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Cuarta parte (31)

31

Billy Sandstone pasaba unos años de los treinta, era un hombre de la misma talla de Elliot y su santo y seña parecía ser «pulcritud». Sus zapatos brillaban con betún vigorosamente aplicado. Las rayas de sus pantalones eran tan firmes como cuchillas, y su camisa deportiva azul parecía recién almidonada. Llevaba el cabello cortado a navaja y un bigote acicalado con tal cuidado que casi parecía como si alguien se lo hubiese pintado por encima de su labio superior.

El comedor de Billy era también sinónimo de pulcritud. La mesa, las sillas, la vitrina y el aparador brillaban cálidamente a causa de la prodigiosa cantidad de cera para muebles que se había incrustado en la madera, con más vigor aún que el empleado para dar betún a sus radiantes zapatos. Había rosas recién cortadas en un florero de cristal tallado en el centro de la mesa y unos agudos reflejos de luz brillaban en la exquisita cristalería. Las cortinas colgaban con unos pliegues perfectamente medidos. Un batallón entero de quisquillosos y meticulosos hubieran debido emplearse a fondo para encontrar una mota de polvo en aquella estancia.

Extendieron el mapa sobre la mesa y se sentaron.

-La escritura automática es un fraude, Christina -dijo Billy-, Deberías saberlo.

-Lo sé, Billy. Claro que lo sé. Pero, de todos modos, quiero que me hipnotices.

-Eres una persona equilibrada, Tina -replicó Billy-. Esto no parece tu forma habitual de ser.

-Lo sé -repitió ella.

-Si al menos quisieras explicarme el porqué... Si me explicaras de qué se trata, tal vez te ayudaría mejor.

-Billy -contestó Tina-, si tratara de explicártelo, nos pasaríamos con ello toda la tarde.

-Mucho más tiempo incluso -intervino Elliot.

-Y no tenemos mucho -siguió Tina-. Se trata de un asunto muy urgente. Y muy importante.

No le habían contado nada acerca de Danny. Sandstone no tenía la menor idea de lo que tramaban.

-Estoy seguro de que esto te parecerá ridículo, Billy -prosiguió Elliot-. Tal vez te estarás preguntando si soy alguna clase de lunático. Te parecerá que he trastornado la mente de Tina.

-Lo cual no es el caso en absoluto -medió ella.

-Eso es -dijo Elliot-. Ella era ya una lunática mucho antes de que yo la conociera.

Aquella especie de broma relajó algo a Sandstone, como Elliot había confiado que ocurriría. Los lunáticos y la gente que tiende a lo irracional nunca tratan, intencionadamente, de bromear.

-Te aseguro, Billy -prosiguió Elliot-, que no hemos perdido un tornillo. Y que se trata de un asunto de vida o muerte.

-Realmente, lo es -terció Tina.

-De acuerdo -contestó Billy-. Ahora no tenéis tiempo para contármelo. Aceptaré vuestra palabra. Pero ¿me lo explicaréis algún día, cuando no tengáis tanta condenada prisa?

-Claro que sí -dijo Tina-. Te lo contaré todo. Y ahora, por favor, ponme en trance.

-Está bien -repuso Billy Sandstone.

Llevaba un anillo de oro de sello. Lo giró en el dedo de forma que su cara quedase vuelta hacia la palma de la mano. Entonces, colocó ésta enfrente de los ojos de Tina.

-Manten la mirada fija en el anillo y escucha sólo mi voz.

-Aguarda un momento -dijo ella. Sacó la capucha del rotulador Elliot había comprado en el quiosco del hotel poco antes de tomar un taxi para acudir a casa de Sandstone. Elliot había sugerido un cambio en el color de la tinta, para que captasen la diferencia entre los garabatos de bolígrafo, sin significación, que ya había en el mapa y cualesquiera otras marcas que se hiciesen ahora. Tina colocó la punta del rotulador encima del papel. Luego, dijo-: Vale, Billy. Vamos a ello.

Elliot no estuvo nunca seguro de cuándo cayó Tina bajo el encantamiento del hipnotizador, y tampoco tuvo la menor idea de cómo se había producido el mesmerismo. Todo cuanto Sandstone hizo fue mover la mano con lentitud de un lado al otro delante del rostro de Tina, y hablarle con voz tranquila y rítmica, mientras empleaba con frecuencia el nombre de la mujer.

