11
Tina se presentó en el «MGM Grand Hotel» a las dos menos diez, el miércoles por la tarde, y dejó su «Volkswagen» Rabbit para que el chico encargado de los coches lo aparcara.
El «Grand» era uno de los hoteles más populares de la ciudad, y ese último día del año estaba atiborrado. En el casino, que era tan grande como un campo de fútbol, había dos mil o tres mil personas por lo menos. Centenares de jugadores: mujeres muy jóvenes y guapas, abuelas de rostros angelicales; petimetres con téjanos y camisetas; hombres mayores con prendas costosas, pero ya un tanto ajadas; unos cuantos tipos con trajes con chaleco; vendedores, médicos, mecánicos, secretarias, abogados, estadounidenses de todos los Estados del Oeste; excursionistas de casi todas las ciudades del Este; turistas japoneses, algunos franceses, unos cuantos árabes. Todos se sentaban a las mesas del blackjack, moviendo dinero y fichas. A veces retiraban sus ganancias; otras, aferraban con ansia las cartas servidas desde cinco puestos. Cada jugador reaccionaba de todas las maneras previsibles: algunos rugían de gozo; otros gruñían, varios sonreían a su pesar y meneaban la cabeza; algunos bromeaban con los crupieres rogándoles que les diesen mejores cartas y, finalmente, otros eran silenciosos, educados, atentos y con apariencia de hombres de negocios, como si creyeran que estaban enzarzados en alguna forma razonable de planificación de inversiones. Centenares de otras personas permanecían de pie detrás de los jugadores; se dedicaban a observar, o aguardaban hasta que quedaba algún asiento libre. En las mesas de dados, la muchedumbre, compuesta casi toda por hombres, era más bulliciosa que los aficionados al blackjack; gritaban, aullaban, bromeaban, gruñían, jaleaban al que tiraba los dados y lo imprecaban en voz alta. A la izquierda, las máquinas tragaperras ocupaban toda la extensión del casino, hilera tras hilera de ellas, brillantes, y alegremente iluminadas, atendidas por jugadores que se mostraban más habladores que los jugadores de cartas, pero no tan vocingleros como los tiradores de dados. A la derecha, más allá de las mesas de dados, a mitad de camino de la larga sala, elevada respecto del suelo Principal, se encontraban los puestos de mármol blanco y bronce del bacarrá, a los que asistían un grupo más opulento y tranquilo de jugadores; en ellos, tanto el crupier jefe como los ayudantes llevaban esmoqúines blancos. Y en todos los rincones del gigantesco casino, había camareras de cócteles con sus cortos y escotados vestidos, que revelaban unas piernas largas, y de generosos escotes; iban de acá para allá, de un lado a otro, como si fuesen los hilos que mantenían unida a aquella muchedumbre.
Tina se abrió paso por entre los mirones que pululaban por el amplio pasillo central y localizó a Michael casi en seguida. Era el que llevaba el juego del blackjack en una de las primeras mesas. Se trataba de un juego con una apuesta mínima de cinco dólares, y las siete sillas aparecían ocupadas. Michael sonreía y charlaba con los jugadores. Algunos crupieres eran fríos y poco comunicativos, pero Michael siempre decía que el día pasaba más de prisa si uno se comportaba amistosamente con el público. No era de extrañar que fuese uno de los crupieres que más propinas recibía.
Michael, esbelto y rubio, con unos ojos casi tan azules como los de Tina, tenía gran parecido con Robert Redford, casi resultaba demasiado guapo. Tampoco resultaba sorprendente que las jugadoras le diesen más propinas, y con más generosidad, que los hombres.
Cuando Tina se introdujo en el pequeño espacio que había entre las mesas y captó la atención de Michael, la reacción que observó en éste fue muy diferente a la que ella había esperado. Creyó que su sola presencia haría desaparecer la sonrisa de su rostro. Pero, en vez de ello, su sonrisa se ensanchó y pareció existir auténtico deleite en sus ojos.
Estaba barajando los naipes cuando la vio y continuó haciéndolo mientras hablaba:
-Eh, hola. Estás guapísima, Tina. Un auténtico placer para unos cansados ojos.
Ella no estaba preparada para que él se portara con tanta amabilidad, y se quedó un tanto confusa ante lo afectuoso de su saludo.
-Eh..., gracias...
-Es un suéter muy bonito. Me gusta. El azul es el color que te favorece más.
Tina esbozó una tonta sonrisa y trató de recordar que había ido para acusarle de llevar a cabo una broma muy cruel con ella.
-Oye, Michael, necesito hablar contigo.
