VIERNES, 2 DE ENERO
27
En su mayor parte, las calles de Reno aparecían limpias y secas, a pesar de una reciente y fuerte nevada; pero acá y allá, algunas placas de negro hielo aguardaban a los confiados automovilistas. Elliot Stryker condujo con cautela, sin apartar los ojos de la carretera.
-Ya casi debemos estar -comentó Tina.
A unos quinientos metros más allá, la casa, y negocio, de Luciano Bellicosti quedó a la vista, a la izquierda, bajo un letrero bordeado de negro en donde, más bien en tono grandioso, se declaraba la naturaleza de los servicios que proporcionaba:
DIRECTOR FUNERARIO Y CONSEJERO DE LOS DEUDOS
Se trataba de un inmenso edificio seudocolonial, que se alzaba, prominente, en la cima de una colina, hacia la parte trasera de una propiedad de una hectárea, y convenientemente cerca de la puerta de un grande e indenominado cementerio. La larga entrada de coches dibujaba una curva hacia la derecha, como si se tratara de una extensión de cinta negra trazada a través del césped, más elevado y cubierto de nieve. Algunos postes y unas farolas eléctricas de marchita luz marcaban el camino hasta la puerta de la casa, y una cálida claridad irradiaba de varias ventanas del primer piso.
Elliot casi se detuvo al llegar a la entrada; pero, en el último momento, decidió seguir con el coche.
-Eh -le dijo Tina-, que es ahí.
-Ya lo sé.
-¿Y por qué pasas de largo?
-La discreción es la parte más importante del valor. ¿No te ha contado nadie eso?
-Tú eres el primero que acaba de hacerlo.
-Detenerse de improviso en la puerta principal, y comenzar a exigir respuestas de Bellicosti..., eso, a nivel emocional, puede resultar satisfactorio, valiente y estupendo. Pero, también, estúpido.
-No es posible que nos esperen. No saben que nos encontramos en Reno.
-No subestimes nunca a tu enemigo -replicó Elliot-. A mí, me subestimaron y aquello fue un gran error por su parte. No vamos a cometer nosotros la misma equivocación en que ellos incurrieron y dejar que nos echen mano.
Más allá del cementerio, giró a la izquierda, en una calle residencial. Estacionó junto al bordillo de la acera, apagó los faros y desconectó el motor.
-¿Qué pasa ahora? -preguntó Tina.
-Regresaré a pie a la funeraria -explicó Elliot-. Atravesaré el cementerio, daré la vuelta y me aproximaré a la casa por detrás.
-Nos acercaremos a la casa por detrás -rectificó ella.
-No.
-Sí.
-Esperarás aquí.
-Ni hablar...
La pálida luz de una farola de la calle atravesó el parabrisas e iluminó el rostro de Tina. Era una mujer exquisita, hermosa más allá de las palabras, y Elliot anheló tenerla entre sus brazos.
Pero la luz reveló, también, una evidente determinación en su expresión, una resolución de acero en sus azules y brillantes ojos. No le permitiría que la tratara como si fuese una delicada y preciosa figurilla de porcelana.
Aunque se percató de que iba a ser el perdedor en aquella discusión, pidió:
-Sé razonable. Si hay algún problema, te verás metida de lleno en él.
-Elliot, lo que dices tiene sentido. Pero ¿crees que soy la clase de mujer que se arredra?
-En el suelo hay casi treinta centímetros de nieve. Y no llevas botas.
-Tampoco tú.
-Si se nos han anticipado y nos han tendido una trampa en la funeraria...
-En ese caso, necesitarás mi ayuda -replicó Tina-. Y si no nos han tendido una trampa, quiero con gran fervor encontrarme allí cuando le hagas las preguntas a Bellicosti.
-Mira, estamos desperdiciando el tiempo -repuso, impaciente,
-Me alegro que veas las cosas igual que yo -insistió ella.
Abrió la portezuela y salió del coche.
Fue entonces cuando Elliot supo, más allá de la sombra de cualquier duda, que la amaba.
Se metió la pistola provista de silenciador en el bolsillo de su abrigo y salió del «Chevy». No cerró las portezuelas del coche porque resultaba probable que él y Tina necesitaran entrar en él a la carrera cuando regresaran.
En el cementerio, la nieve le llegó a Elliot hasta media pierna y le humedeció los pantalones, le empapó los calcetines, y se le embarraron los zapatos.
Tina, que llevaba unos zapatos de lona con la suela de goma, lo estaba pasando tan mal como él, pero se mantuvo a su lado sin emitir queja alguna.
El viento, húmedo y crudo, era más fuerte que unos momentos antes, cuando aterrizaron en el aeropuerto. Se deslizaba por el cementerio, y silbaba por entre las losas y los monumentos mortuorios más grandes, con un susurro que prometía más nieve, mucha más que los pequeños copos que transportaba en esos momentos.
Un muro de piedra bajo y una hilera de árboles de la altura de la casa separaban el cementerio de la propiedad de Luciano Bellicosti. Treparon por el muro y permanecieron un momento bajo las sombras de los árboles, mientras Elliot estudiaba cómo acercarse a la parte trasera de la funeraria.
A Tina no hubo necesidad de que le recomendara silencio. Aguardó, paciente, a su lado, con los brazos cruzados y las manos en las axilas para calentárselas.
Elliot estaba preocupado por ella, pero, al mismo tiempo, le alegraba tener su compañía.
La parte posterior de la casa de Bellicosti se encontraba a unos cincuenta metros de distancia. Desde donde se encontraban, vieron un garaje para tres coches, un pequeño porche trasero, unos cuantos arbustos de hoja perenne, aunque ninguno tenía el tamaño necesario para ocultar a un hombre. Y había una serie de ventanas oscurecidas; detrás de cualquiera de ellas podía encontrarse un centinela, invisible en la oscuridad.
Elliot forzó la vista, en un intento de captar algún movimiento más allá de los rectángulos de cristal.
