese momento aumentó más aún aquella expresión, por lo que resultaba difícil conjeturar si tenía alguna simpatía respecto de la petición de Tina. Mientras el juez y Elliot caminaban por aquella calle aplastada por el calor del sol, Kennebeck pensó en silencio acerca de aquel problema durante casi un minuto.
-¿Y qué ocurre con el padre? -preguntó.
-Confiaba en que no me lo preguntarías.
-Ah... -exclamó Kennebeck.
-El padre se opondrá.
-¿Estás seguro?
-Sí.
-¿Por alguna causa religiosa?
-No. Hubo un divorcio muy difícil poco después de que el chico muriese. Michael Evans odia a su antigua esposa.
-Ah... ¿Así que se opondrá a la exhumación por ninguna otra razón que por causarle dolor?
-Eso es -convino Elliot.
-De todos modos, debo tener en cuenta los deseos del padre.
-Dado que no existen objecciones de tipo religioso, la ley exige el permiso de sólo un progenitor en un caso como éste -explicó Elliot.
-De todos modos, tengo el deber de proteger los intereses de cualquier persona en un asunto así.
-Si el padre tiene la menor posibilidad de protestar -prosiguió Elliot-, es probable que se vea inmerso en una considerable batalla legal. Y eso va a consumir una condenada cantidad de tiempo por parte del tribunal.
-Ah, eso no me agradaría demasiado -replicó Kennebeck pensativo-. El calendario del tribunal ya está bastante completo en la actualidad. Ocurre que no tenemos bastantes jueces o suficiente dinero. El sistema cruje por todos lados.
-Y una vez haya pasado todo -siguió Elliot- mi cliente seguramente verá concedida su petición de exhumación del cadáver.
-Es probable...
-En resumen -remató Elliot-, su marido no se dedicará más que a llevar a cabo un desagradable obstruccionismo. En el proceso, intentará lastimar a su exesposa, consumirá varios días del tiempo del tribunal, y, al final, el resultado será exactamente el mismo que si nunca le hubieran otorgado la menor posibilidad de protestar.
-Ah... -repitió Kennebeck, frunciendo levemente el ceño. Se detuvieron al final de la siguiente manzana. Durante un minuto, Kennebeck permaneció inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia el cálido sol.
-Me pides que tome por los atajos.
-No es eso exactamente. Sólo te pido que firmes una autorización de exhumación a requerimiento de la madre. La ley lo autoriza.
-Y quieres que firme en seguida esa autorización, supongo...
-Mañana por la mañana si es posible.
-Y me pedirás que la tumba sea abierta mañana por la tarde.
-El sábado a más tardar.
-Antes de que el padre pueda conseguir de cualquier otro juez un documento en sentido contrario -resumió Kennebeck.
-Si no existe ningún indicio, es posible que el padre no llegue jamás a enterarse del asunto de la exhumación.
-Ah...
-En beneficio de todos. El juzgado tendrá un montón de tiempo y esfuerzo menos. Mi cliente se librará de una gran cantidad de innecesaria angustia. Y su marido se ahorrará un montón de dinero en minutas de abogados, que despilfarrará únicamente en un desesperanzado intento de detenernos.
-Ah... -exclamó Kennebeck una vez más.
Regresaron en silencio hacia la casa donde la fiesta resultaba más escandalosa a cada minuto que transcurría.
A mitad de la manzana, Kennebeck habló de nuevo: -Tendré que «rumiarlo» un rato aún, Elliot.
-Durante cuánto tiempo?
-Ah..
-¿Te quedarás aquí toda la tarde?
-Lo dudo. Con tantos abogados, esto parece una fiesta de bosquimanos, ¿no te parece?
-Regresaras a casa desde aquí? -pregunto Kennebeck.
-Sí.
-Ah...
Se alborotó un rizo de blanco cabello que le caía encima de la frente.
-Entonces, te llamaré a tu casa por la noche.
-¿Me puedes decir, de todos modos, hacia qué parte te inclinas?
-Supongo que a la tuya.
-Sabes que tengo razón, Harry.
Kennebeck sonrió.
-Ya he oído tus argumentos, abogado. Dejémoslo por ahora. Te telefonearé esta noche, después de haber tenido la oportunidad de pensar al respecto.
