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Segunda parte (14)

14

Elliot Stryke vivía en una casa muy grande y agradable, con vistas recorrido de golf del «Club de Campo» de Las Vegas. Las habitaciones eran cálidas, invitadoras, decoradas sobre todo en tonos sierra, conn muebles «Henredon», complementados con piezas de antigüedades de cuidadosa selección y con alfombras «Edward Fields». Poseía una buena colección de pinturas de Eyvind Earle, Jason Williamson, Larry W. Dyke, Charlotte Armstrong, Cari J. Smith y otros artistas qué se habían instalado en los Estados del Oeste y que, por lo general, extraían sus temas tanto del antiguo como del moderno Oeste.

Mientras le enseñaba toda la casa, se mostró ansioso por escuchaba la opinión de Tina, y ésta no se hizo esperar demasiado tiempo.

-Es preciosa -comentó-. Asombrosa. ¿Quién ha sido tu decorador de interiores?

-Pues lo tienes ante ti.

-¿De veras?

-Cuando yo era pobre, ansiaba que llegase el día en que tuviese una bonita casa, llena de objetos preciosos, arreglada por el mejor decorador de interiores. Luego, cuando conseguí el dinero, ya no deseé que un extraño amueblase la casa por mí. Quise pasarlo bien yo solo. Nancy, mi difunta mujer, y yo decoramos nuestro primer hogar. El proyecto se convirtió en una vocación para ella, y empleé en él casi tanto tiempo como el que dedicaba al ejercicio de mi profesión. Los dos recorrimos todas las casas de muebles desde Las Vegas a Los Ángeles y San Francisco, lo miramos todo, en los rastros y en las tiendas más lujosas que pudimos encontrar. Lo pasamos estupendamente. Y cuando ella murió..., descubrí que nunca me habituaría a aquella pérdida si me quedaba en un sitio que estaba tan lleno de recuerdos suyos. Durante cinco o seis meses, fui un desecho emocional porque cada objeto de la casa me hacía acordarme de Nancy. Por fin, me quedé con unos cuantos recuerdos, una docena de piezas que siempre me hablarían de ella, vendí la casa, me mudé, y compré ésta. Entonces, comencé a decorarlo todo de nuevo.

-No sabía que habías perdido a tu esposa -repuso Tina-. Quiero decir, que siempre pensé en un divorcio o algo parecido.

-Falleció hace tres años.

-¿Y qué ocurrió?

-Cáncer...

-Lo siento, Elliot.

-Por lo menos, fue algo rápido -comentó Elliot-. Un cáncer muy virulento. Murió un mes después de que le fuera diagnosticado.

-¿Estuvisteis mucho tiempo casados?

-Doce años -replicó.

Tina le puso una mano en el brazo.

-Sí. Sé como es un dolor así.

Tina habló con tal convicción que él pareció encontrarse más cerca de ella, y luego se percató de que tenían más en común de cuanto ellos mismos habían imaginado.

-Claro que sí. Tú también tuviste a Danny durante doce años, ¿no es eso?

-Sí. En lo que a mí respecta, sólo hace poco más de un año... desde que me quedé sola. En cambio, para ti son ya tres años. Tal vez podrías decirme...

-¿Qué?

-¿Nunca se acaba? -preguntó Tina.

-¿El dolor?

-Sí.

-Hasta ahora, no ha sido así -explicó-. Tal vez al cabo de cuatro años. O cinco. O diez. El dolor no es tan grande ya como en otro tiempo. Y tampoco es tan constante. Pero sigue habiendo momentos en que...

No concluyó y ella tampoco dijo nada más acerca de aquello; y, durante la larga velada, fue la única ocasión en que la conversación resultó sombría.

Acabó de mostrarle el resto de la casa, que ella quería ver. La habilidad de Tina para crear una revista musical que tuviera estilo no resultó ser ninguna casualidad; poseía gusto y un ojo muy agudo que, al instante, conocía la diferencia entre lo bonito y la auténtica belleza, entre la inteligencia y el arte. Elliot disfrutó discutiendo de antigüedades y pinturas con ella; pasó una hora en lo que parecieron ser sójo diez minutos.

La visita acabó en la amplia cocina, con su techo de cobre, su suelo de baldosas mexicanas y un equipo que poseía la calidad del de cualquier buen restaurante. Tina miró el congelador empotrado, inspeccionó el grill de un metro cuadrado, los dos hornos, el microondas y toda la serie de aparatos para facilitar el trabajo.

-Te has gastado una fortuna -comentó Tina al acabar su revisión-. Obviamente, tu práctica legal no es otra fábrica más de divorcios en Las Vegas.

