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Cuarta parte (39)

39

La estrategia de Jack Morgan de volar cerca de tierra en vez de muy por encima, resultó un gran éxito. Alexander tuvo cada vez más confianza en que llegarían ilesos a las instalaciones, y hasta se percató de que Kurt Hensen, que aborrecía volar con Morgan, estaba más calmado que diez minutos antes.

El helicóptero se colgó sobre el suelo del valle, y se encaminó hacia el noroeste, a tres metros por encima del río con una capa de hielo, aún forzado a seguir su avance a través de la perturbación de una fuerte tormenta de nieve, pero al abrigo de lo peor de la turbulencia de la tormenta por los muros de gigantescos arbustos siempre verdes que flanqueaban el río. Plateado, casi luminoso, el río resultaba una pista fácil de seguir. De vez en cuando, el viento chocaba contra el aparato, pero el helicóptero se bamboleaba, tintaba como un buen boxeador y ya no parecía correr el peligro de que un puñetazo lo dejase fuera de combate.

-¿Cuánto falta? -preguntó Alexander.

-Diez minutos. Tal vez quince -replicó Morgan-. A menos...

-¿A menos qué...?

-A menos que se deposite hielo en las aspas. A menos que el motor se pare o se hielen las juntas del rotor.

-¿Y eso es probable? -quiso saber Alexander.

-Resulta ciertamente algo en lo que se debe pensar -repuso Morgan-. Y siempre existe la posibilidad de que, en la oscuridad, interprete mal la situación del terreno y nos precipitemos contra el flanco de una colina.

-No lo harás -replicó Alexander-. Eres demasiado bueno.

-Pues siempre existe la posibilidad de que lo fastidie todo -concluyó Morgan-. Eso es lo que impide el aburrimiento en un momento así.

Tina preparó a Danny para salir del laboratorio subterráneo. Empezó por quitarle todos los electrodos fijados a cabeza y cuerpo en ocho lugares diferentes. Cuando le quitó el esparadrapo, el niño se quejó y Tina no pudo menos de hacer una mueca al ver lo irritada que tenía la piel por debajo. No habían hecho el menor esfuerzo por evitarle irritaciones.

Mientras Tina atendía a Danny, Elliot se dedicó a hacer preguntas a Carl Dombey.

-¿A qué se dedica este sitio? ¿A investigación militar?

-Sí -contestó Dombey.

-¿Estrictamente a las armas biológicas?

-Biológicas y químicas. A experimentos de nuevas combinaciones del ADN. En cualquier momento, existen treinta proyectos en marcha.

-Creía que Estados Unidos había abandonado mucho tiempo atrás la carrera de las armas químicas y biológicas.

-En lo que se refiere al conocimiento público, así ha sido -repuso Dombey-. Nixon fue el primer presidente que declaró que Estados Unidos no se dedicaría nunca a alentar esta guerra sucia, y cada jefe del ejecutivo, desde los tiempos de Nixon, ha continuado con estos alegatos. Pero, en realidad, han continuado. Y tiene que ser así. Ésta es la única instalación de esa clase que poseemos. Los rusos disponen de tres como ésta. Son partidarios de la guerra química y biológica. No ven nada inmoral al respecto. Han empleado armas biológicas y químicas en Afganistán, y matado a más de veinte mil personas con lo que solemos llamar «armas no convencionales». Si opinan que poseen algún arma terrible de la que nosotros nada sepamos, algo contra lo que no podríamos contraatacar, lo más probable sería que la empleasen contra nosotros.

Elliot replicó:

-Pero el intentar mantener esa carrera contra los soviéticos nos puede llevar a situaciones como la que tenemos aquí, situaciones en las que se mantiene a un chiquillo inocente bajo tierra y atado a una máquina. Y en este caso, ¿no estamos convirtiéndonos en los mismos monstruos que los líderes soviéticos? ¿No nos lleva el miedo a nuestros enemigos a que nos convirtamos en iguales a ellos? ¿Y no es esto otra manera de perder la guerra?

Dombey asintió. Mientras hablaba, no cesó de alisarse las puntas del mostacho.

