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Cuarta parte (37)

37

El guardia herido tenía grandes dolores pero, según Tina pudo observar, no se encontraba en peligro de muerte. La bala había cauterizado parcialmente la herida al atravesar el hombro. El agujero se veía limpio y no sangraba demasiado.

-Vivirás -dijo Elliot al guardián.

-¡Dios mío, me estoy muriendo!

-No -replicó Elliot-. Duele bastante, pero no es una cosa grave. La bala no ha seccionado ningún vaso sanguíneo importante.

-¿Y cómo demonios lo sabe? -inquirió el herido, esforzándose en pronunciar las palabras a través de sus apretados dientes.

-He visto heridas como ésta cuando estuve en Vietnam -explicó Elliot-. Si te quedas quieto, estarás bien. Pero si te mueves con esa herida, podrías seccionar algún vaso sanguíneo lastimado y te desangrarías como un cerdo hasta morir.

-Mierda -exclamó el vigilante con voz temblorosa.

-¿Comprendido? -le preguntó Elliot.

El hombre asintió. Tenía el rostro pálido y sudaba.

Elliot ató al vigilante de más edad con firmeza a una silla. No quería atar las manos del herido, por lo que le trasladaron a unos servicios y le encerraron allí.

-¿Cómo tienes la cabeza? -le preguntó Tina a Elliot, pasando con cuidado las puntas de los dedos por el feo chichón que le había salido en la sien, donde le golpeara el revólver del vigilante.

Elliot hizo una mueca.

-Duele.

-Se está inflamando.

-Estaré bien -aseguró Elliot.

-¿Te mareas?

-No.

-¿Ves doble?

-No -repuso él-, estoy bien. No me golpearon con demasiada fuerza. No hay conmoción cerebral. Sólo dolor de cabeza.

-¿Sabes una cosa?

-¿Qué?

-Te quiero.

-Yo también te amo -le contestó.

Ella le dio un rápido beso.

-Vamos -dijo Elliot-. Tenemos que encontrar a Danny y sacarle de aquí.

Cruzaron la habitación, pasando ante el vigilante que se encontraba atado y sujeto a su silla. Tina se llevó la cuerda sobrante y Elliot guardó el arma.

Enfrente de la puerta de acero corredera, por la que ella y Elliot habían penetrado en la sala de seguridad, había otra de dimensiones y construcción más normales. Se abría al punto de enlace de dos pasillos, que Tina había descubierto unos minutos antes, después de que Elliot disparase contra el vigilante, cuando miró a través de la puerta para comprobar si había refuerzos en camino. Entonces encontró los corredores desiertos, y así seguían. Silencio. Pisos de baldosas blancas. Pareces blancas. Fría iluminación de fluorescentes. Uno de los corredores se extendía unos veinte metros hacia la izquierda y otros tantos hacia la derecha; a ambos lados se veían más puertas, todas ellas cerradas, además de una serie de cuatro ascensores, a la derecha. El vestíbulo de intersección comenzaba enfrente de ellos, al otro lado de la sala de los vigilantes, y se extendía ciento veinte metros, por lo menos, en la ladera de la montaña. A cada lado, había una larga serie de puertas, y también allí se abrían otros pasillos.

Hablaron en susurros:

-¿Crees que Danny se encuentra en este piso?

-No lo sé.

-¿Por dónde empezamos a mirar?

-No podemos andar por ahí abriendo puertas.

-Puede que haya personas detrás de alguna de ellas.

-Por eso. Y cuantas menos personas encontremos...

-.,. más oportunidades tendremos de seguir con vida...

Durante un momento, permanecieron allí, indecisos, mirando a la derecha, luego a la izquierda y, a continuación, hacia delante.

A unos tres metros, se abrieron una serie de puertas de ascensor.

Tina se acurrucó contra la pared del corredor.

Elliot apuntó con la pistola hacia la izquierda.

Nadie salió.

La cabina estaba en un ángulo tal que no podían ver quién estaba dentro.

Las puertas se cerraron.

Tina tuvo la poca tranquilizadora sensación de que alguien había estado a punto de salir, que había notado su presencia y había ido a solicitar ayuda.

Incluso antes de que Elliot bajara la pistola, la misma serie de puertas de ascensor volvió a abrirse. Y luego se cerraron. Abiertas. Cerradas. Abiertas. Cerradas. Abiertas.

