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Cuarta parte (36)

36

Los limpiaparabrisas barrían nieve y los neumáticos con cadenas rechinaban contra la carretera calefaccionada, con todo lo cual, el jeep ascendió la última colina. Tras eso, alcanzaron una meseta, una especie de gigantesco rellano en medio de las montañas.

Elliot accionó los frenos y detuvo el jeep por completo. Un tanto desesperanzado, avizoró el territorio que tenían ante sí. Aquella meseta era, básicamente, obra de la Naturaleza, pero también existían en ella evidencias de la mano del hombre. Aquella especie de saliente no habría sido tan grande y de una forma tan regular en su estado natural. Tenía una anchura de trescientos metros y casi doscientos de profundidad, por lo que constituía un perfecto triángulo. El terreno había sido alisado como si se tratase de una pista de aterrizaje, lo habían asfaltado. No se veía árbol alguno ni cualquier otro objeto de tamaño regular detrás del cual una persona pudiera esconderse. Unos pequeños postes de luz se hallaban desparramados por el resto de la meseta. Las lámparas proyectaban sólo una tenue luz rojiza; obviamente, pretendían llamar lo menos posible la atención de los aviones que recorrían sus usuales pasillos aéreos, así como también de los excursionistas en cualquier otra parte de las montañas. Sin embargo, aquella escasa iluminación que las farolas suministraban era, al parecer, suficiente para que las cámaras de seguridad consiguieran unas imágenes perfectamente nítidas de toda la meseta. Las cámaras estaban fijadas en cada punto luminoso, y ni un centímetro de aquella zona escapaba a su continuo barrido.

-Los del servicio de seguridad nos deben estar viendo ahora mismo en los monitores del vídeo -explicó, con lúgubre acento, Elliot.

-A menos que Danny haya estropeado sus cámaras también -replicó Tina-. Si puede encasquillar una metralleta, ¿por qué no va a poder interferir en una transmisión de televisión en circuito cerrado?

-Sí -repuso Elliot, sintiéndose un poco más tranquilo acerca de sus posibilidades-. Es probable que tengas razón.

A doscientos metros, en el extremo más alejado del campo asfaltado, se veía un edificio de una planta, sin ventanas y de unos treinta metros de longitud.

-Allí debe de ser donde le guardan -comentó Elliot.

-Yo me esperaba una estructura enorme, un complejo gigantesco -observó Tina.

-Tal vez sea enorme. Lo que tienes delante es sólo la fachada. El edificio está construido en el siguiente escalón de la montaña. Dios sabe lo que habrán cortado en la roca. Y es casi seguro que tenga varias plantas subterráneas.

-Hasta llegar a los infiernos...

-Es posible...

Elliot levantó el pie del freno e hizo que el jeep avanzara a través de la nieve que se teñía de rojo a causa de aquella extraña luz.

Unos cuantos jeeps, un par de «Land Rover» y otros vehículos de tracción en las cuatro ruedas, ocho en total, se alineaban enfrente del edificio, unos al lado de los otros en la nieve que caía.

-No parece que haya demasiada gente dentro -observó Tina-. Pensé que habría mucho más personal.

-Oh, claro. Estoy seguro de que también tienes razón sobre eso -replicó Elliot-. El Gobierno no se habría tomado tantas molestias en ocultar este antro en los páramos sólo para alojar a un puñado de investigadores o lo que sean. Sospecho que la mayoría de ellos viven en las instalaciones durante semanas o meses quizá. No iban a consumir un montón de tiempo cada día, yendo y viniendo por unas pistas forestales, las cuales se supone que sólo emplean los funcionarios estatales del servicio de protección de la Naturaleza. Seguramente eso llamaría mucho la atención sobre este lugar. Supongo que algunas de las personas más importantes irán y vendrán con regularidad, empleando un helicóptero. Pero si se trata de una operación militar, es probable que la mayor parte del personal asignado aquí tenga que pasar por las mismas condiciones de vida que las tripulaciones de los submarinos; les dejarán ir a Reno con permiso de permanencia en tierra entre cruceros..., pero, durante prolongados periodos de tiempo, estarán confinados en este «navio».

Estacionó al lado de otro jeep, desconectó las luces y apagó el motor.

La meseta permanecía sumida en un silencio irreal. Nadie había salido aún del edificio para enfrentarse con ellos. Aquello sólo significaba que quizá Danny hubiese estropeado el sistema de seguridad por vídeo.

El hecho de que hubiesen podido llegar hasta allí sin demasiadas molestias, no hacía que Elliot se sintiese mejor acerca de lo que les quedaba por delante. ¿Hasta cuándo podría Danny seguir facilitándoles el avance? El chico poseía, al parecer, unos increíbles poderes psíquicos, pero no era Dios. Más pronto o más tarde, pasaría algo por alto. Cometería un error. Un solo error. Y estarían muertos.

-Ya ves -comentó Tina, tratando, sin mucho éxito, de ocultar su propio miedo-, a fin de cuentas, no hemos necesitado las raquetas de nieve.

-Pero tal vez necesitemos emplear estos rollos de cuerda -repuso Elliot.

Se dio la vuelta, se inclinó sobre el respaldo del asiento y rápidamente cogió la cuerda que se encontraba junto con otros útiles en la parte trasera del jeep.

-Es probable que nos encontremos con, por lo menos, un par de hombres del Servicio de Seguridad, por listo que sea Danny. Debemos estar preparados para matarles o bien dejarles fuera de combate de una manera u otra.

-Si me dan a elegir -replicó Tina-, me gustaría emplear más la cuerda que las balas.