-Ésa es la misma pregunta que me he estado haciendo desde que Danny cayó en las garras de todo este asunto. El problema radica en que algunas personas retorcidas se ven atraídas a este tipo de trabajo a causa de que es secreto y porque te infunde una especie de poder al diseñar armas que matan a centenares de miles de personas. Así es como quedan implicadas personas megalomaníacas como Tanagu-chi. Hombres como Aaron Zachariah. Abusan de su poder, pervierten sus deberes. No es posible desenmascararles antes de tiempo. Pero si cerramos estas instalaciones, si dejamos de hacer este tipo de investigaciones, sólo porque temamos que hombres como Tamaguchi se hagan cargo de las mismas, estamos también concediendo mucha ventaja a nuestros enemigos y, tal vez, tampoco podamos sobrevivir durante demasiado tiempo. Supongo que tendremos que aceptar el tener que vivir con el menor de los males posibles.

Tina quitó el electrodo del cuello de Danny, arrancando con cuidado el esparadrapo de la piel.

El niño seguía aún abrazado a ella, pero sus hundidos ojos estaban fijos en Dombey.

-No estoy interesada en la filosofía o en la moralidad de la guerra biológica -intervino Tina-. No en este momento. Ahora mismo, lo que deseo saber es cómo demonios llegó Danny a este lugar.

-Para comprender eso -contestó Dombey- deberé retroceder veinte meses en el tiempo. Por entonces, un científico ruso llamado Iliá Papáropov desertó a Estados Unidos, y trajo consigo un expediente en microfilme de la más importante y peligrosa nueva arma biológica soviética de la última década. Los rusos la denominaban «Gorki-400», porque la habían desarrollado en sus laboratorios de investigación del ADN, situados en las afueras de Gorki, y se trataba, además, de la cepa viable que hacía la número cuatrocientos de los organismos artificiales creados en dicho centro de investigaciones.

»"Gorki-400" es un arma perfecta. Afecta sólo a los seres humanos. Ninguna otra criatura viviente puede transportarla. Y, al igual que la sífilis, "Gorki-400" no puede sobrevivir fuera de un cuerpo humano vivo más allá de un minuto, lo cual significa que no puede contaminar de manera permanente objetos o lugares completos, como sucede con el ántrax u otras bacterias virulentas. Y cuando el huésped muere, el "Gorki-400" perece con él escaso tiempo después, en cuanto la temperatura del cadáver desciende por debajo de los treinta grados. ¿Comprende las ventajas de todo esto?

Tina estaba demasiado atareada con Danny para pensar, en realidad, en lo que Cari Dombey acababa de decir, pero Elliot sabía a qué se refería el científico.

-Si le he comprendido bien, los rusos podrían utilizar el «Gorki-400» para borrar una ciudad, un país, y, después, no deberían llevar a cabo una costosa y larga descontaminación antes de avanzar y hacerse cargo del territorio conquistado.

-Eso es -repuso Dombey-. Y el «Gorki-400» tiene otras ventajas igualmente importantes sobre la mayoría de los agentes biológicos. Por una parte, uno se convierte en portador infeccioso sólo cuatro horas después de haber entrado en contacto con el virus. Y ése es un extraordinariamente breve período de gestación. Una vez infectado, ya no se vive más allá de veinticuatro horas. La mayoría muere en sólo doce horas. El índice de letalidad del «Gorki-400» es del ciento por ciento. Nadie puede sobrevivir. Los rusos hicieron pruebas Dios sabe con cuántos presos políticos. Jamás pudieron encontrar un anticuerpo o un antibiótico que fuese efectivo contra el «Gorki-400». El virus emigra al bulbo raquídeo, y desde allí comienza a segregar una toxina que, literalmente, se come todo el tejido cerebral, del mismo modo que el ácido de una batería disuelve la estopilla. Y así destruye la parte del cerebro que controla todas las funciones autónomas del cuerpo. La víctima, simplemente, deja de tener pulso, los órganos no le funcionan o ya no hay impulso respiratorio.

-Y ésa es la enfermedad a la que Danny ha sobrevivido -concluyó Elliot.

-Sí -contestó Dombey-. Por lo que yo sé, es la única persona que ha conseguido algo así.