Elliot sonrió.

-Soy uno de los socios fundadores de «Stryker, Cohén, Dwyer, Coffey y Napotino». Somos uno de los gabinetes de abogados más importantes de la ciudad. Sólo eso ya me concede un gran crédito. Hemos sido muy afortunados. Nos encontramos en el lugar preciso en el momento oportuno. Orrie Cohén y yo abrimos el gabinete en un despacho de un edificio de oficinas no muy caro, hace ya once años y medio; justo al principio del mayor boom que esta ciudad ha vivido jamás. Representamos a algunas personas con pocos medios económicos, empresarios que tenían un montón de buenas ideas pero no demasiado dinero para hacer frente a los honorarios legales. Algunos de nuestros clientes supieron moverse bien y se encontraron pronto en la cumbre del explosivo crecimiento de la industria del juego y del Cercado de bienes raíces de Las Vegas; y nosotros nos limitamos a subir junto a ellos, en el carro de los vencedores.

-Muy interesante -comentó Tina.

-¿De veras?

-Claro que sí.

-¿De verdad soy interesante?

-Eres muy modesto en lo de haberte hecho con una buena clientela en tu despacho se refiere, pero te conviertes en un egomaníaco en lo tocante a tus habilidades culinarias.

Él se echó a reír.

-Eso se debe al hecho de que soy, con mucho, mejor cocinero que abogado. Mira..., prepara unas bebidas mientras me quito el traje. Regresaré en cinco minutos y luego verás por ti misma de qué forma actúa un auténtico genio de la cocina.

-Y si no funciona -bromeó Tina-, siempre podemos coger el coche e irnos a «McDonald's» a comer unas hamburguesas.

-¡Filistea!

-Sus hamburguesas son muy difíciles de superar.

-Te obligaré a comer cuervo...

-¿Y cómo lo cocinarás? -preguntó Tina.

-De una forma muy divertida.

-Pues si lo cocinas de forma divertida, no sé si me apetecerá.

-Si yo cocinara un cuervo -le respondió él-, estaría delicioso. Te comerías hasta el último trozo, te chuparías los dedos y suplicarías que te diese más.

La sonrisa de Tina resultó tan encantadora, que él se hubiera, quedado allí toda la noche, sólo para mirar la suave curva de sus labios.

Elliot estaba asombrado del efecto que Tina le había causado. No podía recordar haber estado ni la mitad de torpe en la cocina como esa noche. Se le cayó el cucharón. Tiró latas y frasquitos de especias. Se olvidó de vigilar una cacerola, que hirvió más de la cuenta. Cometió un error al preparar el aliño de la ensalada y tuvo que comenzar de nuevo desde el principio. Ella lo ponía nervioso, y eso le encantaba.

-Elliot, ¿estás seguro de que no notas ahora los efectos de aquellos coñacs que has tomado en mi despacho?

-En absoluto.

-Entonces, será la bebida que te has tomado aquí.

-No. Sólo es mi estilo de cocinar.

-¿El tirar cosas es tu estilo?

-Le da a la cocina un aspecto agradable y habitual.

-¿Estás seguro de que no quieres ir a «McDonald's»?

-¿Se preocupan allí de dar a su cocina un aspecto agradable y habitual?

-No, sólo tiene magníficas hamburguesas...

-¿Sus hamburguesas tienen un aspecto agradable y habitual?

-... sus patatas fritas son estupendas.

-Por eso tiro las cosas -continuó Elliot-. Un cocinero no tiene que ser grácil para ser bueno.

-¿Debe tener buena memoria?

-Eh...

-Ese polvo de mostaza que estás a punto de verter en el aliño de la ensalada...

-¿Qué le pasa?

-Ya lo habías puesto hace un rato.

-¿De veras? Oh, Jesús... Gracias. No me gustaría tener que preparar esa maldita cosa por tercera vez...

Ella se echó a reír y, sin darse cuenta, tiró un pan italiano, grande y redondo, que estaba sobre la mesa, el cual rebotó en el suelo; y aterrizó en las baldosas mexicanas con un suave plaf...

-Eh, que también a ti te hace efecto el coñac -dijo él.

-No.

-Entonces, ¿qué es eso? Apuesto a que estás excitada por encontrarte aquí con un bribón tan guapo y de tanto éxito como yo.

-Naranjas de la china -repuso Tina-. Lo que pasa es que me gusta el pan un poco sucio.

-¿De veras te gusta el pan sucio?

-¿Nunca has oído ese viejo dicho de que «lo que no mata, engorda»?

