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Primera Parte (1)

MARTES, 30 DE DICIEMBRE

1

Poco después de la medianoche, justo cuatro minutos pasados de la madrugada del martes, Tina Evans iba camino de casa tras haber realizado, a últimas horas, un ensayo de su nuevo espectáculo. Creyó haber visto a su hijo, Danny, en un coche desconocido. Pero, por desgracia, Danny llevaba muerto más de un año.

Cuando estaba a dos manzanas de su casa, se acordó de que necesitaba comprar un par de litros de leche y una barra de pan. Tina se detuvo en un supermercado que no cerraba durante las veinticuatro horas del día y aparcó debajo del mágico resplandor amarillento de una farola de arco de sodio, junto a un «Chevrolet» familiar color crema. El chico se hallaba sentado en la parte delantera, en el asiento del pasajero, en espera de que su madre, o su padre, saliese del establecimiento. Tina podía ver sólo un lado de su rostro, pero sintió un sobresalto al percatarse de su parecido.

Danny.

El muchachito del automóvil tenía unos doce años, la edad de Danny, y el fuerte cabello oscuro de Danny, la nariz de Danny e incluso la delicada mandíbula de Danny. Sin darse cuenta de que ella lo miraba, el muchacho se llevó una mano a la boca y empezó a morderse con suavidad el doblado nudillo del dedo gordo, algo que Danny había comenzado a hacer más o menos un año antes de su muerte. Tina había tratado de quitarle aquella mala costumbre, pero sin éxito.

Ahora, mientras contemplaba a aquel niño del coche de al lado, tuvo la extraña sensación de que su parecido con Danny era algo más que una mera coincidencia. De repente, la boca se le secó. El corazón comenzó a palpitarle de prisa. Puesto que no se había acostumbrado a la pérdida de su único hijo, y tampoco había tratado o deseado, en realidad, conformarse con ello, empleó aquel parecido con Danny como una excusa para fantasear, ante todo, en que aquella pérdida no se había producido. Le asaltó el loco pensamiento de que aquel niño al que miraba era Danny, y cuanto más lo consideraba, menos disparatado le parecía. A fin de cuentas, nunca había visto el cadáver de Danny. La Policía y los médicos forenses le explicaron que el cuerpo de Danny estaba tan mutilado, tan horriblemente desfigurado, que era mejor que no lo mirase. Trastornada, atormentada por la pena, había seguido su consejo, y el funeral de Danny se llevó a cabo con el ataúd cerrado. Pero tal vez se hubieran equivocado en la identificación del cadáver. Quizá Danny no se había matado en el accidente. A lo mejor, sólo se trató de una grave lesión craneal, algo lo bastante grave como para producirle... amnesia. Sí. Amnesia. Tal vez se hubiese alejado del destrozado autobús y, llegado el momento, le encontraran a kilómetros y kilómetros del lugar del accidente, sin ningún tipo de identificación, incapaz de decirle a nadie quién era o de dónde venía. Aquello podía ser posible, ¿verdad? Es algo que ves en las películas. Claro que sí. Amnesia. Y si ése había sido el caso, podría haber terminado en un hogar de adopción, en una nueva vida. Y ahora estaba sentado allí delante, en aquel «Chevrolet» familiar crema, traído hasta ella por el destino y...

Se interrumpió en mitad de su elaborada fantasía cuando el niño fue consciente de su mirada y se volvió hacia la mujer. Ella contuvo la respiración cuando la cabeza del chico empezó a volverse con lentitud. Durante unos cuantos segundos, mientras se miraban mutuamente a través de las dos ventanillas, y en medio de aquella extraña luz sulfúrea, tuvo el pensamiento de que entraban en contacto a través de un inmenso abismo de espacio, tiempo y destino. Pero luego vio que aquel rostro relleno no tenía el menor parecido con Danny.

Apartó los ojos de él y se contempló las manos, tanto tiempo y con tanta fuerza aferradas al volante del coche que le dolían.

-Maldita sea -musitó.

Se enfureció consigo misma. Creía ser una mujer fuerte, competente, bien centrada, capaz de hacer frente a cualquier problema que la vida le planteara, y se veía perturbada por su continuada falta de habilidad para aceptar la muerte de Danny.

Tras la conmoción inicial, tras el funeral, había comenzado a enfrentarse con aquel trauma. De una forma gradual, día a día, semana a semana, había dejado a Danny atrás, con tristeza, con un sentimiento de culpabilidad, con lágrimas y amargura, pero también con firmeza y determinación. Durante el año anterior había dado algunos pasos importantes en su carrera, y se acostumbró al trabajo duro, como una especie de morfina, para que su labor amortiguase aquel terrible dolor hasta que la herida sanase.