Por lo menos, Kennebeck no se había negado a su petición; de todos modos, Elliot esperaba una respuesta más rápida y más satisfactoria. No le estaba pidiendo un gran favor al juez. Además, los dos habían vivido muchas cosas juntos. Sabía que Kennebeck era un hombre cauteloso; pero, por lo general, no resultaba cauto en exceso. La vacilación del juez en este asunto, relativamente sencillo sorprendió a Elliot, pues le resultó algo extraño que fuese así, mas no dijo nada; tendría que aguardar a que Kennebeck le llamase por la noche.
Mientras se aproximaban a la casa, comenzaron a hablar acerca de los deleites de la pasta servida con una leve y delgada salsa de aceite de oliva, ajo y albahaca dulce.
Elliot se quedó en la fiesta sólo un par de horas. Había demasiados abogados allí, y pocas otras personas con quienes comentar algo interesante. Por cualquier lugar al que se dirigiera, no hacía otra cosa que escuchar conversaciones sobre indemnizaciones civiles, manda-gentes, pleitos, qontestación a la demanda, mociones, apelaciones, conciliaciones, acuerdos, y los últimos trucos en materia de impuestos. Las conversaciones eran parecidas a aquélla en las que se veía implicado en el trabajo, de ocho a diez horas al día, cinco días a la semana y no estaba dispuesto a pasarse un día de fiesta tratando de aquellos mismos condenados temas.
A las cuatro ya estaba de regreso en su casa, trajinando en la cocina. Se suponía que Tina llegaría a las seis. Tenía unas cuantas tareas que concluir antes de que ella llegara, por lo que no pasarse aquella noche demasiado rato en la cocina, como le ocurrido la noche anterior. De pie, al lado del fregadero, se dedicó a pelar y cortar unas cebollas pequeñas, limpió un poco de apio y perejil y varias zanahorias de tamaño mediano. Acababa de abrir una botella de vinagre y había vertido unos chorros en una taza de medir, cuando escuchó un ruido a su espalda.
Se dio media vuelta y vio a dos desconocidos que entraban en la cocina procedentes del comedor. Uno de ellos medía poco más de metro y medio, tenía un rostro afilado y llevaba una cuidada barba rubia. Vestía un traje marrón oscuro, camisa beige, corbata color castaño y llevaba en la mano lo que parecía un maletín de médico. Tenía un aspecto nervioso. El segundo hombre era considerablemente más formidable que el primero: alto, de dura mirada, y encallecidas manos con grandes nudillos. Vestía unos pantalones, que daban la sensación de haber sido planchados hacía poco, con una camisa de un azul vivo, corbata con dibujos y una chaqueta deportiva gris. Tenía todo el aspecto de un jugador profesional de rugby, incómodo con aquellas prendas y que le hubiesen llevado a una cena para celebrar algo. Pero no parecía nervioso en absoluto. Ambos hombres se detuvieron cerca del frigorífico, a unos cuatro metros de Elliot; el hombrecillo se movía torpemente y el hombre alto sonreía.
-¿Cómo han entrado aquí? -preguntó Elliot, demasiado sorprendido como para acordarse de preguntar quiénes eran o qué deseaban.
-Tenemos una llave maestra -explicó el hombre alto, sonriente y asintiendo-. Bob, aquí presente -continuó, señalando al hombrecillo-, tiene llaves maestras para todo tipo de cerraduras. Así, las cosas resultan más sencillas.
-¿De qué demonios se trata?
-Cálmese -dijo el hombre alto.
-¿Se trata de un robo?
-No, no... -replicó el hombretón.
Bob meneó la cabeza en señal de asentimiento, con el ceño fruncido, como si le aterrase el pensamiento de que él pudiese ser confundido con un vulgar ladrón.
-Si es que van a secuestrarme...
-Por supuesto que no -repuso el hombre alto.
-Entonces, ¿de qué diantres se trata?
-Cálmese, por favor.
-Me parece que se han equivocado de hombre.
-Usted es al que buscamos -explicó el hombretón.
-Sí -terció Bob-. Es usted, exactamente. No hay el error.
