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Vivian Neddler aparcó su «Nash Rambler» del cincuenta y cinco contra el bordillo, poniendo un especial cuidado en no rayar los encalados muros. El coche estaba inmaculado, en mejor forma que muchos coches nuevos de aquellos días. En un mundo de planeada caída en desuso, Vivían sacaba placer en conseguir un uso prolongado y pleno de todos los objetos que compraba, desde una tostadora de pan a un automóvil. Disfrutaba haciendo que las cosas durasen. Ella misma había durado ya bastante; tenía setenta años, aún gozaba de buena salud, era una mujer robusta, con un rostro dulce cual una madonna de Botticelli y el paso despreocupado de un sargento del Ejército. Salió del coche y se encaminó hacia la casa de Tina Evans.
La amarillenta luz de las farolas de la calle no iluminaba todo el trayecto por el césped desde la acera hasta la puerta de entrada. Al lado del camino, unos bajos arbustos de adelfas ondeaban con la brisa. Detrás de la casa había una imitación de una antigua lámpara de carruaje, y la negra agua de la piscina brillaba con los astillados reflejos de la luna en cuarto creciente que se movía en un cielo sin nubes.
Vivian entró por la puerta de la cocina. Llevaba casi dos años limpiando la casa de Tina Evans, y durante todo aquel tiempo habían depositado en ella la confianza suficiente como para darle una llave.
El lugar estaba silencioso a excepción del sordo zumbido del frigorífico.
Vivían comenzó a trabajar en la cocina. Frotó los mostradores de mármol y los aparatos, limpió los listones de las persianas «Levelor» y pasó la fregona por el suelo de azulejos mexicanos. Realizó una buena labor. Creía en el valor moral del trabajo duro, y siempre daba a sus patronos el costo de su dinero.
Por lo general, trabajaba durante el día, no por la noche. Sin embargo, aquella tarde estaba jugando en un par de máquinas tragaperras en el «Hilton Hotel», y no había querido apartarse de ellas mientras le estuviesen recompensando con tanta generosidad. Algunas personas para las que hacía la limpieza de las casas insistían en que debía atender con puntualidad las horas concertadas, una o dos veces a la semana, y armaban algo de jaleo cuando se presentaba con unos cuantos minutos de retraso. Pero Tina Evans era muy simpática; sabía lo importante que las máquinas tragaperras eran para Vivían, y no se molestaba si, de vez en cuando, ésta debía concertar un nuevo horario para su trabajo.
Vivían era una «duquesa del níquel». Aquél era el término con que los empleados del casino se referían a las mujeres locales, ya ancianas, cuya vida social giraba en torno a un obsesivo interés por aquellas máquinas tragaperras de un solo brazo. Las «duquesas del níquel» siempre jugaban en máquinas baratas, de monedas de cinco y diez centavos, nunca en las de veinticinco o de dólar. Manejaban las palancas durante horas cada vez, y a veces conseguían un premio de cinco dólares después de una prolongada tarde. Su filosofía lúdica era muy simple: No importa si pierdes o ganas, siempre y cuando sigas en el juego. Con aquella actitud, más algunas habilidades para conseguir unas cuantas monedas, eran capaces de mantenerse mucho más tiempo que la mayoría de los jugadores que probaban con las máquinas de a dólar, sin haber estado en las de níquel, y a causa de su paciencia y perseverancia, las «duquesas» ganaban más plenos que las mareas de turistas que iban de un lado para otro junto a ellas. Las «duquesas del níquel» llevaban guantes negros, para impedir que los dedos se les pusieran negros después de media hora de manejar monedas, y siempre se sentaban en taburetes cuando jugaban; también se acordaban de alternar las manos al empuñar las palancas de las máquinas para no fatigar sólo los músculos de un brazo, y llevaban botellas con linimento por si les hacía falta. Las «duquesas», que en su mayoría eran viudas y solteronas, a menudo almorzaban o cenaban juntas; se alegraban en las raras ocasiones en que alguna conseguía algún pleno importante; y cuando una moría, las otras solían acudir al funeral en masa. Juntas formaban una rara pero sólida comunidad, y tenían una agradable sensación de pertenecer a ella. En un país que parecía adorar sólo a la juventud, la mayoría de los estadounidenses de cierta edad ansiaban descubrir un lugar al que pudieran pertenecer; pero muchos de ellos nunca lo descubrían.
