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LECCIÓN 1: NO TODA REGLA SE DEBE DESOBEDECER.

Eran cerca de las cinco de la tarde, un gran ocaso se encargó de pintar el cielo de rojo y anaranjado en un centro de edificios, tres grandes torres de una escuela y en el medio, un jardín. Las paredes se veían desgastadas a pesar de tener signos de mantenimiento, las losas no tenían ninguna fisura, las ventanas brillaban y las máquinas expendedoras parecían nuevas.

En una de las pocas bancas de concreto cercano al edificio D y al campo de atletismo, yacía una joven sentada a lado de otro chico. Callados frente a aquel cielo melancólico que había presenciado su vida desde su llegada a esas aulas. Ella llevaba alrededor de un par de minutos sentada, mientras ofrecía su hombro al chico con el rostro cubierto por su cabello.

Dos estudiantes uniformados por un sucio cardigan barato color rojo, tan oscuro que la sangre a las justas se veía.

— Escuche que te gustaba — dijo la chica de rasgos asiáticos, mientras una sonrisa triste se dibujaba en su rostro — me alegro, siendo honesta también me gustas. Que mal que no pudimos empezar algo.

— ¡Kanna! — grito un chico de mismo uniforme negro y rojo, con una barra de metal sobre su hombro — tenemos el pasaje abierto. Andando.

— Bien — susurró ella.

Sin pensarlo, suavemente recostó al chico sobre la banca y agarró con firmeza un bate de béisbol envuelto en clavos. A pesar de querer permanecer con su amigo hasta lo último, la convulsión y gritos del chico no lo permitirían.

Empezó a trotar a lado de su compañero, sin hacer caso a sus sentimientos, apunto de estallar entre lágrimas, una explosion detuvo su andar, no pudo voltear no había necesidad, sabía que vería piel desgarrada, tripas y un charco de sangre que indicaba un perdedor más dentro del juego.

Un juego que ninguno, jamás quiso adentrarse. De hecho, ninguno de ellos esperaba formar parte del juego número uno del siglo XXIII y es que, hace tan solo pocos días, Nakamura Kanna, una joven estaba por dar un examen que beneficiaría su ingreso a la universidad de Australia.

"Quiero regresar a Australia y vivir ahí". Era su meta durante su vida escolar. Por eso, ese primer examen era tan importante para ella, iba a ser la cereza en el pastel después del ascenso de su padre en la clínica y la apertura de una nueva sede infantil de su madre.

Sin embargo, su plan fue destruido cuando un gas somnífero atacó al profesor que los cuidaba en pleno examen de extranjería.

Recordaba lúcidamente los gritos de estudiantes, unos hombres enmascarados emboscando el salón con armas y la mano de uno acercarse a su rostro. Lo demás, fue difícil de explicar, sintió suaves golpes en su cuerpo, como si estuvieran martillando su rostro.

Se sintió molesto aquel toque, se sentía sedada. A las justas pudo moverse o escuchar esos leves susurros cercanos, ni siquiera le importo los golpes, su mente era inundada por recuerdos familiares, su primer día en la guardería en Australia, como su padre se escabullía solo para verla en el salón, como era regañado por su madre. Su primera mudanza cerca a su abuela y los pocos amigos que pudo hacer al llegar a Japón.

Intuía que estaba en peligro y que su familia no podría hacer algo por ella. Era una impotencia irracional que su mente se encargo de transmitir, incluso cuando dejó de sentir los golpes y un par de gritos y sollozos se empezaron a escuchar. Confundida, con dolor en su molar derecho y con la poca fuerza que quedaba, se hallaba sentada en la penúltima silla de una segunda fila de cinco asientos, frente a una gran pizarra blanca con un lapso de tiempo de dos horas y un grupo de treinta personas algunos sentados y otros dormidos.

Alrededor de ella habia varios jovenes uniformados con el mismo simple uniforme, los chicos tenian un pantalon negro, mientras las chicas una falda sobre las rodillas del mismo color, cada uno con una camisa blanca y chompa roja. Pero ella, desconocía el momento en el que se vistió.

Mientras acostaba su cuerpo sobre el respaldo del asiento, sus ojos se posaron sobre esos extraños y esas miradas que pedían explicaciones.

Explicaciones que ninguno tenía.

— ¿qué pasa? — se preguntó así misma la joven japonesa, pero se interrumpió por culpa de un dolor en la muela. En segundos sobo su mejilla, al mismo tiempo que intentaba buscar a alguien que pudiera reconocer.