No observó nada sospechoso.
Nada en absoluto.
En realidad no existía una gran probabilidad de que les hubiesen tendido una trampa tan pronto. Y si los asesinos les esperaban allí, lo más probable sería que aguardaran a que sus presas se aproximaran abiertamente a la casa de pompas fúnebres, confiadas e ingenuas; pr lo tanto, su atención estaría puesta, casi exclusivamente, en la entrada principal de la funeraria.
«En cualquier caso», se dijo a sí mismo, «no te vas a quedar aquí en plan meditabundo durante toda la noche».
Salió de debajo del refugio que las ramas de los árboles les daban.
Tina avanzó junto a él.
El desagradable viento soplaba ahora a ráfagas. Diseminaba cristalitos de nieve por el suelo y les arrojaba a la cara dos punzantes y fríos copos.
Elliot se sintió desnudo al cruzar el luminiscente campo de nieve. Deseó no haber llevado aquellas prendas oscuras. Si alguien les miraba desde una ventana de la parte de atrás, les localizaría a ambos al instante.
También le pareció que hacían un ruido espantoso al aplastar la nieve bajo sus pies. Pero sabía que, en realidad, no era así en absoluto. Aunque no dejaba de sobresaltarle.
Llegaron a la casa de prompas fúnebres sin ninguna clase de incidentes.
Durante unos momentos se detuvieron, y se tocaron brevemente, en busca de valor.
Elliot se sacó la pistola del bolsillo del abrigo y la sostuvo con la mano derecha. Con la izquierda, toqueteó en busca de los dos seguros, los encontró y los soltó. Tenía los dedos rígidos y entumecidos a causa del frío. Se preguntó si podría manejar el arma con soltura en caso de que necesitara hacerlo.
Giraron en la esquina del edificio y avanzaron hacia la entrada con decisión.
Elliot se detuvo ante la primera ventana en la que se filtraba luz. Hizo un ademán a Tina para que permaneciese detrás de él y cerca de la pared. Con precaución, se inclinó hacia delante y avizoró a través de una pequeña abertura en la parcialmente cerrada persiana veneciana, casi gritó, alarmado, ante lo que vio allí.
Un hombre muerto.
Desnudo.
Sentado en la bañera.
Tenía una muñeca cortada. El agua aparecía ensangrentada.
Elliot miró aquella inexpresiva y muerta mirada del pálido rostro del cadáver, y supo que contemplaba a Luciano Bellicosti. Y también que el director de las pompas fúnebres no se había suicidado. La azulada mandíbula de aquel hombre colgaba en un gesto permanente de su boca, como si tratase de negar todas las acusaciones de suicidio que serían presentadas muy pronto.
Elliot deseó coger a Tina por el brazo y arrastrarla hasta el coche. Pero la mujer notó que él había visto algo importante, y no se mostraría tranquila hasta saber de qué se trataba. La comprendía lo suficiente como para estar seguro de que debería ver aquella espantosa cosa por sí misma. Elliot dio un paso atrás y la empujó con gesto cariñoso delante de él. Mantuvo una mano encima del hombro de la mujer cuando ésta se inclinó hacia la ventana; sintió cómo se ponía rígida al ver al hombre muerto. Cuando se volvió de nuevo hacia Elliot, ya estaba dispuesta del todo a salir de allí, sin discusiones y sin el menor retraso.
Sólo habían dado dos pasos alejándose de la ventana cuando Elliot vio que la nieve se movía a no más de siete metros de ellos. No se trataba del diáfano e insustancial deslizamiento de los copos transportados por el viento. Constituía algo no natural, pesado, que se alzaba de un montón de blanca nieve. Con un gesto instintivo, movió la pistola delante de él e hizo cuatro disparos.
El silenciador era tan bueno que los disparos no se oyeron por encima del ruido que hacía el viento, como el de arrugar papeles.
Se agacho para tratar de convertirse en el blanco más pequeño posible, y echó a correr hacia donde había visto moverse la nieve. Encontró a un hombre vestido con el traje blanco y aislante de vigilante exterior. El desconocido había permanecido tendido en la nieve, mirándoles, y aguardando; en ese momento lucía un húmedo agujero en el pecho. Y una porción de la garganta le había desaparecido. Incluso bajo aquella escasa e ilusoria luz de la nieve circundante, Elliot vio que los ojos del hombre estaban fijos con la misma mirada sin visión que Bellicosti aún dirigía hacia la ventana del cuarto de baño.
Por lo menos habría un asesino en la casa, el vigilante del cadáver de Bellicosti. Tal vez más de uno.
Y por lo menos otro hombre que aguardaba afuera, en la nieve.
¿Y cuántos más habría?
¿Dónde?
Elliot escudriñó la noche, con los latidos del corazón desacompasados. Llegó a esperar que todo el césped cubierto de un sudario de nieve comenzara a moverse y se alzara en las formas de centenares de asesinos, dispuestos a vengarse.
Pero todo seguía inmóvil.
Se enderezó, asombrado de su propia habilidad para reaccionar tan de prisa y con tanta violencia. Experimentó una especie de cálida satisfacción animal, que no constituía una por completo bien recibida sensación, porque le gustaba pensar sobre sí mismo como de un nombre civilizado. Al mismo tiempo, unas oleadas de repugnancia le botaron. Su garganta se quedó rígida y notó un agrio y repentino sabor en la boca. Dio la espalda al hombre que acababa de matar. Tina estaba allí, como una amorosa aparición en la nieve.
-Saben que nos encontramos en Reno -susurró ella.
-Sí.
-Y sabían que vendríamos aquí.
-Pero nos esperaban por la puerta delantera -dijo Elliot.
-¿Y por qué no...?
La agarró del brazo e hizo que callara.
-Vayámonos de aquí.
Volvieron a toda prisa sobre sus pasos, y se alejaron de la funeraria a la mayor velocidad posible. Con cada paso que daba, Elliot esperaba oír un disparo, un grito de alarma y sonidos producidos por hombres que les perseguían a la carrera.
