—¡Eh!
Una fuerte patada en la espinilla derecha sacó a Humbert de la dulce oscuridad de un sueño profundo. Gimió de dolor y estiró la pierna, se agarró la pantorrilla con las dos manos y luego parpadeó, deslumbrado por la luz. Alguien había abierto la puerta del cobertizo de madera. El sol matutino caía en diagonal, intenso, sobre el caos de todo tipo de aparejos y, por desgracia, también iluminaba el lugar donde se había tumbado la noche anterior para un breve descanso.
—Meisje… vagebond…
No entendía nada de lo que farfullaba el hombre. A contraluz, distinguió el contorno de su figura. Llevaba un abrigo ancho y corto debajo de una capa, era un poco cheposo y tenía las piernas torcidas. Era un hombre mayor, tal vez el jardinero. O un mozo contratado para trabajar en el jardín.
Humbert se incorporó, y al instante recordó que llevaba una falda y una cofia. El anciano pensaba que era una chica, quizá una vagabunda. ¿No había dicho algo de una mendiga?
—No, no —dijo, y se colocó bien la falda de lana, que se le había subido por encima de los calzones largos de mujer—. No soy una vagabunda. Trabajo. Busco trabajo.
Parecía que el anciano no lo entendía. No era de extrañar, seguramente no hablaba alemán. Era belga, así que hablaría francés, como los campesinos con los que se alojaban Humbert y sus compañeros. ¿O no?
—Français? —preguntó Humbert—. Parler… travailler…
No se le ocurría nada más, solo conocía unas cuantas palabras, la mayoría aprendidas durante la guerra. El hombre del abrigo corto se le acercó dos pasos y se agachó para observarlo con atención. Humbert retrocedió presuroso para salir de su alcance, pero se topó con varios utensilios de jardinería que estaban apoyados en la pared. Una laya cayó al suelo con gran estruendo y la siguió una segunda, que rozó el mango de una guadaña y se soltó del gancho. Humbert se lanzó a un lado con ímpetu, el viejo dio un salto atrás y tropezó con un montón de cestas puestas una encima de la otra, pero también escapó de la cuchilla afilada y torcida.
«Lo he echado todo a perder. Mejor me largo de aquí antes de que este tipo me dé una paliza», pensó Humbert.
Se levantó y midió la distancia entre él y el viejo, que se disponía a recoger la guadaña del suelo. Humbert aprovechó el momento en que se agachó para escabullirse, pero no contó con que la falda revoloteaba. El viejo la atrapó con sus fuertes manos, le arrancó la ropa del cuerpo y luego lo agarró por la cintura.
—… meisje…
Un rostro ancho con la barba blanca mal afeitada le sonrió, dejó ver dos raigones amarillentos y su aliento fétido llegó a la sensible nariz de Humbert.
—¡Suélteme! —gritó, y empezó a dar golpes en todas direcciones.
El viejo dijo algo, soltó una risa obscena, lo agarró aún con más fuerza y tiró de la falda de lana. Humbert perdió el equilibrio, se cayó y se dio un golpe en la espalda con un objeto duro, pero no notó dolor, sino un asco indecible. El viejo se abalanzó sobre él, gruñó, se rio, tiró de su camisa y se puso a buscar con dedos bruscos unos pechos que no existían. Gruñó enfadado y tocó debajo de la falda con intención de palpar las piernas de la supuesta chica. Entonces por fin Humbert consiguió agarrar del pelo a su agresor. Cuando el viejo gritó furibundo, Humbert levantó las piernas y le clavó las rodillas en la barriga. El hombre soltó un alarido y se tambaleó hacia atrás. Humbert no entendía las maldiciones que decía, pero gritaba lo bastante como para atraer a otros habitantes de la finca.
—¿Juul?
—Wie is dar? ¡Juul!