«¿Son de diferentes países?» pensó después de ver tantas personas de diferente aspecto. Estaba por levantarse cuando un grito la detuvo a ella y a quienes estaban en plena conversación, era de parte de una chica sentada en el primer asiento, delante del escritorio del profesor. Con un hermoso cabello ordenado y ondulado, mostraba un aire adinerado, aunque su expresión era el mismo miedo que los demás.

Ese terror que cubrió el salón iluminados únicamente por cuatro luces artificiales empotradas al techo alrededor de un proyector.

Nadie lo que quería decir, pero sentían que sus corazones estaban por estallar, se escuchaban las respiraciones de los más frágiles a punto de gritar, mientras otros cuantos observaban el alrededor, un montón de folletos y letreros coloridos pegados sobre las mayólicas blancas y en lo fondo del lugar, tres plazas de casilleros numerados hasta el treinta. Sin ningún método de escape, dos puertas corredizas se burlaban del grupo.

En apariencia el lugar podría encajar en lo normal, si no fuera por un vano angosto y alargado con mayólicas transparentes, ubicado en lo más alto del salón, como única fuente de luz natural.

— ¿quiénes son ustedes? — replicó una chico con obvios temblores en su cuerpo, sentado en una de las primeras filas del salón.

Se llamaba Paulo, un joven estudiante de una escuela privada de Río de Janeiro. Se encontraba con una mano en la mejilla, tal parece que varios se encontraban con un punzante dolor en la boca.

— Ustedes no son de Brasil, ¿no? ¿Quiénes son?

Nadie pudo contestar, ninguno sabía lo que pasaba. ¿Cómo es que se podían comunicar? En cada segundo, tenían más preguntas que tal vez nunca podrían responder. Sin embargo, por el lado de Kanna frotó sus ojos, tratando de demostrarse así misma que estaba en un sueño, pero fue en vano.

Era la realidad.

Empezó a suspirar con fuerza, mientras más "estudiantes" se despertaban por la atmósfera alterada y ruidosa, donde entre ellos se convencieron que no estaban en aquel juego que destruye vidas. Estaban a punto de gritar por su vida, cuando un golpe en la mesa llamó la atención de todos.

Los ojos de Kanna se posaron sobre un muchacho castaño, un italiano, sentado en el primer asiento de la última fila, a lado de la primera puerta, y su espalda apoyada a la pared blanca. Tenía un moretón en recuperación en su mejilla derecha y por una extraña razón en los nudillos un par de curitas esterilizantes. Parecía enojado, aunque para la joven coreana, él fue el primero en relajar su mente.

— Creo que estamos en ese juego — interrumpió él y pauso al ver las miradas de los demás — el juego Kamikazes, ya saben, moriremos para dar nuestros órganos a quienes lo necesitan y dar más espacio a la tierra.

A pesar de su habla y su expresión cansada, su dedo anular nunca dejo de acariciar su collar de cruz cristiana, en un intento de no terminar como los demás, totalmente frenético y apunto de gritar.

— ¡No tiene sentido! — exclamó una chica rusa de grandes ojos azules, Irina Petrova. Estaba alterada, sentada en el último asiento de la tercera fila — ¡Mis padres nunca aceptarían que me pase esto! Esto no es para los chicos de la calle?

— Ellos fueron la primera generación — recordó Paulo, sentado delante de ella. Su visión replicaba entre el miedo y la calma, tal vez de los primeros en despertarse y darse cuenta de que quien sea que los puso ahí, se estaba divirtiendo.

Ahora que sus sospechas fueron confirmadas, nada le quitaba la idea de que podrían morir con cualquier cosa. Sin embargo, para los demás que permanecieron hasta ahora parados viendo al joven, suspiran

— ¿Acaso viste este juego? ¿no es ilegal? — cuestiono una chica sentada frente a él.

Mientras que ellos hablaban en el lado noroeste del salón, Kanna se había concentrado en aquella hoja sobre su mesa, cinco problemas con un puntaje de cuatro puntos. Eran las mismas preguntas que en su examen. Esas mismas preguntas que resolvió sin problema y que sabía cómo resolver, por un segundo, se sintió ligera y satisfecha. Estaba a punto de tomar su lápiz, cuando un rápido nuevo pensamiento cruzó por su cabeza. ¿Era buena idea resolver el examen? ¿el juego no trataba de trampas?

Desde que despertó escuchó la opinión de cada uno de ellos, las posibilidades de que el examen sea uno de los famosos turnos a muerte o una desconcentración para morir, sea cual sea, ninguno tendría la oportunidad de terminar vivo.

Empezó a dudar, pero sabía que entre más lo pensaba más tiempo perdía. Necesitaba apartar sus pensamientos, pero eran inevitables con esos gigantes números dibujados en la pizarra, las 11:50 am. Por mala suerte de ella, no había relojes en clase, volteo alrededor pero no encontró ninguno hasta que un ligero tic tac proveniente de su izquierda, era de parte de un reloj de muñeca que llevaba puesto una chica rubia robusta aun dormida.