Ayudó a Tina a trepar por el muro del cementerio y luego, mientras subía detrás de ella, estuvo seguro de que alguien le agarraba el abrigo por detrás. Jadeó y se liberó de un tirón, pero cuando se encontraba al otro lado de la pared, miró hacia atrás aunque le resultó imposible ver a nadie.
Resultaba evidente que la gente oculta en la funeraria no sabían todavía que había matado al hombre que tenían afuera. Seguían aguardando con paciencia que su presa se precipitara de cabeza en la trampa.
Elliot y Tina se precipitaron entre las losas, lo que levantó nubes de nieve parecidas a cal. Unos penachos gemelos de aliento cristalizado como fantasmas, les seguían.
Cuando se encontraban ya a mitad de camino del cementerio, y Elliot estuvo seguro de que no iban tras ellos, se detuvo, se apoyó contra un alto monumento funerario y trató de no tragar tan profundas bocanadas de aquel aire dolorosamente frío. Una imagen de la desgarrada garganta de su víctima estalló en su memoria, y una oleada de náuseas le abrumó. Se apartó de Tina, se tambaleó unos cuantos pasos a través de un prístino manto de nieve, y empezó a vomitar.
He matado a un hombre.
El hecho de haber actuado en defensa propia no tuvo la virtud de tranquilizarle.
Cuando al fin pudo dominarse, se enjuagó la boca con nieve. El hielo medio derretido le provocó dolor en los dientes.
Tina le puso una mano encima del hombro.
-¿Te encuentras bien?
-Le he matado...
-De no haberlo hecho, él te hubiera matado a ti.
-Lo sé. Pero eso no cambia nada, hace que me sienta enfermo.
-Pues yo pensaba que... Verás... Cuando estabas en el Ejército
-Sí -replicó Elliot en voz baja-. Sí..., ya había matado antes. Pero, como has dicho, yo estaba en el Ejército... En el Sudeste asiático... En la guerra... Maté, por lo menos, a una docena de hombres antes del de esta noche. Pero eso ocurrió hace mucho tiempo ya. En cierto modo, en la guerra no era lo mismo, no era lo mismo en absoluto... Aquello tenía que ver con el Ejército y esto es un asesinato.
Meneó la cabeza como para aclarársela. Se llevó otro puñado de nieve a la boca, y luego la escupió en cuanto se le fundió en ella.
-Ya estoy bien.
Se metió la pistola de nuevo en un bolsillo del abrigo.
-Ha sido la conmoción. Pero puedo hacerle frente. Y tampoco quiero derrumbarme ante ti. No te preocupes por lo ocurrido.
-Claro que no me preocupo, tonto. Además, tampoco eres un tipo de esos que se vienen abajo. Estoy segura de ello, aunque tú no lo estés.
Se abrazaron durante un momento; luego, ella se separó un poco.
-Si sabían que volábamos hacia Reno -dijo entonces Tina-, ¿por qué no nos siguieron desde el aeropuerto? En ese caso, habrían sabido que no entraríamos por la puerta principal de la casa de Belli-costi.
-No lo sé -replicó Elliot, aún conmocionado por la muerte y sin pensar, como de costumbre, de una forma clara-. Es probable que imaginaran que habían dado con una pista y que podían localizarnos por ella. Y supongo que estaban tan seguros del lugar al que nos encaminábamos, que ni siquiera creyeron que fuese necesario vigilarnos demasiado de cerca. Supusieron que no había otro sitio al que pudiéramos dirigirnos. Si no era a la funeraria de Bellicosti...
-Volvamos al coche -le interrumpió Tina-. Estoy congelada.
-Sí. Yo también. Y no sería mala idea alejarnos de este vecindario antes de que encuentren el hombre muerto en la nieve.
Recorrieron sus propias pisadas en el cementerio, hasta la tranquila calle residencial donde el «Chevrolet» alquilado permanecía estacionado debajo de la tenue luz de la farola de la calle.
Elliot abrió la portezuela del lado del pasajero para Tina, la cerró en cuanto ella hubo entrado, y dio la vuelta por detrás del coche mientras hurgaba en el bolsillo en busca de las llaves. Al abrir la puerta del conductor, observó unos movimientos por el rabillo del ojo y alzó la mirada, seguro de lo que iba a encontrar. Un «Ford» blanco acababa de girar en la esquina y avanzaba despacio; se acercó al bordillo y frenó en seco; se abrieron las portezuelas y del vehículo dos hombres, altos y muy robustos, se dispusieron a salir.
-¡Maldita sea! -exclamó Elliot, que de inmediato, les reconoció. Saltó al «Chevy», cerró la portezuela de golpe y metió la llave en el contacto.
-Nos han seguido -dijo Tina.
-Sí -respondió él mientras ponía el motor en marcha y metía la primera velocidad al coche-. Un chivato. Nos lo instalarían en el coche.
No oyó el ruido del disparo, mas la bala hizo saltar la ventanilla trasera de su lado y se estrelló en la parte posterior del asiento trasero, esparciendo por el suelo del vehículo trocitos del cristal de seguridad.
-¡Baja la cabeza! -gritó Elliot.
Miró hacia atrás.
Los dos hombres se acercaban a la carrera, aunque resbalaban un poco en el pavimento con manchas de nieve.
Elliot apretó el acelerador. Los neumáticos chirriaron, sacó el coche de al lado del bordillo y lo situó en el centro de la calzada.
En rápida sucesión, dos balas rebotaron en el vehículo; cada una produjo un fuerte zumbido detrás de ellos.
Elliot se agachó encima del volante, en espera de que una bala entrase por la ventanilla trasera. En la esquina, ignoró la señal de stop y giró el volante fuertemente hacia la izquierda, aunque sólo apretó los frenos una vez, probando, en condiciones muy difíciles, la suspensión del «Chevy».