Vivían tenía una hija, un yerno y tres nietos en Sacramento. Durante cinco años, exactamente después de su sexagésimo quinto cumpleaños, la habían estado presionando para se fuese con ellos. Los amaba mucho, y sabía que de veras deseaban que viviese con la familia; no la invitaban por un mal entendido sentimiento de culpabilidad y obligación. Sin embargo, ella no quería vivir en Sacramento. Después de varias visitas, había decidido que se trataba de una de las ciudades más monótonas del mundo. A Vivían le gustaban la acción, el ruido, las luces y la excitación de Las Vegas. Además, de vivir en Sacramento, ya nunca más sería una «duquesa del níquel»; ya no sería nada especial; sólo otra vieja dama, que vivía con la familia de su hija, que jugaba a hacer de abuelita y que pasaba el tiempo sólo aguardando la muerte.
Una vida así le resultaría intolerable.
Vivían valoraba su independencia más que cualquier otra cosa. Rezaba para seguir sana el tiempo suficiente para continuar con su trabajo y viviendo por sí misma hasta que, al fin, le llegara su hora.
Mientras pasaba la fregona por el último rincón del suelo de la cocina, mientras pensaba cuan vacía sería la vida sin sus amigas y sin sus máquinas tragaperras, oyó un ruido en otra parte de la casa. Hacia la zona delantera. Por la sala de estar.
Se quedó rígida, mientras escuchaba.
El motor del frigorífico cesó en su zumbido. Un reloj dejó oír su suave tic-tac.
Al cabo de un largo silencio, se produjo otro ruido, una especie de castañeteo que asustó a Vivían.
Y el silencio de nuevo.
Se acercó al cajón al lado del fregadero y seleccionó un cuchillo largo y afilado entre un surtido de muchos más. Ni siquiera se le ocurrió llamar a la Policía. Si los telefoneaba y salía de la casa a la carrera, no encontrarían a ningún intruso cuando llegasen, y creerían, simplemente, que era una vieja loca. Vivian Neddler se negaba a dar razones a cualquiera para que creyera que era una tonta. Además, durante sus últimos veintiún años, incluso desde que su Harry murió, siempre se había cuidado de sí misma, y en ese aspecto también había hecho las cosas condenadamente bien.
Salió de la cocina, pulsó el interruptor de la luz a la derecha del umbral y vio que el comedor estaba desierto.
En la sala encendió una lámpara «Stifel». Allí tampoco había nadie.
Estaba a punto de dirigirse hacia el estudio cuando se percató de que había algo raro en las cuatro fotografías con brillo, de ocho por diez, que se hallaban agrupadas en la pared, por encima del sofá. Aquella exposición siempre había constado de seis fotos y no sólo de cuatro. Pero el hecho de que faltaran dos de ellas no era lo que había captado la atención de Vivían. Las cuatro fotografías oscilaban adelante y atrás colgando de los ganchos que las aguantaban. Nadie se hallaba cerca de ellas; pero, de repente, dos de ellas comenzaron a golpear con violencia contra la pared, y, luego, ambas se salieron de sus ganchos para ir a estrellarse contra el suelo, detrás del sofá beige de pana cepillada.
-¡Qué diablos...! -exclamó Vivian, sorprendida.
Un segundo después, las dos fotografías restantes se apartaron de la pared volando por el aire. Una de ellas se cayó detrás del sofá y la otra encima.
Vivian parpadeó, asombrada, incapaz de comprender lo que acababa de ver. ¿Un terremoto? Pero no había notado que la casa se moviera; las ventanas tampoco habían trepidado. Cualquier temblor que fuera tan potente como para notarse, también podría arrancar las fotos de la pared.
Se acercó al sofá y recogió la que se había caído encima de los cojines. La conocía muy bien. Le había quitado el polvo muchas veces. Era un retrato de Danny Evans, como también las otras cinco que, habitualmente, estaban colgadas a su alrededor. En esta foto tendría diez u once años, un muchachito de cabello castaño, ojos oscuros y una encantadora sonrisa.
Vivian se preguntó si habrían efectuado alguna prueba nuclear; tal vez ésa fuera la causa de aquellos movimientos. La Zona de Pruebas Nucleares de Nevada, donde se llevaban a cabo explosiones subterráneas varias veces al año, estaba sólo a menos de ciento sesenta kilómetros de Las Vegas. En la ciudad, cuando el Ejército hacía estallar una bomba de gran potencia, los altos hoteles se balanceaban, y cada casa de la ciudad se estremecía por lo menos durante un instante.