El hombre miró su reloj.
-Dentro de cinco minutos, tendré un rato de descanso.
-¿Dónde puedo encontrarte?
-¿Por qué no me esperas exactamente donde estás? Podrás ver cómo estas amables personas me sacan un montón de dinero.
Todos los que jugaban en la mesa sonrieron, y por todas partes se levantaron comentarios acerca de la remota posibilidad de que llegaran a ganar a su crupier.
Michael sonrió también e hizo un guiño a Tina.
Ésta no tuvo más remedio que exhibir una ancha sonrisa.
Aguardó, impaciente, a que aquellos cinco minutos transcurrieran. Nunca se encontraba a gusto en un casino cuando estaba lleno. La frenética actividad y la excitación sin fin, que a veces se cargaba de histeria, le descomponían los nervios.
La amplia sala era tan ruidosa que aquella mezcla de sonidos parecía haberse convertido en una sustancia visible, como una neblina húmeda y amarillenta que colgase en el aire. Las máquinas tragaperras en marcha sonaban, zumbaban, silbaban, traqueteaban; las monedas tintineaban en las bandejas de alta resonancia de los plenos, que habían sido diseñados para atraer a los buscadores de fortunas de todo el casino. Las bolas chocaban en torno de las ruedas giratorias de las ruletas. Una banda de cinco miembros, con potentes amplificadores, tocaba música pop desde el pequeño escenario en el abierto salón de los cócteles, más allá y ligeramente por encima de las máquinas tragaperras. El sistema de avisos no hacía más que atronar nombres. El hielo entrechocaba en los vasos, mientras los jugadores bebían y jugaban. Y todo el mundo parecía hablar al unísono.
Cuando a Michael le llegó el momento de su descanso, un crupier sustituto se hizo cargo de la mesa, y Michael salió del pozo del blackjack, hasta llegar al pasillo central.
-¿Quieres hablar conmigo?
-Aquí no -replicó Tina, medio gritando-. No me oigo ni a mí misma.
-Vayamos a la galería comercial.
-Muy bien.
Para llegar a las escaleras mecánicas que los conducirían a la galería comercial de la planta baja, era necesario cruzar todo el casino. Michael le abrió paso, apartando con educación a aquella muchedumbre de día de fiesta, y Tina avanzó de prisa tras su estela, antes de que la senda abierta por él se cerrara de nuevo.
Cuando iban por la mitad de la larga sala, se detuvieron en un claro donde un nombre de mediana edad estaba caído de espaldas, inconsciente, delante de una mesa de blackjack. Llevaba un traje beige, una camisa crema, y una corbata estampada a juego. Detrás de su cabeza se veía un taburete caído, y varias fichas verdes por valor de unos centenares de dólares se hallaban esparcidas por la alfombra a su alrededor. Dos guardias de seguridad uniformados le practicaban los primeros auxilios, aflojándole la corbata y el cuello de la camisa y tomándole el pulso, mientras un tercer guardia de seguridad alejaba del lugar a los clientes curiosos.
-¿Un ataque al corazón, Peter? -preguntó Michael.
El tercer guardia miró a su alrededor.
-Hola, Mike. No, no creo que se trate del corazón. Parece una combinación de «desmayo de blackjack» y «vejiga de bingo». Llevaba sentado a aquella mesa ocho horas seguidas.
En el suelo, el hombre del traje beige gimió; sus párpados temblaron.
Meneando la cabeza, obviamente divertido, Michael rodeó el claro y pasó a través de la multitud hasta el otro lado.
Cuando al fin llegaron al final del casino y ya se encontraban en la escalera mecánica que conducía a la galería comercial, Tina inquirió:
-¿Qué significa eso de «desmayo de blackjack»?
-Algo estúpido, eso es lo que significa -explicó Michael, aún sonriente-. El tipo se sienta a jugar a las cartas y está tan ensimismado que pierde la noción del tiempo, que es, en realidad, lo que la dirección desea que haga, por supuesto; por eso no hay ventanas ni relojes en un casino. Pero, al cabo de un rato, el tipo pierde la noción del tiempo, no se levanta durante horas y horas, y sigue jugando como un auténtico zombi. Mientras tanto, también bebe demasiado. Cuando por último se levanta, lo hace demasiado aprisa. La sangre se le va de la cabeza y, bang, se desmaya. Ése es el «desmayo del blackjack».
-Ah...
-Es algo que vemos a menudo.
-¿Y lo de la «vejiga de bingo»?