Luego, hacía un par de semanas, comenzó a deslizarse hacia el estado en que se había encontrado inmediatamente después de recibir la noticia del accidente. Una vez más, esa atormentadora sensación de que el niño estaba vivo se había posicionado de ella. El tiempo debería haber puesto mayor distancia entre sus sentimientos y la angustia, pero, en vez de eso, los últimos días no hacían otra cosa que dar vueltas en torno del círculo de su pena. No era la primera vez que imaginaba que ese muchacho del coche era Danny; durante las últimas semanas le parecía ver a su desaparecido hijo en todas partes. E incluso, recientemente, había comenzado a tener un sueño repetido en el cual Danny estaba vivo y, horas después de despertarse, no podía hacer frente a la realidad; trataba de convencerse de que el sueño era una premonición del eventual regreso de Danny a ella, que, de alguna manera, había sobrevivido y, tarde o temprano, regresaría a sus brazos. Constituía una cálida y maravillosa fantasía, pero, por supuesto, no podía mantenerla durante demasiado tiempo. Aunque siempre se resistía a la triste verdad, cada vez surtía su efecto, por lo que debía forcejear y verse obligada a aceptar el hecho de que el sueño no era ninguna premonición. No obstante, sabía que cuando lo tuviera otra vez hallaría nuevas esperanzas en él, lo mismo que ya le sucediera en tantas ocasiones.

Y aquello no era bueno.

Resultaba enfermizo.

Lanzó un vistazo al coche tipo familiar y se percató de que el chico la contemplaba aún. Se miró las manos otra vez y encontró la fuerza suficiente para soltarlas del volante.

El dolor podía volver loca a una persona. Lo había leído en alguna parte. Pero no dejaría que aquello le sucediera a ella. Debía ser fuerte consigo misma. Simplemente, no debía permitirse tener esperanzas. Había amado a Danny con todo su corazón, pero él se había ido. ¡Maldita sea, estaba muerto! Mutilado y destrozado en un accidente de autocar con otros catorce niñitos, sólo una víctima más de una gran tragedia. Desfigurado más allá de cualquier reconocimiento. Muerto. En un ataúd. Bajo tierra. Para siempre.

Su labio inferior comenzó a temblarle. Deseaba llorar, pero no lo hizo.

El chico del «Chevrolet» había perdido todo interés para ella. Ahora miraba de nuevo hacia la entrada del supermercado, en espera de quien lo hubiera llevado allí.

Tina salió de su «Volkswagen» Rabbit. La noche resultaba agradablemente fresca. Respiró hondo aquel aire limpio y se dirigió hacia el supermercado. Dentro, hacía demasiado frío y las luces fluorescentes eran en extremo brillantes.

Compró dos litros de leche desnatada y una barra de pan blanco cortada en finas rebanadas para los que hacían régimen, a fin de que cada una de ellas contuviese la mitad de calorías de una rebanada corriente de pan. Ya no era bailarina: trabajaba detrás del telón, en la producción final del espectáculo; pero se sentía física y psicológicamente mejor cuando no sobrepasaba el peso que tenía cuando era bailarina.

Cinco minutos después se encontraba ya en casa. Se hizo un par de tostadas, extendió crema de cacahuetes encima, se sirvió un vaso de leche fría y se sentó a la mesa de la cocina.

Las tostadas con crema de cacahuete era uno de los alimentos favoritos de Danny, incluso cuando era casi un bebé, que no hacía demasiado tiempo que andaba y resultaba muy caprichoso respecto de lo que deseaba comer. Si cerraba los ojos, aún lo veía, con tres años, los labios y la barbilla churretosos de crema de cacahuete, mientras sonreía y pedía:

-Más quema de cacué, po favo.

Abrió los ojos con un estremecimiento puesto que aquella visión suya del niño era demasiado vivida, y, en aquel preciso instante, no deseaba recordar. Pero resultó ya demasiado tarde. Su corazón parecía habérsele hecho un nudo en el pecho, y su labio inferior comenzó a temblarle de nuevo. Reposó la cabeza sobre la mesa. Y los sollozos estallaron.

Aquella noche soñó que Danny estaba vivo. De alguna forma. En alguna parte. Vivo. Y el niño la necesitaba.