Tina alzó la cabeza, lanzó una ojeada hacia la vacía calle a sus espaldas y luego miró a Elliot.
-¿Un chivato? ¿Quieres decir que nos han colocado alguna especie de transmisor?
-Sí.
-¿Tendremos que abandonar el coche, no te parece?
-No hasta que consigamos despistar a esos payasos -contestó-. Si abandonamos el coche con ellos tan cerca, nos perseguirán mas de cerca aún. No podemos seguir a pie.
-Entonces, ¿qué?
Llegaron a otro cruce y Elliot hizo girar el auto hacia la derecha.
-Después de que doble en la próxima calle, me detendré y saldré. Estáte preparada para deslizarte a mi asiento y hacerte cargo del volante.
-¿Y dónde irás?
-Me esconderé entre los arbustos y aguardaré a que doblen la esquina en nuestra persecución. Sigue conduciendo recto por la calle, pero no demasiado de prisa. Dales la oportunidad de que te vean cuando entren en esa calle. Te verán a ti, pero no podrán verme a mí. Por lo menos, les reventaré un neumático.
-No debemos separarnos -contestó ella.
-Es la única manera.
-¿Y qué pasará si te atrapan?
-No lo conseguirán.
-En ese caso, me quedaría sola.
-No me atraparán. No esperan una trampa. Pero tendrás que moverte de prisa. Si nos detenemos más de un par de segundos, lo registrara su receptor, y puede infundirles sospechas.
Giró a la derecha en el cruce y se detuvo en mitad de la nueva calle.
-Elliot, yo...
-No tenemos elección -dijo él, al tiempo que abría su portezuela y salía del coche.
-Pero yo...
-¡Date prisa! -le gritó Elliot.
Echó a correr hacia una hilera de arbustos de hoja perenne que bordeaba la parte delantera del césped de una casa de ladrillos baja, estilo rancho. Se agazapó detrás de uno de aquellos arbustos, donde se acurrucó en las sombras, más allá del círculo de luz helada que una farola de la cercana calle proyectaba. Sacó la pistola del bolsillo de su abrigo mientras Tina se alejaba con el coche.
En cuanto el ruido del «Chevy» se extinguió, oyó el ruido de otro coche, que se aproximaba a toda velocidad. Unos segundos después, el sedán blanco entró muy fuerte en el cruce.
Elliot se incorporó, sujetó la pistola con ambas manos e hizo tres rápidos disparos. Los dos primeros se estrellaron contra la metálica carrocería, pero el tercero rajó el neumático delantero derecho.
El «Ford», que había doblado por la esquina con demasiada velocidad, sacudido por el reventón, perdió el control, patinó a través de la calle, saltó el bordillo, atravesó una cerca de metro y medio de altura, destruyó un bebedero de escayola para pájaros y se paró al fin en mitad del césped cubierto de nieve.
Elliot echó a correr. Tina detuvo el «Chevy» a unos cien metros de distancia. En realidad, parecían cien kilómetros. El eco de sus resonantes pisadas pareció tan atronador como un redoble de tambor en un silencioso ambiente nocturno. Al fin, alcanzó el coche. La mujer le mantenía la portezuela abierta. Elliot penetró en el vehículo, cerró con violencia y exclamó:
-¡Vamos, vamos!
-Tina pisó el acelerador a fondo y el coche respondió con un estremecimiento, y, al instante, con un estallido de potencia. Cuando ya habían recorrido dos manzanas, Elliot dijo:
-Gira a la derecha, en la próxima esquina.
Tras otros dos giros y tres manzanas más lejos, Elliot prosiguió:
-Estaciónalo junto al bordillo. Buscaré el chivato que nos han instalado.
-Pero, ahora ya no podrán seguirnos -exclamó Tina.
-Pero tienen un receptor. Captarán nuestro avance, aunque no les esa posible ponernos las manos encima. Y no quiero que sepan siquiera la dirección que tomamos.
Tina detuvo el coche y él salió. Introdujo la mano por la parte de los parachoques traseros, alrededor de los tapacubos de las ruedas donde un transmisor podía situarse de una forma rápida y sencilla. Nada. El parachoques delantero estaba limpio también. Finalmente localizó el transmisor, fijado magnéticamente en un lateral del parachoques trasero. Lo soltó de la chapa y lo arrojó al suelo.
De nuevo en el automóvil, con las portezuelas cerradas, el motor en marcha y la calefacción a tope, ninguno de los dos pudo hablar durante un rato. Permanecieron sentados en un pétreo silencio, acariciados por el aire cálido, aunque siguieran temblando.
-¡Dios mío, se mueven con rapidez! -exclamó Tina al fin.
-Aún seguiremos un paso por delante de ellos -replicó Elliot, tembloroso.
-Medio paso...
-Tal vez sea así -convino él.
-Es posible que Bellicosti tuviera los datos de los hechos que necesitamos para interesar en el caso a un periodista de la Prensa sensacionalista.
-Ahora ya no -repuso él.
-Entonces, ¿cómo daremos con esos hechos?
-De alguna manera -replicó Elliot, de una manera vaga.
-¿Cómo reconstruiremos nuestro caso?
-Ya pensaremos en algo.
-¿A quien nos dirigiremos ahora?
-Aún hay esperanzas, Tina.
-No digo que no las haya. Sólo te pregunto dónde iremos a partir de ahora.
-Esta noche ya no hay nada que hacer -respondió Elliot con tono cansado-. No en nuestro estado. Nos encontramos molidos. Cualquier decisión que tomáramos se basaría en percepciones inducidas por la adrenalina. Sólo nos apoyaríamos en la pura desesperación. Y eso puede convertirse en un peligro. Cualquier decisión no sería en absoluto la mejor decisión. Hemos de encontrar algún sitio y descansar. Por la mañana tendremos la cabeza despejada y entonces las respuestas nos parecerán obvias.
-¿Crees que, en realidad, podrás dormir? -preguntó ella.