-Algunas veces, un jugador se absorbe tanto en el juego que, virtualmente, queda hipnotizado. Ha estado bebiendo de manera regular, pero se encuentra tan sumido en ese trance que ignora por completo la llamada de la Naturaleza, hasta que lo acomete un espasmo en la vejiga. Si se trata de uno muy grave, los conductos se bloquean; no puede aliviarse solo y tienen que llevarlo al hospital para introducirle unos catéteres.
-Dios mío, ¿lo dices en serio?
-Claro...
Abandonaron las escaleras mecánicas y penetraron en la galería comercial. Cantidades ingentes de personas pasaban por allí ante las tiendas de souvenirs, las galerías de arte, las joyerías, sastrerías muchos tipos más de comercios al por menor, pero no se encontraban tan apretujados como arriba, en el casino.
-Sigo sin ver ningún lugar donde poder hablar en privado -comentó Tina.
-Vayamos primero a la heladería y nos compraremos un par de cucuruchos de pistacho. ¿Qué te parece? El pistacho te ha gustado siempre.
-No me apetece un helado, Michael.
Había perdido ya el impulso de cuando la ira la dominaba, y ahora temía estar olvidando el propósito que había albergado al ir a verlo. Por todos los medios Michael trataba de mostrarse amable. Aquello no era lo que ella había esperado. Y no le parecía lógico que Michael se comportara de aquella manera con ella. Por lo menos, no era el Michael que conociera durante los últimos años. En los primeros tiempos de casados, se había mostrado divertido, encantador, fácil de rnanejar, pero no se había portado de esa manera con ella desde hacía mucho, mucho tiempo. Quedó más bien anonadada.
-No quiero helado -repitió-. Sólo deseo hablar.
-Bueno, pues si no quieres un poco de pistacho, yo sí. Me compraré un cucurucho y saldremos afuera: daremos un paseo por el estacionamiento. Hace un día bastante cálido.
-¿Cuánto dura tu descanso?
-Veinte minutos. Pero no estoy muy a buenas con el jefe. Si no regreso a tiempo, me empapelará.
La heladería se encontraba en el extremo de la galería comercial, cerca del cine, en el que sólo ponían películas de la «MGM». Mientras andaban, Michael siguió con su intento de distraerla, y comenzó a describirle otras enfermedades fuera de lo corriente a las que los jugadores eran propensos.
-Hay lo que llamamos el «ataque del pleno» -siguió Michael-. Durante años y años, la gente regresa de su viaje a Las Vegas y cuenta a todos sus amigos lo bien que le ha ido en el juego. Todo el mundo pretende haber ganado. Y cuando, de repente, alguien consigue un pleno, sobre todo en una máquina tragaperras, donde las cosas ocurren en un abrir y cerrar de ojos, se queda tan sorprendido que se desmaya. Los ataques al corazón son más frecuentes alrededor de las máquinas tragaperras que en cualquier otro juego del casino, y un montón de víctimas son personas que acaban de mover tres palancas y les sale un pleno.
»También está el "síndrome de Las Vegas". Eso ocurre cuando alguien, él o ella, pues esto les sucede a las mujeres tan a menudo como a los hombres, se emperra con los juegos y va de uno a otro, hasta el punto de que se olvida de comer durante un día o más. De todos modos, cuando finalmente tiene hambre y se percata de que no ha comido, se traga unas opíparas raciones; entonces, la sangre se le baja de la cabeza al estómago, y se desmaya en mitad del restaurante. Por lo general, no es peligroso, excepto si aún tiene un bocado en la garganta al perder el sentido, pues pueden morirse por asfixia.
»Pero mi favorito es el que llamamos "síndrome de deformación del tiempo". La gente llega aquí desde un montón de sitios aburridos, y, para ellos, Las Vegas es algo parecido a una Disneylandia para adultos. Hay muchos sitios adonde ir, mucho que ver y mucho que hacer, una excitación constante, que hace a la gente salirse de su ritmo habitual. Se van a la cama al amanecer y se levantan por la tarde; así, pierden la noción de cuándo es de día o de noche. Si la excitación dura algún tiempo, van a pagar la cuenta y entonces descubren que su fin de semana de tres días se ha convertido en uno de cinco días. No acaban de creérselo. Imaginan que quieren cobrarles de más y discuten con los recepcionistas. Cuando alguien les enseña un calendario o un periódico del día, se quedan conmocionados de veras. Han sido objeto de una deformación del tiempo y han perdido un par de días. ¿No es algo raro?
Michael siguió aquella charla amistosa hasta que se compró el cucurucho. Luego, mientras salían por la puerta trasera del hotel y andaban por el área de la zona de estacionamiento no vigilada, bajo el calor de dieciocho grados de un sol invernal, Michael prosiguió:
-Entonces, ¿de qué querías hablarme?