Humbert se levantó y salió al jardín sujetándose la falda. Se paró tras un arbusto de enebro para volver a colocarse bien la maldita falda. Menuda ocurrencia disfrazarse de mujer. El cordón de corsé que sujetaba la falda se había aflojado. Para apretarlo más tuvo que deshacer el nudo, que ya era un incordio. La camisa también se le había rasgado en el escote, y había perdido el pañuelo en el ardor del combate.
—Hoi!
Se dio la vuelta, asustado, y comprobó que lo estaban observando. Cerca del enebro había dos campesinas. Habían dejado las lecheras metálicas a un lado, en la hierba, y seguían sus esfuerzos con asombro. De pronto comprendió que la imagen debía de ser bastante esperpéntica, con la falda rasgada y la cofia torcida en la cabeza. Se escondió a toda prisa tras el arbusto y oyó una sonora carcajada. «Es horrible», pensó espantado. «Qué vergüenza». Se puso bien la cofia, se ajustó la falda como pudo y se planteó qué hacer. Tenía que andarse con cuidado con el viejo, lo mataría a golpes si pudiera. Las mujeres le parecieron buena gente; se habían reído, pero no mostraron miedo. ¿Qué podía haber en los recipientes? Seguramente leche. Leche de vaca fresca y cremosa. Donde había leche, había mantequilla. Y queso. Tal vez también pan y un pollo asado. Pese al susto, notó que el estómago le rugía. No se había llevado nada a la boca desde el día anterior a primera hora.
Desde su escondite oyó lamentarse y maldecir al viejo entre las voces agudas de las mujeres, que preguntaban, se asombraban y se reían. ¿Qué les estaría contando? ¿Que había intentado forzar a una vagabunda que buscó refugio en la cabaña del jardín? Seguro que no. Le daría la vuelta a la situación, se presentaría como el pobre inocente que había sido atacado por la espalda por una merodeadora descarada.
Humbert se quedó quieto, escuchando, tiritando de frío con aquella ropa insólita y preguntándose qué sería mejor, si largarse de ahí o agarrar al toro por los cuernos. El estómago rugiente se llevó la victoria. Volvió a recomponerse la camisa, la cofia y la falda, salió del refugio del enebro y se dirigió hacia las voces.
Después de que el viejo enseñara a las mujeres las señales de la pelea en el cobertizo, salieron los tres por la puerta. La mujer más menuda lo vio primero y señaló con el brazo en su dirección; la otra se llevó la mano a la boca del susto. Ya se lo imaginaba. El viejo libertino les había contado una versión de los hechos en la que él era una loca con instintos asesinos y ahora le temían.
—Hola…
Procuró dar a su voz un timbre claro, temeroso, y el resultado fue excelente. Vio que las mujeres se mostraban inseguras, se miraban entre ellas e intercambiaban unas palabras. En realidad, las campesinas belgas eran bastante guapas. Un poco redondas, la nariz pequeña, los labios gruesos y frescas como cerezas. No les veía el cabello porque lo llevaban tapado con un pañuelo de colores. El viejo rugió algo, pero ellas no le hicieron caso.
—Por favor… please… s'il vous plaît… Estoy buscando… trabajo… travailler… soy muy trabajadora… bon travail…
El viejo canalla intentó ahuyentarlo con un gesto del brazo y gritó algo ininteligible. Seguramente que se fuera. Las mujeres parecían indecisas, pero la mayor negó con la cabeza y luego se rio.
—Hoe hot jij?
Humbert no entendió. Se quedó quieto con su mirada suplicante. ¿Qué le habían preguntado? Tal vez querían saber quién era.
—Humb… —Se interrumpió, estuvo a punto de delatarse—. Berta. Me llamo Berta. Berthe.
Estuvieron un rato susurrando, gesticulando, riendo, luego la mayor lo invitó a acercarse con un gesto.
—Viens. Tu parles français? N'aie pas peur… Viens.
Habría accedido a su invitación con gusto, pero el viejo seguía junto a ellas, con su abrigo corto desmadejado por la pelea, y no parecía muy pacífico.
—Quiere pegarme —dijo Humbert.