En el sueño, Danny estaba al borde de un precipicio insondable; Tina se encontraba en el otro lado, enfrente de él, y lo miraba a través del inmenso abismo. Danny la llamaba por su nombre. Estaba solo y tenía miedo. Ella se atormentaba porque no veía la forma de llegar hasta él. Mientras tanto, el firmamento se iba poniendo cada vez más oscuro por segundos; unas masivas y sombrías nubes de tormenta se apoderaban de las últimas luces del día. Los gritos de Danny las respuestas de ella se volvieron más agudos y desesperados, pues ambos sabían que debían estar juntos antes de que la noche cayera o, en caso contrario, se perderían para siempre; había algo en la noche que aguardaba a Danny, algo espantoso que se apoderaría de él si se encontraba solo después de anochecer. De repente, el cielo se vio desgarrado por un relámpago y, después de ese destello, se produjeron una infinita negrura y el fuerte retumbar del trueno.

Tina Evans se incorporó en la cama, con la certidumbre de que había oído un ruido en la casa. Y no se trataba del trueno del sueño. El sonido que había escuchado se produjo en el momento de despertarse, era un ruido real, no imaginario. Escuchó con atención, dispuesta a retirar la ropa y saltar de la cama ante el menor sonido, pero todo estaba en silencio. La duda empezó a apoderarse de su mente, llevaba un tiempo en que había estado muy intranquila. Aquélla no era la primera noche en que estuvo segura de la presencia de un intruso Durante las pasadas dos semanas, aquello había sucedido media docena de veces, pero, en cada ocasión, cuando había sacado la pistola de la mesilla de noche y empezado a registrar el lugar, habitación por habitación, no había encontrado a nadie. Recientemente se hallaba sometida a una gran presión, tanto personal como profesional. Tal vez lo que había oído esta noche hubiera sido simplemente el trueno del sueño. Siguió en guardia durante un par de minutos, pero la noche era tan apacible que debió admitir que no había nadie más en la casa. Los latidos de su corazón se calmaron poco a poco y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.

En momentos así hubiera deseado que Michael y ella estuviesen aún juntos. Cerró los ojos y se imaginó a su lado, alargaba la mano hacia él en la oscuridad, lo tocaba, se apretaba contra él, en el refugio de sus brazos. Él la consolaría, la tranquilizaría y, en un santiamén, estaría dormida de nuevo.

Por supuesto, si ella y Michael estuviesen en la cama juntos en aquel instante, nada ocurriría así. No harían el amor. Se pelearían. Se resistiría al afecto de ella, la rechazaría y comenzaría una pelea. Empezaría por algún tema trivial y la aguijonearía hasta que aquello acabaría en una batalla campal. Así había sucedido hacia el final; siempre estaba encolerizado, a cada momento buscaba una excusa para volver su rabia sobre ella. Como lo había amado hasta el final, la disolución de sus relaciones la hirió y entristeció profundamente; pero también quedó aliviada cuando todo acabó.

Había perdido a su hijo y a su marido en el mismo año, primero el hombre y luego el niño; el hijo, a la tumba; el marido, a los vientos del cambio. Durante los doce años de su matrimonio, ella había cambiado de una manera drástica, pero Michael no lo había hecho en absoluto. Comenzaron como amantes: lo compartían todo; sin embargo, en la época en que el divorcio concluyó, se habían convertido en dos extraños. Aunque Michael vivía aún en la ciudad, a menos de un kilómetro de distancia, en algunos aspectos, se encontraba tan lejos e inalcanzable como el mismo Danny. Suspiró resignada y abrió los ojos.

Ahora ya no estaba soñolienta, pero sabía que debía descansar un poco mas. Al día siguiente, tenía que estar fresca y bien dispuesta, porque constituiría uno de los días más importantes de su vida. El 30 de diciembre. Otros años, aquella fecha no había significado nada en especial. Pero, para bien o para mal ese 30 de diciembre era la bisagra sobre la que debía girar todo su futuro.