Tina no estuvo segura de cómo empezar. Su intención original había sido acusarle de haber destrozado el cuarto de Danny; estaba preparada para enfrentársele con violencia para que, aunque él no pretendiera que se enterara de que no lo había hecho, llegara, a su debido momento, y contra su voluntad, a reconocer su culpabilidad. Pero ahora, si empezaba por unas acusaciones graves después de haberse mostrado tan complaciente con ella, daría la sensación de ser una arpía histérica, y si aún le quedaba alguna ventaja, acabaría perdiéndola en un santiamén. Al fin se decidió.
-En la casa están pasando cosas extrañas -comenzó a hablar.
-¿Extrañas? ¿Como cuáles?
-Creo que alguien ha entrado durante mi ausencia.
-¿Lo crees?
-Pues... bueno, estoy segura de ello.
-¿Cuándo ha ocurrido?
Al pensar en las tres palabras de la pizarra, ella contestó:
-Tres veces la semana pasada.
Él detuvo el paseo en seco y se la quedó mirando:
-¿Tres veces?
-Sí. Anoche fue la última.
-¿Y qué dice la Policía?
-No la he avisado.
Michael frunció el ceño.
-¿Por qué no?
-Pues, sobre todo, porque no se llevaron nada.
-¿Me estás diciendo que alguien ha entrado tres veces en la casa y no ha robado nada?
Si Michael fingía inocencia, era mucho mejor actor de lo que Tina había pensado, y eso que creía conocerle muy bien. A fin de cuentas, había vivido con él durante mucho tiempo, a través de años de felicidad y años de miseria, y había llegado a conocer los límites de su talento para el engaño y la falsedad. Siempre sabía cuándo mentía. Y ahora no creía que lo estuviese haciendo. Había algo peculiar en sus ojos, en su especulativa expresión, pero no encerraba engaño. Parecía ignorar de buena fe, lo que hubiera podido ocurrir en la casa. Tal vez no tuviera nada que ver con ello.
Pero si Michael no había devastado el cuarto de Danny, si Michael no había escrito aquellas palabras en la pizarra, ¿quién lo había hecho?
-¿Y por qué iba alguien a entrar y salir sin llevarse nada? -preguntó Michael.
-Creo que sólo intentan trastornarme y asustarme.
-¿Quién querría hacer algo así? -preguntó él, con auténtica preocupación.
Ella no supo qué contestar.
-Nunca has sido la clase de persona que se crea un montón de enemigos -comentó Michael-. Eres una mujer a la que resulta muy difícil odiar.
-Pues tú lo has conseguido -replicó Tina, y aquello fue lo más cerca que estuvo de acusarle de algo. Él parpadeó, sorprendido.
-Oh, no. No, no, Tina. Yo nunca te he odiado. Quedé decepcionado por el cambio que habías dado. Estaba furioso contigo. Furioso y dolido. Eso lo admito. Por mi parte, hubo una gran cantidad de amargura. Es cierto. Pero lo que nunca hubo fue odio.
Ella suspiró.
Michael no había puesto patas arriba el cuarto de Danny. Ahora estaba absolutamente segura de eso.
-¿Tina...?
-Lo siento. No debería haberte molestado. En realidad, no estoy segura de por qué lo he hecho -le mintió-. Debería haber llamado a la Policía en seguida.
Michael chupó de su helado y la estudió durante un momento. Luego la sonrió.
-Comprendo -dijo-. Te resulta difícil darle vueltas al asunto. No sabes cómo empezar. Y por eso me has venido con esa historia.
-¿Historia? Michael, no se trata de ninguna historia.
-Relájate. Vale, Tina, vale -contestó él con la mayor amabilidad.
-Alguien ha estado entrando en la casa.
-Comprendo como te sientes.
Su sonrisa cambió; ahora se le veía muy pagado de sí mismo.
-De veras que lo comprendo, Tina -prosiguió, gentil, con un tono en la voz tranquilizador y, en cierto modo condescendiente-. No necesitas ninguna excusa para llevar a cabo lo que has venido a nçhacer. No precisas de ninguna historia acerca de que alguien se dedica a entrar en la casa. Lo comprendo, y estoy contigo. Así que, adelante. No te sientas incómoda por ello. Simplemente, ve al grano, vamos, adelante, y cuéntamelo. La mujer quedó perpleja.
-¿Decir, qué?
-Permitimos que nuestro matrimonio se saliese de madre. Pero, al principio, y durante bastantes años, tuvimos una gran relación entre manos. Podemos probar de nuevo, si realmente es eso lo que deseamos.