-Demonios, sí. Ha sido una dura noche la de hoy: me he visto obligado a luchar por mi vida en mi propia casa. Casi me han hecho añicos. Un par de matones, en una furgoneta negra, me han perseguido por todo Las Vegas, y otro grupo de gángsters, en un sedán blanco, les han tomado el relevo. Y he matado a un hombre. Ya es demasiado. No me digas que estás llena de energía y vigor.
-No -repuso Tina-. Me encuentro hecha polvo.
-Estupendo. Sé que eres una dama muy fuerte, pero si fueses aún más fuerte, resultarías demasiado para mí.
-¿Y dónde nos hallaremos a salvo durante esta noche?
-Emplearemos un viejo truco -prosiguió Elliot-. En vez de escondernos en algún hotelucho de mala muerte, nos dirigiremos en línea recta hacia el mejor hotel de la ciudad.
-¿A «Harrah's»?
-Exactamente. No esperarán de nosotros que hagamos algo así. Nos buscarán por cualquier otro lugar.
-Es demasiado arriesgado.
-¿Puedes pensar en algo mejor?
-No.
-Todo es arriesgado.
-Muy bien. Pues, hagámoslo.
Tina condujo el coche hasta el centro de la ciudad, y abandonaron el «Chevy» en un estacionamiento público, a cuatro manzanas de distancia de «Harrah's».
-Me gustaría no tener que abandonar el coche -comentó Tina, mientras sacaba su única maleta del portaequipajes.
-Lo estarán buscando.
Siguieron a pie hacia el «Harrah's Hotel», por unas calles ventosas y aplastadas por el neón. Pasaron ante la entrada de los casinos, de los que salía una música fuerte, risas y el sonido de las máquinas tragaperras, incluso a las dos menos cuarto de la madrugada.
Aunque Reno no vivía toda la noche con la misma energía que Las Vegas exhibía, y a pesar de que muchos turistas se habían ido ya a la cama, en «Harrah's», el casino se hallaba casi lleno. Un marinero joven estaba teniendo mucha suerte en la mesa de dados, y un excitado grupo de jugadores le urgían para que sacara un ocho y consiguiera su puesta.
Elliot y Tina subieron en la escalera mecánica hasta el vestíbulo del hotel. En casi todos los hoteles importantes de Nevada, el vestíbulo se encontraba cerca de una parte integrante del casino, para que los huéspedes se viesen tentados a entrar en acción en el mismo instante de su llegada, y fuesen atraídos de nuevo hacia las mesas para una última apuesta incluso en el momento de pagar la cuenta del hotel para regresar a sus casas. Pero «Harrah's» tenía al parecer mucha más clase que la mayoría de los hoteles de Nevada; y el empleo principal de eso radicaba en el hecho de que el mostrador de recepción se encontrara en la segunda planta, en un tranquilo rincón, lejos del bullicio general.
Era un fin de semana festivo, y el hotel estaba ocupado por completo, hasta el límite de su capacidad; no obstante, Elliot sabía que siempre había un acomodo disponible. A requerimiento del director del propio casino, todos los hoteles reservaban unas cuantas habitaciones vacantes, para el caso de que algunos clientes habituales -grandes jugadores, por supuesto- apareciesen por sorpresa por allí, sin haber hecho reservas anticipadas, pero provistos de grandes fajos de billetes y ningún lugar donde acomodarse. Además, algunas reservas se cancelaban en el último momento, y siempre quedaba alguna suite libre por este motivo. Un billete de veinte dólares doblado colocado sin ostentación en la mano del empleado de recepción, era siempre el causante de que se descubriera un cuarto vacío olvidado.
Cuando informaron a Elliot de que, por casualidad, había una habitación disponible por dos noches, firmó la tarjeta de admisión como Clifford Montgomery, un levemente modificado nombre de una de sus viejas estrellas de cine favoritas; y también anotó una falsa dirección de Seattle. El empleado le pidió el documento de identidad o alguna tarjeta de crédito importante, y Elliot contó una triste historia acerca de haber sido víctima de un ratero en el aeropuerto. Incapaz de demostrar su identidad, se le requirió para que pagase las dos noches por anticipado, lo cual hizo, sacando el dinero de un bolsillo del abrigo, en vez del billetero que, supuestamente, le había sido robado.
Él y Tina fueron conducidos a una habitación espaciosa y muy bien decorada de la novena planta.
Después de que el botones se marchara, Elliot cerró la puerta, pasó el cerrojo, y también colocó la cadena de seguridad, además de encajar un robusto sillón debajo del pomo de la cerradura.
-Esto se parece a una prisión -comentó Tina.
-Excepto que estamos cerrados por dentro, y los asesinos corren en libertad por el exterior.
Poco tiempo después, ya en la cama, se acurrucaron uno contra otro, sin que ninguno de ellos pensara en el sexo para nada. Sólo deseaban tocar y ser tocados, juguetear, para confirmarse mutuamente que aún seguían vivos; para sentirse a salvo, protegidos y amados. Era una especie de necesidad animal de afecto y compañía, y constituía una reacción contra la muerte y la destrucción en las que aquel día había sido tan pródigo. Tras encontrarse a tantas personas con tan poco respeto hacia la vida humana, necesitaban convencerse de que realmente eran algo más que una pavesa al viento.
Al cabo de un rato, sin que ninguno de ellos hubiera buscado ni esperado el sexo, ambos sintieron que el deseo se despertaba con fuerza en su interior, una especie de cálido y delicioso anhelo. Fue un acoplamiento parecido, curiosamente, a un sueño. Elliot no llegó a estar seguro de cómo llegaron a ese estado. Al principio, se hallaban entrelazados, cada uno tumbado de lado, de frente, besándose con cariño y murmurándose palabras amorosas, mientras ella aplastaba con suavidad sus senos contra el pecho de él, y luego, de repente, Elliot se encontró sobre ella, y Tina, sin palabras, empezó a urgirle alegremente con las manos. Las sedeñas piernas de Tina y sus brazos parecieron plegarse en torno de él. Se produjo una susurrante fricción de carne contra carne. Él estuvo dentro del cuerpo femenino antes de que siquiera se percatara de ello, y luego comenzaron a pioverse, a oprimirse, a aferrarse. Constituyó una sorprendente e intensa experiencia, que se consumó pronto, con ansia y con fuerza, en no más de dos o tres minutos.