Elliot casi cayó en trance también. Parpadeó varias veces y trató de no escuchar la voz melodiosa de Sandstone cuando se percató de que iba a sucumbir a ella.

Tina tenía la mirada en blanco.

El hipnotizador bajó la mano y volvió a girar el anillo, hasta colocarlo de forma correcta.

-Estas sumergida en un sueño profundo, Tina.

-Sí.

-Tus ojos permanecen abiertos, pero tu sueño es profundo, muy profundo.

-Sí.

-Seguirás en este sueño profundo hasta que yo te ordene que te despiertes. ¿Has comprendido?

-Sí.

-Permanecerás relajada y perceptiva.

-Sí.

-Permanecerás pasiva del todo hasta que sientas el impulso de usar el rotulador que tienes en la mano.

-Muy bien.

-Cuando sientas la urgencia de usar el rotulador, no te resistas. Te dejarás llevar por él. ¿De acuerdo?

-Sí.

-No te inquietarás por nada que Elliot y yo nos digamos. Me responderás sólo cuando te hable de manera directa. ¿Entendido?

-Sí.

Aguardaron.

Paso un minuto; luego, otro.

Billy Sandstone observó a Tina con intensidad durante un rato; pero, al fin, se removió impaciente en su silla. Hizo una seña a Elliot.

-No creo que este asunto de la escritura de los espíritus... -comenzó a decir.

El mapa crujió, lo que atrajo su atención. Las esquinas del papel se curvaron y estiraron, se doblaron y desdoblaron, una y otra vez, como el latido de algo vivo.

El ambiente empezó a enfriarse.

El mapa dejó de doblarse y el crujido de papel cesó.

Tina bajó la mirada desde el vacío ambiente hacia el mapa, y su mano comenzó a moverse. No giró ni fue de acá para allá de una manera incontrolada, como la vez anterior; avanzó con cuidado, entre titubeos, a lo largo del papel, dejando una delgada línea roja de tinta que tenía el aspecto, según Elliot pensó, de un hilillo de sangre.

Sandstone se frotaba los brazos, una y otra vez, con las manos de arriba abajo, a medida que el firme y penetrante frío se iba apoderando de la habitación. Con el ceño fruncido, miró hacia las salidas de la calefacción, y comenzó a levantarse de la silla.

-No te preocupes por comprobar el aire acondicionado -dijo Elliot-. Está bien. Ni tampoco la calefacción funciona mal.

-¿Qué?

-El frío procede del espíritu -le explicó Elliot, decidiendo basarse en la terminología ocultista sin desear enzarzarse en la auténtica historia de Danny.

-¿Espíritu?

-Sí.

-¿El espíritu de quién?

-De alguien.

-¿Hablas en serio?

-Por completo.

Sandstone se le quedó mirando como si dijera: Estás chiflado. Pero, ¿eres peligroso?

Elliot señaló el mapa.

-¿Ves?

Mientras la mano de Tina avanzaba con lentitud por encima del papel, los rebordes del mapa comenzaron de nuevo a doblarse y desdoblarse.

-¿Cómo hace eso? -preguntó Sandstone.

-No es ella.

-Entonces, supongo que se tratará del fantasma.

-Así es.

Una expresión de dolor se apoderó del rostro de Billy, como si sufriese una genuina incomodidad física a causa de la creencia de Elliot en fantasmas. Al parecer, a Billy le gustaba que su visión del mundo fuese tan nítida y virginal como cualesquiera otra cosa en él mismo; si comenzaba a creer en fantasmas, tendría que reconsiderar también sus opiniones acerca de un montón de ideas más, y, en ese caso, la vida se convertiría en un lío intolerable.

A Elliot le resultaba simpático el hipnotizador. En ese mismo momento, anhelaba la rígida y estructurada vida de su gabinete jurídico; los claros y ordenados párrafos de las citas legales y las reglas inmutables de los tribunales.

Tina dejó caer el rotulador de sus dedos. Alzó la vista del mapa.

-¿Has terminado? -le preguntó Billy.

-Sí.