Tina se quedó atónita.
-¿Hablas en serio?
-En los últimos días no he hecho más que pensar acerca de esto. Cuando te he visto entrar en el casino, hace un rato, he sabido que yo estaba en lo cierto. En cuanto te vi, pensé que todo se iba a desarrollar exactamente como me lo había imaginado.
-¿Lo dices en serio?
-Pues claro que sí -prosiguió él, equivocándose al creer que el asombro de Tina era sólo de felicidad-. Ahora que has conseguido convertirte en productora, sentarás la cabeza. Eso tiene mucho sentido, Tina.
Sentar la cabeza, pensó furiosa. Aún insistía en considerarla una mujer con devaneos, y que pensaba por fin en formalizarse tras convertirse en una gran productora en Las Vegas. ¡Qué insufrible hijo de puta! Estaba furiosa, pero no replicó; no confiaba en sí misma, y ponerse a hablar..., temía que empezaría a gritarle en el mismo instante de abrir la boca.
-Existe mucha más vida que el llevar a cabo una carrera y probar de acá para allá -prosiguió Michael, con acento pontificador-. La vida hogareña cuenta también. El hogar y la familia. Eso también debe considerarse parte integrante de la vida. Y tal vez constituya la más importante. Esos últimos días, cuanto tu revista empezaba a estar ya lista para el estreno, he tenido la sensación de que, por fin, te percatabas de que necesitabas algo más en la vida, algo bastante más satisfactorio en el aspecto emocional que cualquier otra cosa que extraigas al dedicarte a montar espectáculos de revista.
La ambición de Tina había sido, en parte, la que les llevó a la disolución de su matrimonio; el problema no era sólo que ella tuviera unos auténticos anhelos de triunfar; el problema radicaba, sobre todo, en la actitud infantil de Michael hacia ella. Era feliz al ser crupier de blackjack; su salario y sus buenas propinas bastaban, según él, y estaba contento de deslizarse así a través de los años. Pero sólo dejarse llevar por las corrientes de la vida no resultaba suficiente para ella. Mientras Tina había luchado por pasar de bailarina a regidora de vestuario; de regidora a coreógrafo, de revistas de salones; de coordinadora a productora, Michael no se había mostrado contento con el compromiso que ella ponía siempre en su trabajo. De esa forma, les había dejado a un lado, a él y a Danny. Ella estaba convencida de que ninguno de los dos tenía motivos para creer que su importancia en la vida de ella había disminuido. Danny había sido maravilloso; Danny la había comprendido. Michael no había podido o querido hacerlo. Poco a poco, el disgusto de Michael respecto de su ambición se había complicado con una emoción más sombría; comenzó a sentir celos ante el menor de los éxitos de Tina. Ésta había tratado de animarlo para que prosperase en su propia línea de trabajo: de crupier, a jefe de sala; después a jefe de sección, hasta llegar a puestos más altos en la dirección del casino. Pero él no tenía la menor intención de trepar por aquella escalera. Se volvió orgulloso y petulante. Llegado el momento, intimó con otras mujeres. Ella quedó conmocionada ante la reacción de Michael, luego, confusa y, al final, profundamente entristecida. La única manera que tenía de conservar a su marido en aquellos momentos hubiera sido abandonar su nueva carrera; pero ella se negó a hacer algo así.
Un día, Michael dijo con claridad que, de hecho, nunca había amado a la auténtica Christina. No se lo dijo en la cara, mas con su conducta sí lo hizo. Sólo había adorado a la corista, a la bailarina, a aquella cosa adorable que todos los demás hombres codiciaban, la hermosa mujer cuya sola presencia a su lado había halagado su ego. Mientras siguió de bailarina, le dedicó la mayor parte de su vida, se colgó de su brazo, y sonrió y pareció deliciosa, gozó de toda la aprobación de su marido. Pero en el momento en que deseó ser algo más que un simple objeto sexual, él se rebeló. Herida mortalmente ante aquel descubrimiento, Tina se limitó a concederle la libertad que él tanto había deseado.
Y, ahora, pensaba que ella volvería a su lado arrastrándose. Ésa había sido la razón de que sonriera cuando vio a Tina al lado de su mesa de blackjack. Ésa era la razón de que se hubiera mostrado tan encantador. La enormidad de su ego la dejó atónita.
Michael permaneció a su lado, entre los rayos del sol, su blanca camisa decorada con las bandas de luz reflejada que emitían los parachoques cromados de los coches estacionados, y no hizo otra cosa que favorecerla con aquella sonrisa suya, autosatisfecha y superior, que hizo sentir a Tina tan fría como debería ser aquel día invernal.