-No puedo pensar en nadie que tenga serios agravios contra mi. -repuso Elliot-. Deben de estar confundidos. Verán, si ustedes
-Cálmese, Mr. Stryker -dijo el hombre alto.
-Si -convino Bob-. Tranquilícese, por favor.
Elliot dio un paso hacia ellos.
El hombre más alto sacó una pistola equipada con silenciador de lapistolera que llevaba escondida debajo de su chaqueta deportiva
-Tranquilo... Limítese a facilitarnos las cosas.
Elliot se apoyó en el fregadero.
-Así está mejor -convino el hombretón.
-Mucho mejor -le coreó Bob.
-¿Quiénes son ustedes?
-Si coopera, no recibirá el menor daño -le aseguró el grandote.
-Vayamos con el asunto -añadió Bob.
El hombre alto explicó:
-Usaremos la zona de los desayunos -explicó el otro-, aquí en el rincón.
Bob se acercó a la mesa de roble. Dejó sobre ella su negro maletín de médico, lo abrió y sacó una grabadora, junto con otros objetos: un trozo de tubo flexible de caucho, un esfignomasnómetro para tomar la presión sanguínea, dos ampollas con un fluido ambarino y un paquete de jeringuillas de un solo uso.
La mente de Elliot recorrió atropelladamente una lista de casos que la firma de abogados llevaba en aquellos momentos en busca de alguna conexión con aquellos dos intrusos; pero no se le ocurrió ninguna.
El hombre alto hizo un ademán a Elliot con la pistola.
-Vaya hacia la mesa y siéntese.
-No, hasta que me diga de qué se trata -replicó Elliot.
-Aquí, el que da las órdenes soy yo.
-Pero yo no voy a acatarlas.
-Pues le agujerearé la piel si no se mueve.
-No. Usted no hará nada de eso -repuso Elliot, deseando parecer tan seguro de sí mismo como aparentaba-. Usted está pensando en algo más, y el disparar contra mí lo arruinaría todo.
-Ponga el culo encima de aquella mesa -le ordenó de nuevo el hombretón, esta vez con voz más aguda y enojada.
-No, hasta que me explique...
El hombre alto le fulminó con la mirada.
Elliot miró a los ojos del desconocido y no apartó la vista. Por fin, el hombretón se explicó:
-Mire, sólo deseamos hacerle algunas preguntas...
Determinado a no permitir que se dieran cuenta de que estaba asustado, consciente de que el menor indicio de temor lo tomarían como señal de debilidad, Elliot le interrumpió:
-Vaya, parece que tienen una forma rara de acercarse a alguien para pedirle su opinión para una encuesta de opinión pública.
-Muy divertido -repuso el hombre alto, pero no sonrió en absolví to-. Y ahora, ¡muévase!
-¿Y para que son esas jeringuillas hipodérmicas?
-Muévase...
-¿Para qué son?
El hombre alto suspiró.
-Debemos asegurarnos de que nos responda la verdad.
-¿Drogas?
-Efectivas y dignas de confianza.
-Sí. Y cuando hayan acabado, mi cerebro tendrá la consistencia de la jalea.
-No, no -intervino Bob-. Esas drogas no dejan ninguna lesión, ni física ni mental.
-¿Qué tipo de preguntas? -inquirió Elliot.
-Estoy perdiendo la paciencia con usted -amenazó el alto.
-El sentimiento es mutuo -replicó Elliot.
-Muévase...
Elliot no se movió ni un centímetro. Se negó a mirar el cañón de la pistola: deseaba que creyeran que las armas no le asustaban en absoluto. Por dentro, vibraba como un diapasón.
-¡Hipo de puta, muévete!
-¿Qué tipo de preguntas quieren hacerme?
El hombrón frunció el ceño con furia.
-¡Hostias, Vince, díselo! -intervino Bob-. De todas formas tendrá que escuchar las preguntas cuando al fin se siente. Acabemos con este asunto...
Vince, el hombrón, se rascó el mentón, metió la mano en el interior de la chaqueta y extrajo unas cuantas hojas dobladas de papel escrito a máquina de un bolsillo interior.
La pistola osciló, pero no se movió de su objetivo lo suficiente como para darle una oportunidad a Elliot.