-¿Estás segura?

-Sí.

Con unas simples frases y una palmada, el hipnotizador sacó a Tina de su trance.

La mujer parpadeó, confundida durante un momento; luego, lanzó un vistazo a la ruta que había señalado en el mapa. Miró a Elliot.

-Ha funcionado. ¡Dios mío, ha funcionado!

-Al parecer, sí.

Señaló a la terminación de la línea roja.

-Aquí es donde está, Elliot. Aquí es donde le esconden.

-No resultará nada fácil avanzar por un terreno como ése -repuso Elliot.

-Podemos hacerlo... Necesitamos unas buenas prendas de abrigo aislantes. Botas. Raquetas de nieve, para el caso de que debamos andar mucho por campo abierto. ¿Sabes usar las raquetas de nieve? Podría constituir un problema.

-Un momento -le interrumpió Elliot-. Aún no estoy convencido de que tu sueño signifique lo que crees. Si nos basamos en lo que me explicaste que sucedió en él, no veo cómo llegar a la conclusión de que Danny nos ayuda a entrar en la instalación. Debemos llegar a ese lugar y pensar en cómo sortear sus defensas.

Billy Sandstone, desconcertado, pasó su mirada de Elliot a Tina repetidas veces.

Tina dijo:

-No sólo fue lo sucedido en el sueño lo que me llevó a esa conclusión. Lo que sentí es más importante aún. Sólo puedo explicar una parte de él. La única forma de que lo comprendieras sería que tú mismo lo soñaras. Estoy segura de que me decía que podía ayudarnos a llegar hasta él. ¿Soy la clase de mujer que saca conclusiones a tontas y a locas?

-No -admitió Elliot.

Plegó un poco el mapa para estudiarlo más de cerca.

-Te dije que nos diría dónde le guardan, y nos ha trazado esa ruta. Hasta ahora he estado en lo cierto. Y también siento que nos ayudará a entrar en ese lugar, y no veo razón alguna para que me equivoque en eso.

-Se trata de... de que caeremos directamente en sus brazos -dijo Elliot.

-¿Qué brazos? -preguntó Billy Sandstone.

-Elliot -prosiguió Tina-, ¿qué pasaría si nos quedáramos aquí, escondidos, hasta que encontremos una alternativa? ¿Cuánto tiempo tenemos? No mucho. Nos encontrarán más pronto o más tarde, y cuando nos pongan las manos encima... nos matarán.

-¿Matar? -inquirió Billy Sandstone.

-Hemos llegado hasta donde estamos por mantenernos en movimiento y porque nos hemos vuelto agresivos -prosiguió Tina-, Si cambiamos nuestro enfoque, si nos volvemos cautelosos de repente, podría suponer nuestro fin en vez de la salvación.

-Habláis como si estuvieseis en una guerra -replicó Billy Sandstone.

-Es probable que tengas razón -dijo Elliot a Tina-. Una cosa que aprendí en el Ejército es qué, de vez en cuando, debes detenerte y reagrupar tus fuerzas; pero que si te detienes demasiado tiempo, la situación puede dar un vuelco y ponerse en contra tuya.

-¿Sera que no he visto los noticiarios con atención? -preguntó Billy Sandstone una vez más- ¿Es que se ha declarado una guerra?

Elliot siguió hablando para Tina:

-¿Qué más necesitamos aparte de las prendas de abrigo, las botas y las raquetas para la nieve?

-Un todo terreno -le dijo Tina.

-Eso está hecho.

-¿Y qué os parece un tanque? -preguntó Billy Sandstone.

Una vez decididos a aceptar y confiar en el mensaje que ella había leído en sus sueños, se iban excitando a medida que preparaban aquella operación de rescate. Ninguno de los dos eran conscientes en absoluto de los comentarios de Billy.

-Tenemos que conseguir un jeep -prosiguió Tina-. O cualquier otro coche con las cuatro ruedas motrices. No debemos caminar más de lo estrictamente necesario. Y no debemos caminar nada si podemos evitarlo. Ha de haber algún tipo de carretera para ir y volver de ese lugar, aunque esté oculto. Si tenemos suerte y nos traemos a Danny con nosotros al regreso, es probable que no se encuentre en condiciones de corretear por las Sierras, en pleno corazón invernal.