En un tiempo, años atrás, Tina lo había amado, lo había amado mucho. Pero ahora no podía imaginarse ni comprender la razón de sus sentimientos.
-Michael, por si aún no te has enterado, te diré que Magyck! es un éxito. Un verdadero éxito.
-Claro que sí -respondió él-. Ya lo sé, cariño. Y estoy muy contento de ti. Estoy contento por ti y por mí. Ahora que ya has probado todo aquello que querías demostrar, podrás relajarte al fin.
-Michael, tengo intención de seguir con mi trabajo como productora. Y no voy a...
-Oh, no espero que lo dejes -respondió con la mayor magnanimidad-. No, no. Claro que no. Es bueno para ti tener algo a lo que dedicarte. Ahora lo comprendo. Pero con Magyck! representándose con éxito, no tendrás ya muchas cosas que hacer; será como antes...
-Michael... -comenzó a hablar, en un intento de decirle que montaría otra revista al año siguiente, que no deseaba verse representada sólo por una producción causal, y que ya tenía proyectos para Nueva York y Broadway, donde el retorno de los musicales estilo Bushy Berkeley se recibía con gritos de alborozo.
Pero él estaba tan enzarzado con sus fantasías, que no deseó tener nada que ver con ello. Michael la interrumpió mucho antes de que dijese algo más aparte de su nombre de pila.
-Podemos conseguirlo, Tina. En una ocasión funcionó, en los primeros años. Y puede ocurrir de nuevo. Aún somos jóvenes. Teñemos la oportunidad de empezar otra familia. Tal vez incluso un par de chicos y otro de chicas. Eso es lo que siempre he deseado.
Cuando efectuó una pausa para seguir chupando su helado, ella intervino.
-Michael, ésa no es la forma en que funcionarán las cosas.
-Bueno, tal vez tengas razón. Quizás una familia muy grande no sea buena idea en estos tiempos, con la economía tan mal y tanto barullo como hay en el mundo. Pero nos podemos permitir un par por lo menos, y tal vez tengamos la suerte de que sea la parejita, un niño y una niña. Por supuesto, habrá que esperar un año o algo así. Estoy convencido de que hay un montón de trabajo en una revista como Magyck!, incluso después del estreno. Aguardaremos a que estés segura de que todo irá sobre ruedas, hasta que ya no te ocupe demasiado tiempo. Entonces podremos...
-¡Michael, basta! -lo interrumpió ella con brusquedad. Él parpadeó.
-En la actualidad no siento ningún vacío -empezó-. Y no anhelo una vida doméstica. No me conoces más que cuando nos divorciamos.
La expresión de sorpresa de Michael fue convirtiéndose, poco a poco, en otra de preocupación.
Tina prosiguió:
-No me he inventado esa historia acerca de que alguien está; entrando en la casa para que tú desempeñes el papel de hombre fuerte y de confianza, ante mi comportamiento típico de una mujer débil y asustada. Es verdad que alguien ha entrado... He venido a verte porque pensé... Bueno, eso ya no importa...
Se dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta trasera del hotel, por la que habían salido minutos antes.
-¡Aguarda! -exclamó Michael-. Tina, espera...
Ella se detuvo y lo miró.
Él corrió a su lado.
-Lo siento. Es culpa mía, Tina. He cometido una imbecilidad. Jesús, no he hecho más que farfullar como un idiota. No te he dejado decírmelo a tu manera. Sabía que lo deseabas, pero debí permitir que te expresases a tu propio ritmo. Estaba equivocado. Pero, en realidad, me encontraba muy excitado, Tina. Eso es todo. Debí haberme callado y dejar que tú lo expresaras primero a tu modo. Lo siento. Realmente, lo siento, cariño.
Había vuelto su gratificante y juvenil sonrisa.
-No me dejes decir tonterías. Ambos queremos lo mismo: una vida hogareña, familiar. No debemos dejar pasar esta oportunidad.
Ella le miró, furiosa.
-Sí, deseo una vida hogareña, una satisfactoria vida familiar. En esto tienes razón. Pero estás equivocado en todo lo demás. No quiero ser productora sólo para tener una actividad suplementaria en la que ocuparme. Ocuparme... Michael, eso es una estupidez. Nadie saca a la luz una revista como Magyck! por casualidad. No puedo creer que hayas dicho eso. No ha sido una juerga, sino una experiencia dura, que me ha debilitado tanto mental como físicamente, pero he disfrutado de cada minuto empleado. Y lo intentaré con mucho gusto de nuevo. Una vez, y otra, y otra... Produciré revistas que hagan parecer a Magyck! en comparación una cosa de aficionados. Y algún día tal vez sea madre de nuevo. Y también seré una condenada buena madre. Una buena madre y una buena productora. Tengo la inteligencia y el talento suficientes para ser algo más que tu capricho y tu ama de casa.
