webnovel

Primera Parte (7)

7

La trabada puerta protestó, gimió y crujió cuando Vivían la forzó Para que se abriera.

Aiii-eee, aiii-eee...

Una oleada de aire helado salió de la oscura habitación hacia el pasillo.

Vivían metió la mano, tanteó por la pared en busca del interruptor de la luz, lo encontró, encendió y entró con cautela. La habitación estaba desierta.

Aiii-eee, aiii-eee...

Era igual que los dormitorios de miles de muchachitos. Las paredes aparecían cubiertas de carteles de estrellas del béisbol y de monstruos de películas de terror. Tres aviones de modelismo colgaban del techo. Esos objetos estaban allí como siempre, desde que Vivían empezara a trabajar en la casa, antes de que Danny muriese.

Aiii-eee, aiii-eee, aiii-eee...

El quejido electrónico salía de un par de pequeños altavoces estéreo que colgaban en la pared, detrás de la cama. El tocadiscos y una radio AM-FM se encontraban encima de una de las mesitas de noche.

Aunque Vivían podía ver de dónde procedía el ruido, no localizaba ninguna fuente para el agudo aire frío que llenaba la habitación.

Se acercó al equipo estéreo. No había ningún disco en el plato, por lo que el sonido debía proceder de la radio.

Pero, ¿qué emisora de radio emitía ruido electrónico en vez de música?

Cuando alargó la mano hacia el botón de la sintonía, el maligno quejido se detuvo. El silencio cayó sobre ella cual si unas paredes de algodón se hubieran derrumbado y, durante unos segundos, mientras sus oídos se ajustaban a aquel abrupto cese de la tortura a que habían estado sometidos, quedó tan atontada que le resultó imposible oír nada. Poco a poco, comenzó a escuchar el suave zumbido de los altavoces estéreo, que aún estaban enchufados. Luego, los latidos de su propio corazón.

Las partes metálicas de la cubierta del estéreo brillaban con una quebradiza corteza de hielo. Lo tocó, pensativa. Un trozo de hielo se rompió al contacto de sus dedos y cayó en la mesita de noche. No empezó a fundirse; la habitación seguía muy fría.

El espejo del vestidor estaba helado. Y también la ventana.

«Hace frío afuera», pensó Vivían. Pero no aquel frío. Tal vez unos diez grados. Tal vez trece.

El sintonizador de la radio comenzó a moverse por sí solo, y el indicador de frecuencia avanzó con rapidez a través del iluminado dial, pasando de una emisora a otra. Retazos de música, trozos de chachara de los pinchadiscos, algunas palabras de los diferentes presentadores de voz sobria de los noticiarios, y fragmentos de anuncios comerciales mezclados con el rumor cacofónico de un sonido carente de significado. El indicador alcanzó el final del dial y comenzó a regresar por el mismo camino.

Temblando, Vivían desconectó la radio.

En cuanto soltó el botón, la radio se conectó por sí sola.

Se la quedó mirando, asustada y desconcertada.

El indicador recorría el dial con rapidez.

La desconectó por segunda vez.

De inmediato, se conectó por sí misma.

-Esto es una locura -dijo con voz temblorosa.

Cuando la apagó por tercera vez, mantuvo con fuerza el botón en su sitio. Durante unos segundos, estuvo segura de que sentía un forcejeo bajo sus dedos, cuando la ruedecilla trató de moverse hacia la posición de «encendido».

Por encima de su cabeza, los tres aeroplanos de modelismo empezaron a moverse. Cada uno de ellos estaba colgado del techo por medio de un trozo de sedal, y el extremo superior de cada sedal estaba atado en su propio gancho, atornillado con fuerza en el plástico. Los aviones comenzaron a dar tirones, a tintinear, a retorcerse y temblar.

-Es sólo la corriente -musitó Vivían.

Luego añadió:

-Sin embargo, no siento ninguna corriente.

Los aviones de modelismo iniciaron unos violentos saltos hasta llegar a los extremos de sus sedales.

-Dios mío, ayúdame -dijo Vivían.

Uno de los aviones giró en círculos cada vez más cerrados, y cada vez más y más de prisa, luego lo hizo en círculos más amplios, disminuyendo con firmeza el ángulo entre el sedal del que pendían y el techo del dormitorio. Al cabo de un momento, los otros dos modelos cesaron en su errático baile e iniciaron un giro rápido, igual que el primer avión, como si en realidad volaran, y no había el menor error respecto de que aquel movimiento deliberado no era, en absoluto, efecto de una corriente de aire.