Por fin entendieron que su lengua materna era el alemán. El viejo pareció aún más furioso y las mujeres se miraron intrigadas. Una alemana. Con esa ropa tan rara. Deambulando por la zona sola, durmiendo en casetas de jardineros ajenas.
«Ahora creen que soy una espía», pensó Humbert, desesperado. «¿Por qué no? ¿Qué esperaba? ¿Que me contrataran de mayordomo?».
—Ven —dijo la mujer menuda—. Hambre, ¿sí? Tenemos comida… ¡Ven!
Las dos se dirigieron al lugar donde habían dejado los recipientes, miraron alrededor y continuaron andando. Él las siguió. Tenía tanta hambre que era incapaz de ser precavido. Todo saldría bien. Eran simpáticas, inofensivas, seguramente empleadas del palacio, criadas, como él. ¿Por qué no iban a entenderse entre colegas de profesión?
Miró hacia atrás unas cuantas veces para asegurarse de que el viejo no corría tras él para atacarle por la espalda, pero su agresor se había quedado en la caseta del jardinero.
De cerca, el palacio no era tan impresionante como lo recordaba. Cuando había pasado por allí a caballo, el edificio de tres alas le había parecido de un blanco inmaculado y de proporciones casi perfectas. Pero ahora veía el revoque desconchado en la zona inferior y los cristales rotos, que habían sustituido por cartón. Las bisagras de la puerta del servicio por la que entraron chirriaron, la humedad había alabeado la madera.
Sin embargo, le llegó un olor tan maravilloso que olvidó todo lo demás. Café y bollos recién hechos, caramelo, almendras, pasas… Estaba mareado de hambre, se le juntaron todos los jugos en la boca, tragó saliva. Sus ojos se quedaron fijos en una mesa larga donde había varias mujeres inclinadas amasando y dando forma a una masa amarillenta. Llevaban un pañuelo atado en la cabeza, y tenían la cara roja por el esfuerzo. En medio de la mesa había varias bandejas de hornear negras con rosquillas dulces y saladas, panes trenzados y tiras de masa enrolladas.
Cuando entraron, todas las cabezas se levantaron y lo miraron. Empezaron a preguntar, se reían y negaban con la cabeza, criticaban y se calmaban, soltaban risitas, susurraban, se daban golpes en el costado…
Tenía experiencia con las mujeres en la cocina. Podían ser chismosas y malas; ante los desconocidos siempre hacían un frente común. ¿Qué harían con él?
—Siéntate… ahí. ¡Cuidado! La harina…
Sabían hablar alemán si querían. Lo condujeron entre las mujeres que amasaban hasta la cabecera de la larga mesa, lo sentaron en un taburete y le pusieron una taza delante, además de un plato con bollos de pasas recién hechos y mantequilla amarilla y grasienta.
—Mange… tu as faim, hein? Tienes hambre. Berthe…
No entendió por qué soltó una alegre risita, pero le daba igual. Mordió un bollo, masticó, saboreó, bebió un buen trago de café con leche y gimió de placer. Untó mantequilla en el bollo mordido, volvió a morder, tragó y notó cómo el bocado le caía en el estómago. Sintió una voracidad enorme por el siguiente bocado. Una vez aplacada la primera sensación de hambre, se percató de que las mujeres no le quitaban ojo, se reían, susurraban cosas que sin duda no eran adecuadas para sus oídos. Él esbozó una sonrisa amable al grupo, bebió de la taza y siguió comiendo. Engulló varios bollos con pasas, luego dos rebanadas de pan con mantequilla y jamón, una gran porción de queso, un dulce espumoso hecho con nata, azúcar, clara de huevo batida y vainilla que le supo a manjar celestial. Qué mujeres tan encantadoras. Todas eran fornidas, tenían los brazos cortos y la cara redonda. Algunas estaban sentadas como manzanas maduras, otras se hallaban de pie alrededor de la mesa, caminaban por la cocina, llevaban jarras y botes y atizaban el fuego. Se estiró de gusto, tenía la barriga llena, aunque hubiera querido no habría podido tragar nada más. Agradecería un sueñecito. ¿Lo dejarían tumbarse un rato en el banco, junto a la potente cocina? Tendría que ahuyentar al gato negro que se estaba echando su siesta matutina ahí.