Cuando hubieron acabado, Tina se oprimió contra él con fuerza duranta un rato, sin desear que Elliot se apartase de su cuerpo ni unos milímetros. Al final, se desenredaron y se separaron con la misma adormilada y torpe manera que los había unido. Se desperezaron, uno junto al otro, sobre sus espaldas, agarrados de la mano, en espera de que su agitada respiración se calmara hasta conseguir un ritmo más normal, mientras contemplaban el techo, despiertos.
Al cabo de un momento, él dijo:
-Tenías razón.
-¿Acerca de qué? -preguntó Tina.
-Sobre lo que dijiste anoche en Las Vegas.
-Refréscame la memoria.
-Afirmaste que yo disfrutaba con esta persecución.
-Una parte de ti..., muy dentro de ti mismo. Sí, creo que es cierto.
-Sé que lo es -replicó Elliot-. Ahora lo veo claro. Al principio no quería creerlo.
-¿Y por qué no? Yo no lo decía de manera despectiva.
-Eso ya lo sé. Sólo que... Verás..., durante más de quince años he llevado una vida muy corriente, la vida de todos los días. Estaba convencido de que ya no anhelaba ni necesitaba la clase de emociones por las que pasé de joven.
-No creo que las necesitases ni las deseases -le respondió Tina-. Pero ahora, cuando te encuentras de nuevo en auténtico peligro por primera vez desde que trabajabas para la Inteligencia militar, ahora que, realmente, tu vida pende de nuevo de un hilo, una parte de ti responde al desafío. Como un viejo atleta que vuelve a la cancha después de una larga ausencia, y que comprueba sus músculos y reflejos, y se enorgullece ante el hecho de que sus antiguas habilidades siguen presentes.
-Es algo más que eso -repuso Elliot-. Creo..., en lo más profundo de mí..., creo que experimenté una emoción enfermiza cuando maté a aquel hombre.
-No seas tan duro contigo mismo -dijo Tina.
-No lo soy. En realidad, yo no tenía tan soterradas esas emociones como pensaba. Quizá estuviesen más bien próximas a la superficie.
-Seguro que no experimentas ningún placer en el asesinato. A menos que, por costumbre, experimentes placer en entregarte a ese tipo de acciones.
-Me entrego porque..., de repente, he sido consciente de lo mucho que me ha complacido disparar contra un hombre con tanta rapidez y puntería. Como si... pudiera entrever a la criatura salvo que tenía ante mi propio rostro. Me pone enfermo el comprobar que se ocultaba en mi interior.
-Deberías alegrarte por haber matado a ese bastardo replicó Tina en voz baja, mientras le oprimía la mano. °
-¿De veras?
-Escucha, si les pongo las manos encima a las personas que tratan de evitar que busque a Danny, no tendré el menor reparo en matarles. Ninguno en absoluto. Soy una leona madre, y me han robado a mi cachorro; tal vez, el matarles sea la cosa más natural y admirable que yo podría hacer.
-Así que dentro de nosotros tenemos algo propio de las bestias ¿verdad?
-Sí.
-Tal vez yo no sea el único que lleva un animal salvaje atrapado en mi interior.
-No. Claro que no eres tú solo. En absoluto. Es algo que nos sucede a todos.
-Pero, ¿llega eso a convertirlo en más aceptable?
-¿Y qué debemos aceptar? -preguntó Tina-. Se trata de la forma en que Dios nos ha hecho. Es como se supone que debemos ser... Por lo tanto, ¿cómo puede decirse que no esté bien?
-Tal vez...
-Si un hombre mata por el mero placer de matar, o si lo hace sólo por un ideal, como alguno de esos revolucionarios chalados acerca de los que has leído, eso sí es una cosa salvaje..., o una locura. Pero lo que tú has hecho es diferente por completo. El instinto de conservación es uno de los impulsos más poderosos de los que Dios nos ha dotado. Estamos hechos para sobrevivir, aunque tengamos que matar a alguien a fin de conseguirlo. Es lo que la Biblia dice...: «Hay un tiempo para todo..., un tiempo para nacer, un tiempo para morir...; un tiempo para matar, un tiempo para curar...».
Permanecieron silenciosos durante un rato.
-Gracias... -murmuró Elliot.
-Yo no he hecho nada.
-Has escuchado.
-Para eso tengo los oídos.
-Y has hablado con mucho sentido común.
-Para eso tengo la voz.
Elliot le tocó los senos.
-¿Y esto para qué es?
-Para ti, por supuesto.
-¿Y esto?
-También es para ti.
_-Es un regalo muy bonito.
-¿Te gustan los regalos?
-Los adoro.
-Pues, tómalos.
-No puedo creer que esté dispuesto de nuevo.
-Pues será que así lo sientes.
Aquella vez su forma de hacerse el amor fue más lenta y suave que la anterior. Cuando Tina se notó liberada, Elliot sintió su climax avanzando a través de su cuerpo; temblores de placer azotaron a Tina como si se tratara de una lenta, lenta marea, y se dejó ir a un exquisito movimiento lento, como una ligera planta subacuática que respondiera a unas invisibles corrientes. Cuando al fin acabó, Elliot se dejó ir también, una y otra vez, hasta que se sintió profunda y placenteramente vacío, hueco. Unos minutos después, Tina estaba dormida.
Agotado, demasiado cansado ni siquiera para preocuparse respecto de aquellas peligrosas personas que le perseguían en aquel preciso instante, Elliot se durmió también.