Tina había quitado la manta de la cama, la dobló por la mitad y cubrió a Danny con ella para el viaje en el jeep. Entonces alzó la mirada después de haber preparado al chico y le dijo a Dombey:

-¿Pero, ante todo, porqué le infectaron?

-Fue un accidente -explicó Dombey.

-Eso es algo que ya he oído antes.

-Pero esta vez es verdad -insistió Dombey-. Después de la deserción de Iliá Papáropov con sus datos del «Gorki-400», lo trajeron aquí, y de inmediato comenzaron a trabajar con él, intentando la ingeniería genética necesaria para conseguir la duplicación del virus ruso, cosa que conseguimos en un tiempo relativamente breve. Luego empezamos a estudiar la cepa, e intentamos manejarla de la misma forma que los soviéticos habían llevado a cabo.

-Y alguien tuvo un descuido -le interrumpió Elliot.

-Sí -contestó Dombey-. Y lo que es peor. Alguien fue descuidado y estúpido. Hace unos trece meses, cuando Danny y los otros muchachos realizaban su excursión de supervivencia invernal, uno de nuestros científicos, un tipo llamado Larry Bollinger, se contaminó a sí mismo de forma accidental mientras trabajaba solo en este mismo laboratorio.

La mano de Danny apretó la de Christina y ésta le acarició la cabeza, tranquilizándole; luego, se dirigió a Dombey:

-Pero tendrían medidas de seguridad, procedimientos que hay que seguir cuando...

-Por supuesto -repuso Dombey-. Te adiestran en todo esto desde el primer día que comienzas a trabajar aquí. En el caso de una contaminación accidental, de inmediato debes dar la alarma. A continuación, sellas la estancia en que trabajas, y si al lado existe una cámara de aislamiento, se espera que entres en ella y cierres la puerta. Entonces se presenta un equipo de descontaminación para limpiar el problema que hayas dejado en el laboratorio. «Si te has infectado a ti mismo, te tratarán. Y si no es curable..., te atenderán en aislamiento hasta que mueras.» Ésta es una de las razones de que tu paga sea tan elevada. Tenemos una gran prima por riesgos... Y el riesgo es precisamente una parte de tu trabajo.

-Excepto que ese tal Larry Bollinger no lo consideró de esa forma -contestó con amargura Tina.

Tenía problemas para arropar a Danny de una forma segura con la manta, porque él intentaba separarse de ella. Con sonrisas, murm-rándole palabras tranquilizadoras y besándole en sus dos frágiles manos, al fin logró persuadirle para que soltara los brazos con que se aferraba a su cuerpo.

-Bollinger perdió la cabeza. Se volvió loco -respondió Dombey, pareciendo un tanto incómodo ante el hecho de que uno de sus colegas hubiese perdido el dominio de sí mismo en aquellas circunstancias.

Dombey comenzó a pasear mientras hablaba.

-Bollinger sabía con cuánta rapidez actuaba el «Gorki-400» con sus víctimas, y el pánico le dominó. Al parecer, trató de convencerse de que podría escapar a la infección. Dios sabe qué trataría de hacer. No dio la alarma. Se limitó a salir del laboratorio, se dirigió a su cuarto, donde se puso ropas de abrigo y abandonó el complejo. No tenía permiso de salida y, ante las prisas del momento, no pensó en ninguna excusa para utilizar uno de los jeeps, por lo que escapó a pie. Les dijo a los vigilantes que iba a caminar con raquetas un par de horas por los terrenos nevados. Eso es algo que muchos de nosotros hacemos durante el invierno. Constituye un buen ejercicio, y te saca durante un rato de este agujero subterráneo. Se puso las raquetas debajo del brazo y se dirigió a la carretera de montaña, la misma por la que me imagino que ustedes han venido. Antes de llegar a la caseta del vigilante, trepó por una de las crestas y, finalmente empleó las raquetas de nieve para rodear el lugar donde el vigilante se encontraba, regresó, a continuación, a la carretera, y se deshizo de las raquetas. Los del servicio de seguridad las encontraron más tarde. Probablemente, Bollinger llegó a la última puerta de abajo dos horas y media después de que atravesara la puerta de aquí y tres horas después de haberse infectado. Fue en ese momento cuando otro investigador entró en este laboratorio y vio los cultivos del «Gorki-400» rotos por el suelo, tras lo cual dio la alarma. Mientras tanto, a pesar del alambre espinoso, Bollinger logró trepar por la cerca. Luego, siguió su camino por la carretera que emplean los funcionarios del centro de investigaciones de la vida salvaje. Empezaba a salir del bosque hacia el sendero del condado, que se encuentra a unos ocho kilómetros del desvío a los laboratorios, y al cabo de sólo cinco kilómetros...