—Gracias —les dijo a todas—. Merci beaucoup. Tanta comida buena, muchas gracias.
Le respondieron con un gesto de la cabeza, alegres de que se hubiera saciado, e intercambiaron miradas pícaras. Algo tramaban, pero estaba demasiado cansado para preocuparse. Se sentía muy tranquilo, le recordaba a la villa de las telas, las tardes que pasaban juntos en la cocina charlando y comiendo. La cocinera Fanny Brunnenmayer. Aquella buena mujer que era como una madre para él. Le enviaba paquetes… Ahora los devolverían con una nota diciendo que el soldado Humbert Sedlmayer estaba desaparecido. Pobre Fanny. Tenía que encontrar la manera de enviarle un mensaje… Pero con cuidado.
—¿Estás llena? —le preguntó una de las ayudantes de cocina.
Era una de las mujeres más bellas del grupo, tenía grandes ojos azules y hoyuelos en las mejillas. Por debajo del pañuelo sobresalían unos mechones rojizos.
—Sí —confirmó él, y asintió—. Muchísimas gracias. Me estaba muriendo de hambre.
—¿Quieres trabajar?
«Vaya. No son tontas, me van a hacer pagar la comida con trabajo», pensó. «¿Por qué no? A lo mejor se quedan contentas conmigo y puedo quedarme».
—Trabajar —dijo con resolución—. Sí. Travailler. Beaucoup travailler.
—¿Qué sabes hacer?
Algo en su mirada lo irritó. Un brillo, como si tuviera segundas intenciones que le costara ocultar. Con una mirada rápida al grupo vio que seguían el interrogatorio con atención. En el otro extremo de la cocina dos chiquillas arrastraban dos pesados cubos metálicos, las demás se habían reunido alrededor de él.
—Muchas cosas —dijo—. Lavar los platos, recoger agua, poner la mesa, lavar la verdura, hacer las camas…
Evitó mencionar las tareas desagradables, como quitar el polvo o limpiar el suelo. Tampoco le gustaba sacudir las alfombras, y limpiar estufas no era lo suyo.
—Bien —dijo ella—. Te gusta hacer las tareas bonitas, no las sucias, ¿verdad?
¿Le estaban tomando el pelo? Se apresuró a decir que haría todo tipo de tareas.
—Pero estás demasiado sucia para las tareas agradables, Berthe.
—Demasiado… sucia —tartamudeó, sin comprender nada aún.
—Para eso primero tendríamos que lavarte.
Dos mujeres fuertes lo agarraron por debajo de los brazos. Él pataleó, intentó liberarse, pero no le sirvió de mucho. Entre risas, esas malvadas mujeres llevaron a la obstinada Berthe al lavadero. Una niebla cálida llenaba el cuartito, habían encendido la caldera y llenado una tina con agua hirviendo, luego echaron agua fría para lograr una temperatura agradable para el baño.
—Ven, todas somos chicas…
—¡No! ¡Soltadme! ¡Soltadme, brujas! ¡Ayuda!
Humbert trató de zafarse de aquellas mujeres sonrientes que lo miraban fijamente, pero fue en vano. Le quitaron la falda, luego la camisa, perdió los zapatos en un intento de huida fallido, y al final perdió también la cofia. Solo le quedaba una opción: un salto audaz a la tina llena. Ahí se quedó agachado, se enjabonó bien y se negó en redondo a quitarse los calzones largos y blancos de mujer.
Qué malvadas eran aquellas mujeres. Eran de pueblo, pero había que andarse con cuidado con ellas. Por lo menos, ahora que estaba sentado en una tina como una gallina enjaulada mostraron su lado más suave.