El ambiente comenzó a enfriarse.

Con un suspiro de alivio, Tina dijo:

-Es Danny. Nos está indicando el camino.

No obstante, se acercaron despacio al ascensor; con precaución, miraron en su interior. Estaba vacío; entonces, entraron y las puertas se deslizaron hasta cerrarse.

Encima de las puertas había un indicador y, según él, se encontraban en el cuarto de cuatro niveles, y el primero era el que estaba más profundo. Los controles del ascensor no funcionaban a menos que se insertase una tarjeta de identidad aceptable en una ranura que había encima de los mismos. Pero Tina y Elliot no tuvieron necesidad de la autorización del ordenador para emplear el ascensor. No, mientras Danny estuviera de su parte. La luz del tablero indicador cambió del cuarto nivel, al tercero y al segundo, y el aire dentro del ascensor se enfrió tanto que Tina comenzó a ver su aliento. Las puertas se abrieron tres pisos por debajo de la superficie, en el penúltimo nivel.

Salieron a un vestíbulo exactamente igual al que habían abandonado segundos antes.

Las puertas del ascensor se cerraron tras ellos, y el ambiente empezó a caldearse de nuevo.

A unos dos metros, una puerta estaba abierta unos centímetros, y de la habitación que se encontraba más allá salían animadas ráfagas de conversación. Eran voces, tanto de hombres como de mujeres. Media docena o más, a juzgar por los sonidos. Voces indistintas. Risas.

Tina sabía que tanto ella como Elliot estaban acabados si alguien salía de la habitación y les veía. Danny era capaz de obrar milagros con los objetos inanimados, pero al parecer no podía controlar a las personas. Como en el caso del guardia del piso de arriba contra el que Elliot se vio forzado a disparar. Si se veían descubiertos y debían enfrentarse a media docena de encolerizados vigilantes de seguridad, la única pistola de Elliot no sería capaz de desalentarles a que no les atacasen. Luego, aunque Danny encasquillara las armas del enemigo, ella y Elliot sólo escaparían si se abrían paso a tiros, y Tina sabía que ninguno de los dos tendría estómago para un asesinato en masa, aunque se tratara de un caso de defensa propia.

De nuevo salieron risotadas de aquella sala y Elliot preguntó en voz baja:

-¿Y ahora qué hacemos?

-No lo sé.

Ese nivel tenía el mismo tamaño que aquel por el que habían penetrado en el complejo: más de ciento veinte metros por un lado, y más de treinta por el otro. Lo cual constituía muchos metros cuadrados en los que buscar. ¿Cuántas puertas habría? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Un centenar, si contaban los servicios?

Justo en el momento cuando Tina comenzaba a desesperarse, el aire se enfrió de nuevo. Ella miró a su alrededor, en espera de alguna señal procedente del niño. Los dos tuvieron un sobresalto al observar que el tubo fluorescente que se encontraba por encima parpadeaba una y otra vez. El tubo que estaba a la izquierda del primero también parpadeó. Luego, el fenómeno se repitió en un tercer fluorescente, adentrándose cada vez más hacia la izquierda.

Siguieron los oscilantes fluorescentes hasta el final del ala corta en que se encontraban los ascensores. El corredor terminaba ante una puerta de acero cerrada herméticamente, como las que se emplean en los submarinos; el bruñido metal brillaba con suavidad y reflejaba la luz en los remaches de cabeza redondeada.

Cuando Tina y Elliot llegaron a aquella barrera, el volante situado en el centro comenzó a girar sobre sí mismo. La puerta se abrió. Como llevaba la pistola, Elliot fue el primero en pasar, aunque Tina se situó detrás de él, muy cerca.

Entraron en una habitación oblonga, de unas dimensiones aproximadas de doce por siete metros. En el extremo más alejado, una ventana llenaba el centro de la otra pared más corta y, al parecer, tenía vistas a una bóveda con frigorífico, pues se encontraba blanqueada de escarcha. A la derecha de la ventana, había otra puerta hermética parecida a aquélla por la que acababan de entrar. A la izquierda, a todo lo largo de la cámara, se veía una hilera de ordenadores. Había allí más tubos de rayos catódicos de los que Tina podía abarcar en una simple ojeada; la mayoría, estaban encendidos y en sus pantallas no cesaban de aparecer datos. A lo largo de la otra pared se disponían una serie de mesas, cubiertas de libros, expedientes y algunos instrumentos que Tina fue incapaz de identificar.