-Se supone que he de hacerle las preguntas de esta lista -explicó Vince, mientras movía aquellos papeles doblados hacia Elliot-. Son muchas, un total de treinta o cuarenta; pero no nos llevará mucho tiempo si se sienta ahí y coopera.
-¿Preguntas acerca de qué? -insistió Elliot.
-De Christina Evans...
Aquélla era la última respuesta que Elliot hubiera esperado. Por un momento quedó desconcertado. ¿Christina? Luego, movió la cabeza, como si aquella acción pudiera aflojarle la lengua, y dijo:
-¿Tina Evans? ¿Qué pasa con ella?
-Queremos saber por qué desea que se abra la tumba de su hijito.
Elliot se le quedó mirando, asombrado por completo.
-¿Y cómo se han enterado de una cosa así?
-Eso no le incumbe -contestó Vince.
-Sí -terció Bob-. No le importa saber cómo nos hemos enterado. Lo importante es que sí lo sabemos.
-¿Son ustedes los hijos de puta que han estado acosando a Tina? -inquirió Elliot.
-Qué...
-¿Son ustedes los que han estado enviándole mensajes?
-¿Qué mensajes? -quiso saber Bob.
-¿Son ustedes los que pusieron patas arriba el cuarto del niño? -prosiguió Elliot sin pausa.
-¿De qué habla? -preguntó Vince-. No hemos oído nada acerca de todo eso...
-¿Que alguien le manda mensajes acerca de su hijo? inquirió Bob.
Su sorpresa pareció genuina al oír aquellas noticias, y Elliot estuvo seguro por completo de que no se trataba de las personas que intentaban atemorizar a Tina. Además, no daban la impresión de ser unos bromistas o unos presuntos psicópatas que disfrutaran asustando a mujeres indefensas. Más bien tenían el aspecto, y actuaban, de un par de hombres pertenecientes a alguna organización, aunque el grandote parecía lo bastante rudo como para pasar por un matón corriente. Una pistola con silenciador, llaves maestras para cualquier tipo de cerradura, suero de la verdad..., todas aquellas cosas indicaban que aquellos hombres formaban parte de una banda muy sofisticada y con sustanciosos recursos.
-¿Qué pasa con los mensajes que la mujer está recibiendo? -preguntó el hombrón, mientras seguía con su atenta vigilancia.
-Supongo que se trata de una pregunta más para la que no va a recibir respuesta alguna -explotó Elliot.
-Conseguiremos esa respuesta -repuso Vince con frialdad.
-Lograremos todas las respuestas -remató Bob.
-Verá -prosiguió Vince-, ahora se acercará a la mesa y se sentará en ella... ¿O tendré que motivarle con esto?
Movió la pistola de nuevo.
-¡Kennebeck! -exclamó Elliot, desconcertado ante aquella súbita aspiración-. La única forma en que ustedes pueden haberse enterado acerca de la exhumación con tanta rapidez es que Kennebeck se lo haya contado...
Los dos hombres se miraron uno al otro. Resultaba obvio que no les hacía muy felices el haber escuchado el nombre del juez.
-Ésa fue la razón de que no me respondiera en seguida prosiguió Elliot-. Deseaba darles tiempo para que me atraparan. ¿Y por qué diablos va a tomarse tantas molestias Kennebeck respecto de si se abre o no la tumba de Danny? ¿Y por qué se iban ustedes a ocupar? ¿De quién dependen ustedes? ¿Por qué la perspectiva de una exhumación iba a asustarles tanto?
-No estamos asustados -repuso Vince, aunque su rostro comenzó a enrojecer.
-Pues resulta obvio que alguien está muy preocupado por este asunto -dijo Elliot-. Su presencia aquí, su forma de llevarlo a cabo la pistola, las drogas..., todo esto no indica una curiosidad trivial. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás de todo esto?
El hombre alto no sólo estaba impaciente ya; se mostró enfurecido.
-Oye, estúpido mariconazo. No tengo humor para darle más vueltas. No estoy aquí para responder a ninguna de tus preguntas. Te voy a meter una bala en los huevos si no te acercas a esa mesa y te sientas.
