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Primera Parte (6)

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Magyck! era, con mucho, el mejor espectáculo que Elliot Stryker había visto jamás. El programa se abría con una electrizante interpretación de «Esa Vieja magia negra». Los cantantes y bailarines, brillantemente vestidos, actuaban en un asombroso decorado construido con escalones de espejos y paneles también con espejos, así como candelabros giratorios de sala de baile de cristal que, cuando las luces del escenario periódicamente se atenuaban, lanzaban sobre todos ellos rayos giratorios de colores. La coreografía era compleja y los dos primeros cantantes tenían unas voces fuertes y frescas. Aquel número iba seguido por otro de magia de primera clase, delante del telón cerrado. Unos diez minutos después, la escena cambiaba, los espejos habían desaparecido y el escenario era una pista de hielo; el segundo número de producción se realizaba con patines en un decorado invernal tan logrado que los espectadores sentían auténtico frío.

Aunque Magyck! excitara la imaginación y atraía la mirada, Elliot no era capaz de dedicarle toda su atención. Seguía contemplando a Christina Evans, tan deslumbrante como el mismo espectáculo que había creado. Dedicaba toda su atención a los intérpretes, sin parar mientes en la mirada del hombre. Un ceño pulsátil y nervioso se extendía por su rostro, alternando con la tímida sonrisa que aparecía en él cuando el auditorio se echaba a reír, aplaudía o jadeaba de sorpresa.

Resultaba una mujer de una belleza singular. Era elegante y esbelta, aunque madura, con largas piernas, caderas estrechas, pero femeninas, y una cintura increíblemente breve. El cuello en V de su vestido revelaba las cálidas redondeces de unos senos grávidos y bien formados. Pero no era su cuerpo, por agradable que fuese, lo que contribuía más a su belleza. Su rostro. De eso se trataba. Su fuerte y brillante cabello castaño, casi negro, que le llegaba hasta los hombros, oscilaba sobre su frente y le caía hacia los lados, enmarcando su rostro como si se tratase de la pintura de un gran maestro. Y, en verdad, era una auténtica obra de arte. ¡Dios mío, qué cara! Su estructura ósea, tan delicada, tan claramente definida, tan en su quintaesencia femenina, hacía latir más de prisa el corazón de Elliot con su sola visión. Su tez sin defectos tenía tonos oliváceos, pero no tan oscuros que sus rasgos se perdiesen en ellos, aunque sí lo bastante oscuros como para proporcionarle un aspecto exótico e intrigante.

Su boca era llena, sensual. Y sus ojos... Sería extraordinariamente hermosa de haber tenido los ojos oscuros, en armonía con el tono de su cabello y mentón, como cabía esperar que fuesen. Pero los tenía azules, de un azul cristalino, no de un frío azul helado, sino brillantes y cálidos, el azul de una llama de gas. El contraste entre su apariencia italiana y aquellos ojos nórdicos resultaba algo devastador. Elliot supuso que otras personas podrían haber encontrado defectos en su rostro. Tal vez algunos dirían que su frente resultaba demasiado ancha. Su nariz era tan recta que alguien comentaría que le proporcionaba una expresión de gravedad. Otros podrían opinar que tenía la boca demasiado grande, o que su barbilla era un poco demasiado apuntada. Pero, para Elliot, se trataba de un rostro perfecto. Perfecto.

Aunque su rostro había sido lo primero que suscitó su deseo, y a pesar de que su sensual cuerpo alimentó ese deseo, no era ni siquiera su belleza física lo que más lo excitaba. Estaba interesado, en primer lugar, por conocer más acerca de la mente que había creado una obra como Magick! Había visto menos de una cuarta parte del programa, pero ya sabía que constituiría un gran éxito; era, muy de lejos, superior a cualquier otro parecido. Un espectáculo de Las Vegas de aquella naturaleza podía salirse de madre. Si los decorados gigantes, los costosos vestidos y la intrincada coreografía se desmadraban, o si cualquier elemento se ejecutaba de manera inapropiada, el espectáculo empezaría a caer con rapidez del otro lado de lá delgada línea que separa un espectáculo realmente maravilloso y la pura y lisa chabacanería. Una brillante fantasía podría metamorforsearse en un tostón sin gusto, estúpido, de haber sido dirigido por unas manos torpes. Elliot deseaba saber más acerca de Christina Evans. Y en un nivel más fundamental, simplemente, la deseaba.

Ninguna mujer le había hecho efecto con tanta fuerza desde que Nancy, su esposa, muriera tres años antes.

Sentado allí, en el oscurecido teatro, sonrió, no ante el mago de un número cómico, que actuaba delante del bajado telón del escenario, sino a causa de su propia y repentina exuberancia juvenil.