—Comme tu es jolie, ma petite…
—Eres una niña pequeña y dulce…
—Quédate quieta. Esto es para el cabello. Para que huelas a rosas, Berthe…
Lo untaron con todo tipo de esencias, le lavaron la cabeza, le frotaron los hombros, el pecho, la espalda… y cuando un dedo se acercó demasiado, se rebeló.
—Le da vergüenza…, la pucelle… la virgen.
—Ya espabilará, qué tontita.
El mundo era un manicomio. Ahí estaba él, en cuclillas dentro de la tina jabonosa, con suaves dedos de mujer toqueteándolo, mientras en el frente luchaban en las trincheras y morían, explotaban granadas, y hombres y animales se desangraban en el lodo. Tenía que ser un sueño, una pesadilla absurda en la que se mezclaban cosas que no encajaban.
Se compadecieron de él. Protegido por una gran toalla, pudo salir del agua casi sin que lo vieran y quitarse los calzones mojados. Le habían dejado un vestido, hasta un enorme corsé anticuado, ropa interior de encaje, unas medias de punto y un sombrero que parecía un gorro de dormir. No tenía elección, tuvo que ponérselo, solo rechazó el corsé. La falda y la blusa de lino parecían hechas para él, y los zuecos de madera le dieron menos problemas de lo que esperaba.
Por fin pararon las risitas y las miradas. Lo dejaron en paz, volvieron a su trabajo, usaron el agua de la tina para limpiar el suelo y sacaron los bollos del horno. La guapa de los mechones rojos había desaparecido, seguramente tenía cosas que hacer arriba, con los señores. Una mujer mayor le puso una cesta en la mano y le explicó con todo detalle en flamenco, francés y un mal alemán que fuera a buscar leña para la cocina.
—¿Dónde?
Gesticuló con los brazos, le indicó que saliera al patio a la derecha, luego otra vez a la derecha, y ahí estaba la madera. La cesta estaba bastante sucia; para hacer esas tareas no había necesidad de bañarlo.
De todos modos, parecían haberlo aceptado, de momento. Si se portaba bien con ellas, tal vez los señores se lo quedaran como criada. No era precisamente divertido ir por ahí así vestido, y era evidente que se habían dado cuenta de que no era una mujer. Estaba en sus manos. Lo tenían ahí atrapado, como un pollo en una jaula, a merced de su voluntad.
Sin embargo, cualquier cosa era mejor que estar entre las ratas en las trincheras mojadas mientras los proyectiles explotaban alrededor.
Parpadeó contra los rayos oblicuos del sol. Entre los adoquines grises del patio interior ya brotaban dientes de león y hierba, los charcos brillaban, había un vehículo militar aparcado bajo uno de los plátanos. Tuvo que rodear el ala del edificio para llegar al jardín por la derecha. En efecto, ahí estaba la leña, amontonada contra la pared de un edificio contiguo. Antes de llenar la cesta echó un vistazo alrededor, no fuese que el asqueroso viejo estuviera cerca. No vio a nadie. Los mirlos revoloteaban entre los arbustos, se posaban sobre la hojarasca seca, una ardilla pasó como una flecha roja por el camino y desapareció entre las ramas delgadas de un haya. Humbert puso toda la leña que pudo en la cesta, se la colgó en el hombro y se encaminó de vuelta a la cocina.
Llegó al patio interior adoquinado, dejó la carga en el suelo para abrir la puerta que daba al ala del servicio, y en ese momento la desgracia vino a su encuentro. Un hombre salió por la entrada principal del palacio y bajó los peldaños que daban al patio. Un oficial. Un oficial alemán. Un mayor.
Humbert hizo por instinto algo que llevaba en la sangre desde hacía dos años: saludó.
El mayor se quedó quieto, miraba asombrado a la chica que lo saludaba como un soldado alemán. La observó con más atención y se acercó unos pasos.
—¿Me he vuelto loco? —dijo Klaus von Hagemann—. Pero si es… ¡Humbert!