-Pues lo emplearé con los huevos del desayuno.

Ella se echo a reír. Tenía una risa gutural que no era muy diferente a la de Nancy.

Se diferenciaba de Nancy en muchos aspectos; pero estar con ella era como encontrarse junto a su fallecida esposa. Resultaba muy agradable. Resultaba fácil hablar con ella, lo mismo que le sucedía con Nancy: era brillante, divertida, sensitiva.

Tal vez fuese muy temprano para asegurarlo, pero Elliot tenía la sensación de que el destino le iba a brindar una segunda oportunidad para ser feliz.

Cuando él y Tina se hubieron acabado los postres, Elliot sirvió sendas tazas de café para ambos.

-¿Aún deseas ir a «McDonald's» a tomarte una hamburguesa?

-La ensalada de setas, los fettuccini Alfredo, los zabaglione..., todo ha estado soberbio, hasta el último bocado -comentó Tina-. Realmente, sabes cocinar...

-¿Te mentiría acaso?

-Suponto que ahora me tendré que comer el cuervo (*En varios fragmentos de conversación de este capítulo ha siado la expresión “comer el cuervo”, que resulta intraducible conservando su doble sentido. En realidad equivalen a reconocer un error. N. del T.)

-Creo que ya lo has hecho.

-Y ni siquiera he notado las plumas.

Mientras Tina y Elliot habían estado bromeando en la cocina, incluso antes de que la cena hubiese quedado preparada por cornpleto, ella había comenzado a pensar que esa noche deberían acostarse Para cuando terminaron de cenar, sabía que eso era lo que iban a hacer. Elliot no la estaba presionando. En realidad, Tina tampoco le presionaba a él. Simplemente, ambos se veían arrastrados por las fuerzas naturales. Al igual que el impulso de una corriente de agua Como la implacable formación de un vendaval, donde luego surgen los rayos. A un nivel instintivo, ambos se habían dado cuenta de que se necesitaban mutuamente, tanto en el aspecto físico como mental y emocional, y que, con independencia de lo que sucediera entre ellos tenía que ser, por fuerza, algo correcto y bueno.

Fue inevitable.

Al principio, el desencadenamiento de aquella tensión sexual hizo que Tina se sintiera nerviosa. No se había ido a la cama con ningún hombre, excepto con Michael, durante los últimos catorce años, desde que cumpliera los diecinueve... Y ahora mismo hacía dos años que no se había acostado con ninguno en absoluto. De repente, le pareció que había realizado algo loco y estúpido al ocultarse como una monja durante aquellos dos años. Naturalmente, durante el primero de ellos, aún estaba casada con Michael, y se había sentido impulsada a serle fiel, aunque estuvieran ya en marcha una separación y un divorcio, y a pesar de que él no se viese compelido por un sentimiento moral de iguales características; y, más tarde, con la revista que debían producir y con la muerte del pobre Danny pesando con tanta fuerza sobre ella, tampoco se había sentido de humor para involucrarse en un romance. Pero, Dios mío, ahora se sentía como una muchacha sin la menor experiencia... Se preguntó si sabría que debía hacer. Temía portarse como una inepta, torpe y ridicula en la cama. Se dijo a sí misma que el sexo era igual que montar e bicicleta, algo imposible de olvidar, y lo idiota de esta comparación le hizo reír por dentro, pero no por ello aumentó la confianza en si misma. Sin embargo, poco a poco, mientras ella y Elliot realizaban los ritos estándar del cortejo, todos los impulsos y paradas sexualmente indirectos de una relación entre compañeros, la familiaridad de aquellos juegos acabaron de tranquilizarla.¡Resultaba asombroso que aquello pudiese parecerle tan familiar! Aunque habían pasado catorce años desde que jugaba a aquel juego, le pareció que había sido el día anterior. Desde luego, era un poco como eso de saber montar en bicicleta…

Después de cenar se dirigieron al estudio, donde Elliot encendió una usada chimenea de ladrillo. Aunque los días invernales en el desierto podían ser tan cálidos como los primaverales, que había sido el caso de ese mismo día, las noches invernales eran siempre frías, y ocasiones de lo más crudas, con un viento helado que gemía en las ventanas y aullaba incesantemente debajo de los aleros, aquel alegre fuego no estaba fuera de lugar.

Elliot cargó el estéreo con un montón de álbumes de Sinatra.

Tina se quitó los zapatos.

