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Cuarta parte (38)

38

Zachariah se encontraba en el suelo, atado y amordazado sin perderles de vista. El odio y la cólera se revelaban ahora a través de sus ojos.

-Primero querrá ver a su hijo, ¿verdad? -preguntó Dombey-. Luego ya les contaré cómo llegó hasta aquí.

-¿Dónde está? -preguntó, temblorosa, Tina.

-En la cámara de aislamiento -replicó Dombey.

Señaló la ventana en una de las paredes de la habitación.

-Vengan.

Se acercó al gran panel de cristal, donde sólo quedaban ya algunas pequeñas porciones de escarcha.

Durante un momento, Tina tuvo miedo de moverse. Le producía pánico ver lo que le habrían hecho a Danny. El pavor tendió sus zarcillos en torno de ella y a Tina le pareció que sus pies habían echado raíces en el suelo.

Elliot le apoyó una mano en los hombros.

-No hagas esperar a Danny. Hace ya mucho tiempo que aguarda. Nos ha estado llamando durante muchísimo tiempo.

Tina dio un paso, luego otro y, antes de que llegara a saberlo, se encontraba ante la ventana, al lado de Dombey.

En el centro de la cámara de aislamiento se alzaba una cama de hospital. Aparecía conectada con un equipo médico electrónico.

Danny estaba en la cama, en posición supina. La mayor parte de él permanecía tapada, pero su cabeza, levantada sobre una almohada, estaba vuelta hacia la ventana. Se quedó mirando a Tina a través de los laterales de la cama.

-Danny -musitó Tina.

Le asaltó el miedo irracional de que, si pronunciaba su nombre en voz alta, el encantamiento se rompería y se desvanecería para siempre.

Su rostro estaba enjuto. Enjuto y cansado. Parecía mayor de sus doce años. En realidad, tenía el aspecto de un viejecito.

Dombey, al notar la conmoción de Tina, se apresuró a decir:

-Está demacrado. Durante las últimas seis o siete semanas no ha sido capaz de mantener en el estómago otra cosa que líquidos. Y tampoco muchos...

Los ojos de Danny eran extraños. Oscuros, como siempre. Grandes y redondos, como siempre. Pero aparecían hundidos, rodeados de una piel oscura y malsana, y en esto no eran como siempre. Pero no fue eso lo que a Tina le parecía tan extraño. No acababa de señalar qué había en ellos que los convertía en tan diferentes de los ojos que siempre había visto. Pero cuando se encontró con la mirada de Danny, un estremecimiento pasó a través de ella y sintió que le retoñaba una enorme piedad hacia él.

El niño parpadeó y, con lo que parecía constituir un gran esfuerzo, a costa de algo más que un pequeño dolor, retiró un brazo de debajo de los cobertores y lo alargó hacia su madre. Su brazo era todo piel y huesos, una especie de patético bastón. Lo hizo pasar entre dos de los barrotes laterales y abrió su pequeña y débil mano, que buscaba amor y con la que trataba desesperadamente de tocar a Tina.

Con voz temblorosa, Tina le dijo a Dombey:

-Quiero estar con mi niñito. Quiero abrazarle.

-Claro que sí -respondió Dombey.

Mientras los tres se dirigían a la puerta de acero de cierre hermético que daba a la habitación que se encontraba detrás de la ventana, Elliot preguntó:

-¿Y por qué se encuentra en una cámara de aislamiento? ¿Está enfermo?

-Ahora no -repuso Dombey, que se detuvo ante la puerta, vuelto hacia ellos, con una evidente turbación ante lo que debía contarles-. Ahora mismo está al borde de la muerte por inanición a causa del tiempo que lleva sin poder retener ninguna comida en el estómago. Pero no es ninguna enfermedad infecciosa. Ha padecido varias infecciones, una y otra vez; pero no en este momento. Tiene una enfermedad única, una enfermedad artificial creada en el laboratorio. Es la única persona que ha sobrevivido a la misma. Posee un anticuerpo natural en la sangre que le ayuda a combatir a ese virus particular, aunque sea de tipo artificial. Eso es lo que fascinó al doctor Tamaguchi. Es el jefe de estas instalaciones. El doctor Tamaguchi nos hizo trabajar muy duro hasta que conseguimos aislar el anticuerpo y representarnos cómo actúa contra la enfermedad. Naturalmente, cuando todo esto acabe, Danny ya no será de valor científico. Y para Tamaguchi eso significa que carece de la menor utilidad. Excepto en la forma más cruda... Tamaguchi decidió hacer pruebas a Danny hasta lograr su destrucción. Durante casi dos meses, han estado reinfectando al chico, una y otra vez, intentando que el virus le destruyera, para descubrir cuántas veces vencía hasta que el virus, finalmente, acabe con él. Verá, no existe una inmunidad permanente contra esta enfermedad. Se parece a las anginas o al resfriado común... o al cáncer..., por que lo puedes coger una y otra vez, si eres lo bastante afortunado -o desgraciado- de vencerlo la primera vez. Hoy, ha conseguido su decimocuarta victoria. Aunque cada vez vence al virus con mayor rapidez. Sin embargo, cada victoria le agota. La enfermedad le está matando, aunque será de manera indirecta. Le está matando al quitarle las fuerzas. Ahora mismo se encuentra limpio, no le han reinfestado. Mañana pretenden clavarle otra aguja emponzoñada.