Kurt Hensen, la mano derecha de George Alexander, dormitó durante la mayor parte de un agitado vuelo desde Las Vegas a Reno. Iban en una avioneta de diez plazas que pertenecía a la Red, y el pequeño aparato sufrió una ruda paliza a causa de los vientos de altitud que azotaban el corredor de vuelo que le había sido asignado. A Hensen, un hombre de robusta constitución, de cabello rubio claro y ojos crueles, le daba miedo volar. Sólo conseguía meterse en un avión tras haberse tomado unas pastillas tranquilizantes. Como de costumbre, empezó a dar cabezadas en cuanto el avión se elevó desde la pista de despegue.
George Alexander era el otro único pasajero. Consideraba que hacerse con aquel reactor había sido uno de sus más importantes logros en los tres años en que fue jefe de la oficina de Nevada de la Red. Ya pasaba más de la mitad de su tiempo en el área de Las Vegas, Y puesto que trabajaba fuera de la oficina, a menudo tenía razones para volar de pronto a puntos alejados: Reno, Elko, incluso fuera del Estado, a Texas, California, Arizona, Nuevo México, Utah... Durante el Primer año, empleó los vuelos comerciales o alquiló los servicios de un piloto privado de confianza para llevar el avión convencional de dos motores que el predecesor de Alexander consiguió extraer del Presupuesto de la Red. A Alexander, le pareció absurdo y corto de miras, por parte del Director, el forzar a un hombre como él, de su posición a viajar con unos medios relativamente tan primitivos. Su tiempo era muy valioso para el país: su trabajo, delicado y a menudo requería decisiones urgentes basadas en el estudio de informaciones de primera mano, que sólo podían encontrarse en lugares distantes Tras un prolongado y arduo cabildeo del Director, Alexander, al fin se vio recompensado con ese pequeño reactor, y, de inmediato contrató a dos pilotos a jornada completa, ambos exmilitares, incluidos en la nómina de la oficina de Nevada.
A veces, la Red regateaba el dinero. Y George Lincoln Stanhope Alexander, que era heredero tanto de la fortuna de los Alexander de Pensilvania como de la enorme riqueza de los Stanhope de Delaware, no tenía paciencia en absoluto con gente tan mezquina.
Resultaba cierto que cada dólar contaba, puesto que cada dólar del presupuesto de la Red resultaba difícil de conseguir. Dado que su existencia debía guardarse en secreto, la organización se valía de expropiaciones conseguidas en otras Agencias gubernamentales. Por ejemplo, tres mil millones de dólares, la parte por sí sola más importante del presupuesto anual de la Red, les era cedido por el Departamento de Sanidad y Bienestar. La Red tenía un agente de cobertura, llamado Jacklin, en las filas de más alto rango de la burocracia de Sanidad. Era trabajo de Jacklin el concebir nuevos programas de bienestar, convencer al ministro de Sanidad y Bienestar de que dichos programas eran necesarios, hacerlos aceptar por el Congreso, y luego establecer unos refugios burocráticos convincentes para ocultar el hecho de que los programas eran falsos por completo; y a medida que los fondos federales comenzaban a afluir a esas falsas operaciones, el dinero se dirigía hacia la Red. El conseguir tres mil millones de Sanidad resultó la menos arriesgada de las maniobras de captación de fondos, puesto que el ministerio de Sanidad era tan gigantesco y, según su propia admisión, tan vasto que nunca llegaba a controlar sumas tan pequeñas. Se había estimado que Joseph Califa-no, durante su tiempo de ministro gastaba diez mil millones al año, e incluso había quienes creían que esas cifras eran inexactas y que, en realidad, había que multiplicarlas por tres. El Departamento de Defensa, que no tenía tanto dinero como el de Sanidad y Bienestar, era, sin embargo, también culpable de despilfarro, y proporcionaba otros mil millones al año. Cantidades más pequeñas, que iban desde cien millones a quinientos mil millones, eran sustraídas con menos esfuerzos del Departamento de Energía, del de Educación y de otros cuerpos gubernamentales, sobre una base de tipo anual.
La Red, por lo tanto, se financiaba con algunas dificultades; pero, innegablemente, se hallaba bien provista de fondos. Un pequeño reactor para el jefe de la vital oficina de Nevada no constituía una extravagancia, y Alexander creía que sus mejores actuaciones durante el año anterior habrían convencido al viejo de Washington de que todo ese dinero estaba bien gastado.
Alexander se sentía orgulloso de la importancia de su posición, pero también frustrado porque había muy pocas personas que fueran conscientes de su gran importancia.
En ocasiones, envidiaba a su padre y a sus tíos. La mayoría de éstos habían servido a su país de una forma abierta, en unos cargos visibles del todo, donde la gente podía ver y admirar su impecable servicio público. Ministro de Defensa, ministro de Asuntos Exteriores, embajador en Francia... En posiciones de esa naturaleza, un hombre era apreciado y respetado.
Por otra parte, George no consiguió alcanzar un puesto de auténtica talla y autoridad hasta sólo seis años antes, cuando cumplió los treinta y seis. Durante sus veinte años y primeros de los treinta, intervino en gran variedad de trabajos para el Gobierno, nombramientos diplomáticos y de Inteligencia, que no habían sido nunca un insulto al nombre de la familia, pero siempre en cargos menores, en Embajadas en Asia y en América del Sur, nada por lo que el New York Times se dignase ni siquiera reconocer su existencia.