-Un momento, un momento -replicó él, que comenzaba a encolerizarse-. Espera un poco. No debes...
Tina lo interrumpió. Durante años, se había sentido lastimada y amargada. Nunca había querido provocar sus accesos de ira porque, al principio, quiso ocultárselo a Danny; no deseó, de ningún modo, que él se volviera contra su padre. Más tarde, una vez Danny murió, reprimió sus sentimientos porque sabía que, verdaderamente, Michael había sufrido por la pérdida de su hijo, y no había querido añadir todo eso a sus miserias. Pero, en ese momento, parte de esta acidez salió a flote, y por eso le cortó al principio de una frase y dijo:
-Te equivocas si has creído que he venido aquí arrastrándome. ¿Por qué diantres haría una cosa así? ¿Qué puedes darme que no consiga en cualquier otra parte? Además, tampoco has tenido nunca mucho que dar. Sólo das cuando estás seguro de que recibirás el doble, por lo menos, a cambio. Básicamente, lo que mejor haces es tomar, Mike. Y antes de que me cuentes más paparruchadas acerca de tu gran amor por la vida familiar, quiero que sepas que yo no fui la que rompió nuestra familia. Yo no me dediqué a ir de cama en cama.Tú fuiste quien empezó a follarse cualquier cosa que respirase, y luego te vanagloriabas de estos amoríos fáciles, y lo hacías para herirme, nada más que por eso. Eras tú quien no regresaba a casa por las noches. Eras tú el que desaparecía los fines de semana con sus amiguitas. Y déjame decirte algo más, Michael. Todos esos fines de semana en la cama con otras me rompieron el corazón, y eso era lo que pretendías en realidad; y todo te iba de perlas. Pero nunca te paraste a pensar el efecto que tus ausencias tenían en Danny, ¿verdad? Si es verdad que amas tanto la vida familiar, ¿por qué no pasabas todos aquellos fines de semana con tu hijo?
-Así que no sé dar, ¿verdad? ¿Quién te regaló la casa en que vivíamos? ¿Quién tuvo que marcharse a un apartamento cuando nos separamos? y ¿quién se ocupa de la casa todavía?
Mike intentaba desviarla de su objetivo y cambiar el curso de sus argumentaciones. Tina se dio cuenta en seguida de lo que pretendía, y no estuvo dispuesta en lo más mínimo a que la distrajeran de su idea principal.
-¡No te hagas el patético, Michael! -dijo-. Sabes condenadamente bien que el pago de la casa salió, en mayor parte, de mis ingresos. Siempre empleabas tu dinero en coches deportivos y en buena ropa. Yo pagué el préstamo. Y eso lo sabes bien. Y nunca te he pedido que me pasaras pensión alimenticia. Además, todo eso no tiene nada que ver con lo que hablamos. Estamos hablando de la vida familiar, de Danny.
-Pues ahora eres tú quien ha de escucharme -la interrumpió Michel, con acritud.
-No. Te toca escuchar a ti, al fin te ha llegado el turno de escuchar. Si es que sabes hacerlo. Debías haberte llevado a Danny aquellos fines de semana, si es que no deseabas estar cerca de mí. Podías haberte ido de acampada con él. O haberle llevado un par de días a Disneylandia. O al río Colorado a pescar. Pero estabas demasiado ocupado en usar todas aquellas furcias para lastimarme y para probarte a ti mismo el garañón tan estupendo que eras. Podrías haber disfrutado todo ese tiempo con tu hijo. Él te echaba de menos, Michael; no comprendía por qué no estabas allí. Si hubieras pasado aquel precioso tiempo con él... Pero no deseabas hacerlo. Y tal y como se desarrollaron los acontecimientos, a Danny no le quedaba ya mucho tiempo...
Michael tenía el rostro blanco y temblaba. Sus ojos se habían oscurecido de rabia.
-Eres la maldita puta de siempre...
Tina suspiró y se encogió de hombros. Se sentía agotada. Cuando acabó de decirle todo lo que llevaba dentro, se sintió placenteramente agotada, como si alguna energía, diabólica y nerviosa, la hubiese abandonado.
-Eres la misma puta hinchapelotas de siempre -concluyó Mike.