-Supongo que conseguiré que me transfieran algún dinero desde mi Banco de Las Vegas -siguió Elliot-. Pero ¿qué pasará si también vigilan mis cuentas? Eso les conduciría hasta nosotros de inmediato. Y puesto que los Bancos permanecen cerrados estos días de fiesta, no podremos conseguir nada hasta la semana que viene. Y, para entonces, habrán dado con nosotros.

-¿Y qué me dices de tu tarjeta de la «American Express»? -preguntó Tina.

-Te refieres a cargarles un jeep...

-Esa tarjeta es sin límite, ¿verdad?

-Sí. Pero...

-Leí una vez un artículo en un periódico acerca de un tipo que adquirió un «Rolls-Royce» con su tarjeta de crédito. Puedes hacer ese tipo de compras siempre que den por seguro que eres capaz de pagar la factura cuando llegue a tu casa, un mes después.

-Suena a locura -dijo Elliot-, pero creo que debemos intentarlo.

-Yo tengo un jeep -dijo Billy Sandstone.

-Echaremos un vistazo a los vendedores de coches locales -prosiguió Tina-. Y comprobaremos si nos aceptan la tarjeta.

-¡Yo tengo un jeep! -gritó Billy Sandstone.

Se quedaron mirándole, desconcertados.

-Hago mi número en Lake Tahoe unas cuantas semanas todos los inviernos -explicó Billy-. Ya sabes cómo está en esta época del año. Nieva hasta taparte por completo. Y aborrezco usar el puente aéreo Tahoe-Reno; los aviones son tan condenadamente pequeños... Y ya habéis visto la birria de aeropuerto que tienen en Tahoe. Por lo tanto, acudo en coche el día antes de mi debut. Y un todo terreno es el único vehículo que puede usarse en las montañas durante el mal tiempo.

-¿Irás pronto a Tahoe? -quiso saber Tina.

-No. Hasta final de mes no empiezo.

-En ese caso, ¿necesitarás el jeep durante los dos próximos días? -le preguntó Elliot.

-No.

-¿Nos lo puedes prestar?

-Pues..., supongo que sí...

Tina se inclinó sobre la esquina de la mesa, agarró la cabeza de Billy con las dos manos, atrajo el rostro de éste hacia el suyo y le besó.

-Eres un salvavidas, Billy. Y lo digo en el sentido literal de la palabra.

-Tal vez las cosas se tuerzan luego -intervino Elliot-, pero me parece que todo empieza a ponérsenos bien. Quizás, a fin de cuentas, consigamos liberar a Danny.

-Lo haremos -repuso Tina-. Lo sé.

Las rosas que había en el florero giraron sobre sí mismas como si fueran un grupo de bailarinas de rojas cabezas.

Desconcertado, Billy Sandstone dio un salto, y casi derribó la silla.

Los cortinajes se abrieron, se cerraron, se abrieron, se cerraron, aunque nadie se encontraba cerca de los tiradores.

El candelabro de bronce comenzó a moverse en locos círculos.

Billy se quedó mirándolo todo, con la boca abierta.

Elliot supo lo desorientado que se encontraba Billy en sus creencias y sintió lástima de aquel hombre.

Al cabo de treinta o cuarenta segundos, todos los movimientos cesaron.

La habitación se caldeó con rapidez.

-¿Cómo habéis hecho todo eso? -preguntó Billy.

-Nosotros no hemos sido -explicó Tina.

-Ni tampoco un fantasma -replicó Billy tajante.

-No un fantasma ni ninguna otra cosa -remachó Elliot.

-Podéis llevaros el jeep -les autorizó Billy-. Pero primero me tendréis que decir qué demonios ocurre. No me preocupa la prisa que tengáis. Por lo menos, podríais contarme algo. En caso contrario, me marchitaré y moriré de curiosidad.

Tina se quedó mirando a Elliot.

-¿Qué te parece?

Él replicó:

-Billy, será mejor que no sepas nada.

-Imposible.

-Nos enfrentamos a una gente terriblemente peligrosa. Si creen que sabes algo acerca de ellos...