Estaban sentados en el sofá, uno junto al otro, enfrente de la chimenea, y observaban las llamas y el ocasional crepitar anaranjado, mientras escuchaban música, tomaban crema de menta, y hablaban, hablaban, hablaban. A Tina le hacía el efecto que habían conversado sin pausa durante toda la velada, conversando con una especie de tranquila urgencia, como si cada uno de ellos tuviese una vasta cantidad de información terriblemente importante que debía pasar al otro antes de separarse. Y cuanto más hablaban más cosas en común encontraban. Así se pasó una hora delante del fuego, y luego otra hora. Tina descubrió que Elliot Stryker le gustaba mucho más con cada cosa que aprendía acerca de él.

Tina nunca estuvo segura de quién fue el que inició la acción para el primer beso. Tal vez él se inclinó sobre ella, o tal vez ella se volvió hacia él. Pero antes de que se percatara de lo que sucedía, sus labios se encontraron con la mayor suavidad, de un modo breve. Y luego otra vez. Y otra. Y después él comenzó a plantar pequeños besos en todo su rostro: en su frente, en sus ojos, en sus mejillas, en su nariz, en las comisuras de su boca, en su mentón. Le besó las orejas, otra vez sus ojos, y dejó una cadena de besos a lo largo de su cuello y, cuando al fin, regresó a su boca, la besó con mayor profundidad que antes, y ella respondió al instante, abrió la boca, lo mordisqueó, lamiéndolo, e impulsó su lengua entre los labios del hombre, tomándole la lengua en su boca.

Las manos de Elliot se deslizaron con lentitud por el cuerpo de Tina y probaron su firmeza y resistencia, y ella también le tocó, con cariño, le apretó los hombros, los brazos, los fuertes músculos de su espalda. Nunca le había sentado mejor a Tina sentir lo que él experimentaba en aquel momento.

Como en un sueño, salieron del estudio y se fueron al dormitorio de Elliot. Éste conectó una lamparita de débil luz, al lado de la y abrió las sábanas de la cama.

Durante el minuto en que Elliot estuvo apartado de ella, Tina teminó que el encanto se hubiese quebrado. Pero cuando él regresó, le besó con timidez y se encontró con que nada había cambiado; entonces, se apretó contra él una vez más.

Le abrazó con firmeza mientras se besaban, y él le oprimió el trasero con las dos manos. Tina sintió como si ambos hubiesen estado así, de esa misma forma, trabados en un abrazo, muchas veces ya.

-Apenas nos conocemos -susurró ella.

-¿Es así como sientes?

-No.

-Yo tampoco.

-Te conozco muy bien.

-Desde hace milenios.

-Sin embargo, sólo hace dos días.

-¿Tanto? -preguntó él.

-¿Qué opinas?

-Para mí no ha pasado tan de prisa.

-No ha pasado en absoluto de prisa -convino ella.

-¿De veras?

-Positivo.

-Estás maravillosa.

-Ámame...

Elliot no era un hombre particularmente robusto, pero la cogió en brazos como si fuese una niña.

Tina se aferró a él. Vio un anhelo y una necesidad en sus oscuros ojos, un deseo poderoso que era sólo de sexo en parte, y supo que la misma necesidad de ser amado y evaluado debía aparecer en sus ojos cuando él la miraba.

La llevó a la cama, la depositó allí y la urgió a que se echara. Sin apresurarse, con una anticipación sin aliento que iluminó su rostro^ la desnudó.

Él se quito sus propias ropas a toda prisa, se unió a Tina en la cama y la cogió entre sus brazos.

Exploró su cuerpo con lenta deliberación; primero, con los ojos, luego con manos amorosas y a continuación con los labios y la lengua.

Tina se dio cuenta de que se había equivocado al pensar que eL celibato constituía una parte de su período de duelo. La verdad era todo lo contrario. El sexo bueno y saludable con un hombre que la mimara, la habría ayudado a recuperarse mucho más de prisa de como había ocurrido, puesto que el sexo era la antítesis de la muerte una jocunda celebración de la vida, una negación de la existencia de la tumba.

La luz ámbar moldeó los músculos del hombre.

Bajó el rostro hacia el de ella. Se besaron.

Ella deslizó una mano entre ellos, y le oprimió y le acarició.

Se sentía sensual, sin vergüenza, insaciable.

Cuando la penetró, Tina dejó que sus manos viajasen por el cuerpo de Elliot, junto a sus esbeltos costados.

-Eres tan suave -susurró él.

Comenzó el ritmo del amor, tan antiguo como el mundo. Durante un prolongado momento, olvidaron la existencia de la muerte y exploraron las deliciosas y suaves superficies del amor. Y, en aquellas horas brillantes, les pareció que vivirían por siempre.