Elliot pretendió no haber escuchado aquella amenaza. La pistola le aterraba aún; pero se le había ocurrido algo que aún le asustaba más que cualquier pistola. Un escalofrío le recorrió la espalda, centenares de imaginarias patitas de araña, mientras comenzaba a percatarse de lo que la presencia de aquellos hombres implicaba en relación con el accidente en el que Danny había perecido.
-Hay algo acerca de la muerte de Danny..., algo extraño respecto de cómo murieron todos aquellos scouts... La verdad no tiene nada que ver con la versión oficial que se dio a todo el mundo. Lo del accidente del minibús era mentira, ¿verdad?
Ninguno de los dos hombres respondió.
-La verdad resulta muchísimo peor -prosiguió Elliot-. Sí. Por supuesto. Es algo espantoso..., algo tan terrible que algunas personas poderosas están gastando un montón de tiempo y de energías en echar tierra al asunto. En realidad, el Gobierno es, probablemente el que intenta que no se sepa nada. Claro. ¿Qué otra cosa podía poner en marcha a Kennebeck? Ha sido un buen funcionario durante toda su vida. Aquellos años en el Servicio Secreto del Ejército, luego en las Agencias nacionales... Tal vez aún mantiene contactos con todos los Servicios Secretos... El que una vez fue agente, no deja de serlo en toda la vida. ¿Para quién iban a trabajar unos tipos como vosotros? ¿Para el FBI?, no. Todos ellos son de la liga Ivy en la actualidad, educados, pulidos. Sois demasiado zafios para pertenecer al FBI. Y lo mismo podemos decir de la CÍA; ninguno de vosotros tiene suficiente estilo como para trabajar para la Compañía. Entonces, ¿qué nos queda? Seguro que tampoco se trata del CID; no tenéis en absoluto el aura que la disciplina militar da. Dejadme hacer conjeturas. Debéis de trabajar para algunas siglas de las que el público no sabe nada. Algo secreto y sucio. ¿Tengo razón?
El rostro del hombre alto se había oscurecido por completo, aunque seguía perceptible la rabia. Respiraba con fuerza.
-Maldita sea, te he dicho que vas a contestar a lo que te pregunte.
-Cálmate -repuso Elliot-. No he hecho otra cosa que entrar en vuestro juego. Yo he pertenecido a la Inteligencia militar. No soy exactamente un advenedizo. Sé cómo funciona todo esto. Conozco las reglas, y la forma de actuar. No tenéis que mostraros tan implacables conmigo. Vamos. Dadme un respiro, y haré lo mismo con vosotros.
Al observar que Vince se iba a disparar por completo, y consiente de que ello no les serviría de ayuda para llevar a cabo su misión Bob se apresuró a intervenir:
-Oiga, Stryker, no podemos contestar a la mayor parte de sus preguntas porque, simplemente, desconocemos las respuesta. Sí, trabajamos para una agencia del Gobierno. Sí, se trata de una de esas que nunca se oye hablar y, que probablemente jamás llegue a conocer. Pero no sabemos con exactitud porqué ese chico, Danny Evans, es algo tan importante. Sabemos que lo es, pero ignoramos el por qué. ¿Lo comprende? Por supuesto que sí. No nos han contado los detalles, ni siquiera la mitad de ellos. Ni tampoco deseamos conocerlos, ¿lo entiende? Ya sabe a lo que me refiero: cuando menos sepa uno, mejor le irá después. Hostias, no somos nadie importante en este asunto. Sólo nos han contratado para esto. Nos dicen lo mínimo que necesitamos saber. ¿Permanecerá quieto ahora? Sólo tiene que acercarse aquí, sentarse, dejarme que le ponga una inyección, proporcionarnos algunas respuestas, y luego seguiremos todos nuestros repectivos caminos. No podemos quedarnos aquí eternamente.
-Si trabajáis para una Agencia de Inteligencia gubernametal, entonces, marchaos y regresad con los correspondientes documentos legales -replicó Elliot-. Me tendréis que enseñar una orden de registro y la correspondiente citación.
-Sabes muy bien que estas cosas no funcionan así -interino Vince con dureza.