Pero la casa no se había movido un minuto antes, lo cual significaba que las fotografias no podían haberse caído de la pared a causa de una prueba nuclear. Y, además, las pruebas nucleares nunca se llevaban a cabo de noche.
Intrigada, con el ceño fruncido, y pensativa, Vivian dejó el cuchillo que llevaba en la mano, separó de la pared uno de los extremos del sofá y recogió los marcos de ocho por diez que se encontraban en el suelo, detrás del mueble. Había cinco fotos además de la que estaba caída encima del sofá; dos de ellas eran las culpables de los ruidos que la habían hecho acercarse a la sala de estar, y las otras tres eran las que había visto salirse de las alcayatas. Las colocó otra vez donde habían estado y luego arrastró el sofá hasta que de nuevo ocupó su antiguo lugar.
Una explosión de agudo ruido electrónico llenó la casa de repente: Aiii-eee, aiii-eee, aiii-eee...
Vivian jadeó, volvió y miró a su espalda. Seguía sola.
Su primer pensamiento fue: «La alarma antirrobo». Pero la casa de los Evans no tenía sistema de alarma alguno.
Vivian hizo una mueca de dolor cuando aquel graznido electrónico se hizo cada vez más fuerte. Las ventanas comenzaron a vibrar, lo mismo que el cristal de encima de la mesita del café, y sintió, a través de una resonancia por simpatía, que también los dientes y los huesos le rechinaban a ella.
No podía identificar la fuente de aquel sonido dolorosamente agudo. Parecía provenir de cada rincón de la casa.
-¿Qué diantres está pasando aquí? -exclamó en voz alta.
No se preocupó de recoger el cuchillo, pues estaba segura de que el problema no procedía de un merodeador. Era algo más, algo muy raro.
Cruzó la estancia hasta el pasillo que llevaba a los dormitorios, los cuartos de baño y el estudio. Encendió la luz. El ruido era más pronunciado en el pasillo que en la sala de estar. Aquel ruido, que desquiciaba los nervios, rebotaba en las paredes del estrecho corredor, y alzaba ecos y contraecos. Vivían miró a ambos lados, y luego se dirigió a la derecha, hacia la puerta cerrada del extremo del pasillo, la antigua habitación de Danny.
En el pasillo, el aire estaba más frío que en el resto de la casa. Al principio, Vivían creyó que se imaginaba aquel cambio de temperatura. Pero cuanto más cerca se hallaba del final del pasillo, más y más frío hacía. Cuando llego ante la puerta cerrada, tenía ya piel de gallina y los dientes le castañeteaban.
Su curiosidad empezó a dejar paso al miedo. Algo andaba muy mal. Una ominosa presión parecía comprimir el aire a su alrededor.
Aiii-eee, aiii-eee...
Pensó que lo más prudente que podía hacer sería dar media vuelta, alejarse de la puerta del cuarto de Danny y salir de la casa. Pero ya no tenía un perfecto dominio sobre sí misma; se sentía un poco como una sonámbula; una fuerza que sentía, pero que no podía definir, la arrastraba de manera inexorable hacia esa habitación.
Aiii-eee, aiii-eee, aiii-eee...
Vivían acercó la mano al pomo de la puerta, pero se detuvo antes de tocarlo, incapaz de creer en lo que tenía delante. Parpadeó con rapidez, luego, cerró los ojos durante un momento y los abrió de nuevo, pero el pomo de la puerta parecía aún como revestido por una fina e irregular capa de hielo. Por fin lo tocó. Sí, era hielo. Su mano casi se pegó al pomo; la retiró y se quedó mirando sus humedecidos dedos. El rocío se había condensado en el metal y luego se había helado.
Pero, ¿cómo era aquello posible? ¿Cómo, por Dios bendito, podía haber hielo ahí, en una casa tan cálida?
El quejido electrónico comenzó a gorjear más de prisa, pero no por ello a menos volumen ni con menor intensidad que el anterior.
«Detente, Vivían», se dijo a sí misma. «Aléjate de aquí. ¡Sal lo más de prisa que puedas!»
Pero ignoró su propio consejo. Se sacó la blusa de los pantalones y empleó el faldón de aquélla para protegerse las manos del hielo que había en el pomo de la cerradura. Éste giró, pero la puerta no se abrió. El intenso frío había hecho que la madera se contrajese y alabease. Apoyó el hombro contra la puerta, empujó con suavidad, y luego con mayor fuerza. Por fin, la puerta se abrió hacia dentro.