-Se encontró con Mr. Jaborski y sus excursionistas -le interrumpió Elliot.

-Y entonces ya podía transmitirles la enfermedad -medió Tina, que acomodaba a Danny en la manta.

-Sí -respondió Dombey-. Debió tropezarse con los excursionistas cinco o cinco horas y media después de haberse infectado. Para entonces, ya estaba agotado. Había empleado la mayor parte de sus reservas físicas para salir de la reserva de los laboratorios, y también comenzaba a experimentar alguno de los primeros síntomas del «Gorki-400». Mareos. Fuertes náuseas. El jefe de los boyscouts había dejado el minibús de la expedición en un área de estacionamiento, a unos dos kilómetros en el interior de los bosques. Él y su ayudante, así como sus muchachos, habían caminado otro kilómetro cuando se encontraron con Larry Bollinger. Estaban a punto de abandonar la carretera e internarse entre los árboles, para apartarse de cualquier señal de civilización y alzar su campamento para su primera noche en el páramo. Cuando Bollinger descubrió que tenían un vehículo, trató de persuadirles para que le llevasen a Reno. Al mostrarse ellos reacios a hacerlo, les contó una historia acerca de un amigo que se había quedado en las montañas con una pierna rota. Jaborski no creyó ni por un momento en la historia de Bollinger, pero, finalmente, se ofreció a llevarle hasta el centro de protección de vida salvaje donde podría montarse una expedición de rescate. Pero aquello no resultó lo bastante bueno para Bollinger, y se puso histérico. Tanto Jaborski como el otro dirigente de los excursionistas se percataron de que estaban tratando con un tipo peligroso. En ese momento fue cuando el equipo de seguridad llegó. Bollinger trató de escaparse. Después, intentó romper uno de los trajes de descontaminación de los vigilantes. De manera que se vieron forzados a abatirle a tiros.

-Los hombres del espacio -dijo entonces Danny.

Todos le miraron en silencio.

Se arrebujó en su manta amarilla encima de la cama y el recuerdo de todo aquello le hizo estremecer.

-Los hombres espaciales vinieron y se nos llevaron.

-Sí -convino Dombey-. Probablemente tenían algo del aspecto de hombres del espacio con sus trajes de descontaminación. Les trajeron a todos aquí y les pusieron en cuarentena. Un día después, todos habían muerto, menos Danny.

Dombey suspiró.

-Y... creo que ya conocen el resto de la historia...

El helicóptero seguía el curso del río helado hacia el norte, a través del valle.

La fantasmal y leve luminosidad del paisaje invernal le hizo pensar a George Alexander en cementerios. Le gustaba dar largos paseos en sus momentos de ocio entre las tumbas. Durante tanto tiempo como podía recordar, la muerte le había fascinado, con toda la mecánica que conllevaba, y siempre anhelaba llegar a saber cómo serían las cosas al otro lado, aunque, como era natural, sin tener el menor deseo de comprometerse en un viaje allí sólo de ida. No quería morir; sólo deseaba saber. Cada vez que mataba a alguien personalmente, sentía haber establecido otro lazo con el mundo que estaba más allá de éste; y confiaba, una vez hubiese efectuado algunos de estos vínculos, que se vería recompensado con una visión del otro lado. Tal vez un día podría hallarse en un cementerio, ante la tumba de una de sus víctimas, y la persona matada por él tal vez le llevase al Más Allá y le permitiera divisar, de una forma vivida y clarividente, cómo era exactamente la muerte. Y así alcanzaría el conocimiento.

-Ya no falta mucho -comentó Morgan.

Alexander avizoró con ansia a través de la sábana de nieve que caía y en la que el helicóptero se movía como un hombre ciego que corriese sin aliento en una oscuridad infinita. Se tocó el arma que había traído y metida en una pistolera de hombreras y pensó en Christina Evans.