-Mis sentimientos son los mismos. -Cogió la pistola-. Veamos si podemos entrar. Salieron del jeep.

El viento resultaba como una presencia animal. Aullaba en voz baja. Parecía tener dientes, que les mordían en sus expuestos rostros. La fría respiración de la nieve asemejaba pequeños escupitajos de hielo.

El único rasgo de aquella fachada de hormigón de una planta y treinta metros de longitud consistía en una puerta de acero. No tenía agujero alguno por el que introducir una llave, ni ranura en la que meter una tarjeta de identidad que desbloqueara los cierres. Al parecer, la puerta sólo se abría desde dentro, hasta que las personas que pretendieran entrar hubiesen sufrido un escrutinio por medio de la cámara colocada en la puerta.

Aquella pesada barrera de acero se deslizó hacia un lado. ¿La había abierto Danny? se preguntó Elliot ¿O detrás abría un sonriente guardián que les echaría el guante?

Una cámara con paredes de acero se encontraba más allá de la puerta. Tenía las medidas de una gran cabina de ascensor y aparecía brillantemente iluminada..., y vacía.

Tina y Elliot cruzaron el umbral. La puerta exterior se deslizó con suavidad detrás de ellos, con un ruido que indicaba su funcionamiento con aire comprimido.

Una cámara y dos monitores de vídeo se hallaban instalados en la pared de la izquierda del vestíbulo. La cámara de televisión mostraba una serie de líneas. A su lado, también había una lámina de cristal iluminada contra la que se suponía que se debía apoyar la mano derecha con la palma hacia abajo, dentro del contorno de una mano, para que el ordenador de las instalaciones escudriñara las huellas digitales y verificara la autorización del visitante para entrar.

Elliot y Tina no colocaron las manos encima de la lámina, pero también la puerta interior del vestíbulo se abrió con otro siseo de aire comprimido. Se dirigieron a la siguiente habitación.

Dos hombres uniformados trasteaban en las consolas de control entre una serie de veinte pantallas de televisión empotradas en la pared. Todas estaban llenas de líneas y ondulaciones. El más joven de los guardias oyó cómo se abría la puerta y se volvió, sorprendido. Elliot le apuntó con la pistola.

-No se mueva.

Pero el guardián joven era de los heroicos. Llevaba un arma al cinto -un revólver monstruoso- y era muy rápido con él. Lo sacó de su funda, apuntó desde la cadera y apretó el gatillo con una velocidad y soltura que hubieran sido muy admiradas en el viejo Oeste.

Por fortuna, Danny llegó en su auxilio, como si fuera un príncipe. El enorme revólver se negó a disparar.

Elliot no deseaba matar a aquellos hombres.

-Sus armas no funcionan -les dijo, sudando, al tiempo que rezaba por que Danny no le dejase en mal lugar-. Será mejor que faciliten un poco las cosas...

Cuando el vigilante joven comprobó que su revólver se negaba a funcionar, se lo tiró a Elliot.

Éste se agachó, pero no con la bastante rapidez. El revólver le alcanzó en un lado de la cabeza y Elliot se derrumbó contra la puerta de acero. Tina gritó.

A través de unas repentinas lágrimas causadas por el dolor, Elliot vio cómo el joven guardia se arrojaba contra él, por lo que no tuvo otro remedio que disparar su arma.

La bala atravesó el hombro izquierdo del guardián, y le hizo girar sobre sí mismo. Cayó contra un escritorio, tirando al suelo un montón de papeles blancos y rosados. A continuación se precipitó encima del amasijo de papeles que había provocado.

Parpadeando para librarse de las lágrimas, Elliot apuntó con la pistola al guardián mayor, que ya había sacado su revólver y comprobado que tampoco funcionaba.

-Deje el arma, siéntese y no cause problemas.

-¿Cómo ha entrado aquí? -preguntó el vigilante, que dejó caer su arma, tal y como se le había ordenado-. ¿Quién es usted?

-No se preocupe de eso -repuso Elliot-. Limítese a sentarse.

Pero el guardián aún porfió.

-¿Quiénes son ustedes?

-La Justicia -contestó Tina.

Cinco minutos al oeste de Reno, el helicóptero se encontró con la nieve. Los copos eran duros, secos y granulosos; silbaban como una tempestad de arena contra el parabrisas de plástico endurecido.

Jack Morgan, el piloto, lanzó una mirada hacia George Alexander.

-La cosa se va a poner difícil -comentó.

-Sólo es un poco de nieve -contestó Alexander.

-Una tormenta -le corrigió Morgan.

-Ya has volado antes entre tormentas.

-En estas montañas, las corrientes de aire pueden llegar a ser mortíferas.

-Lo conseguiremos -repuso Alexander sonriente.

-Tal vez sí, tal vez no -replicó Morgan.

Luego sonrió también.

-¡Pero seguro que vamos a divertirnos intentándolo!

-Estás loco -intervino Hensen, desde su asiento al lado del piloto.

-En Vietnam -prosiguió Morgan-, me llamaban Chiflado, queriendo decir que la azotea no me funcionaba muy bien. Tenían sus razones para pensar que me faltaba un tornillo. Y eso siempre fue así -concluyó, echándose a reír.

Hensen llevaba una metralleta apoyada en el regazo. Movió las manos con lentitud por encima del arma, como si estuviese acariciando a una mujer. Cerró los ojos e in mente, se dedicó a montar y desmontar la metralleta. Tenía el estómago un tanto delicado. Intentó con todas sus fuerzas no pensar en el helicóptero, en el mal tiempo y en la posibilidad de que pudiesen estrellarse por todas esas causas en un remoto barranco de la montaña.