-No quiero pelearme contigo, Michael. Incluso lamento si algo de lo que he dicho acerca de Danny te ha lastimado; aunque, Dios bien lo sabe, merecías escucharlo. De veras, tampoco quiero herirte. Puede sonarte raro, pero es verdad que ya no te odio. No siento nada por ti. Nada en absoluto.
Se apartó y lo dejó allí, bajo el calor del sol, con el helado derritiéndosele en la mano.
Atravesó la galería comercial, subió por las escaleras mecánicas al casino y se abrió paso entre la ruidosa muchedumbre que se agolpaba ante las puertas de entrada. Uno de los chicos del estacionamiento le llevó su coche, y lo condujo a través de la curvada entrada de coches del «MGM Grand Hotel». Se dirigió hacia el «Desert Mirage», donde tenía un despacho y le aguardaba trabajo que realizar.
Había conducido sólo una manzana cuando se vio forzada a apartarse a un lado de la calzada. No podía ver por dónde iba: unas ardientes lágrimas rodaban por su rostro. Estacionó bien el coche y, ante su propia sorpresa, comenzó a sollozar con fuerza.
Al principio no supo la razón; simplemente, se rindió a aquel dolor que la atravesaba por entero, sin hacerse la menor pregunta al respecto. Al cabo de un rato, decidió que lloraba por Danny. Por aquel pobre y dulce Danny. Apenas había comenzado a vivir. Aquello no era justo. Y también lloraba por sí misma, y por Michael. Lloraba por todas las cosas que podían haber sido, y por aquéllas que jamás serían.
Al cabo de unos momentos consiguió dominarse. Se enjugó los ojos y se sonó la nariz.
Regañándose, se dijo en voz alta:
-Deja de mostrarte tan lúgubre, por el amor de Dios... Ya lo has sido durante una buena parte de tu vida. Te has pasado deprimida casi todo el tiempo. Ahora debes intentar ser feliz, ¿no te parece? Piensa en cosas positivas. Tal vez el pasado no fue una gran cosa, pero el futuro tiene todo el aspecto de que va a ser condenadamente bueno.
Se inspeccionó el rostro en el espejo retrovisor para ver los daños, que las lágrimas habían causado en su maquillaje. Tenía mejor aspecto del que hubiera podido esperar. Aunque los rabillos de los ojos estaban algo enrojecidos, no era fácil que pudiera pasar por Drácula. Abrió el bolso, sacó el maquillaje y los polvos, y trató de eliminar el rastro de lágrimas lo mejor que supo.
Volvió a introducir el «Volkswagen» en medio del tráfico y se encaminó de nuevo hacia el «Desert Mirage».
Una manzana más allá, mientras aguardaba ante un semáforo en j, se percató de que tenía un misterio entre manos. Estaba segura de que Michael no había realizado aquellos destrozos en el dormitorio de Danny. Pero, en ese caso, ¿quién lo había hecho? Nadie más tenía la llave. Hubiera hecho falta un merodeador muy hábil par entrar allí sin dejar el menor rastro. Y, ¿por qué un ladrón de primera clase se marcharía sin llevarse algo? ¿Por qué iba a escalar la casa sólo por escribir en la pizarra de Danny y para estropear todas la cosas del niño?
Resultaba raro. Cuando sospechó que Michael era el autor aquel trabajo sucio, quedó turbada y deprimida; pero aquello no había asustado en realidad. Sin embargo, si en eso estaba involucradc un desconocido que deseaba infligirle más dolor a causa de la pérdic del niño, nada concordaba; y todo la asustaba, porque carecía de sentido. ¿Un extraño? Debía de serlo. Michael era la única persona que sabía que le había echado la culpa por la muerte de Danny. Ningún otro pariente o conocido había sugerido, en ningún momento, que ella fuese, indirectamente, responsable. Sin embargo, aquellas sarcásticas palabras de la pizarra y la destrucción llevada a cabo en el cuarto parecían obra de alguien que opinaba que ella era la culpable del accidente. Por lo tanto, eso significaba que debía de tratarse de una persona que ella ni siquiera conocía. ¿Qué extraño podría albergar unos sentimientos tan apasionados acerca de la muerte de Danny?
El semáforo se puso verde.
Un claxon sonó a su espalda.
Mientras atravesaba el cruce y penetraba en la entrada de coches que llevaba al «Desert Mirage Hotel», Tina no pudo sacarse de encima la constante sensación de que era observada por alguien que quería lastimarla. Miró por el retrovisor para observar si la seguían. Y le pareció que no había nadie detrás de ella.