Durante quince os, después de cumplir los dieciocho, y dos antes casarse con Michael, Tina Evans había vivido y trabajado siempre en Las Vegas. Empezó su carrera como bailarina en el «Lido» de París, un espectáculo en un escenario gigantesco, en el «Stardust Hotel». El «Lido» era una de aquellas increíbles producciones lujosas que podían verse en cualquier lugar del mundo además de en Las Vegas, pero era sólo en esa ciudad donde un espectáculo que costaba varios millones de dólares podía representarse año tras año, sin preocuparse para nada de los beneficios; se gastaban sumas tan enormes en los elaborados decorados y vestidos, y en el enorme reparto y personal, que, en realidad, los del hotel eran felices sólo con que la producción se mantuviera con el importe de la entrada y las ventas de las consumiciones. A fin de cuentas, por fantástico que aquello fuese, el espectáculo era sólo un incentivo, un gancho con el único propósito de atraer cada noche al hotel a unos cuantos miles de personas. Al entrar y salir de la sala de espectáculos, la gente había de pasar por delante de las mesas de juego de dados, blackjack, ruleta, por las hileras de máquinas tragaperras, y allí estaba donde se conseguía el auténtico beneficio. Tina disfrutaba con su trabajo en el cuerpo de baile del «Lido», y en él permaneció durante dos años y medio, hasta que se enteró de que estaba embarazada. Tuvo que tomarse un descanso durante esos meses y el parto de Danny: después pasó muchos días con él durante sus dos primeros meses de vida. Cuando Danny tenía ya seis, Tina empezó a adiestrarse para hallarse en forma de nuevo, y, después de tres meses de arduos ejercicios, consiguió una plaza entre las chicas del coro para un nuevo espectáculo. Logró convertirse en una buena bailarina y en una buena madre, a pesar de que eso no siempre le resultara fácil; amaba a Danny, y disfrutaba inmensamente con su trabajo; tampoco le importaba hacer frente a una doble obligación.

Sin embargo, cinco años atrás, en su vigésimo octavo cumpleaños, comenzó a percatarse de que no había hecho otra cosa que pasar diez años como bailarina en un espectáculo. Por ello, decidió introducirse en el negocio desde otro ángulo, para no encontrarse de pronto, en los treinta y ocho, teniendo que ponerse a trabajar de lavaplatos. Alcanzó un puesto como coreógrafa en una revista de tipo salón, una pálida imitación del «Lido», y, llegado el momento, también se hizo cargo del asunto del vestuario. A partir de ese instante, se movió en medio de una serie de trabajos parecidos en unos salones mayores, luego ya en pequeñas salas, en las que cabían quinientos o seiscientos espectadores, en hoteles de segunda categoría, con presupuestos limitados para el espectáculo. De vez en cuando, dirigía una revista, y luego dirigía y producía otra. Rápidamente, su nombre fue respetado en aquel mundo tan entrelazado de las diversiones en Las Vegas, y ahora sabía que estaba a punto de alcanzar un gran éxito.

Casi dos años atrás, poco después de que Danny muriera, le habían ofrecido un empleo para dirigir y coproducir un auténtico e importante espectáculo de elevado presupuesto, un despilfarro de tres millones de dólares que se representaría en la lujosa sala principal, con un total de dos mil asientos, del «Desert Mirage», uno de los mayores y más fantasiosos hoteles en el Strip. Pareció algo terrible que se le hubiera presentado aquella maravillosa oportunidad antes de haber tenido incluso tiempo de sobreponerse al duelo por la pérdida de su hijo; era como si el destino tratara de equilibrar la balanza para ella, e intentara disimular la muerte de Danny con aquella espléndida oportunidad. Aunque se sentía vacía, amargada, y con una profunda depresión a causa de su hijo, aceptó el trabajo. Incluso sabía que debía aceptar el proyecto y comprometerse por completo para superar su dolor. De no haber aceptado el desafio, se habría limitado a quedarse sentada en su casa o a trabajar en unas producciones más pequeñas y más sencillas, con el resultado de que le habría quedado mucho más tiempo que dedicar a la pérdida de su hijo, y que, de esa forma, jamás se habría recuperado.

El nuevo espectáculo se llamaba Magyck!, porque los números de variedades, entre los importantes de baile, eran todos de magia, y porque estaban basados en temas sobrenaturales. Aquel título tan atractivo no era idea de Tina, pero sí la mayor parte del programa, y todo cuanto había logrado la complacía... También se hallaba agotada. El año anterior se le había pasado en un abrir y cerrar de ojos, entre jornadas de trabajo de catorce horas, sin vacaciones, con apenas algún que otro día libre.

Pero, de todos modos, incluso con lo preocupada que había estado con Magyck!, experimentó serias dificultades para acostumbrarse a la muerte de Danny. Apenas un mes antes, había pensado que, a lo mejor, ya comenzaba a sobreponerse a su dolor. Por primera vez fue

capaz de pensar acerca del muchacho sin llorar; visitar su tumba sin ponerse histérica. Si lo consideraba todo en su conjunto, se veía razonablemente bien, animada. Nunca olvidaría a aquel dulce niño que había constituido una parte tan importante de su vida, pero no podía seguir viendo su existencia en torno del agujero en el que lo habían metido. La herida estaba tierna aún, pero a punto de cicatrizarse Eso era lo que había pensado sólo un mes antes. Continuó considerando las cosas de la misma manera durante una, durante dos semanas. Y luego comenzaron los sueños. Y constituyeron algo peor que nada que la acometieran después de la muerte de Danny.

