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Jenny

Julio de 1991

La noche de la barbacoa en casa de los padres de Mücke fue un chasco total. Por lo menos para Jenny. En realidad, los demás se lo habían pasado bien en el jardín de los Rokowski, adornado con linternas. Salchichas de Turingia, ensalada de patatas casera y, por supuesto, patatas fritas al horno. Con kétchup. No daban abasto con lo que había allí. Ella apenas tragó con dificultad una salchicha y añadió dos cucharadas de ensalada de patatas: después solo se mantuvo a base de cerveza.

—Sigues dando el pecho —le recordó Mücke en tono de reproche—. No puedes emborracharte.

¿Cómo es que esos orientales querían darle lecciones continuamente? Al día siguiente a primera hora le daría a la pequeña Julia un biberón: ¿dónde estaba el problema? Si al menos hubiese venido la abuela, pero, según había contado la señora Kruse a los Rokowski, se había ido con Mine y Karl-Erich y no había vuelto a aparecer. Kruse dijo que Karl-Erich estaba pálido como un muerto. Temían que cayera fulminado en cualquier momento. No había sido para nada un paseo en coche.

Más tarde se unió Ulli y les explicó que su abuelo estaba en la clínica de Neustrelitz. Se lo había contado Mine, que había vuelto a casa.

—Quiero ir a verlo enseguida —dijo, mientras se hinchaba hambriento a patatas fritas y salchichas de Turingia—. No me gusta dejar a la abuela sola.

Era un detalle por su parte. Jenny pensó si debía decírselo, al fin y al cabo, le había soltado un montón de pullas, pero Ulli se mantuvo alejado de ella, se sentó junto a Mücke y conversó con su amiga. Por desgracia, Jenny no entendía nada porque el padre de Mücke había puesto la radio muy alta: era un milagro que los vecinos no tuviesen un ataque de locura homicida. Ulli no la miró ni una sola vez. Sí que se las daba de ofendido. Una pena…

Después habló con Kacpar, que le sirvió cerveza y cogió a la pequeña Julia en brazos. Sin embargo, ella no estaba demasiado animada, por lo que se despidió bastante pronto con la excusa de que estaba muerta de cansancio porque la niña siempre la despertaba por la noche. No era mentira del todo, pero tampoco respondía a la verdad.

—Saluda a tu abuela —dijo Mücke, que la acompañó hasta la puerta del jardín—. Ulli me ha contado que le ha salvado la vida a Karl-Erich. ¡Es una mujer genial la baronesa!

Jenny asintió, abrazó a su amiga y empujó el carrito haciendo eses hasta su piso por las calles del pueblo. La cerveza surtió bastante efecto. A la mañana siguiente Franziska le contó que había entrado en el piso tambaleándose con el bebé, había cogido en brazos a la pequeña Julia y se había tirado en la cama en el acto. Había olvidado el carrito abajo; si la abuela no lo hubiese subido, ahora probablemente ya no estaría. ¿Por qué se había emborrachado tanto?

—No me acuerdo de nada —se lamentó Jenny, que tenía una resaca terrible. Pero ¿qué le pasaba? Antes tres cervezas no le hacían nada, pero ahora se encontraba fatal, apenas conseguía cambiar el pañal a la pequeña Julia y darle el biberón.

La abuela le dio dos analgésicos y una taza grande de café solo y después le contó que Karl-Erich había sufrido un infarto, pero en la clínica de Neustrelitz estaba en buenas manos.

—Llevaba días con dolores detrás del omóplato izquierdo —dijo sacudiendo la cabeza—, pero nada de médicos. Y, sobre todo, nada de clínicas. ¡Estos viejos!

Jenny escondió una sonrisa tras la taza de café: su abuela había olvidado con qué firmeza se había negado ella misma a ir al hospital. Ya, ¡estos viejos! Tragó las pastillas y se alegró de que la abuela se ocupase de Julia. Por la mañana, la pequeña estaba muy activa y solo quería jugar, jugar y jugar.

Tras el café, Jenny se encontró un poco mejor; también las pastillas empezaron a surtir efecto. Untó un bollo con mantequilla y mermelada y miró divertida cómo la abuela y la bisnieta se divertían con un burrito de tela. Era impresionante lo fuerte que su hija podía agarrar. Y soltar no era lo suyo. Todo lo que cogía se lo metía inmediatamente en la boca.

—Dime, abuela —empezó cuando el dolor de cabeza remitió—. Respecto a ese Iversen. Ya sabes, la extraña lápida en el antiguo cementerio…

La abuela alzó la vista un segundo, luego continuó jugando con la pequeña Julia. No parecía tener mucho interés en esa conversación.

Jenny no se dejó amilanar.

—Ulli ha consultado la guía telefónica de Rostock. Aparece un Walter Iversen. ¿Podría tener algo que ver con nosotros?

—¿Rostock? ¿De dónde saca Ulli lo de Rostock? —preguntó la abuela, sorprendida, y se agachó para recoger el zarrapastroso burro del suelo.

—Ni idea. La guía tenía cinco años, pero el nombre cuadra. Quizá sea un familiar del Iversen que está enterrado en nuestro cementerio…

Pasó un rato hasta que la abuela respondió de forma muy escueta.

—¡Walter Iversen está muerto!

Por lo visto no estaba dispuesta a seguir hablando del tema, ya que se levantó para poner a la pequeña Julia en la cuna. Se oyeron unos llantos en la habitación de Jenny: la niña no quería saber nada de la tradición familiar. Tampoco de la carcoma. La abuela cantó una nana, después una segunda, y finalmente lo intentó con suaves palabras. Poco después volvió a aparecer en la cocina, con la bisnieta llorona en brazos.

—Sigue estando demasiado despierta.