«¿Fantasmas?», pensó Vivían. «¿Un poltergeist? Pero yo no creo en fantasmas. Esas cosas no existen.»

Las puertas correderas de los armarios empezaron a moverse sobre sus guías y, durante unos horribles segundos. Vivían Neddler tuvo la sensación de que alguna cosa horrible estaba a punto de salir de aquel espacio oscuro. Pero no había ningún monstruo en el armario. Sólo ropa. Sin embargo, sin que las tocasen, las puertas se abrieron y luego se cerraron..., y luego volvieron a abrirse...

Los aparatos de modelismo giraban y giraban.

El aire parecía hacerse cada vez más frío.

La cama inició unas sacudidas. Las patas de los pies se alzaron unos centímetros antes de caer de golpe contra los topes que les habían colocado debajo para proteger la alfombra; luego, se elevaron de nuevo. Los muelles sonaban como si unos dedos invisibles tirasen de ellos.

Vivían retrocedió hasta la pared y se quedó allí, rígida, con los ojos muy abiertos y las manos caídas a los costados.

De una forma tan abrupta como había comenzado todo, se detuvo. Las puertas se cerraron con un fuerte chasquido. Los aeroplanos de modelismo hicieron más lento su movimiento, en giros circulares cada vez más pequeños, hasta que, al fin, se quedaron quietos, colgando, como siempre habían estado, inmóviles.

La habitación quedó en silencio.

Nada se movía.

El aire comenzaba a caldearse.

Vivian era consciente de que los latidos de su corazón iban amortiguándose desde el duro y frenético ritmo que habían adoptado durante un par de minutos. Se abrazó a sí misma y tembló.

«Una explicación lógica», se dijo. «Tiene que haber una explicación lógica.»

Pero no era capaz de imaginar cuál podría ser.

A medida que la habitación se calentaba de nuevo, el pomo de la puerta, el revestimiento del estéreo, y algunos otros objetos metálicos, fundieron sus frágiles capas de hielo, dejando unos cercos húmedos en la alfombra. Los helados cristales de la ventana se desempañaron.

El cuarto no tenía el menor indicio de que algo fuera de lo corriente acabara de suceder. Ahora, sólo era el dormitorio de un niño, un cuarto como otros muchos miles más.

Excepto, desde luego, que el chico que en un tiempo había dormido en él llevaba muerto un año. Y tal vez estuviera regresando, y lanzara encantamientos sobre aquel lugar.

«Pero yo no creo en fantasmas», se recordó Vivian. «No existen esas cosas que llamamos fantasmas.»

«De todos modos, me parece una buena idea eso de que Tina Evans se desembarace de las pertenencias del niño. Es una medida que ella debería haber adoptado hace ya mucho tiempo.»

Vivian no tenía una explicación lógica para lo que había sucedido, pero una cosa sí tenía muy clara: no le contaría a nadie lo que había visto esa noche. Pese a toda la convicción y ardor que pusiera en sus palabras para contar todos esos pintorescos acontecimientos, nadie la creería. Asentirían y sonreirían con expresión taimada, convendrían en que se trataba de una extraña y temible experiencia, pero durante todo el rato estarían pensando en que aquella pobre vieja Vivian, finalmente, se había vuelto senil. Más pronto o más tarde, los rumores acerca de poltergeist acabarían por llegar a oídos de su hija en Sacramento, y, en ese caso, la presión para que se trasladara a California se volvería de todo punto irresistible. Y Vivian no quería poner en peligro su preciosa independencia.

Salió del dormitorio, regresó a la cocina y se bebió dos tragos del mejor bourbon de Tina Evans. Luego, con su estoicismo característico, continuó con la limpieza de la casa.

Se negó a que aquello del poltergeist la asustara.

Sin embargo, sería aconsejable ir a la iglesia el domingo. Hacía mucho tiempo que no pisaba una iglesia. Quizá sería bueno que acudiera de vez en cuando. Por supuesto, no cada semana. Sólo una o dos misas al mes. Y confesarse alguna vez que otra. Hacía siglos que no veía el interior de un confesionario. Uno no tenía otro remedio que ser cauto.