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Los hombres de George Alexander circulaban por los hoteles de parte céntrica de Reno con fotos de Christina Evans y Elliot Stryke Hablaban con los conserjes de recepción, botones, y otros empleados de los hoteles, y a las cuatro y media lograron una confirmación positiva por parte de una camarera del «Harrah's».
En la habitación 918, los operarios de la Red encontraron una maleta barata, algunas prendas sucias, cepillos de dientes, artículos de tocador y once mapas en una caja de piel que Elliot y Tina, con las prisas y el cansancio, se habían olvidado.
Alexander fue informado del descubrimiento a las 5:35, y a las 5:40 todo cuanto Elliot y Tina habían abandonado en su habitación del hotel fue llevado al despacho de Alexander.
Al descubrir la naturaleza de los mapas; cuando se percató de que faltaba uno, y luego descubrió que el que faltaba era uno que Stryker necesitaría para encontrar los laboratorios del «Proyecto Pandora», Alexander sintió que su rostro enrojecía de ira y contrariedad.
-¡Maldita sea! -exclamó.
Kurt Hensen se hallaba de pie delante del escritorio de Alexander, y curioseaba en el montón de cosas que se había llevado del hotel.
-¿Pasa algo? -preguntó.
-Se han ido a las montañas. Intentarán de encontrar el laboratorio -explicó Alexander-. Algún condenado miembro del personal del «Proyecto Pandora» debe haberles contado lo suficiente acerca de su ubicación para que lo encuentren con una pequeña ayuda. Han escapado y hasta se han comprado mapas...
Alexander estaba furioso por la forma fría y metódica de actuar que parecía representar aquella adquisición de mapas. ¿Quiénes eran aquellas dos personas? ¿Por qué no se limitaban a esconderse en algún perdido rincón? ¿Por qué no estaban mortalmente espantados? Christina Evans era sólo una mujer corriente. ¡Una antigua corista! Alexander se negaba a creer que una corista pudiese ser muy brillante. Y aunque Stryker había prestado un servicio militar bastante duro, aquello había sucedido hacía mucho tiempo. ¿De dónde extraían su fuerza, su temple, su fortaleza? Parecía como si gozasen de alguna ventaja que Alexander desconociera. Eso debía de ser. Tendrían entre manos algo que él no sabía. ¿Qué podría ser? ¿Dónde residía su ventaja? Se retrepó en su sillón y pensó en las diversas posibilidades.
Hensen cogió uno de los mapas y le dio vueltas entre sus manos.
-No veo razón para preocuparme por esto. Incluso aunque localicen la puerta principal, no podrán llegar más lejos. Hay miles de hectáreas detrás del muro, y el laboratorio se encuentra bien situado en medio de toda esa extensión. No podrán acercarse, y mucho menos, entrar.
Alexander se dio cuenta, de repente, de que aquella ventaja con la que contaban era lo que les hacía seguir adelante. Se enderezó en su sillón.
-Podrían entrar con toda facilidad si tuvieran un amigo dentro.
-¿Qué?
-¡Eso es!
Alexander se puso en pie.
-No sólo alguien del «Proyecto Pandora» le ha hablado a la Evans acerca de su hijo. El mismo traidor sigue allí, en el laboratorio, en este preciso instante, y les abrirá toda clase de puertas a Stryker y a la mujer. Algún bastardo nos está apuñalando por la espalda..., y ayudará a la mujer a sacar a su hijo...
Alexander marcó el número de la oficina de seguridad militar en el laboratorio de la Sierra. Pero no se oyó ningún timbrazo ni tampoco la señal de comunicar; la línea, simplemente estaba muda. Colgó y probó de nuevo, con idéntico resultado. En seguida marcó el número del despacho del director del laboratorio, el doctor Tamaguchi. Tampoco se oyó el timbrazo. Ni la señal de comunicar. Sólo una especie de silbido irregular.
-¡Allí ocurre algo! -exclamó Alexander al mismo tiempo que colgaba el auricular en su horquilla-. Los teléfonos no funcionan.
-Es posible que se haya presentado una nueva tormenta -replicó Hensen-. Tal vez nieve en las montañas. Quizá las líneas...
-Emplea la cabeza, Kurt. Las líneas son subterráneas. Ninguna tormenta puede estropearlas. Localiza a Jack Morgan y dile que prepare el helicóptero en seguida. Nos encontraremos con él en el aeropuerto, en cuanto podamos llegar allí.
-Por lo menos necesitará media hora -explicó Hensen. -Ni un minuto más que eso. -Quizá no quiera salir. Las condiciones atmosféricas nocturnas deben de ser muy malas.
-Me importa un pepino que caigan chuzos de punta -replicó, tajante, Alexander-. Tenemos que llegar con el helicóptero. No hay tiempo para ir en coche. De eso estoy seguro. Algo anda mal. Ahora mismo pasa algo en los laboratorios.
Hensen frunció el ceño.
-Pero tratar de salir con el helicóptero de noche..., en medio de la tormenta...
-Morgan es el mejor. En Vietnam, tripulaba helicópteros. Y perteneció a la patrulla de seguridad mientras construían el oleoducto de Alaska. Y también tiene experiencia con la nieve.
-Pero no será fácil.
-Si Morgan quiere cosas sencillas -replicó Alexander-, que se dedique a pilotar alguno de esos aparatos que dan una vuelta por Disneylandia.
-Pero casi parece suicida...
-Y si tú quieres cosas fáciles -siguió Alexander-, no tendrías que haber empezado a trabajar para mí. Esta labor requiere que te la juegues siempre. Ya lo sabes. Esto no es como trabajar para la Sociedad de Ayuda a las Mujeres, Kurt.
El rostro de Hensen enrojeció.
-Llamaré a Morgan -replicó.
-Sí. Será mejor que lo hagas.