—¿Por qué estás tan segura de que está muerto, abuela? —volvió Jenny al tema.

—Porque lo sé.

Jenny captó el aviso subliminal en el tono de Franziska, pero no era de las que se dejaban impresionar por mensajes implícitos.

—Conoces a un Iversen, ¿verdad? Y se llama Walter de nombre.

Silencio. La pequeña Julia paró de gritar y miró pensativa a su bisabuela.

—¿Por qué no iba a estar en el cementerio si es verdad que está muerto? —siguió insistiendo Jenny.

Entonces la abuela perdió la paciencia. Golpeó contra el platillo la taza de café que tenía levantada y reprendió enojada a su nieta:

—¡Porque no! Allí arriba no yace ningún Iversen, sino mi hermana Elfriede. ¡Bueno! Y ahora se acabó. ¡No quiero oír más del tema! ¿Me has entendido, Jenny?

No, no había entendido nada. De todas formas, nadie habría podido entender ni una sola palabra en esa habitación, pues la pequeña Julia empezó de nuevo a gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Jenny se tapó los oídos. La abuela se levantó, paseó a su nieta por la habitación y trató de calmarla en voz baja y tranquilizadora.

Vaya. ¿Qué pasaba entonces? Elfriede era la hermana menor de la abuela, por tanto, la tía abuela de Jenny. No había ido al Oeste porque había muerto. Terrible: debía de ser todavía muy joven.

—Mi tía abuela Elfriede yace entonces bajo una lápida en la que pone Iversen —resumió, sin respetar la evidente contrariedad de la abuela—. Si es cierto, entonces tuvo que haberse casado con ese Iversen, ¿no? Si no, pondría «Von Dranitz» en la losa…

La abuela lanzó un gemido colérico y la miró como si estuviese a punto de lanzarle la cafetera a su nieta.

—¿Por qué tantas suspicacias? —refunfuñó—. ¡Elfriede no pudo casarse con Walter Iversen porque los nazis lo asesinaron en 1944!

Jenny se sobresaltó.

—Está bien, abuela. No te pongas así, o Julia no parará nunca de gritar.

No obstante, tras el esfuerzo la niña se había dormido plácidamente en brazos de la abuela. Entonces la depositaron en la cuna, la taparon con cariño y la mecieron otro poco. Mientras balanceaba a su bisnieta, la abuela pareció recobrar el juicio. Volvió a la cocina, se sentó a la mesa y respiró hondo.

—Solo para que estés al corriente —dijo—. Walter Iversen era mi prometido. Estuvo implicado en 1944 en un atentado contra Hitler y lo condenaron a muerte por ello. —Se detuvo y miró fugazmente los ojos desorbitados por el horror de Jenny, después desvió la mirada de su nieta, buscó apoyo en el guardarropa, se perdió en las cortinas. Tras un rato siguió hablando en voz más baja—: Entonces fui a Berlín e intenté a la desesperada hacer algo por él. Pero lo único que conseguí fue que me encerrasen durante tres días y me interrogasen como posible cómplice. Solo gracias a un buen amigo de mi padre por fin me dejaron salir, pero no lo supe hasta mucho después. Cuando volví a la finca Dranitz, Elfriede me enseñó la sentencia de muerte. Debajo ponía que ya se había ejecutado.

—No —se le escapó a Jenny—. Lo siento mucho, abuela. No… no lo sabía…

—¡Ahora ya lo sabes!

Franziska empezó a recoger los platos del desayuno, cerró los tarros de mermelada y estuvo a punto de tirar la jarrita de leche.

Jenny miró por la ventana, miles de preguntas le pasaban por la cabeza.

—Y… ¿y si no le hubiesen matado en realidad? —preguntó en voz baja—. Podría ser que…

La abuela metió los platos estrepitosamente en el fregadero y se volvió hacia su nieta.

—¡Ya basta, Jenny! —exclamó enojada—. No quiero volver a hablar del tema. Y mucho menos de tus irreverentes quimeras. ¿Me has entendido?

—Sí, pero…

—Nada de peros. —La anciana apartó la silla y salió de la cocina a paso ligero.

Jenny fregó pensativa los platos. Nunca había visto así a la abuela. ¡Se había puesto histérica! Eso solo podía significar que este asunto la afectaba mucho. Walter Iversen tuvo que haber sido su gran amor. Claro: había ido incluso a Berlín, había arriesgado su vida para salvarlo. Pero ¿por qué su tía abuela yacía en la tumba de Walter Iversen? Algo no encajaba en la historia, solo que no sabía decir exactamente el qué. ¿Mine podría informarla con más detalle? Decidida, Jenny lanzó una mirada a la cuna de Julia. Su hija dormía profundamente, así que podía irse tranquila durante una horita. De todas maneras, Mine tampoco parecía demasiado dispuesta a hablar del pasado. Tendría que ser diplomática.

Cuando vio el coche de Ulli delante de la casa de Mine, entendió que ese día no iba a ser una misión diplomática. No obstante, llamó, subió la escalera y enseguida olió el delicioso aroma del puchero de pescado de Mine.

La anciana le abrió la puerta.

—Pasa —la invitó—. Estamos comiendo.

Jenny lanzó una mirada a la cocina, donde Ulli y Mücke estaban sentados en armonía y disfrutaban del potaje. Ambos alzaron la vista solo un segundo con poca amabilidad y después siguieron comiendo.

—¿Quieres comer? —preguntó Mine. No sonaba entusiasmada de tener otro invitado.

Jenny se aclaró la voz.

—Gracias. He desayunado tarde. Bueno, no quiero seguir molestando. Ya pasaré más tarde. ¡Hasta luego!

—¡Hasta luego! —exclamó Mücke después. Ulli no dijo una sola palabra, ni «hola» ni «adiós». ¡Gilipollas!