Un hombre de cabello rizado y poblado bigote se sentaba a una de las mesas. Era alto, de anchos hombros, de cincuenta y tantos años e iba vestido como un médico. Ojeaba un libro cuando ellos irrumpieron allí. Otro hombre, más joven que el primero, impecablemente afeitado, también con atuendo blanco, se sentaba ante una terminal de ordenador, y leía la información que fluía en la pantalla del monitor. Ambos hombres alzaron la mirada y se quedaron sin habla por la sorpresa.

Mientras apuntaba a aquellos desconocidos con la amenazadora pistola provista de silenciador, Elliot dijo:

-Tina, cierra la puerta. Y echa el cerrojo si es posible. Si los de seguridad descubren que estamos aquí, por lo menos no nos atraparán durante un buen rato.

Tina cerró la puerta de acero. A pesar de su tremendo peso, se movió de una forma más suave y fácil que cualquier puerta vulgar en una casa corriente. Giró el volante y localizó una clavija que, una vez pulsada, impedía que nadie moviera la maneta a la posición de abierto.

-Hecho -dijo.

El hombre del ordenador se volvió de repente hacia el teclado de programar y comenzó a teclear a toda prisa.

-¡Pare eso! -le gritó Elliot.

Pero el otro no parecía dispuesto a dejar de hacerlo hasta haber dado instrucciones al ordenador para que hiciese sonar las alarmas.

Elliot disparó una vez y la pantalla del monitor se disolvió en millares de astillas de cristal.

El hombre del teclado gritó y se apartó con su silla de ruedas de la terminal de los ordenadores.

Elliot disparó otra bala contra el teclado de programación.

El ordenador ronroneó durante un momento, emitió un sonido de tecleo, no muy diferente al de un hombre al que hubiesen amordazado e intentase gritar, y luego quedó en silencio.

El hombre que había querido dar la alarma se levantó de un salto de la silla.

-¿Quién demonios se cree que es?

-Soy el que tiene la pistola -replicó Elliot tajante-. Ése es el que creo que soy. Y si no es lo bastante bueno para usted, le derribaré de un balazo, del mismo modo que he hecho con esa maldita máquina. Y ahora, pose su culo en esa otra silla antes de que le vuele por los aires su jodida cabeza...

Tina no había oído nunca a Elliot hablar con aquel tono de voz, y su furiosa expresión resultó suficiente para helarle la sangre de miedo incluso a ella... Parecía un tipo duro y dispuesto a todo.

El hombre joven de blanco quedó impresionado también. Se sentó, poniéndose pálido.

-Muy bien -prosiguió Elliot, dirigiéndose a los dos hombres-. Si cooperan, no les pasará nada.

Hizo una señal con el cañón de la pistola en dirección al hombre de más edad.

-¿Cómo se llama?

-Carl Dombey.

-¿Y qué hace aquí?

-Trabajo aquí -replicó Dombey, intrigado ante aquella pregunta.

-Me refiero a cuál es su trabajo.

-Soy un científico investigador.

-¿En qué rama?

-Soy doctor en biología y bioquímica.

Elliot miró hacia el hombre más joven.

-¿Y qué me dice de usted?

-¿Qué pasa conmigo? -replicó el hombre con hosquedad.

Elliot extendió el brazo y apuntó la pistola al puente de la nariz del hombre.

-Soy el doctor Zachariah -replicó el sujeto de menor edad.

-¿Biología?

-Sí. Especializado en bacteriología y virología.

Elliot retiró la pistola, aunque siguió apuntando con ella a toda la habitación en general.

-Queremos hacer algunas preguntas y supongo que ustedes, caballeros, son quienes tienen las respuestas.

Dombey, que resultaba claro que no compartía los impulsos de su colega respecto a desempeñar el papel de héroe, se quedó muy quieto en su silla.

-¿Preguntas acerca de qué? -se interesó.

Tina avanzó hasta colocarse al lado de Elliot. Habló dirigiéndose a Dombey:

-Queremos saber todo lo referente al niño. A mi hijo. Danny Evans. Queremos saber qué han hecho con él. Queremos saber dónde está.