Alexander dijo luego a Kurt Hensen:

-Mata a Stryker en cuanto le veas. No le necesitamos para nada. Pero no toques a la mujer. Deseo interrogarla. Tiene que decirme quién es el traidor. Me contará quién la ha ayudado a dar con los laboratorios, aunque tenga que quebrarle los dedos uno a uno para obligarla a hablar.

En la cámara de aislamiento, cuanto Dombey acabó de hablar, Tina prosiguió:

-Danny presenta un aspecto horrible. Aunque ya no tenga esa enfermedad, ¿estará en condiciones de viajar?

-Creo que sí -replicó Dombey-. Lo único que necesita es engordar. No puede retener nada en el estómago porque hace muy poco que le han estado reinfectando, probándole hasta la destrucción. Aunque una vez salga de aquí, en seguida empezará a ganar peso. Pero hay una cosa...

Tina se envaró ante la nota de preocupación que se percibía en la voz de Dombey.

-¿Qué? ¿De qué se trata?

-Después de todas esas reinfecciones, se le ha desarrollado una protuberancia en el lóbulo parietal del cerebro.

Tina se sintió mal.

-No...

-Pero, al parecer, no es nada que amenace su vida -se apresuró a contestar Dombey-. Por cuanto puedo determinar, no se trata de un tumor. No es un tumor ni benigno ni maligno. Por lo menos, a través de las pruebas efectuadas, no hemos encontrado las características de un tumor. Pero tampoco se trata de tejido cicatricial. Y no es un coágulo sanguíneo.

-¿Entonces, qué es en realidad? -inquirió Elliot.

Dombey se pasó una mano por su recio y rizado cabello.

-El ordenador dice que el nuevo crecimiento tiene la misma consistencia que la estructura normal del tejido cerebral. Y eso carece de sentido. Pero hemos comprobado nuestros datos centenares de veces, y no podemos encontrar nada equivocado respecto de ese diagnóstico. Excepto que resulta imposible. Lo que podemos ver a través de los rayos X se escapa de nuestra experiencia. Por lo tanto, cuando lo saque de aquí, llévele a un especialista del cerebro. A una docena de especialistas, hasta que alguno de ellos pueda decirle qué anda mal en él. La protuberancia parietal no es algo que amenace la vida, pero deberá conseguir que le observen bien.

Tina miró a Elliot y supo que por la mente de su amante rondaba el mismo pensamiento: ¿Tendría esa protuberancia en el cerebro de Danny algo que ver con los poderes psíquicos del muchacho? Sus habilidades psíquicas latentes, ¿habrían salido a la superficie como un resultado directo del virus artificial con que le habían infectado de una manera tan repetida? Eso no parecía más improbable que el hecho de que, en primer lugar, hubiese caído víctima del «Proyecto Pandora». Y, por lo que Tina llegaba a entender, era la única cosa que explicaba los fenomenales nuevos poderes de Danny.

Elliot, que al parecer tenía miedo de que Tina expresase en palabras sus pensamientos y pusiese en guardia a Dombey de la increíble verdad de la situación, miró su reloj de pulsera.

-Debemos salir de aquí -dijo.

-Cuando se vayan -les pidió Dombey-, deberían llevarse algunos expedientes del caso Danny. Están en la mesa más cercana a la puerta exterior. Servirán de apoyo a su relato cuando acudan a la Prensa con él. Y, por el amor de Dios, hagan llegar todo esto a los periódicos en el menor plazo posible. Mientras continúen siendo las únicas personas de fuera de aquí que sepan lo sucedido, serán personas marcadas.

-Ya somos penosamente conscientes de ello -respondió Elliot.

Entonces Tina intervino:

-Elliot, tendrás que llevar a Danny. No puede andar. Y es demasiado pesado para mí; con lo depauperado que se encuentra, aún es una carga para mí.

Elliot le entregó la pistola y avanzó hacia la cama.

-¿Me podrían hacer primero un favor? -les dijo Dombey.

-¿De qué se trata?

-Trasladen al doctor Zachariah aquí, y quítenle la mordaza de la boca. Entonces me atan y amordazan a mí y me dejan en la habitación exterior. Les haré creer que fue él quien cooperó con ustedes. En realidad, cuando cuenten todo esto a la Prensa, tal vez tengan que suministrar la misma versión.