Tal vez la ansiedad que sentía acerca de la reacción ante Magyck! Le hacía recordar la gran ansiedad que la asaltara a causa de Dnny. Pasadas menos de diecisiete horas, a las ocho de la tarde del 30 de diciembre, el Desert Mirage Hotel daría una especial y primera representación de Magyck!, con invitación, para la gente importante, y la noche siguiente, fin de año, el espectáculo se representaría para el público en general. Si la reacción de la audiencia era tan fuerte y positiva como Tina pensaba, su futuro financiero quedaría asegurado, puesto que el contrato le adjudicaba el dos y medio por ciento de los ingresos brutos, con excepción de las ventas de licores, a partir de los tres millones. Si Magyck! constituía un éxito importante y se representaba durante tres años, como alguna vez sucedía en los espectáculos de gran éxito de Las Vegas, se convertiría en millonaria cuando aquello acabase. Desde luego, si la producción resultaba un fracaso, si no acababa de complacer al auditorio, debería volver a trabajar en los pequeños salones, en una carrera cada vez más descendente. Aquel negocio era implacable.

Tenía buenas razones para sufrir ataques de ansiedad. Su miedo obsesivo a los intrusos de la casa, sus perturbadores sueños acerca de Danny, su renovado dolor..., todas aquellas cosas podían ser sólo consecuencia de su preocupación por Magyck! Y si ése era el caso, todos aquellos síntomas desaparecerían en cuanto el futuro de su espectáculo quedara despejado. Sólo necesitaba que transcurriesen unos cuantos días más, y, en la relativa calma que seguiría, se serenaría por completo.

Pero, ahora, lo que necesitaba era dormir un poco más. A las diez de la mañana tenía una reunión con dos representantes de agencias de viajes, que estaban considerando la posibilidad de reservar ocho mil entradas para Magick! durante los siguientes tres meses. Todo el personal y los técnicos debían reunirse para un ensayo general con vestuario a la una en punto.

Mulló la almohada, rehízo la ropa de la cama y se alisó el camisón corto con el que dormía. En un intento de relajarse, cerró los ojos e imaginó una dulce marea nocturna que besaba una plateada playa.

¡Bum!

Se sentó de repente.

Algo se había caído en algún lugar de la casa. Se trataba de un objeto lo bastante grande y pesado para que el ruido, amortiguado por las distintas paredes, fuese lo suficiente fuerte como para conseguir sobresaltarla.

Pero no, no sólo se trataba de que se hubiera caído. No. Fuera lo que fuese..., era algo que habían tirado. Los objetos no se caen por sí solos en una habitación desierta.

Ladeó la cabeza y escuchó con atención. Había otro ruido, más suave que el primero, más continuado, pero no duró lo bastante como para que Tina identificara su origen o la significación de todo aquello.

En ese momento no se imaginaba una amenaza. En verdad, había algo en la casa.

Encendió la lamparita de noche y abrió el cajón de la mesilla. La pistola estaba cargada. Le quitó los dos seguros.

Escuchó.

No oyó nada. Sólo el frágil silencio de una noche desierta.

Saltó de la cama y se metió las zapatillas. Con la pistola en la mano derecha, se dirigió hacia la puerta del dormitorio.

Nada. Silencio.

Consideró si debía de llamar a la Policía; pero temía comportarse como una boba. ¿Qué ocurriría si llegaban con las luces destellando y la sirena puesta, y no encontraban a nadie? De haber avisado a la Policía cada vez que se había imaginado un merodeador en la casa durante las dos últimas semanas, ya haría tiempo que hubieran llegado a la conclusión de que «le faltaba un tornillo». Pero ahora, en realidad, estaba segura de que no se trataba de su imaginación. Muy segura. Aunque no era del todo positivo. No había forma de tener una absoluta seguridad en asuntos así. Era una mujer orgullosa, que no soportaba el pensamiento de aparecer como una histérica ante una pareja de «polis» machistas que le sonreirían y, más tarde, gastarían bromas acerca de ella cuando se tomasen sus bollos y café. Registraría en ese mismo instante, y sola, toda la casa.

Apuntó la pistola hacia el techo y metió una bala en la recámara.

Suspiró hondo, abrió la puerta del dormitorio y salió al pasillo.