Luego, seis años atrás, se formó la Red como una respuesta a las castraciones del FBI y de la CÍA, que habían sido objeto de sendos ataques sin fin, llevados a cabo contra aquellas organizaciones, por parte de los medios de difusión, y de los elementos de izquierdas y de derechas del Congreso. El Presidente había encargado a George la tarea de crear una Oficina fiable y clandestina en Sudamérica para la nueva Agencia de espionaje. Aquello había sido un trabajo excitante, de gran importancia y auténtico desafio. George se había responsabilizado del gasto de decenas, de millones de dólares y, llegado el momento, tuvo el control de centenares de agentes en una docena de países. Después de tres años, el Presidente se mostró encantado con los éxitos en América del Sur, y pidió a George que se encargara de la oficina de la Red en Nevada, que había sido muy mal dirigida. Ese lugar era uno de la media docena en los que trabajaban los más poderosos ejecutivos en la jerarquía de la Red. George se vio alentado por el Presidente hasta que llegó a creerse que, en su día, sería ascendido a jefe de oficina de toda la División Occidental, y, luego, toda la ascensión a la cumbre, en el caso de que pudiera lograr que la División Occidental funcionase de una manera tan suave como las oficinas de Sudamérica y de Nevada. Con el tiempo, él se haría cargo del sillón del Director en Washington y tendría en sus manos toda la responsabilidad respecto de las operaciones de Inteligencia, tanto nacionales como extranjeras. Con ese título, se convertiría en uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos, una fuerza con la que tendrían que contar los secretarios de Estado y de Defensa.
Pero no podía contar a nadie sus logros. Carecía de la esperanza de recibir la aclamación pública y el honor que habían alcanzado a otros hombres de su familia. La Red era algo secreto, y debería continuar así para que tuviera alguna clase de valor. Por lo menos la mitad de las personas que trabajaban para ella ni siquiera se daban cuenta de que existiera; algunos de ellos creían que eran empleados del FBI; otros, estaban seguros hasta de trabajar para la CÍA, e incluso los había que creían encontrarse dentro de las diversas ramas del Departamento del Tesoro y del Servicio Secreto. Ninguna de aquellas personas comprometería a la Red. Sólo los jefes de la Oficina, su personal más inmediato, los jefes de estación en ciudades importantes, y oficiales de campo, que demostraron su buen actuar y su lealtad; sólo esas personas conocían la auténtica naturaleza de sus patronos y su trabajo. En el momento en que los medios de comunicación fuesen conscientes de la existencia de la Red, los periodistas comenzarían con todo vigor a la búsqueda de información, y cuando tuviesen pruebas suficientes de que aquella Agencia de espionaje era real-, lo pondrían todo al descubierto.
«No deja de ser irónico», pensó Alexander, «que los medios de difusión, y algunos congresistas, con sus exageradas reacciones contra algunas transgresiones auténticas del FBI y de la CÍA, en sus incansables esfuerzos por quitarles vigor a aquellas tiendas tan necesarias para reunir temas de espionaje, hubieran, indirectamente (y sin quererlo), contribuido a la fundación de lo que más temían: la primera y auténtica fuerza de Policía Secreta en los doscientos años de historia de Estados Unidos».
Mientras se sentaba en la poco iluminada cabina del reactor, y observaba como las nubes corrían rápidas por debajo, Alexander se preguntó qué dirían su padre y sus tíos si supieran que su servicio a su país había requerido de él, a menudo que emitiera órdenes de asesinato. Y, peor todavía, en tres ocasiones, en América del Sur, se encontró en una posición en que necesitó apretar el gatillo del asesino él mismo. Había disfrutado con tal intensidad de aquel acto, quedó tan profundamente electrizado por él, que, por gusto, llevó a cabo el papel de verdugo en otra media docena de misiones. ¿Qué pensarían sus mayores Alexander, los famosos estadistas, al saber que se había manchado las manos de sangre? En lo que se refiere al hecho de que constituía, a veces, una parte de su trabajo el ordenar a unos hombres que asesinaran, suponía que su familia lo comprendería. Los Alexander eran todos unos idealistas si llegaban a discutir acerca de cómo deberían ser las cosas, pero también eran unos redomados pragmáticos cuando tenían que enfrentarse con la realidad. Sabían que los mundos de la seguridad militar nacional, así como los del espionaje internacional, no eran, en absoluto, un juego de niños. Incluso en lo más profundo de sus corazones, habrían llegado a perdonar a George por haber apretado el gatillo en persona. «Después de todo», pensó «nunca he matado a un ciudadano corriente o a una persona que de verdad valiese mucho». Sus blancos habían sido siempre espías, traidores; y algunos de ellos incluso asesinos a sangre fría. Basura, sólo he matado basura. No era un trabajo muy agradable, pero tampoco carecía de una parte de auténtica dignidad y heroísmo, por lo menos, ésa era la manera en que George veía el asunto; él se consideraba todo un héroe. Estaba convencido de que su padre y sus tíos le concederían sus bendiciones..., pero a él no le estaba permitido contárselo.
El reactor tuvo que hacer frente a una serie de importantes turbulencias. Durante un minuto se estremeció, osciló y saltó.
Kurt Hensen se movió en sueños, pero no despertó.
Cuando el avión volvió a estabilizarse de nuevo, Alexander miró por la ventanilla hacia aquella femenina redondez de las nubes, blancas como la leche, iluminadas por la luz lunar. Aquello le recordó a la mujer de Evans. Era encantadora. Tenía en el asiento de al lado su expediente. Lo cogió, lo abrió y se quedó mirando su fotografía. De lo más encantadora... Decidió que él mismo la mataría cuando llegara el momento, y aquel pensamiento le produjo una erección casi instantánea.
Disfrutaba matando. No podía pretender engañarse a sí mismo, sin tener en cuenta el rostro que debía mostrar al mundo. Durante toda su vida, por razones de las que jamás había estado del todo seguro, la muerte le fascinó, le intrigaba la forma, naturaleza y posibilidades de la misma, hechizado por el estudio y teoría de su significado. Se consideraba un auténtico mensajero de la muerte, un caudillo de nombramiento divino. En muchos aspectos, el asesinato le resultaba más electrizante que el sexo. Sabía que su gusto por la violencia no hubiera sido tolerado durante mucho tiempo en el FBI, o en otras Agencias de Policía del dominio público. Pero, en esta desconocida organización, en este lugar secreto, siempre medraría.
Cerró los ojos y pensó en Christina Evans.