-La Agencia para la que trabajamos no existe de una manera oficial -prosiguió Bob-. Ésa es la razón de que desconozcas nuetras siglas. Y si la Agencia no existe, ¿cómo vamos a traer citaciones y órdenes de registro? Sea razonable, Mr. Stryker.
-Si me someto a esas drogas, ¿qué me ocurrirá después deque consigáis vuestras respuestas? -preguntó Elliot.
-Nada -replicó Vince.
-Nada en absoluto -corroboró Bob.
-¿Y cómo puedo estar seguro de eso?
Ante esta señal de rendición, el hombre alto se calmó un poco, aunque su rostro continuaba enrojecido por la ira.
-Ya te lo he dicho: una vez consigamos lo que queremos, nos marcharemos. Sólo queremos averiguar exactamente por qué la mujer de Evans quiere que se abra la tumba. Deseamos saber si alguien está detrás de ella, ya me entiendes. Y si hay alguien, debemos darle para el pelo. Pero no tenemos nada contra ti. Cuando consigamos LO que queremos, nos iremos, sin más.
-¿Y dejaréis que vaya a la Policía? -quiso saber Elliot.
-Esos malditos polis no nos asustan -repuso Vince con arrogan- -. Maldita sea, tampoco podrás decirles quiénes somos ni donde buscamos. No conseguirán nada. No llegarán a parte alguna. A nada. Y si acaso dieran con nuestra pista, podemos presionarles para que lo dejen correr a toda pastilla. Como bien te has imaginado, se trata de un asunto del Gobierno, un asunto de la seguridad nacional, algo gordo. El Gobierno está autorizado a pasar por alto todas las reglas, si lo considera oportuno; a fin de cuentas él es quien marca las reglas.
-Ésa no es la forma en que nos enseñaron el sistema en la Facultad de Derecho -les dijo Elliot.
-Eso es sólo en la teoría -intervino, mientras se arreglaba, nervioso, su corbata marrón.
-Eso es -prosiguió Vince-. Y esto es la vida real. Por lo que debes enfrentarte con los hechos... ¿Te sentarás en esa mesa y te comportarás como un buen chico?
-Por favor, Mr. Stryker -remató Bob.
-No -repuso Elliot.
Su intuitivo sentido del peligro, que se había afianzado durante sus años en el Servicio de Inteligencia militar, no estaba dormido; se encontraba muy despierto, una presencia dentro de él que había analizado la situación y que estaba tocando todos los timbres de alarma. Cuando aquellos hombres hubieran conseguido sus respuestas, le matarían. Estaba seguro de eso. Si fueran a dejarle con vida, no habrían empleado sus nombres auténticos delante de él. Y si no iban a matarle, tampoco desperdiciarían tanto tiempo pidiéndole que colaborase con ellos; hubieran empleado la fuerza sin vacilar. Buscaban ganarse su cooperación sin violencia porque no querían dejarle señales, y la única razón para ello era porque deseaban que su muerte pareciera un accidente o un suicidio. El guión resultaba obvio. Tal vez un suicidio. Mientras se encontrara aún bajo la influencia de la droga, era probable que consiguieran obligarle a que escribiera una carta dirigida al juez en la que declaraba que se suicidaba, y fuera firmada de una forma legible e identificable. Luego le llevarían al garaje, le meterían en su pequeño «Mercedes» y le abrocharían el cinturón de seguridad; a continuación, pondrían el coche en march sin abrir la puerta del garaje. Estaría demasiado drogado para moverse y el monóxido de carbono haría el resto. Al cabo de uno dos días, alguien le encontraría allí, con el rostro de un color verde-gris, con la lengua oscura y fuera de la boca, los ojos saliéndosele de las órbitas mientras miraba a través del parabrisas, en aquel viaje hacia la muerte. Si en su cuerpo no aparecían señales que llamasen la atención, ni ningún tipo de lesiones incompatibles con la decisión del coroner de declararlo un suicidio, la policía quedaría satisfecha muy pronto. Estaba seguro de que las cosas se desarrollaría así, conocía las reglas y los movimientos en aquel juego.
-No -repitió, esta vez con voz más alta-. Hijos de puta si queréis que me siente en esa mesa, tendréis que arrastrarme haste ella.