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La noche había caído sobre la casa de los Evans, y un seco viento del desierto la azotaba. Un gato blanco de un vecino correteó por el césped, en persecución de un trozo de papel movido por el viento; el gato dio un salto, y falló su presa; hizo una voltereta, se asustó de sí mismo y salió corriendo como una centella hacia otro patio.
En el interior, la casa estaba casi en un silencio total. De vez en cuando el termostato del frigorífico se conectaba y se desconectaba, con un ronroneo. Un cristal flojo de la ventana del salón golpeaba ligeramente cuando una fuerte ráfaga de viento chocaba contra él. El sistema de calefacción se ponía en funcionamiento y, durante un par de minutos, de vez en cuando, la pantalla susurraba silenciosa al salir el aire caliente por las aberturas.
Poco antes de medianoche, el cuarto de Danny comenzó a enfriarse. En el pomo de la puerta, en la tapa del estéreo y en un par de otros objetos metálicos, el rocío comenzó a condensarse a causa del aire húmedo. La temperatura descendió con rapidez y las gotitas de agua se helaron. En la ventana apareció la escarcha. El estéreo se puso en marcha él solo.
Durante unos segundos el silencio fue roto con un chillido electrónico tan agudo como el filo de un hacha. Luego, aquel ruido chirriante cesó de repente y el selector de emisoras empezó a moverse con rapidez, adelante y atrás a lo largo del iluminado dial de la radio. Jetazos de música y fragmentos de voces crepitaron en un mágico montaje de audio, que llenó la fría estancia.
Pero en aquel momento, no había nadie en la casa para escucharlo.
La puerta del armario se abrió, se cerró, se abrió...
En el interior del armario, camisas y téjanos comenzaron a moverse en las perchas de las que colgaban y algunas prendas cayeron al suelo.
La cama empezó a dar sacudidas.
El expositor que contenía los nueve aviones de modelismo osciló, y golpeó repetidas veces contra la pared. Uno de los modelos se cayó de su estante; luego, dos más, después tres, luego otro, hasta que, en un momento, los nueve aviones formaron un informe montón en el suelo.
En la pared, a la izquierda de la cama, un cartel de Willie Starge se rasgó por la mitad.
El dial de la radio cesó su búsqueda, su movimiento se detuvo en una frecuencia abierta, que siseó y se disparó con una distante estática. Al cabo de unos minutos de silencio, una voz atronó por los altavoces. Pertenecía a un chiquillo. Un niño. No se percibían palabras. Sólo un prolongado y agonizante chillido.
La voz se extinguió al cabo de un minuto, pero la cama reinició j sus golpazos con mucha más fuerza que antes.
Y la puerta del armario se abrió con ruido y se cerró con una fuerza sustancialmente mayor.
Comenzaron a moverse también otros objetos. Durante casi cinco ¡( minutos, la habitación pareció estar viva.
Luego, todo movimiento murió.
El aire empezó a caldearse de nuevo.
La escarcha desapareció de la ventana y, afuera, el gato blanco ,| siguió persiguiendo el trozo de papel.
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