Fue entonces que se acostó un poco sobre su mesa y vio el reloj, la manecilla pequeña apuntaba las once y la más larga a los treinta minutos. Solo eso necesitaba. Mientras regresaba al examen, no pudo evitar ver a quienes empezaban a despertar y a sentirse nerviosos como si fuera un pulso acelerado para todos.

«Veinte minutos» pensó y con delicadeza tomó el lápiz frente a ella. Solo eso necesitaba.

Pasaron un par de minutos, encerrada en sus pensamientos y los números, sin darse cuenta como más uniformados empezaban a descifrar sus exámenes, quienes vistian relojes tenían ventaja mientras quienes no, prescindieron del tiempo para salvarse ante la muerte de esa posible trampa.

En algún momento, mientras resolvía el último problema, escucho un quejido. Se desconcentro y volteo, era esa muchacha rubia, al fin despierta intentando copiar de su examen. Kanna no se quejó, no estaba segura si debía importarle, pero esa chica, era muy obvia.

En algún momento sus miradas se encontraron y por un acto reflejo, la rubia regresó a su mesa y la japonesa, dio vuelta a su examen, dejándo ver un gran número ocho impreso color rojo. Se sorprendió de tan solo verlo, volteo alrededor y luego empezó a contar, aunque un repentino grito robó su atención.

— ¿Entonces qué debemos hacer? Vamos a morir si no salimos — exclamó un joven coreano, Park, Ji-hu. Sentado detrás del italiano. Tenía legañas en los ojos y una gran marca en el rostro por haber dormido por mucho tiempo, al fin todos en el salón estaban despiertos.

— No tenemos nada, ¿cómo esperas que salgamos? ¡Estamos perdidos! — grito una chica franco marroqui, una alta chica que hizo voltear a otros desocupados. Entre ellos una chica francesa que no pudo evitar inclinar su cabeza, la analizó por unos segundos hasta que se levantó sorprendida.

En poco tiempo se emocionó, sin poder creer que tenía una conocida delante de ella. Se llamaba Amelia Clement, compañera de Lian Moreau en una escuela pública, ambas estudiantes del exclusivo salón para primeros puestos.

— ¿Lian? — preguntó ella incrédula por su presencia. — Sé que no hablábamos mucho, pero

— Claro, Amelia — habló la afrodescendiente emocionada —Estábamos dando un examen, entonces. ¿Qué sucedió con los otros seis? ¿y mi hermano?

A tal pregunta, todos voltearon a verse en busca de un conocido o amigo, casi desesperados. Mientras tanto, la joven Emma, sentada frente al escritorio del profesor, revisó detenidamente cada asiento, la mayoría intentaba abrir la puerta o las únicas ventanas altas en el muro de las dos puertas. En un momento, sus ojos cruzaron miradas con otra chica de rasgos chinos, Huang Xian, estaba cruzadas de brazos. Su expresión era oscura y cansada, por lo que un poco cansada prefirió voltear detrás de ella, hacia un adolescente de cabello oscuro.

Él iba a hablar, pero en segundos Emma regresó a su mesa. Se llamaba Martín Sandoval, un estudiante español asustado mientras presionaba el lápiz que había usado para resolver su examen. Se veía perdido, hasta que una mano en su hombro lo obligó a voltear.

— Hola, ¿de dónde eres?— dijo un chico de cabello oscuro y ojos verdes.

— Sevilla — respondió pero al ver la duda del chico, resopló — de españa, me llamo Martin

— Estados Unidos, Kevin — respondió y alcanzó a ver el examen del chico, pudo ver como las preguntas eran diferentes, hasta el idioma era diferente.

— Jm, hm — Escucharon de cuatro pequeños altavoces ubicados en cada esquina del salón. Varios empezaron a ver el techo en busca de esa voz — aviso de tiempo del examen académico. Buena suerte a todos.

Tras la mención, varios empezaron sus respectivos exámenes. Mientras otros se veían entre sí con miedo en un intento de ayudar a completar las preguntas, la mayoría regresó a sus asientos apurados a terminar. Pasaron dos minutos hasta que un brillo de la pizarra hizo alzar la cabeza a varios agobiados, que volvieron a copiar o resolver.

En segundos, una cuenta regresiva empezó desde el minuto uno. Poco a poco, las respiraciones se hacían más fuerte, mientras Kanna retenía su examen con una mano y cabizbaja, a unos asientos, Amelia volteo a su compañera que con una sonrisa calmó su ansiedad. Fue entonces que aquel brillo cambio a un fondo negro y palabras en ingles.