Tina se percató de que no podía haber dicho nada que, en una fracción de segundo, causase más impacto sobre ellos que las palabras que acababa de proferir. Los ojos de Dombey se salieron casi de sus órbitas. Zachariah la miró como si Tina se hubiera derrumbado al suelo, muerta, para ponerse milagrosamente en pie después.

-Dios mío -exclamó Dombey.

-¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? -preguntó Zachariah-. No puede ser... Es imposible que se encuentre aquí...

-Pues a mí sí me parece posible -medió Dombey-. Ahora que pienso en ello, me parece hasta inevitable. Supe siempre que todo este asunto era tan sucio que no podía acabar más que en un completo desastre.

Suspiró, como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.

-Responderé a todas sus preguntas, Mrs. Evans.

Zachariah se volvió hacia él.

-¡No puedes hacer eso!

-¿Que no? -replicó Dombey-. Pues, en ese caso, si crees que no puedo hacerlo, limítate a estar sentado y escucha. Te vas a llevar una sorpresa.

-Hiciste un juramento de lealtad -le dijo Zachariah-. Y un juramento de guardar secreto. Si les cuentas algo acerca de este... escándalo..., el ultraje público..., la liberación de secretos militares... Serás un traidor a tu país...

-No -replicó Dombey-. Seré un traidor a estas instalaciones. Tal vez sea un traidor a mis colegas. Pero no a mi país. Mi país está muy lejos de ser perfecto; pero lo que se le ha hecho a Danny Evans no es nada que mi país aprobaría. Todo el proyecto «Danny Evans» es obra de unos cuantos megalomaníacos.

-¡El doctor Tamaguchi no es un megalomaníaco! -exclamó el doctor Zachariah, auténticamente ofendido.

-Claro que lo es -replicó Dombey-. Cree que es un gran hombre de ciencia, destinado a la inmortalidad, un hombre de grandes obras. Y un montón de gente que le rodea, gente que le protege, la gente de investigaciones y la gente a cargo del proyecto de seguridad; todos ellos son unos megalomaníacos también. Las cosas que se le han hecho a Danny Evans no constituyen una «gran tarea». No conseguirán la inmortalidad para nadie. Es algo vergonzoso y yo quiero lavarme las manos al respecto.

Miró de nuevo a Tina:

-Puede hacer las preguntas.

-¡No! -gritó Zachariah-. ¡Maldito loco!

Elliot cogió el resto de la cuerda de manos de Tina y le entregó la pistola.

-Al parecer, tendré que atar y amordazar al doctor Zachariah, para que escuchemos en paz el relato del doctor Dombey. Si cualquiera de los dos hace el menor movimiento en falso, vuélales la cabeza.

-No te preocupes -contestó Tina-. No titubearé.

-No me va a atar -dijo Zachariah.

Sonriente, Elliot avanzó hacia él con la cuerda.

Un muro de aire helado chocó contra el helicóptero y le hizo descender. Jack Morgan luchó con el viento, estabilizó el aparato y consiguió elevarlo cuando estaba a sólo pocos metros de altura de las copas de los árboles.

-¡Yupiiii! -exclamó el piloto-. Es como montar a un caballo salvaje.

A través de los brillantes faros que iluminaban desde el helicóptero, había poca cosa que ver que no fuese la nieve que caía.

-Esto es una locura -comentó Hensen-. No estamos volando entre una tormenta ordinaria. Es una auténtica ventisca.

Ignorando a Hensen, Alexander dijo:

-Morgan, maldita sea, sé que puede hacerlo.

-Tal vez -replicó Morgan-. Desearía estar tan seguro como usted. Aunque tal vez pueda. Lo que haré será una aproximación indirecta al rellano, moviéndome al compás del viento en vez de a través de él. Atravesaré este sexto valle y luego daré la vuelta hacia las instalaciones y trataré de evitar algunas de esas corrientes cruzadas. Son mortíferas. De esta manera, tardaremos más; pero, por lo menos, tendremos una oportunidad para luchar.

Una bocanada particularmente fuerte envió nieve contra el parabrisas con tal fuerza que, a Kurt Hensen, le parecieron los perdigones de una escopeta de caza.