Tina meneó la cabeza, intrigada.

-Después de todo lo que dijo a Zachariah acerca de que este lugar era dirigido por megalomaníacos, y después de que dejara en claro que no estaba de acuerdo con todo lo que ocurría aquí, ¿cómo desea quedarse?

-La vida de ermitaño va con mi carácter y la paga es buena -explicó Dombey-. Y si salgo de aquí, y si consigo un empleo en un centro civil de investigaciones, en este lugar habrá personas con opiniones menos racionales. Aquí hay un montón de gente con algún sentido de responsabilidad social acerca de su trabajo. Y si todos se van, dejarán este sitio en manos de personas como Tamaguchi y Zachariah, y no habrá nadie que pueda equilibrar las cosas. ¿Y qué clase de investigaciones creen que llevarán a cabo entonces?

-Pero una vez llegue nuestro relato de los hechos a la Prensa -repuso Tina-, lo más probable es que cierren este lugar.

-De ninguna manera -contestó Dombey-. En realidad, el trabajo debe hacerse. El equilibrio de poder con la Unión Soviética ha de mantenerse. Tal vez pretendan cerrarlo, pero no lo harán. Despedirán a Tamaguchi y a alguno de sus colaboradores más cercanos. Se producirá el gran follón, y eso será bueno. Si conseguimos hacerles creer que Zachariah fue uno de los que filtraron los secretos, si protejo mi posición aquí, es probable que me asciendan a un cargo de mayor influencia. -Sonrió-. Y, por lo menos, me aumentarán el sueldo...

-Muy bien -contestó Elliot-. Haremos lo que desea. Pero hemos de llevarlo a cabo lo más de prisa posible.

Trasladaron a Zachariah a la cámara de aislamiento y le quitaron la mordaza. Forcejeó con sus cuerdas e insultó a Elliot. Luego, hizo lo mismo con Tina, Danny y Dombey. Cuando sacaron a Danny de la estancia pequeña oyeron a Zachariah que lanzaba invectivas a través de la hermética puerta de acero.

Mientras Elliot empleaba el resto de la cuerda para atar a Dombey, el científico dijo:

-Ahora, ustedes tendrían que satisfacer mi curiosidad.

-¿Acerca de qué?

-¿Quién les dijo que su hijo estaba aquí? ¿Quién les ayudó a llegar hasta los laboratorios?

Tina parpadeó. No sabía qué contestar.

-Vale, vale -dijo Dombey-. Comprendo que no quieran que se sepa de quién se trata. Pero sí podrían decirme una cosa. ¿Se trata de alguien del servicio de seguridad o bien del personal médico? Me gustaría pensar que ha sido un médico, alguien como yo, el que, finalmente, hizo lo que debía hacerse.

Tina miró a Elliot.

Elliot movió la cabeza: no.

Tina se mostró de acuerdo respecto de que no sería prudente permitir que nadie supiera los poderes adquiridos por Danny. El mundo le consideraría un monstruo de circo, y todos desearían hacerse con él y convertirle en un espectáculo. Y, desde luego, si alguno de los miembros de aquella instalación tenían la idea de que los nuevos poderes psíquicos de Danny eran debidos a la protuberancia en el parietal, a causa de sus repetidas exposiciones al «Gorki-400», desearían hacerle pruebas, sondearle y analizarle por los cuatro costados. No, Tina no deseaba contarle a nadie lo que Danny era capaz de hacer. Aún no. No hasta que ella y Elliot imaginasen los efectos que aquella revelación tendría en la vida del muchacho.

-Fue alguien del personal médico -replicó Elliot-. Ha sido un médico el que nos ha hecho llegar hasta aquí.

-Estupendo -contestó Dombey-. Me alegra oírlo. Me gustaría haber tenido la suficiente valentía para haber hecho una cosa así hace ya mucho tiempo.

Elliot introdujo un pañuelo doblado en la boca de Dombey.

Tina abrió la puerta sellada exterior.

Elliot cogió a Danny en brazos.