— tramposos o mueran — tradujo Amelia en un largo murmuró, mientras el miedo se avecinaba en su rostro y los demás intercambian miradas, consternados e incrédulos.

— ¡quien copio! — grito un chico pelirrojo, sentado delante de Kanna. Evan Glenn, un escoses con varias pecas en el rostro.

— espera — detuvo una chica blanquecina, a dos sillas de él — ¿en verdad deberíamos dejar que quien copio muera? no es justo.

— ¿no habrás sido tú? — cuestionó un joven moreno al lado de Emma.

— tiene razón, recuerda que no sabemos lo que puede suceder en este juego — agregó Emma.

— ¿Lo dices porque copiaste? — cuestionó el coreano, al otro lado del salón. Pero ella negó — si lo hiciste solo levántate

— ¿Quién eres para decirme eso? ni siquiera sabes si lo hice o no. así que cállate — respondió agresiva delante de todos. — ¡que me ven!

— relájense — interrumpió una morena de cabello largo y lacio, en el último asiento cerca a la puerta trasera del salón — no pienso decir quien copio, lo mejor será que solo levante la mano y listo.

— no creo que quieran levantar la mano delante de todos — respondió el joven italiano llamado Gian. Sin embargo, todos regresaron a la pantalla cuando las letras cambiaron.

"Hora de dormir" leyeron, todos se vieron consternados, a la espera de que alguien diga algo.

— Entonces, ¿tenemos que dormir? — preguntó un trigueño, sentado delante de Gian. Un chico tailandes con lentes y abrumado llamado Sunan Somri.

— ah ja — exclamó el brasileño — ¿es enserio? este juego es de matanza, si nos dicen que dormimos de seguro es para que nos maten

— Pues no tiene sentido que nos pidan dormir justo después de un examen, debe haber algo más — comentó la estudiante china.

— y si, ¿si? — se escuchó detrás de Kanna. Para ella era una voz familiar, después de tantos nervios e inseguridades, volteo como auto reflejo ante esa persona. — Hola, escuche que te ibas a ir a tu casa en Australia — agregó él, mientras la chica cambiaba su expresión sorprendida a una pequeña sonrisa melancólica. — wow, nunca sonreíste cuando te hablaba en clase.

— Yoshikawa Ryota — susurró emocionada al verlo. Si bien casi nunca se hablaban, eran compañeros de promociones y algunas veces de salón, pero en cuestión de segundos parpadeo sorprendida — pero, tu no llegas a quinto superior.

Ni siquiera pudo responder, pues en la pantalla apareció una cuenta regresiva de diez segundos. Ryota, vio la mirada indecisa de ella y si bien tenía las mismas emociones negativas, no podía arriesgarse a perder a una compañera. Se mordió el labio y tomó la muñeca de ella, haciendo que vuelva a verlo.

— Kanna, hay que dormir. Promete que nos vas alzar tu cabeza — pidió con intensidad. Su ceño raramente fruncido y mirada desesperada hizo que la chica asintió y se echará de golpe sobre su mesa.

Como si estuvieran dormidos, cada uno de ellos se encontraban echados sobre sus mesas, siendo vistos por cámaras de seguridad mientras un cronómetro y cuatro gráficos circulares se movían como si fueran puntajes en tiempo real. Se trataba de una pantalla de votación, vista por miles de personas alrededor del mundo.

Fueron tres minutos para los votantes pero horas para esos "estudiantes", algunos apretaban sus ojos aterrorizados, mientras escuchaban sus suspiros y leves movimientos de acto reflejo efectuado por el silencioso. Lo reconocían, sabían que no podrían escapar del juego.

En el momento que el cronómetro acabó, los círculos desaparecieron de la pantalla y el ruido de unas pisadas empezaron a resonar cerca al salón.

— no te muevas — susurró un adolescente sentado en la última silla de la cuarta fila, al ver cómo la joven cubana movía insistentemente su pierna.

Sin embargo, fue en vano. Las dos puertas del salón se abrieron de golpe sobresaltado a gran parte de los menores. Quienes escuchaban las pisadas acercarse, no podían evitar temblar, era como si una descarga golpeara su espalda y su sangre se helara.

Kanna trataba de calmarse, sus brazos eran detenidos por su cabeza y sus pies enredados detenían cualquier movimiento de sus piernas temblorosas. Su frente empezaba a sudar y la mandíbula parecía temblar en cualquier momento. Y es que esas pisadas cada vez más fuertes, la arrinconaba al miedo, quería abrir los ojos, solo quería ver un poco de lo que sea que haya parado a su lado.