-Mira -replicó Billy-. No sólo soy un hipnotizador. Soy también algo parecido a un mago. En realidad, eso es lo que más deseo ser, pero no tengo la habilidad necesaria. Por lo tanto, elaboré este número basándome en el hipnotismo. Pero la magia..., ése es mi gran amor. Por lo tanto, me gustaría saber como habéis hecho eso de las cortinas y de las rosas. ¡Y los bordes del mapa! Simplemente, necesito saberlo...

Aquella mañana, a Elliot se le había ocurrido que él y Tina eran las únicas dos personas que sabían que la historia oficial del accidente de la Sierra era mentira. Si les mataban, la verdad moriría con ellos, y la tapadera de todo aquello seguiría adelante. Si consideraba el elevado precio que ya habían pagado por la escasa información conseguida, no podía tolerar el pensamiento de que su dolor, su miedo y su ansiedad llegasen a no servir para nada.

-Billy, ¿tienes una grabadora? -preguntó Elliot.

-Claro que sí. No tiene nada de fantástica. Es una pequeña que llevo siempre conmigo. Hay unas líneas de comedia en el número, y empleo la grabadora para desarrollar nuevo material, y para corregir problemas con el empleo del tiempo.

-No necesitamos nada fantasioso -repuso Elliot-. Basta con que funcione. Te proporcionaremos una versión condensada de la historia que existe detrás de todo esto, y la grabaremos antes de irnos. Luego, enviaré la cinta a uno de mis socios del gabinete jurídico.

Miró a Tina.

-No es demasiada seguridad, pero más vale eso que nada.

-Traeré la grabadora -dijo Billy, que salió a toda prisa del comedor.

Tina plegó el mapa.

-Es muy agradable verte sonreír de nuevo -comentó Elliot.

-Debo de estar loca -respondió ella-. Todavía nos queda un trabajo bastante peligroso por delante. Aún tenemos ante nosotros a todo ese hatajo de asesinos. Y no sabemos qué encontraremos al recorrer esas montañas. Entonces, ¿por qué me siento tan terriblemente bien, y de esta forma tan repentina?

-Te sientes bien porque ya no huimos -contestó Elliot-. Vamos a pasar a la ofensiva. Y por absurdo que eso pueda parecer, representa mucho para el amor propio de una persona.

-¿Y, realmente, un par de personas como nosotros poseen la menor posibilidad de vencer cuando tienen delante a una poderosa organización gubernamental, como ésta parece ser?

-Verás -dijo Elliot-. Yo siempre he creído que los individuos son más aptos para actuar de una manera responsable y moral de como las instituciones hacen; todo lo cual nos coloca, por lo menos, del lado de la justicia. Y también creo que los individuos son siempre más listos y se adaptan mejor para sobrevivir, por lo menos a la larga, que cualquiera de las instituciones gubernamentales. Confiemos, por lo menos, que mi filosofía no demuestre estar construida a medias.

A la una y media, Kurt Hensen entró en la oficina de George Alexander, en la zona céntrica de Reno.

-Han encontrado el coche que Stryker alquiló en «Avis» -dijo nada más entrar-. Se encuentra en un estacionamiento público a tres manzanas de aquí.

-¿Y lo han usado hace poco rato? -preguntó Alexander.

-No. El motor está frío por completo. Hay escarcha en las ventanillas. Ha debido permanecer allí durante toda la noche.

-No tratamos con ningún estúpido -comentó Alexander-. Es probable que haya abandonado este condenado coche.

-¿Quieres, de todas formas, que establezcamos una vigilancia?

-Será mejor hacerlo -repuso Alexander-. Más pronto o más tarde, cometerán un error. Y regresar al coche podría ser uno de ellos. No lo creo así..., pero podría ocurrir.

Hensen salió de la habitación.

Alexander sacó un «Valium» de una cajita que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, y se la tragó con un sorbo de agua helada, de la jarra que estaba sobre su escritorio. Era su segunda pastilla desde que se levantara de la cama, hacía ya tres horas y media, pero aún se sentía con los nervios de punta.

Stryker y la mujer estaban demostrando ser unos rivales de cuidado.

Alexander nunca se había interesado por los contrincantes de valía. Les prefería débiles y fáciles. ¿Dónde estarán?