-Hay que ver lo poco que pesas, muchachito. Tendremos que llevarte en seguida a «MacDonald's» y pedirte un montón de hamburguesas y patatas fritas.

Danny le sonrió.

Sujetando la pistola, Tina abrió la marcha hacia el vestíbulo. En la estancia cercana a los ascensores, la gente aún hablaba y reía, pero no había nadie en el corredor.

Danny abrió el ascensor de alta seguridad e hizo que se pusiera en funcionamiento en cuanto hubieron entrado en él. Tenía la frente llena de arrugas, como si estuviera concentrándose, pero aquélla constituyó la única señal de que había tenido algo que ver con el movimiento del ascensor.

En el piso de arriba, los vestíbulos estaban asimismo desiertos.

En la sala del personal de seguridad, el vigilante seguía aún amordazado y atado a su silla. Los miró con expresión de cólera y miedo.

Tina, Elliot y Danny atravesaron el vestíbulo y salieron al frío de la noche. La nieve les azotó.

Otro sonido, además del aullido del viento, llegó a sus oídos, y Tina necesitó escasos segundos para identificarlo.

¡Un helicóptero!

Alzó la vista y vio cómo cruzaba por encima de la elevación del extremo occidental de la meseta.

-¡Al jeepl -gritó Elliot-. ¡Apresúrate!

Corrieron hacia el vehículo todo terreno, Tina cogió a Danny de los brazos de Elliot, lo deslizó en el asiento trasero y entró detrás de él.

Elliot se puso al volante y empezó a trastear con las llaves. El motor no se puso en marcha en seguida.

El helicóptero se abatió hacia ellos.

-¿Quién está en el helicóptero? -preguntó Danny, contemplándolo a través de la ventanilla lateral del jeep.

-No lo sé -respondió Tina-. Pero no son personas buenas, mi niño. Son como el monstruo del libro de cómics. Aquél del que me enviaste imágenes en mi sueño. No nos permitirán salir de aquí.

Danny se quedó mirando el helicóptero que se acercaba a ellos, y las frunces aparecieron en su frente de nuevo. De repente, el motor del jeep arrancó.

-¡Gracias a Dios! -exclamó Elliot.

Pero las arrugas no desaparecieron de la frente de Danny. Tina se percató de lo que el niño estaba a punto de hacer y le dijo:

-¡Danny, espera un momento!

Inclinándose para ver el jeep a través de la ventanilla de plástico del helicóptero, George Alexander ordenó:

-Ponte recto delante de ellos, Jack.

-Lo intentaré -respondió Morgan. Luego, Alexander se dirigió a Hensen, que ya tenía la metralleta preparada.

-Como ya te dije, elimina en el acto a Stryker, pero no a la mujer.

De repente, el helicóptero se elevó. Había estado a sólo tres o cinco metros por encima del suelo, pero subió con rapidez hasta quince, veinte, treinta metros.

Alexander gritó:

-¿Qué sucede?

-La palanca -dijo Morgan.

Se percibía un indicio de miedo en su voz como no le había sucedido en ningún momento de su atroz viaje y de pesadilla a través de las montañas.

-No puedo controlarla. Se ha helado.

Treinta y cinco. Cuarenta metros. Continuaron ascendiendo en línea recta en medio de la noche.

Luego el motor se paró.

-¿Qué demonios ocurre? -aulló Morgan.

Hensen empezó a gritar.

Alexander percibió que la muerte se precipitaba hacia él, y supo que su curiosidad acerca de cómo eran las cosas del Más Allá se vería muy pronto satisfecha.

Mientras salían en el jeep de la meseta, rodeando los humeantes restos del helicóptero, Danny dijo:

-Eran personas malas. Todo va bien, mamaíta. Eran unos malos auténticos.

Hay un tiempo para todo -se recordó Tina a sí misma-. Un tiempo para matar, un tiempo para sanar.

Mantuvo a Danny muy cerca de ella, y se quedó mirando en sus oscuros ojos, y no pudo consolarse con aquellas palabras de la Biblia, por lo menos no en la extensión en que había sido capaz de consolar a Elliot con ellas.

En los ojos de Danny había demasiado dolor, demasiado conocimiento acerca de las cosas. Pensó en el futuro. Se preguntó qué les depararía a todos ellos.

FIN