-Dios mío -exclamó Elliot-. Dios mío...

Atenazada por el horror, Tina se quedó mirando a Dombey.

-Me resisto a creer lo que acabo de oír.

-Pues tome fuerzas -le respondió Dombey sonriente-. Aún no ha escuchado la mitad de toda la historia.

Se apartó de ellos, hizo girar el volante de la puerta de acero y la abrió hacia dentro.

Unos minutos antes, cuando miró por la ventana de observación, cuando vio a aquel niño tan terriblemente adelgazado, se prometió a sí misma que no lloraría. Danny no necesitaba verla llorar. Necesitaba amor y cuidados, y protección. Sus lágrimas le trastornarían. Y, a juzgar por el aspecto que presentaba, a Tina le preocupaba que cualquier perturbación emocional seria, literalmente, le destruyese.

Ahora, mientras se acercaba a su cama, se mordió el labio inferior con tanta fuerza que en seguida tuvo un leve sabor a sangre. Luchó por contener las lágrimas, pero necesitó hasta el último vestigio de su fuerza de voluntad para mantener secos sus ojos.

Danny se excitó al verla acercarse y, a pesar de su terrible estado, consiguió colocarse en una posición sedente, aferrándose a los barrotes laterales con una mano, frágil y temblorosa, mientras extendía la otra hacia su madre.

Tina dio los últimos pasos vacilante, mientras sentía como el corazón latía con fuerza en su pecho, con la garganta oprimida, abrumada por una combinación de alegría por verle de nuevo, y de miedo al contemplar cuan horriblemente consumido se encontraba. También ella alargó una mano hacia él, y sus manos se tocaron. Los dedos del niño se curvaron alrededor de los dedos de ella. Los sujetó con una fuerza terrible, desesperada.

-Danny -musitó Tina, como interrogándose-. Danny, Danny...

Desde alguna parte en lo más interior de él, desde más allá del dolor, el miedo y la angustia, Danny encontró una sonrisa que brindar a su madre. No llegó a una auténtica sonrisa, fue más bien un estremecimiento de sus labios, como si la menor brisa pudiese deshacerla. Algo parecido a un intento de sonrisa, como un vago fantasma de todas aquellas cálidas sonrisas que Tina recordaba, y eso le rompió el corazón.

-Mamá -musitó Danny, con una voz desvaída y crujiente, que Tina apenas reconoció.

-Toda va bien -le dijo. El niño comenzó a temblar. -Todo ha acabado Danny. Ahora todo irá bien.

-Mamá... Mamaíta...

Su rostro pareció estremecerse; su valiente sonrisa se disolvió y un agonizante gemido se escapó de él.

-Ohhhhhhhhh, mami...

Tina bajó el barrote lateral, se sentó en el borde de la cama y tomó al niño entre sus brazos. Era como una muñeca de trapo con muy pocos trozos de relleno. Una frágil y delicada criatura, que en nada se parecía a aquel niño feliz, vibrante, activo, que había sido en tiempos. Al principio, a Tina le dio miedo abrazarle, miedo a que se le rompiese entre los brazos. Pero el niño respondió con fuerza a su abrazo, y, una vez más, Tina quedó sorprendida por la mucha fuerza que Danny podía reunir aún en su devastado cuerpo. Temblando con violencia, respirando con fuerza, Danny apoyó el rostro contra el cuerpo de su madre y Tina sintió las lágrimas del niño sobre su piel. No pudo dominarse más, por lo que permitió que las suyas brotasen, ríos de lágrimas, una auténtica inundación. Cuando le puso una mano en la espalda al niño, para oprimirle contra ella, descubrió lo increíblemente delgado que estaba, puesto que cada costilla, cada vértebra, resultaban tan prominentes que casi sintió como si estuviese abrazando un esqueleto, y eso hizo que llorara con más fuerza todavía. Le apretó contra su regazo, y el niño arrastró cables que se unían con unos electrodos sobre su piel hasta las máquinas de cuidados intensivos que rodeaban la cama; parecía una marioneta abandonada. Cuando sus piernas salieron de entre los cobertores, cuando el camisón hospitalario se deslizó de ellas, Tina vio que sus pobres miembros eran todo huesos y piel sin carne. Tina le acunó, le meció, le arrulló, le dijo cuánto le quería. Y siguió llorando.

Danny estaba vivo.